En una profunda caverna, cerca del cráter de un volcán, vivía el Gran Brujo, atormentado por sus maldades.
Era corno el jefe de los brujos menores y de los brujitos. Pasaba inventando diabluras más o menos graves.
La gente de los valles le terna miedo porque creían que era el causante de todas sus enfermedades y de la muerte de sus rebaños de llamas y guanacos y de sus aves de corral.
Muchas veces sucedían desgracias de las que el Brujo era inocente; pero de todas maneras él y sólo él sembraba la mala suerte en los campos.
Para tenerlo contento, le dejaban afuera de sus rucas cántaros llenos de "mudái", especie de chicha que al Gran Brujo le encantaba.
Cuando la noche estaba más oscura, solía bajar de la cumbre montado en una ventolera. Al pasar por lo más espeso del bosque encendía miles de lamparitas rojas con el fuego que traía del volcán, y así no perder el camino de vuelta.
-Vendré muy borracho -murmuraba para sí- y las luces me guiarán hasta mi caverna.
El Brujo no se medía para tomar. Vaciaba jarro tras jarro de chicha hasta que no se daba cuenta ni por dónde andaba. Era la única manera de olvidar todas las maldades que hacía y la rabia que se le retorcía como culebra en el corazón. Esta rabia no tenía explicación; tal vez fuera la semilla de su propia brujería.
El mudái lo hacía volar dulcemente en torno a las rucas y cantaba unas canciones muy tontas y desafinadas:
Soy un gorgorito
que se lleva el viento
y tengo cosquillas
de puro contento.
Hasta los niños, envueltos en sus mantas, despertaban y se reían del Brujo. Sabían que estando borracho no hacía daño a nadie. Y las risas infantiles caían como agua pura en el alma negra del Brujo; sentía una alegría rara al escucharlas, una especie de felicidad que le recordaba bosques vírgenes, frutos maravillosos, el nacimiento de las vertientes, que conoció cuando él era un recién nacido y no había hecho ninguna maldad todavía.
Entonces se preguntaba
-¿Por qué tuve que ser malo? Ay, mi madre fue una serpiente y mi padre un diablo, ¿qué otra cosa podía ser yo sino un malvado brujo?
Y luego añadía con sonrisa lagrimosa:
-Pero nací bueno... Lo recuerdo.
Y como los borrachos pasan de la risa al llanto sin motivo, el Brujo se ponía a llorar sin consuelo y regresaba con lentos bamboleos a su casa.
Y en el camino de vuelta, olvidábase de apagar las lamparitas que dejara colgando de los ramajes igual que campanillas. Así, durante casi todo el año, la selva lucía hermosas luminarias, hasta que llegaba el invierno con sus lluvias interminables. Una a una las luces se iban apagando y el Brujo, al no tener guía, se ponía a dormir todas sus borracheras en el corazón caliente del volcán.
Los hombres y los animales descansaban de males y terrores.
De este modo pasaron muchos soles y lluvias y el Brujo, con su mala voluntad, se puso más y más perverso. También se puso más tonto; y un tonto malo y poderoso es el peor azote que pueden tener los hombres y los seres de la naturaleza.
Y sucedió que un año llovió más de la cuenta y el verano se atrasó. El Brujo tuvo que esperar para encender sus lámparas y como le hacía falta su bebida favorita, se puso de un genio espantoso. Aullaba en la cima de la montaña, arrojando piedras y cenizas. Su amigo, el gigante Cheruve, hacia otro tanto, lanzando lava y agua hirviendo a los valles, y robando niñas pequeñas para comérselas.
Cuando por fin llegó el buen tiempo, hubo más lamparitas que otras veces en el bosque.
Y el Brujo, al no encontrar toda la bebida que necesitaba para apagar su tremenda sed, se vengó de los campesinos enterrando sus dedos negros en las siembras de papas.
-¡Qué peste más terrible!- se quejaban las mujeres al recoger las cosechas y encontrar las papas podridas-. ¿Qué comeremos este año?
Y pensaban en sus niños que pasarían hambre.
Se reunieron los jefes y dueños de las tierras para decidir qué hacer con el malvado Brujo.
El más joven dijo:
-Dejémosle el mudái junto a los matorrales; nosotros estaremos escondidos ahí y cuando esté borracho, le damos la paliza. A ver si así no regresa.
Algunos dijeron que sí y otros que era muy peligroso apalear al Brujo, porque podía convertirlos en ranas o en peces.
-¡Y hasta en piedras! - gritó otro más miedoso.
El de mediana edad aconsejó:
-Le pondremos algo amargo como el natre en la chicha, una yerba que le dé dolor de estómago y le quite para siempre las ganas de tomarla.
Pero también hubo razones en contra: al no hallar la bebida de su gusto, podría vengarse de manera terrible, robando los animales o matándolos.
Entonces habló el más anciano:
-Creo que tendremos que juntarnos todas las criaturas de la Tierra para ganarle al gran Brujo del demonio. Quiero decir que tenemos que reunirnos con nuestros animales protectores del aire, de la tierra y del agua. Y también será necesario invocar a los buenos espíritus de las selvas. Entre todos, tal vez podamos echarlo para siempre de nuestros valles.
