En la primavera de 1870, los diarios de París anunciaron que el museo de cera de madame Xora había sumado una nueva pieza a su colección de casi mil obras: la cabeza de Servac.
El público lleno las siete salas del museo (donde se exhibían los más celebres criminales de la historia esculpidos en cera) para desfilar ante la famosa cabeza. Cada visitante se detenía ante ella solo algunos segundos: de inmediato lo empujaban los de atrás. En los días anteriores, los diarios sólo habían hablado de los crímenes de Servac y de su muerte en la guillotina. había envenenado con arsénico a sus tres esposas para poder mantener a flote su pequeño negocio de cigarros y pipas.
Los diarios, que siempre habían alabado las piezas de cera de madame Xora, se ensañaron con la cabeza de Servac, dijeron que era una copia descolorida, que parecía la cabeza arrancada de una marioneta, que todo el vigor de la artista se había perdido.
Los críticos hicieron notar que el público, acostumbrado a temblar frente a las creaciones de madame Xora, contemplaba la cabeza del envenenador sin emoción, sin miedo, sin fe.
Madame Xora se disculpó de su fracaso a través de una carta que publicó en tres diarios de París. Confesó que la culpa de su derrota la tenían la imprevisón y la falta de tiempo; por primera vez en su carrera había apurado las cosas, para abrir la muestra antes que el olvido se tragara a Servac. Por eso el día antes de la inauguración, se dio por vencida, dejó que las llamas deshicieran su fracasada escultura, y decidió exponer el modelo que le había comprado al verdugo: la verdadera cabeza de Servac
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