sábado, 30 de octubre de 2010

UN PINCEL NUESTRO: TAFAS - H. Bustos Domecq

Anegada por la ola figurativa que retorna pujante, peligra la estimable memoria de un valor argentino, José Enrique Tafas, que pereció un 12 de octubre de 1964 bajo las aguas del Atlántico, en el prestigioso balneario de Claromecó. Ahogado joven, maduro sólo de pincel, Tafas nos deja una rigurosa doctrina y una obra que lo esplende. Sensible error fuera confundirlo con la perimida legión de pintores abstractos; llegó, como ellos, a una idéntica meta pero por trayectoria muy otra.

Preservo en la memoria, en lugar preferente, el recuerdo de cierta cariñosa mañana septembrina en que nos conociésemos, por una gentileza del azar, en el quiosco que aún ostenta su gallarda silueta en la esquina sur de Bernardo de Irigoyen y Avenida de Mayo. Ambos, ebrios de mocedad, nos habíamos apersonados a ese emporio, en busca de la misma tarjeta postal del café Tortoni en colores. La coincidencia fue factor decisivo. Palabras de franqueza coronaron lo que ya inició la sonrisa. No ocultaré que me acució la curiosidad, al constatar que mi nuevo amigo complementó su adquisición con la de otras dos cartulinas, que correspondían al Pensador de Rodín y al Hotel España. Cultores de las artes los dos, entrambos insuflados de azur, el diálogo elevóse muy pronto a los temas del día; no lo agrietó, como bien pudiera temerse, la circunstancia de que el uno fuera un ya sólido cuentista y el otro una promesa casi anónima, agazapada aún en la brocha. El nombre tutelar de Santiago Ginzberg, compartida amistad, ofició de primer cabeza de puente. Hormiguearían luego la anécdota crítica de algún figurón del momento y a la postre, encarados por sendos sapos de cerveza espumada, la discusión alígera, volátil, de tópicos eternos. Nos citamos para el otro domingo en la confitería El Tren Mixto.

Fue en aquel entonces que Tafas, tras imponerse de su remoto origen musulmano, ya que su padre vino a estas playas enroscado en una alfombra, me trató de aclarar lo que él se proponía en el caballete. Me dijo que en el "Alcorán de Mahoma", para no decir nada de los rusos de la calle Junín, queda formalmente prohibida la pintura de caras, de personas, de facciones, de pájaros, de becerros y de otros seres vivos. ¿Cómo poner en marcha pincel y pomo, sin infringir el reglamento de Alá? Al fin y al cabo dio en la tecla.

Un portavoz procedente de la provincia de Córdoba le había inculcado que, para innovar en un arte, hay que demostrar a las claras que uno, como quien dice, lo domina y puede cumplir con las reglas como cualquier maestro. Romper los viejos moldes es la voz de orden de los siglos actuales, pero el candidato previamente debe probar que los conoce al dedillo. Como dijo Lumbeira, fagocitemos bien la tradición antes de tirarla a los chanchos. Tafas, bellísima persona, asimiló tan sanas palabras y las puso en práctica como sigue. Primo, con fidelidad fotográfica pintó vistas porteñas, correspondientes a un reducido perímetro de la urbe, que copiaban hoteles, confiterías, quioscos y estatuas. No se las mostró a nadie, ni siquiera al amigo de toda hora, con quien se comparte en el bar un sapo de cerveza. Secundo, las borró con miga de pan y con el agua de la canilla. Tercio, les dio una mano de betún, para que los cuadritos devinieran enteramente negros. Tuvo el escrúpulo, eso sí, de rotular a cada uno de los engendros, que habían quedado iguales y retintos, con el nombre correcto, y en la muestra usted podía leer Café Tortoni o Quiosco de las postales. Desde luego, los precios no eran uniformes; variaban según el detallado cromático, los escorzos, la composición, etcétera, de la obra borrada. Ante la protesta formal de los grupos abstractos, que no transigían con los títulos, el Museo de Bellas Artes se apuntó un poroto, adquiriendo tres de los once, por un importe global que dejó sin habla al contribuyente. La crítica de los órganos de opinión propendió al elogio, pero Fulano prefería un cuadro y Mengano el de más allá. Todo, dentro de un clima de respeto.

Tal es la obra de Tafas. Preparaba, nos consta, un gran mural de motivos indígenas, que se disponía a captar en el Norte, y que una vez pintado, lo sometería al betún. ¡Lástima grande que la muerte en el agua nos privara a los argentinos de ese opus!


Fuente: BORGES, JORGE LUIS y BIOY CASARES, ADOLFO, Crónicas de Bustos Domecq, Buenos Aires, Losada, 2a ed., 1968

jueves, 28 de octubre de 2010

TREN - Santiago Dabove

El tren era el de todos los días a la tardecita, pero venía moroso, como sensible al paisaje.

Yo iba a comprar algo por encargo de mi madre.

Era suave el momento, como si el rodar fuera cariño en los lúbricos rieles. Subí, y me puse a atrapar el recuerdo más antiguo, el primero de mi vida. El tren se retardaba tanto que encontré en mi memoria un olor maternal: leche calentada, alcohol encendido. Esto hasta la primera parada: Haedo. Después recordé mis juegos pueriles y ya iba hacia la adolescencia, cuando Ramos Mejía me ofreció una calle asombrosa y romántica, con su niña dispuesta al noviazgo. Allí mismo me casé, después de visitar y conocer a sus padres y al patio de su casa, casi andaluz. Ya salíamos de la iglesia del pueblo, cuando oí tocar la campana; el tren proseguía el viaje. Me despedí y, como soy muy ágil, lo alcancé. Fui a dar a Ciudadela, donde mis esfuerzos querían horadar un pasado quizá imposible de resucitar en el recuerdo.

El jefe de estación, que era amigo, acudió para decirme que aguardara buenas nuevas, pues mi esposa me enviaba un telegrama anunciándolas. Yo pugnaba por encontrar un terror infantil (pues los tuve), que fuera anterior al recuerdo de la leche calentada y del alcohol. En eso llegamos a Liniers. Allí, en esa parada tan abundante en tiempo presente, que ofrece el ferrocarril del Oeste, pude ser alcanzado por mi esposa que traía los mellizos vestidos con ropas caseras. Bajamos y, en una de las resplandecientes tiendas que tiene Liniers, los proveímos de ropas standard, pero elegantes, y también de buenas carteras de escolares y libros. En seguida alcanzamos el mismo tren en que íbamos y que se había demorado mucho, porqué antes había un tren descargando leche. Mi mujer se quedó en Liniers, pero, ya en el tren, gustaba de ver a mis hijos tan floridos y robustos hablando de foot-ball y haciendo los chistes que la juventud cree inaugurar. Pero en Flores me aguardaba lo inconcebible; una demora por un choque con vagones y un accidente en un paso a nivel. El jefe de la estación de Liniers, que me conocía, se puso en comunicación telegráfica con el de Flores. Me anunciaban malas noticias. Mi mujer había muerto, y el cortejo fúnebre trataría de alcanzar el tren que estaba detenido en esta última estación. Me bajé atribulado, sin poder enterar de nada a mis hijos, a quienes había mandado adelante para que bajaran en Caballito, donde estaba la escuela.

En compañía de unos parientes y allegados, enterramos a mi mujer en el cementerio de Flores, y una sencilla cruz de hierro nombra e indica el lugar de su detención invisible. Cuando volvimos a Flores, todavía encontramos el tren que nos acompañara en tan felices y aciagas andanzas. Me despedí en el Once de mis parientes políticos y, pensando en mis pobres chicos huérfanos y en mi esposa difunta, fui como un sonámbulo a la "Compañía de Seguros", donde trabajaba. No encontré el lugar.

Preguntando a los más ancianos de las inmediaciones, me enteré que habían demolido hacía tiempo la casa de la "Compañía de Seguros". En su lugar se erigía un edificio de veinticinco pisos. Me dijeron que era un ministerio donde todo era inseguridad, desde los empleos hasta los decretos. Me metí en un ascensor y, ya en el piso veinticinco, busqué furioso una ventana y me arrojé a la calle. Fuí a dar al follaje de un árbol coposo, de hojas y ramas como de higuera algodonada. Mi carne, que ya se iba a estrellar, se dispersó en recuerdos. La bandada de recuerdos, junto con mi cuerpo, llegó hasta mi madre. "¿A que no recordaste lo que te encargué?", dijo mi madre, al tiempo que hacía un ademán de amenaza cómica: "Tienes cabeza de pájaro".

Fuente:DABOVE, SANTIAGO, La muerte y su traje, Buenos Aires, Alcándara, 1961

domingo, 24 de octubre de 2010

LAS MANOS - Enrique Anderson Imbert

En la sala de profesores estábamos comentando las rarezas de Céspedes, el nuevo colega, cuando alguien, desde la ventana, nos avisó que ya venía por el jardín.

Nos callamos, con las caras atentas. Se abrió la puerta y por un instante la luz plateada de la tarde flameó sobre los hombros de Céspedes.

Saludó con una inclinación de cabeza y fue a firmar. Entonces vimos que levantaba dos manos erizadas de espinas.

Trazó un garabato y sin mirar a nadie salió rápidamente.

Días más tarde se nos apareció en medio de la sala, sin darnos tiempo a interrumpir nuestra conversación. Se acercó al escritorio y al tomar el lapicero mostró las manos inflamadas por las ampollas del fuego.

Otro día -ya los profesores nos habíamos acostumbrado a vigilárselas- se las vimos mordidas, desgarradas. Firmó como pudo y se fue.

Céspedes era como el viento: si le hablábamos se nos iba con la voz.

Pasó una semana. Supimos que no había dado clases. Nadie sabía donde estaba. En su casa no había dormido.

En las primeras horas de la mañana del sábado una alumna lo encontró tendido entre los rododendros del jardín. Estaba muerto, sin manos. Se las habían arrancado de un tirón.

Se averiguó que Céspedes había andado a la caza del arcángel sin alas que conoce todos los secretos. Quizá Céspedes estuvo a punto de cazarlo en sucesivas ocasiones. Si fue así, el arcángel debió de escabullirse en sucesivas ocasiones. Probablemente el arcángel creó la primera vez un zarzal, la segunda una hoguera, la tercera una bestia de fauces abiertas, y cada vez se precipitó en sus propias creaciones arrastrando las manos de Céspedes hasta que él, de dolor, tuvo que soltar. Quizá la última vez Céspedes aguantó la pena y no soltó; y el arcángel sin alas volvió humillado a su reino, con manos de hombre prendidas para siempre a sus espaldas celestes.

¡Vaya a saber!

La rata

Una rata corrió a un venado
y los venados al jaguar,
y los jaguares a los búfalos,
y los búfalos a la mar...

¡Pillen, pillen a los que se van!
¡Pillen a la rata pillen al venado,
pillen a los búfalos y a la mar!

Miren que la rata de la delantera
se lleva en las patas lana de bordar,
y con la lana bordo mi vestido,
y con el vestido me voy a casar.

¡Suban y pasen la llanada,
corran sin aliento, sigan sin parar.
Vuelen por la novia, y por el cortejo,
y por la carroza y el velo nupcial.

viernes, 22 de octubre de 2010

A imagen y semejanza

Era la última hormiga de la caravana, y no pudo seguir la ruta de sus compañeras. Un terrón de azúcar había resbalado desde lo alto, quebrándose en varios terroncitos. Uno de éstos le interceptaba el paso. Por un instante la hormiga quedó inmóvil sobre el papel color crema. Luego, sus patitas delanteras tantearon el terrón. Retrocedió, después se detuvo. Tomando sus patas traseras como casi punto fijo de apoyo, dio una vuelta alrededor de sí misma en el sentido de las agujas de un reloj. Sólo entonces se acercó de nuevo. Las patas delanteras se estiraron, en un primer intento de alzar el azúcar, pero fracasaron. Sin embargo, el rápido movimiento hizo que el terrón quedara mejor situado para la operación de carga. Esta vez la hormiga acometió lateralmente su objetivo, alzó el terrón y lo sostuvo sobre su cabeza. Por un instante pareció vacilar, luego reinició el viaje, con un andar bastante más lento que el que traía. Sus compañeras ya estaban lejos, fuera del papel, cerca del zócalo. La hormiga se detuvo, exactamente en el punto en que la superficie por la que marchaba, cambiaba de color. Las seis patas hollaron una N mayúscula y oscura. Después de una momentánea detención, terminó por atravesarla. Ahora la superficie era otra vez clara. De pronto el terrón resbaló sobre el papel, partiéndose en dos. La hormiga hizo entonces un recorrido que incluyó una detenida inspección de ambas porciones, y eligió la mayor. Cargó con ella, y avanzó. En la ruta, hasta ese instante libre, apareció una colilla aplastada. La bordeó lentamente, y cuando reapareció al otro lado del pucho, la superficie se había vuelto nuevamente oscura porque en ese instante el tránsito de la hormiga tenía lugar sobre una A. Hubo una leve corriente de aire, como si alguien hubiera soplado. Hormiga y carga rodaron. Ahora el terrón se desarmó por completo. La hormiga cayó sobre sus patas y emprendió una enloquecida carrerita en círculo. Luego pareció tranquilizarse. Fue hacia uno de los granos de azúcar que antes había formado parte del medio terrón, pero no lo cargó. Cuando reinició su marcha no había perdido la ruta. Pasó rápidamente sobre una D oscura, y al reingresar en la zona clara, otro obstáculo la detuvo. Era un trocito de algo, un palito acaso tres veces más grande que ella misma. Retrocedió, avanzó, tanteó el palito, se quedó inmóvil durante unos segundos. Luego empezó la tarea de carga. Dos veces se resbaló el palito, pero al final quedó bien afirmado, como una suerte de mástil inclinado. Al pasar sobre el área de la segunda A oscura, el andar de la hormiga era casi triunfal. Sin embargo, no había avanzado dos centímetros por la superficie clara del papel, cuando algo o alguien movió aquella hoja y la hormiga rodó, más o menos replegada sobre sí misma. Sólo pudo reincorporarse cuando llegó a la madera del piso. A cinco centímetros estaba el palito. La hormiga avanzó hasta él, esta vez con parsimonia, como midiendo cada séxtuple paso. Así y todo, llegó hasta su objetivo, pero cuando estiraba las patas delanteras, de nuevo corrió el aire y el palito rodó hasta detenerse diez centímetros más allá, semicaído en una de las rendijas que separaban los tablones del piso. Uno de los extremos, sin embargo, emergía hacia arriba. Para la hormiga, semejante posición representó en cierto modo una facilidad, ya que pudo hacer un rodeo a fin de intentar la operación desde un ángulo más favorable. Al cabo de medio minuto, la faena estaba cumplida. La carga, otra vez alzada, estaba ahora en una posición más cercana a la estricta horizontalidad. La hormiga reinició la marcha, sin desviarse jamás de su ruta hacia el zócalo. Las otras hormigas, con sus respectivos víveres, habían desaparecido por algún invisible agujero. Sobre la madera, la hormiga avanzaba más lentamente que sobre el papel. Un nudo, bastante rugoso de la tabla, significó una demora de más de un minuto. El palito estuvo a punto de caer, pero un particular vaivén del cuerpo de la hormiga aseguró su estabilidad. Dos centímetros más y un golpe resonó. Un golpe aparentemente dado sobre el piso. Al igual que las otras, esa tabla vibró y la hormiga dio un saltito involuntario, en el curso del cual, perdió su carga. El palito quedó atravesado en el tablón contiguo. El trabajo siguiente fue cruzar la hendidura, que en ese punto era bastante profunda. La hormiga se acercó al borde, hizo un leve avance erizado de alertas, pero aún así se precipitó en aquel abismo de centímetro y medio. Le llevó varios segundos rehacerse, escalar el lado opuesto de la hendidura y reaparecer en la superficie del siguiente tablón. Ahí estaba el palito. La hormiga estuvo un rato junto a él, sin otro movimiento que un intermitente temblor en las patas delanteras. Después llevó a cabo su quinta operación de carga. El palito quedó horizontal, aunque algo oblicuo con respecto al cuerpo de la hormiga. Esta hizo un movimiento brusco y entonces la carga quedó mejor acomodada. A medio metro estaba el zócalo. La hormiga avanzó en la antigua dirección, que en ese espacio casualmente se correspondía con la veta. Ahora el paso era rápido, y el palito no parecía correr el menor riesgo de derrumbe. A dos centímetros de su meta, la hormiga se detuvo, de nuevo alertada. Entonces, de lo alto apareció un pulgar, un ancho dedo humano y concienzudamente aplastó carga y hormiga.

jueves, 21 de octubre de 2010

Almohadón de plumas - Horacio Quiroga

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
-¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
-Pst... -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio... poco hay que hacer...
-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.
-Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

martes, 19 de octubre de 2010

DIALOGOS Y PALABRAS - Ricardo Güiraldes

Una cocina de peones: fogón de campaña, paredes negreadas de humo, piso de ladrillos, unos cuantos bancos, leña en un rincón.

Dando la espalda al fogón matea un viejo, con la pava entre los pies chuecos que se desconfían como jugando a la escondida.

Entra un muchacho lampiño, con paso seguro y el hilo de un estilo silbándole en los labios.

PABLO SOSA. -Güen día, don Nemesio.

DON NEMESIO. -Hm.

PABLO. -¿Stá caliente el agua?

DON NEMESIO. -M... hm...

PABLO. -¡Stá güeno!

El muchacho llena un mate en la yerbera, le echa agua cuidadosamente a lo largo de la bombilla, y va hacia la puerta, por donde escupe para afuera los buches de su primer cebadura.

PABLO (desde la puerta). -¿Sabe que está lindo el día pa ensillar y juirse al pueblo? Ganitas me están dando de pedirle la baja al patrón. Mirá qué día de fiesta p´al pobre, arrancar biznaga´e el monte en día domingo. ¿No será pecar contra de Dios?

DON NEMESIO. -¿M...hm?

PABLO. -¿No ve la zanja, don? ¡Cuidado no se comprometa con tanta charla!

"Quejarse no es de güen cristiano y pa nada sirve. A la suerte amarga yo le juego risa, y en teniendo un güen compañero pa repartir soledades, soy capaz de creerme de baile. ¿Ne así? ¡Vea! Cuando era boyero e muchacho, solía pasarme de vicio entre los maizales, sin necesidá de dir pa las casas. ¡Tenía un cuzquito de zalamero! Con él me floreaba a gusto, porque no sabiendo más que mover la cola, no había caso de que me dijera como mama: "Andá, buscáte un pedazo de galleta, ansina te enllenás bien la boca y asujetas el bolaceo"; ni tampoco de que me sacara como tata, zapatiando de apurao, pa cuerpiarle al lonjazo.

"El hombre, amigo, cuando eh´ alegre y bien pensao, no tiene por qué hacerse cimarrón y andarle juyendo a la gente. ¿No le parece, don?"

DON NEMESIO. -M...hm...

Pablo acobardado toma la pava y se retira hacia afuera a concluir su cebadura, rezongando entre dientes lo suficientemente fuerte para ser oído:

-Viejo indino y descomedido pa tratar con la gente...te abriría la boca a cuchillo como a los mates.

Don Nemesio, invariablemente chueco ante el vacío que dejó la pava, sonríe para él mismo, con sonsonete de duda:

-¿M...hm?



Fuente: GÜIRALDES, RICARDO, Rosaura (novela corta) y siete cuentos. Buenos Aires, Losada, 1952

viernes, 15 de octubre de 2010

EL FIN - Jorge Luis Borges

Recabarren, tendido, entreabrió los ojos y vio el oblicuo cielo raso de junco. De la otra pieza le llegaba un rasgueo de guitarra, una suerte de pobrísimo laberinto que se enredaba y desataba infinitamente... Recobró poco a poco la realidad, las cosas cotidianas que ya no cambiaría nunca por otras. Miró sin lástima su gran cuerpo inútil, el poncho de lana ordinaria que le envolvía las piernas. Afuera, más allá de los barrotes de la ventana, se dilataban la llanura y la tarde; había dormido, pero aún quedaba mucha luz en el cielo. Con el brazo izquierdo tanteó, hasta dar con un cencerro de bronce que había el pie del catre. Una o dos veces lo agitó; del otro lado de la puerta seguían llegándole los modestos acordes. El ejecutor era un negro que había desafiado a otro forastero a una larga payada de contrapunto. Vencido, seguía frecuentando la pulpería, como a la espera de alguien. Se pasaba las horas con la guitarra, pero no había vuelto a cantar; acaso la derrota lo había amargado. La gente ya se había acostumbrado a ese hombre inofensivo. Recabarren, patrón de la pulpería, no olvidaría ese contrapunto; al día siguiente, al acomodar unos tercios de yerba, se le había muerto bruscamente el lado derecho y había perdido el habla. A fuerza de apiadarnos de las desdichas de los héroes de las novelas concluimos apiadándonos con exceso de las desdichas propias; no así el sufrido Recabarren, que aceptó la parálisis como antes había aceptado el rigor y las soledades de América. Habituado a vivir en el presente, como los animales, ahora miraba el cielo y pensaba que el cerco rojo de la luna era señal de lluvia.

Un chico de rasgos aindiados (hijo suyo, tal vez) entreabrió la perta. Recabarren le preguntó con los ojos si había algún parroquiano. El chico, taciturno, le dijo por señas que no; el negro no contaba. El hombre postrado se quedó solo; su mano izquierda jugó un rato con el cencerro, como si ejerciera un poder.

La llanura, bajo el último sol, era casi abstracta, como vista en un sueño. Un punto se agitó en el horizonte y creció hasta ser un jinete, que venía, o parecía venir, a la casa. Recabarren vio el chambergo, el largo poncho oscuro, el caballo moro, pero no la cara del hombre, que, por fin, sujetó el galope y vino acercándose al trotecito. A unas doscientas varas dobló. Recabarren no lo vio más, pero lo oyó chistar, apearse, atar el caballo al palenque y entrar con paso firme en la pulpería.

Sin alzar los ojos del instrumento, donde parecía buscar algo, el negro dijo con dulzura:

-Ya sabía yo, señor, que podía contar con usted.

El otro, con voz áspera, replicó:

- Y yo con vos, moreno. Una porción de días te hice esperar, pero aquí he venido.

Hubo un silencio. Al fin, el negro respondió:

-Me estoy esperando a esperar. He esperado siete años.

El otro explicó sin apuro:

-Más de siete años pasé yo sin ver a mis hijos. Los encontré ese día y no quise mostrarme como un hombre que anda a las puñaladas.

-Ya me hice cargo -dijo el negro-. Espero que los dejó con salud.

El forastero, que se había sentado en el mostrador, se rió de buena gana. Pidió una caña y la paladeó sin concluirla.

-Les di buenos concejos -declaró-, que nunca están de más y no cuestan nada. Les dije, entre otras cosas, que el hombre no debe derramar la sangre del hombre.

Un lento acorde precedió la respuesta del negro:

-Hizo bien. Así no se parecerán a nosotros.

-Por lo menos a mí -dijo el forastero y añadió como si pensara en voz alta-: Mi destino ha querido que yo matara y ahora, otra vez, me pone el cuchillo en la mano.

El negro, como si no lo oyera, observó:

-Con el otoño se van acortando los días.

-Con la luz que queda me basta - replicó el otro, poniéndose de pie.

Se cuadró ante el negro y le dijo como cansado:

-Dejá en paz la guitarra, que hoy te espera otra clase de contrapunto.

Los dos se encaminaron a la puerta. El negro, al salir, murmuró:

-Tal vez en éste me vaya tan mal como en el primero.

El otro contestó con seriedad:

-En el primero no te fue mal. Lo que pasó es que andabas ganoso de llegar al segundo.

Se alejaron un trecho de las casas, caminando a la par. Un lugar de la llanura era igual a otro y la luna resplandecía. De pronto se miraron, se detuvieron y el forastero se quitó las espuelas. Ya estaban con el poncho en el antebrazo, cuando el negro dijo:

-Una cosa quiero pedirle antes que nos trabemos. Que en este encuentro ponga todo su coraje y toda su maña, como en aquel otro de hace siete años, cuando mató a mi hermano.

Acaso por primera vez en su diálogo, Martín Fierro oyó el odio. Su sangre lo sintió como un acicate. Se entreveraron y el acero filoso rayó y marcó la cara del negro.

Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una música... Desde su catre, Recabarren vio el fin. Una embestida y el negro reculó, perdió pie, amagó un hachazo a la cara y se tendió en una puñalada profunda, que penetró en el vientre. Después vino otra que el pulpero no alcanzó a precisar y Fierro no se levantó. Inmóvil, el negro parecía vigilar su agonía laboriosa. Limpió el facón ensangrentado en el pasto y volvió a las casas con lentitud, sin mirar para atrás. Cumplida su tarea de justiciero, ahora no era nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre.



Fuente: BORGES, JORGE LUIS, Ficciones, Buenos Aires, Emecé, 3a. Edición

jueves, 14 de octubre de 2010

BOLETERÍA DE LA GRATUIDAD - Macedonio Fernández

No obstante lo muy concurrida que está siempre esta deliciosa boletería, he podido abrirme paso y he comprado, gratuitamente, la siguiente información, que os doy a precio de costo: en todas las ciudades, aunque nadie lo haya gestionado, hay un abogado más alto de estatura que los otros; pero en Buenos Aires, donde el suelo muy bajo favorece las estaturas, hay el abogado más alto del mundo, gran amigo mío y muy buen compañero, es decir, hasta la altura de los hombros, que es hasta donde lo conozco y soy su amigo. Es un caballero y debe ser bueno, aunque yo no lo acompañe en la demasía hacia arriba. Es tan alto que podría su cabeza tropezar con su propio sombrero puesto. Pero no se dude por esto de que con los pies llega hasta el suelo, como me lo han preguntado algunos; es allí donde comienza nuestra amistad y la posibilidad de entendernos.

Pues bien, en Córdoba, donde, por la elevación sobre el nivel del mar, a los viajeros de Buenos Aires el piso les llega hasta las rodillas, por falta de costumbre, no tenéis idea de la preocupación que pesaba sobre Buenos Aires cuando este abogado crecía (fue él quien me mandó a Córdoba en 1900, con una misión por dos días, los que yo le di a elegir, a mi vuelta, entre los treinta y dos que me había quedado) y no comprenderéis la emoción de alivio que corrió en nuestra capital cuando los telegramas de los diarios serios anunciaron que "el doctor N. ha cesado desde esta mañana de crecer". Esta noticia fue confirmada hasta la seguridad, y llegó a mí en Córdoba cuando yo me hallaba casi a punto de aprender a usar el suelo cerca de las suelas. Como yo vivía en la preocupación de que llegaría un momento en que se haría imposible escalar la amistad y el trato con mi amigo, mi alegría fue tan fuerte que cambié por séptima vez de hotel en Córdoba y me olvidé de diversos pagos prescriptibles. La línea de hoteles que yo había escogido para acreditar con sucesivas traslaciones mi propósito de regreso, partía del centro hacia la estación ferroviaria, pero como todos ellos estaban en Córdoba yo telegrafiaba: "No puedo regresar porque todavía estoy en Córdoba". Así que cuando me encontré con el doctor N. en Buenos Aires no necesité darle ninguna explicación. Por otra parte, al encontrarme de nuevo con un suelo tan bajo, mi fatiga para recobrar pie me hubiera impedido especificar explicaciones. Durante un mes no podía estar conversando con nadie sin hundirme en la conversación, empezada a nivel; y la tarea de bajarme las rodillas para no quedarme en el aire me imposibilitaba toda atención y cortesía.

Han dicho algunos que sólo una cabeza tan cerca de las nubes como la del doctor N. pudo concebir la idea de mandar abogados a Córdoba. Otros insinuaron aquí que yo tuve la habilidad de que mi último hotel fuera el más próximo a la estación y al agotamiento de mis recursos pecuniarios, coincidencia no casual.

Así se alteran las cosas con el tiempo; otro día tendremos para rebatir esto.



Fuente: FERNÁNDEZ, MECEDONIO, Papeles de Recienvenido. Poemas. Relatos, cuentos, miscelánea. Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1966

viernes, 8 de octubre de 2010

PÉRDIDA Y RECUPERACIÓN DEL PELO - Julio Cortázar

Para luchar contra el pragmatismo y la horrible tendencia a la consecución de fines útiles, mi primo el mayor propugna el procedimiento de sacarse un buen pelo de la cabeza, hacerle un nudo en el medio, y dejarlo caer suavemente por el agujero del lavabo. Si este pelo se engancha en la rejilla que suele cundir en dichos agujeros, bastará abrir un poco la canilla para que se pierda de vista.

Sin malgastar un instante, hay que iniciar la tarea de recuperación del pelo. La primera operación se reduce a desmontar el sifón del lavabo para ver si el pelo se ha enganchado en alguna del las rugosidades del caño. Si no se lo encuentra, hay que poner en descubierto el tramo de caño que va del sifón a la cañería de desagüe principal. Es seguro que en esta parte aparecerán muchos pelos, y habrá que contar con la ayuda del resto de la familia para examinarlos uno a uno en busca del nudo. Si no aparece, se planteará el interesante problema de romper la cañería hasta la planta baja, pero esto significa un esfuerzo mayor, pues durante ocho o diez años habrá que trabajar en algún ministerio o casa de comercio para reunir el dinero que permita comprar los cuatro departamentos situados debajo del de mi primo el mayor, todo ello con la desventaja extraordinaria de que mientras se trabaja durante esos ocho o diez años no se podrá evitar la penosa sensación de que el pelo ya no está en la cañería, y que sólo por una remota casualidad permanece enganchado en alguna saliente herrumbrada del caño.

Llegará el día en que podamos romper los caños de todos los departamentos, y durante meses viviremos rodeados de palanganas y otros recipientes llenos de pelos mojados, así como de asistentes y mendigos a los que pagaremos generosamente para que lo busquen, separen, clasifiquen y nos traigan los pelos posibles a fin de alcanzar la deseada certidumbre. Si el pelo no aparece, entraremos en una etapa mucho más vaga y complicada, porque el tramo siguiente nos lleva a las cloacas mayores de la ciudad. Luego de comprar un traje especial, aprenderemos a deslizarnos por las alcantarillas a altas horas de la noche, armados de una linterna poderosa y una máscara de oxígeno, y exploraremos las galerías menores y mayores, ayudados si es posible por individuos del hampa con quienes habremos trabado relación y a los que tendremos que dar gran parte del dinero que de día ganamos en un ministerio o casa de comercio.

Con mucha frecuencia tendremos la impresión de haber llegado al término de la tarea, porque encontraremos (o nos traerán) pelos semejantes al que buscamos; pero como no se sabe de ningún caso en que un pelo tenga un nudo en el medio sin intervención de mano humana, acabaremos casi siempre por comprobar que el nudo en cuestión es un simple engrosamiento del calibre del pelo (aunque tampoco sabemos de ningún caso parecido) o un depósito de algún silicato u óxido cualquiera producido por una larga permanencia contra una superficie húmeda. Es probable que avancemos así por diversos tramos de cañerías menores y mayores, hasta llegar a ese sitio donde ya nadie se decidiría a penetrar: el caño maestro enfilado en dirección al río, la reunión torrentosa de los detritus en la que ningún dinero, ninguna barca, ningún soborno nos permitirán continuar la búsqueda.

Pero antes de eso, y quizá mucho antes, por ejemplo a pocos centímetros de la boca del lavabo, a la altura del departamento del segundo piso, o en la primera cañería subterránea, puede suceder que encontremos el pelo. Basta pensar en la alegría que eso nos produciría, en el asombrado cálculo de los esfuerzos ahorrados por pura buena suerte, para justificar, para escoger, para exigir prácticamente una tarea semejante, que todo maestro consciente debería aconsejar a sus alumnos desde la más tierna infancia, en vez de secarles el alma con la regla de tres compuesta o las tristezas de Cancha Rayada.