Esta vez los jefes, los campesinos y los jóvenes estuvieron de acuerdo.
-La violencia nunca es una solución -concluyó el anciano-, un golpe acarrea tarde o temprano otro golpe; pero actuar unidos y con astucia traerá un buen final.
Cada familia se preocupó de hablar con su animal protector.
Y unos acudieron a las colinas para conversar con el Guanaco y otros a las selvas para hablar con el Puma. Los de la orilla del mar conferenciaron con los Delfines y los de la montaña, con el Aguila Blanca.
Los que habitaban cerca de las selvas se internaron para comunicarse con los espíritus de los árboles, cuyos pensamientos son profundos como raíces y amplios como sombras.
El espíritu del Canelo aconsejó lo más sabio:
-El Brujo de la montaña necesita sus lámparas para no perderse en la espesura de la selva; si se las quitamos, no podrá atravesar los bosques y no sabrá encontrar los senderos hacia los valles. Sólo así nos dejará en paz.
Los hombres y los animales consideraron que el Canelo había dado la solución mejor y más sencilla. Y además, no encerraba ninguna violencia.
En seguida se pusieron a planear lo que cada uno tendría que hacer para arrebatar al Brujo sus lamparitas.
Los campesinos juntarían cientos de jarros de chicha para emborracharlo por largo tiempo. Después de mucho beber, el Brujo regresaría a través del bosque tan mareado y cegatón, que sería muy fácil confundirlo y cada hombre, cada niño y animal escondería una de las brillantes luces, dejando al malvado a oscuras para siempre.
Ese mismo día las mujeres y las niñas se pusieron a fabricar grandes cantidades de la bebida favorita del Brujo. Jarros y jarros de greda se pusieron a fermentar y el olor del mudái llenaba el aire y se lo llevaba el viento hasta la montaña. Porque el viento también quiso participar en la guerra contra el que hacía tanto daño.
En torno a cada ruca se alinearon los cántaros llenos hasta los bordes. Allá, en su gruta, el Brujo, aún dormido, empezó a oler el agrio perfume con que el viento le hacía cosquillas, envolviéndolo de la cabeza a los pies.
No tardó en despertar, sediento:
-¡Qué olores suben del valle! ¡Aaaah! Esos infelices aprendieron bien la lección que les di, al pudrirles sus cosechas de papas. Llevaré un buen fuego para mis lámparas, porque esta vez sí que la borrachera será grande.
Pidió a su amigo, el Cheruve, que le prestara una de sus teas y a cambio él le traería una indiecita para la comida. ¿ Qué más se quería el gigante?
Bajó entonces el Brujo agitando su fuego como bandera, de modo que los que estaban esperándolo se pusieron alerta.
Encendió lámparas iluminando cada sendero del bosque para tener seguras las huellas a su regreso. Y luego se dirigió hacia los cientos de cántaros que rodeaban las rucas.
-Nunca he probado un mudái tan delicioso como éste exclamó el Brujo, tragando sin parar-. La próxima vez apestaré todos los manzanos, porque veo que da buen resultado el maltrato.
Ni por un instante se le pasó por la cabeza que tanto jarro lleno pudiera ser trampa.
Poco antes del amanecer, cuando la noche es más oscura y tranquila, porque todos los seres, aun los nocturnos, reposan, el Brujo inició su regreso, olvidando por cierto la indiecita prometida al Cheruve. A medida que se internaba en el bosque, iban desapareciendo una a una las lamparitas que dejara encendidas.
-Vaya, ¿qué pasa con mis luces? -gritó con una voz que parecía salirle de las orejas, tan mareado se sentía.
Unas ligeras risas y murmullos sonaron aquí y allá.
-¿Quién se ríe? ¡Ya verán! -aulló furioso, dándose encontrones con las ramas.
Los guanacos escondieron las luces detrás de sus cabezas, los venados, entre sus astas, los pumas, con sus anchas patas, las águilas, con sus alas, los hombres, bajo sus mantas. Y los niños huían por todas partes, como luciérnagas risueñas, llevando entre sus manos una radiante lamparita.
Hasta las truchas de los riachuelos jugaron a beberse los reflejos, iluminándose en el agua como fuegos fatuos.
El Brujo suplicó que le devolvieran sus luces, dándose cuenta de que si conseguían arrebatárselas, estaba perdido. Pero los espíritus protectores se negaron, porque no se puede creer en las promesas de un borracho.
Solamente logró que los pensamientos de los árboles guiaran hasta su gruta, donde a pesar de su derrota y de la rabia que le hervía en la cabeza, cayó al suelo echando humos alcohólicos por boca y orejas.
Nunca más pudo bajar a los valles a hacer daño a los hombres y a las criaturas humildes. Nunca más el Cheruve le prestó una tea de fuego por no haberle llevado una indiecita. Pero aquellas luces que entre todos le quitaron, vuelven a iluminar cada año los senderos y son las flores del copihue que cuelgan de los ramajes de la selva como campanitas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario