Elsa Bornemann
Arriba del ropero del dormitorio de sus padres.
En el mismo sitio adonde había ido a parar una variedad de objetos en desuso.
Debajo de la sábana de polvo y pelusas que los cubría. Ahí encontró Hilario
Cuevas aquel cuadro, cuidadosamente empaquetado y lo único rescatable del
montón de cosas que su madre había ido colocando sobre el ropero a lo largo de
su matrimonio. (¿Quién —que tenga o haya tenido un ropero— no lo usa o lo usó
como una suerte de depósito de objetos que no se decide a tirar, aunque intuye
que jamás volverá a necesitarlos?)
Aquel cuadro era un óleo de mediana proporción,
enmarcado. Sobre el ángulo inferior derecho de la tela, la querida letra y la
firma que el joven conocía bien: Irenita. Junto a la firma, una fecha que
indicaba que esa pintura había sido hecha por su madre cincuenta años atrás,
como las otras que decoraban una pared de la cocina y que pertenecían a la
época de la niñez de Irene, cuando fantaseaba con ser artista plástica. Nunca
lo había visto antes. Por eso, Hilario se conmovió doblemente y —durante un
rato— permaneció sentado sobre la cama de los padres, abrazado al cuadro y con
la mirada perdida en sus recuerdos. La campanilla del teléfono lo volvió al
presente. Ya habían cortado cuando atendió. Ahora estaba en su cuarto y aún
cargaba —amorosamente— el óleo cuando se le ocurrió que esa pared desnuda
frente a su propia cama era el lugar ideal para colgarlo.—Así lo voy a
contemplar todas las noches... —pensaba, mientras que a golpe de martillo,
colocaba un clavo en el espacio elegido—. Es como si mamá hubiera querido
hacerme un regalo postrero... Pobrecita... ¡ya un mes que no está más...! E
Hilario dedicó la última hora de aquel viernes a mirar el cuadro con
enternecido detenimiento. Su mamá había pintado una casa estilo Tudor. Dos
pisos con cuatro ventanas cada uno. Cortinas que impedían ver el interior de
las habitaciones, cálidamente iluminadas...Al frente, un jardín florido y
—medio confundida entre las plantas— la silueta de un muchacho manejando una
hoz. ¿El jardinero de aquella residencia, tal vez? Durante las semanas que
siguieron al encuentro de aquel cuadro, Hilario destinó sus momentos libres a
contemplarlo. Emocionado como estaba por ese hallazgo inesperado, cada día le
parecía más hermoso y no lograba explicarse por qué su madre lo habría
guardado, casi oculto se hubiera dicho.
Una noche —a punto de dormirse a la par que
escuchaba la radio y con la vista distraída en el óleo— Hilario creyó observar
que una de las cortinas del primer piso de la casa pintada se descorría
lentamente.—El sueño me hace ver visiones... —pensó de inmediato y apagó el
velador, dispuesto a descansar.—Todas las cortinas de esa casa están corridas
—se dijo, antes de caer profundamente dormido. Y esa madrugada soñó con sus
padres y se sintió pequeño y mimado como cuando los dos vivían y le decían
"Lari". Se despertó de buen humor. Se estaba vistiendo para salir a
hacer su acostumbrada caminata de los sábados, cuando recordó el asunto de la
cortina del cuadro. Se volvió hacia el óleo y sonreía por lo que —en ese
momento—consideraba una visión producto del cansancio nocturno, pero vio que la
cortina del primer piso de la casa pintada estaba —realmente— descorrida. Se
inquietó. Y más aún cuando una nena que aparentaba pedir auxilio se asomó a esa
ventana y le hizo señas desesperadas. Enseguida —y por detrás de la niña— una
mujer —que se le parecía notablemente— hizo lo mismo. Hilario creyó que se
estaba volviendo loco.—Esto me pasa por pasar tantas horas mirando el cuadro de
mamá —supuso—. Estoy sugestionado como una criatura y —muy molesto consigo
mismo—terminó de abrocharse las zapatillas y abandonó su cuarto, sin volver a mirar
el óleo. Esa noche —ya de regreso a su casa— decidió que dormiría en la sala.
Se ubicó —entonces— en un sofá, prometiéndose que no volvería a mirar el cuadro
hasta la mañana siguiente. Sin embargo, cerca de la madrugada se despertó de
repente. Transpirando— a pesar de la baja temperatura ambiente—y con la
necesidad impostergable de contemplar el óleo. Se dirigió a su cuarto y así lo
hizo. ¡Para qué! Ahora eran dos las cortinas descorridas. Tres de las ventanas
del primer piso de la casa pintada lo estaban y — detrás de ellas, la niña y la
mujer en una, un niño en la otra y un hombre en la restante—. Todos pedían auxilio
y le hacían señas desesperadas. En sus caras, el espanto. En la de Hilario, también.
Temblando, descolgó —entonces— el cuadro y lo
colocó —bruscamente— sobre su cama, de pintura contra el acolchado, para no ver
esas imágenes que tanto lo estaban perturbando. ¿Cómo era posible? En un
impulso, se abrigó para salir a la calle:—Debo averiguar si esa casa que pintó
mamá existe o existió y a quién pertenece —pensaba—, y la primera idea que tuvo
al recorrer la cuadra de su domicilio fue la de encaminarse hacia el barrio
donde ella había pasado su infancia y su adolescencia y del que había partido
para casarse con su padre.—Seguramente, esa pintura —como las otras que hizo—
fue inspirada en algún paisaje vecino...Hilario estaba tan nervioso que las
aproximadamente ochenta cuadras que lo separaban de aquella zona las atravesó
casi sin darse cuenta. El sol del domingo ya acariciaba los árboles cuando
llegó al barrio donde su mamá había sido "Irenita".
Recién después de haberlo recorrido sin parar,
Hilario se halló —de pronto— frente a la casa que la madre había pintado en el
cuadro. Dos veces había pasado a lo largo de ella y sin reconocerla. Claro,
cincuenta años no habían transcurrido en vano: era la misma casa, pero
lógicamente envejecida por la acción del tiempo y bastante transformada a fuerza
de refacciones. El jardín delantero no existía ya, por ejemplo. Un desierto patio
ocupaba el espacio que antes había pertenecido a césped y plantas. Sobre la
verja de la entrada, un cartel anunciaba: "Jardín de Infantes Tulipán".
Como tantas otras antiguas casonas, a esa también la habían convertido
en una escuela. Muy excitado, Hilario pulsó el timbre sobre el que se leía:
"Portería". Ya estaba por irse —después de tocar varias y prolongadas
veces— cuando una viejita salió desde una de las puertas laterales de la
residencia. —Sí... ya va... Ya va... —decía, mientras se le aproximaba a
Hilario alisándose el pelo y acomodándose una chaqueta que terminaba de
ponerse.
—¿Qué desea, señor?
—Esteee... Buenos días... Disculpe la molestia... pero...
—¿Qué pasa? A usted no lo tengo visto por aquí. ¿En qué puedo serle
útil?
Entonces, Hilario le contó una historia que se le iba ocurriendo a
medida que la desarrollaba. No podía decirle la verdad. El caso es que se las
ingenió tan bien que la viejita le dio —exactamente— la información que el
muchacho ansiaba. Entre otros detalles que no le interesaban en absoluto supo
—por ejemplo— que esa casa había pertenecido —cincuenta años atrás— a una tal
familia Dubatti... que sus cuatro integrantes habían muerto asesinados... que
nunca se había descubierto al criminal... que la finca había permanecido
cerrada durante mucho tiempo... y que ella era la encargada desde el mes en que
se había inaugurado el Jardín de Infantes, hacía once años. La viejita seguía
hablando y hablando cuando Hilario pensó que ya tenía datos suficientes como
para empezar a comprender el secreto que el cuadro encerraba.
Casi sin despedirse de la anciana, llamó a un taxi y volvió a su casa,
hecho un relámpago. Corrió a su cuarto y tomó el cuadro. Lo observó con
atención. El miedo le picoteó el corazón. ¡Las cortinas del primer piso de la
casa pintada continuaban descorridas pero ningún rostro desesperado volvió a
dibujarse detrás de ellas! Aunque lo más impresionante era que.... ¡la silueta
del jardinero había desaparecido del óleo! Fuera de control, Hilario arrojó el
cuadro al aire. Al estrellarse contra el suelo, el marco quedó por un lado, el
óleo por otro y el cartón que lo protegía por detrás fue a parar abajo de su
cama. Cuando —dolorido por su actitud de haber intentado romper una pintura de su
madre—, Hilario se empezó a recomponer y a recoger las partes dispersas del
cuadro, encontró aquel papel doblado en varios cuadraditos. Era un papel de
carta fino, tipo Biblia y —sin dudas— había saltado del interior del cuadro
cuando se había descuajeringado debido al golpe contra el piso. Con el corazón
fruncido, el joven lo desdobló. Era un mensaje manuscrito. La letra infantil de
su madre y esta confesión:
ME LLAMO IRENE DEL PINO Y TENGO DOCE AÑOS. AYER MISMO —ANTES DE
QUELLEGARA LA POLICÍA— DESCUBRÍ —POR CASUALIDAD— QUIÉN ES EL ASESINO DE
LOSDUBATTI. PERO ÉL LO SABE Y ME AMENAZÓ DICIÉNDOME QUE SI SE ME OCURRECONTAR
LO QUE VI, ME VA A MATAR. ME DIJO TAMBIÉN:—ESTÉS DONDE ESTÉS Y SEA CUANDO
FUERE, SI ALGUIEN SE ENTERA DE LO QUE PRESENCIASTE, YO ME LAS ARREGLARÉ PARA
MATARTE APENAS ME DELATES. Y CON LA MISMA ARMA CON QUE ASESINÉ A TU AMIGA
ANDREA Y AL RESTO DE SUFAMILIA: A SUS PADRES Y A SU HERMANO LORENZO, POR SI
DEBO RECORDÁRTELO. CON ESA MISMA ARMA QUE ME SORPRENDISTE LAVANDO, VOY A
ACARICIAR—ENTONCES— TU COGOTE.YA TE ESTOY ODIANDO COMO A LOS DUBATTI, ASÍ QUE
NO LO OLVIDES Y BOCA CERRADA. ¿ENTENDISTE? TENGO PÁNICO Y ESCRIBO PARA
ALIVIARME UN POCO DEL PESO DE ESTE SECRETO TERRORÍFICO. LE PIDO A DIOS QUE ME
AYUDE A CALLAR Y ESPERO QUE SE HAGA JUSTICIA ALGÚN DÍA. EN EL CUADRO QUE ACABO
DE PINTAR Y DENTRO DE CUYO MARCO VOY A OCULTARESTE MENSAJE, APARECE EL ASESINO
CON SU ARMA, EN LA MISMA CASA EN LA QUE COMETIÓ SUS CRÍMENES. OJALÁ RECIBA SU
MERECIDO CASTIGO. IRENITA
Un grito arañó la garganta de Hilario:—¡El jardinero! ¡El jardinero fue
el asesino de la familia Dubatti! En el mismo instante en que pronunciaba
aquellas palabras, recordó que ya no estaba en el óleo. ¿Dónde entonces? Hilario
se lanzó sobre el teléfono. Comenzaban discar el número de la policía —por más
que se le antojaba absurdo todo lo que le estaba ocurriendo— cuando la sombra
de una hoz —proyectada sobre la pared que tenía al frente— lo paralizó. ¡El
jardinero del cuadro! Se dio vuelta con el tiempo justo como para ver lo que
mejor no: erguido a sus espaldas y barajando la hoz, un viejo. Durante un
instante, Hilario creyó que estaba a salvo. ¡El jardinero del cuadro era un
muchacho y no ese hombre de barba y pelos blancos! Durante el instante
siguiente, Hilario entendió que estaba perdido:¡Ese hombre era el jardinero,
con cincuenta años más sobre su piel!—¡Piedad —por favor— no me mate! —aulló
entonces. El viejo seguía haciendo bailar su hoz mientras le decía:—Ja. Yo no
cometo dos veces el mismo error. Voy a degollarte como tendría que haberlo
hecho con Irenita, tu estúpida madre...—¡Le ruego; déjeme vivir y juro que no
voy a delatarlo! ¡Mire, mire lo que hago con este mensaje de mi mamá! —e
Hilario rompió el papel de la confesión en mil pedacitos y —haciendo un bollito
con ellos— se los tragó.
El jardinero estaba a punto de descargar su hoz contra el cuello de Hilario
pero el rostro y el cuerpo del muchacho le indicaron que no hacía falta: era
evidente que acababa de sufrir un ataque al corazón. Pocos minutos después,
expiraba.—Indudablemente, este muchacho se trastornó debido al fallecimiento de
su madre... —opinó, días después, el jefe de policía en una conferencia de prensa.
Y vean si no: la autopsia reveló que su última cena fue... papel... Un loco
manso, eso es todo... No, su habitación estaba en perfecto orden. Un síncope. ¿El
cuadro que encontramos junto a su cadáver y todo roto? Ah, sí. Una pintura
hecha por su mamá durante la infancia... Nada de valor...Afectivo sí, por
supuesto. ¿Qué representa? Una casa. Una casa estilo Tudor. Dos pisos con
cuatro ventanas cada uno. Cortinas que impiden ver el interior de las habitaciones,
cálidamente iluminadas... Al frente, un jardín florido y—medio confundida entre
las plantas— la silueta de un muchacho manejando una hoz. ¿El jardinero de la
residencia, tal vez? Pero ya me están haciendo ir por las ramas: ¿Qué tiene que
ver el óleo con la muerte, señores periodistas? Y aquel cuadro —pintado por
inexpertas manos infantiles y al que— por lo mismo —no se le otorgó ninguna
importancia—, fue a parar a uno de los tantos camiones que recolectan
desperdicios, junto con todos los demás que había hecho Irenita
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