Fuente: CORTAZAR, JULIO, Historias de cronopios y de famas, Buenos Aires, Minotauro, 4a ed., 1968

lunes, 4 de octubre de 2010

LAS VISPERAS DE FAUSTO - Adolfo Bioy Casares

Esa noche de junio de l540, en la cámara de la torre, el doctor Fausto recorría los anaqueles de su numerosa biblioteca. Se detenía aquí y allá; tomaba un volumen, lo hojeaba nerviosamente, volvía a dejarlo. Por fin escogió los Memorabilia de Jenofonte. Colocó el libro en el atril y se dispuso a leer. Miró hacía la ventana. Algo se había estremecido afuera. Fausto dijo en voz baja: Un golpe de viento en el bosque. Se levantó, apartó bruscamente la cortina. Vio la noche, que los árboles agrandaban.

Debajo de la mesa dormía Señor. La inocente respiración del perro afirmaba, tranquila y persuasiva como un amanecer, la realidad del mundo. Fausto pensó en el infierno.

Veinticuatro años antes, a cambio de un invencible poder mágico, había vendido su alma al Diablo. Los años habían corrido con celeridad. El plazo expiraba a media noche. No eran, todavía, las once.

Fausto oyó unos pasos en la escalera; después, tres golpes en la puerta. Preguntó: "¿Quién llama?" "Yo", contestó una voz que el monosílabo no descubría, 2yo". El doctor la había reconocido, pero sintió alguna irritación y repitió la pregunta. En tono de asombro y de reproche contestó su criado: "Yo, Wagner." Fausto abrió la puerta. El criado entró con la bandeja, la copa de vino del Rin y las tajadas de pan y comentó con aprobación risueña lo adicto que era su amo a ese refrigerio. Mientras Wagner explicaba, como tantas veces, que el lugar era muy solitario y que esas breves pláticas lo ayudaban a pasar la noche, Fausto pensó en la complaciente costumbre, que endulza y apresura la vida, tomó unos sorbos de vino, comió unos bocados de pan y, por un instante, se creyó seguro. Reflexionó: Si no me alejo de Wagner y del perro no hay peligro.

Resolvió confiar en Wagner sus terrores. Luego recapacitó: Quién sabe los comentarios que haría. Era una persona supersticiosa (creía en la magia), con una plebeya afición por lo macabro, por lo truculento y por lo sentimental. El instinto le permitía ser vívido; la necedad, atroz. Fausto juzgó que no debía exponerse a nada que pudiera turbar su ánimo o inteligencia.

El reloj dio las once y media. Fausto pensó: No podrán defenderme. Nada me salvará. Después hubo como un cambio de tono en su pensamiento; Fausto levantó la mirada y continuó: Más vale estar solo cuando llegue Mefistófeles. Sin testigos, me defenderé mejor. Además, el incidente podía causar en la imaginación de Wagner (y acaso también en la indefensa irracionalidad del perro) una impresión demasiado espantosa.

-Ya es tarde, Wagner. Vete a dormir.

Cuando el criado iba a llamar a Señor, Fausto lo detuvo y, con mucha ternura, despertó a su perro. Wagner recogió en la bandeja el plato del pan y la copa y se acercó a la puerta. El perro miró a su amo con ojos en que parecía arder, como una débil y oscura llama, todo el amor, toda la esperanza y toda la tristeza del mundo. Fausto hizo un ademán en dirección a Wagner, y el criado y el perro salieron. Cerró la puerta y miró a su alrededor. Vio la habitación, la mesa de trabajo, los íntimos volúmenes. Se dijo que no estaba tan solo. El reloj dio las doce menos cuarto. Con alguna vivacidad, Fausto se acercó a la ventana y entreabrió la cortina. En el camino a Finsterwalde vacilaba, remota, la luz de un coche.

¡Huir en ese coche!, murmuró Fausto y le pareció que agonizaba de esperanza. Alejarse, he ahí lo imposible. No había corcel bastante rápido ni camino bastante largo. Entonces, como si en vez de la noche encontrara el día en la ventana, concibió una huida hacia el pasado; refugiarse en el año 1440; o más atrás aún: postergar por doscientos años la ineludible medianoche. Se imaginó al pasado como una tenebrosa región desconocida; pero, se preguntó, si antes no estuve allí, ¿cómo puedo llegar ahora? ¿Cómo podía él introducir en el pasado un hecho nuevo? Vagamente recordó un verso de Agatón, citado por Aristóteles: Ni el mismo Zeus puede alterar lo que ya ocurrió. Si nada podía modificar el pasado, esa infinita llanura que se prolongaba del otro lado de su nacimiento era inalcanzable para él. Quedaba, todavía, una escapatoria: Volver a nacer, llegar de nuevo a la hora terrible en que vendió el lama a Mefistófeles, venderla otra vez y cuando llegara, por fin, a esta noche, correrse una vez más al día del nacimiento.

Miró el reloj. Faltaba poco para la medianoche. Quién sabe desde cuándo, se dijo, representaba su vida de soberbia, de perdición y de terrores; quién sabe desde cuándo engañaba a Mefistófeles. ¿Lo engañaba? ¿Esa interminable repetición de vidas ciegas no era su infierno?

Fausto se sintió muy viejo y muy cansado. Su última reflexión fue, sin embargo, de fidelidad hacia la vida; pensó que en ella, no en la muerte, se deslizaba, como un agua oculta, el descanso. Con valerosa indiferencia postergó hasta el último instante la resolución de huir o de quedar. La campana del reloj sonó...



Fuente: BIOY CASARES, ADOLFO, Historia prodigiosa, Buenos Aires, Emecé, 1961 (págs. 165-168)

Almuerzo y dudas

El hombre se detuvo frente a la vidriera, pero su atención no fue atraída por el alegre maniquí sino por su propio aspecto reflejado en los cristales. Se ajustó la corbata, se acomodó el gacho. De pronto vio la imagen de la mujer junto a la suya.
-Hola, Matilde -dijo y se dio vuelta.
La mujer sonrió y le tendió la mano.
-No sabía que los hombres fueran tan presumidos. Él se rió, mostrando los dientes.
-Pero a esta hora -dijo ella- usted tendría que estar trabajando. -Tendría. Pero salí en comisión.
Él le dedicó una insistente mirada de reconocimiento, de puesta al día.
-Además -dijo- estaba casi seguro de que usted pasaría por aquí.
-Me encontró por casualidad. Yo no hago más este camino. Ahora suelo bajarme en Convención.
Se alejaron de la vidriera y caminaron juntos. Al llegar a la esquina, esperaron la luz verde. Después cruzaron.
-¿Dispone de un rato? -preguntó él. -Sí.
-¿Le pido entonces que almuerce conmigo? ¿O también esta vez se va a negar?
-Pídamelo. Claro que... no sé si está bien.
Él no contestó. Tomaron por Colonia y se detuvieron frente a un restorán. Ella examinó la lista, con más atención de la que merecía.
-Aquí se come bien -dijo él.
Entraron. En el fondo había una mesa libre. Él la ayudó a quitarse el abrigo.
Después de examinarlos durante unos minutos, el mozo se acercó. Pidieron jamón cocido y que marcharan dos churrascos. Con papas fritas. -¿Qué quiso decir con que no sabe si está bien?
-Pavadas. Eso de que es casado y qué sé yo.
-Ah.
Ella puso manteca sobre la mitad de un pancito marsellés. En la mano derecha tenía una mancha de tinta.
-Nunca hemos conversado francamente --dijo-. Usted y yo. -Nunca. Es tan difícil. Sin embargo, nos hemos dicho muchas veces las mismas cosas.
-¿No le parece que sería el momento de hablar de otras? ¿O de las mismas, pero sin engañarnos?
Pasó una mujer hacia el fondo y saludó. Él se mordió los labios. -¿Amiga de su mujer? -preguntó ella.
-Sí.
-Me gustaría que lo rezongaran.
Él eligió una galleta y la partió, con el puño cerrado. -Quisiera conocerla -dijo ella.
-¿A quién? ¿A esa que pasó?
-No. A su mujer.
Él sonrió. Por primera vez, los músculos de la cara se le aflojaron. -Amanda es buena. No tan linda como usted, claro.
-No sea hipócrita. Yo sé como soy. -Yo también sé como es.
Él mozo trajo el jamón. Miró a ambos inquisidoramente y acarició la servilleta. «Gracias», dijo él, y el mozo se alejó.
-¿Cómo es estar casado? -preguntó ella. Él tosió sin ganas, pero no dijo nada. Entonces ella se miró las manos.
-Debía haberme lavado. Mire qué mugre...
La mano de él se movió sobre el mantel hasta posarse sobre la mancha.
-Ya no se ve más.
Ella se dedicó a mirar el plato y él entonces retiró la mano.
-Siempre pensé que con usted me sentiría cómoda -dijo la mujer-, que podría hablar sencillamente, sin darle una imagen falsa, una espec;.e de foto retocada.
-Y a otras personas, ¿les da esa imagen falsa?
-Supongo que sí.
-Bueno, esto me favorece, ¿verdad?
-Supongo que sí.
Él se quedó con el tenedor a medio camino. Luego mordió el trocito de jamón.
-Prefiero la foto sin retoques.
-¿Para qué?
-Dice «¿para qué?» como si sólo dijera «¿por qué?», con el mismo tonito de inocencia.
Ella no dijo nada.
-Bueno, para verla -agregó él-. Con esos retoques ya no sería usted.
-¿Y eso importa?
-Puede importar.
El mozo llevó los platos, demorándose. El pidió agua mineral. «¿Con limón?» «Bueno, con limón.»
-La quiere, ¿eh? -preguntó ella. -¿A Amanda?
-Sí.
-Naturalmente. Son nueve años.
-No sea vulgar. ¿Qué tienen que ver los años?
-Bueno, parece que usted también cree que los años convierten el amor en costumbre.
-¿Y no es así?
-Es. Pero no significa un punto en contra, como usted piensa.
Ella se sirvió agua mineral. Después le sirvió a él.
-¿Qué sabe usted de lo que yo pienso? Los hombres siempre se creen psicólogos, siempre están descubriendo complejos.
Él sonrió sobre el pan con manteca.
-No es un punto en contra --dijo- porque el hábito también tiene su fuerza. Es muy importante para un hombre que la mujer le planche las camisas como a él le gustan, o no le eche al arroz más sal de la que conviene, o no se ponga guaranga a media noche, justamente cuando uno la precisa.
Ella se pasó la servilleta por los labios que tenía limpios.
-En cambio a usted le gusta ponerse guarango al mediodía.
Él optó por reírse. El mozo se acercó con los churrascos, recomendó que hicieran un tajito en la carne a ver si estaba cruda, hizo un comentario sobre las papas fritas y se retiró con una mueca que hacía quince años había sido sonrisa.
-Vamos, no se enoje -dijo él-. Quise explicarle que el hábito vale por sí mismo, pero también influye en la conciencia.
-¿Nada menos?
-Fíjese un poco. Si uno no es un idiota, se da cuenta de que la costumbre conyugal lava de a poco el interés.
-¡Oh!
-Que uno va tomando las cosas con cierta desaprensión, que la novedad desaparece, en fin, que el amor se va encasillando cada vez más en fechas, en gestos, en horarios.
-¿Y eso está mal?
-Realmente, no lo sé.
-¿Cómo? ¿Y la famosa conciencia?
-Ah, sí. A eso iba. Lo que pasa es que usted me mira y me distrae.
-Bueno, le prometo mirar las papas fritas.
-Quería decir que, en el fondo, uno tiene noticias de esa mecanización, de ese automatismo. Uno sabe que una mujer como usted, una mujer que es otra vez lo nuevo, tiene sobre la esposa una ventaja en cierto modo desleal.
Ella dejó de comer y depositó cuidadosamente los cubiertos sobre el plato.
-No me interprete mal -dijo él-. La esposa es algo conocido, rigurosamente conocido. No hay aventura, ¿entiende? Otra mujer..
-Yo, por ejemplo.
-Otra mujer, aunque más adelante esté condenada a caer en el hábito, tiene por ahora la ventaja de la novedad. Uno vuelve a esperar con ansia cierta hora del día, cierta puerta que se abre, cierto ómnibus que llega, cierto almuerzo en el Centro. Bah, uno vuelve a sentirse joven, y eso, de vez en cuando, es necesario.
-¿Y la conciencia?
-La conciencia aparece el día menos pensado, cuando uno va a abrir la puerta de calle o cuando se está afeitando y se mira distraídamente en el espejo. No sé si me entiende. Primero se tiene una idea de cómo será la felicidad, pero después se van aceptando correcciones a esa idea, y sólo cuando ha hecho todas las correcciones posibles, uno se da cuenta de que se ha estado haciendo trampas.
«¿Algún postrecito?», preguntó el mozo, misteriosamente aparecido sobre la cabeza de la mujer. «Dos natillas a la española», dijo ella. Él no protestó. Esperó que el mozo se alejara, para seguir hablando.
-Es igual a esos tipos que hacen solitarios y se estafan a sí mismos. -Esa misma comparación me la hizo el verano pasado, en La Floresta. Pero entonces la aplicaba a otra cosa.
Ella abrió la cartera, sacó el espejito y se arregló el pelo. -¿Quiere que le diga qué impresión me causa su discurso? -Bueno.
-Me parece un poco ridículo, ¿sabe?
-Es ridículo. De eso estoy seguro.
-Mire, no sería ridículo si usted se lo dijera a sí mismo. Pero no olvide que me lo está diciendo a mi.
El mozo depositó sobre la mesa las natillas a la española. Él pidió la cuenta con un gesto.
-Mire, Matilde -dijo-. Vamos a no andar con rodeos. Usted sabe que me gusta mucho.
-¿Qué es esto? ¿Una declaración? ¿Un armisticio?
-Usted siempre lo supo, desde el comienzo.
-Está bien, pero, ¿qué es lo que supe?
-Que está en condiciones de conseguirlo todo.
-Ah sí... ¿y quién es todo? ¿Usted?
Él se encogió de hombros, movió los labios pero no dijo nada, después resopló más que suspiró, y agitó un billete con la mano izquierda.
El mozo se acercó con la cuenta y fue dejando el vuelto sobre el platillo, sin perderse ni un gesto, sin descuidar ni una sola mirada. Recogió la propina, dijo «gracias» y se alejó caminando hacia atrás.
-Estoy seguro de que usted no lo va a hacer -dijo él-, pero si ahora me dijera «venga», yo sé que iría. Usted no lo va a hacer, porque lógicamente no quiere cargar con el peso muerto de mi conciencia, y además, porque si lo hiciera no sería lo que yo pienso que es.
Ella fue moviendo la mano manchada hasta posarla tranquilamente sobre la de él. Lo miró fijo, como si quisiera traspasarlo.
-No se preocupe -dijo, después de un silencio, y retiró la mano-. Por lo visto usted lo sabe todo.
Se puso de pie y él la ayudó a ponerse el abrigo. Cuando salían, el mozo hizo una ceremoniosa inclinación de cabeza. Él la acompañó hasta la esquina. Durante un rato estuvieron callados. Pero antes de subir al ómnibus, ella sonrió con los labios apretados, y dijo: «Gracias por la comida. » Después se fue.

viernes, 1 de octubre de 2010

¿EL PRIMER CUENTO DE KAFKA? - Marco Denevi

Entre 1895 y 1901 medió la existencia de la revista literaria Der Wanderer (El viajero), que en idioma alemán se editó en Praga bajo la dirección de Otto Gauss y Andrea Brezina. El número correspondiente a diciembre de 1896 incluye (pág. 7) un cuento titulado El juez, cuyo autor oculta o deja entrever su nombre detrás de la inicial K. Por la atmósfera del cuento y por esa letra (que será más tarde el nombre de los protagonistas de El proceso y de El castillo) se me ha ocurrido la idea de que se trata del primer cuento de un Kafka de quince años.

EL JUEZ

Cuando fui citado a comparecer -como decía la cédula de notificación- en calidad de testigo, entré por primera vez en el Palacio de Justicia. ¡Cuántas puertas, cuántos corredores! Pregunté dónde estaba el juzgado que me había enviado la citación. Me dijeron: a los fondos, siempre a los fondos. Los pasillos eran fríos y oscuros. Hombres con portafolios bajo el brazo corrían de un lugar para otro y hablaban un leguaje cifrado en el que a cada rato aparecían las palabras como in situ, a quo, ut retro. Todas las puertas eran iguales y, junto a cada puerta, había chapas de bronce cuyas inscripciones, gastadas por el tiempo, ya no podían leerse. Intenté detener a los hombres de los portafolios y pedirles que me orientaran, pero ellos me miraban coléricos, me contestaban: in situ, a quo, ut retro. Fatigado de vagabundear por aquel laberinto, abrí una puerta y entré. Me atendió un joven con chaqueta de lustrina, muy orgulloso. Soy el testigo, le dije. Me contestó: Tendrá que esperar su turno. Esperé, prudentemente, cinco o seis días. Después me aburrí y, tanto como para distraerme, comencé a ayudar al joven de chaqueta de lustrina. Al poco tiempo ya sabía distinguir los expedientes, que en un principio me habían parecido idénticos unos a otros. Los hombres de los portafolios me conocían, me saludaban cortésmente, algunos me dejaban sobrecitos con dinero. Fui progresando. Al cabo de un año pasé a desempeñarme en la trastienda de aquella habitación. Allí me senté en un escritorio y empecé a garabatear sentencias. Un día el juez me llamó. -Joven- me dijo-. Estoy tan satisfecho con usted, que he decidido nombrarlo mi secretario. Balbuceé palabras de agradecimiento, pero se me antojó que no me escuchaba. Era un hombre gordísimo, miope y tan pálido que la cara sólo se le veía en la oscuridad. Tomó la costumbre de hacerme confidencias. -¿Qué será de mi bella esposa? -suspiraba-. ¿Vivirá aún? ¿ Y mis hijos? El mayor andará ya por los veinte años. Algún tiempo después este hombre melancólico murió, creo (o, simplemente, desapareció), y yo lo reemplacé. Desde entonces soy el juez. He adquirido prestigio y cultura. Todo el mundo me llama Usía. El joven de saco de lustrina, cada vez que entra a mi despacho, me hace una reverencia. Presumo que no es el mismo que me atendió el primer día, pero se le parece extraordinariamente. He engordado: la vida sedentaria. Veo poco: la luz artificial, día y noche, fatiga la vista. Pero unos disfruta de otras ventajas: que haga frío o calor, se usa siempre la misma ropa. Así se ahorra. Además, los sobres que me hacen llegar los hombres de los portafolios son más abultados que antes. Un ordenanza me trae la comida, la misma que le traía a mi antecesor: carne, verduras y una manzana. Duermo sobre un sofá. El cuarto de baño es un poco estrecho. A veces añoro mi casa, mi familia. En ciertas oportunidades (por ejemplo en Navidad) no resulta agradable permanecer dentro del Palacio. Pero, ¿que he de hacerle? Soy el juez. Ayer, mi secretario (un joven muy meritorio) me hizo firmar una sentencia (las sentencias las redacta él) donde condeno a un testigo renitente. La condena, in absentia, incluye una multa e inhabilitación para servir de testigo de cargo o de descargo. El nombre me parece vagamente conocido. ¿No será el mío? Pero ahora yo soy el juez y firmo las sentencias.



K.

Fuente: DENEVI, MARCO, Falsificaciones, Buenos Aires, Eudeba, 1966
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