domingo, 13 de noviembre de 2011

Espérame en el día del santo fundador

Año 1831
El capitán Joaquín de la Torre era un mozo apuesto, moreno y audaz, seductor 
de ingenuas y amigo de meterse en problemas. Nadie dudaba de su valor en batalla, y
los negros lo creían capiango, uno de aquellos soldados  - tigre que acompañaban en sus 
correrías al General Quiroga. 
Además de su carácter violento, Joaquín era puntilloso en el cumplimiento de
sus promesas, y le había hecho una a su prima, Inés de Quirós, a quien pretendía más 
allá de lo cuerdo. 
Todos aquellos años, mientras guerreaba, comía charqui agusanado y lo vencía
el cansancio de interminables cabalgatas, había resistido por el tenaz pensamiento de
volver a Córdoba con algún grado más en el ejército para casarse con ella. La madre de 
Inés, que lo detestaba, ya no podría impedirlo, pues había muerto tiempo atrás. 
Pero cuando entró en Córdoba, acompañando a las fuerzas de ocupación del
general Echagüe, después que bolearon al general Paz en Calchín, se encontró con que 
Inés llevaba algún tiempo de casada. 
Fue desconcertante en principio, y luego se le volvió insoportable, encontrarla
casada, y además, rota aquella relación que los unía desde niños, cuando ella, con su
expresión de ángel, mentía por él y lo protegía aún sabiendo que la castigarían. Ahora lo 
eludía de todas formas, se negaba a escucharlo y estaba cercada por una suegra
inclaudicable en su empeño de proteger a su hijo y a su nuera de aquel loco: él.Entre las virtudes de Joaquín no estaban la paciencia y menos aún la
consideración, y pronto lo que había sido proyecto, se le volvió despecho, así que un
domingo, fuera de sí, se había presentado a la salida de Misa Mayor y delante de todos, 
había jurado a su prima: “En el día del Santo Patrono, esté donde esté, vendré a
buscarte.”
Por eso, en San Jerónimo, cuando lo despertó la primera campanada de las
completas, se enderezó, atontado de sueño y de cansancio y se ordenó ponerse de pie 
recordando que era la fiesta del Santo. Le costó comprender dónde se hallaba, hasta que 
el olor a asado, las zafadurías y las risas de los soldados, amén las órdenes que repartían 
a destajo los oficiales santafesinos, le hizo saber que estaba en el campamento que
habían levantado más allá del Pueblito. 
Luego de sacudirse la chaquetilla y los pantalones, y pasarse los dedos por el
pelo alborotado, echó un vistazo a su alrededor y comenzó a atravesar el terreno por la 
parte más oscura de la  noche: la orilla bordeada de árboles que mantenían sus sombras 
en movimiento, facilitándole la retirada.
Esquivando a la guardia, saltó la pirca y dejó atrás el acantonamiento, con sus
tiendas y corrales improvisados. No tomaría montura de ellos, temiendo que su mala
suerte le pusiera un oficial superior al paso, de los que tenían orden de vigilarlo para que 
no bajara a la ciudad, pues se le había ordenado dejar en paz a los Quirós. 
Un viento helado le sacudió la fatiga y caminó hasta la primera pulpería,  donde 
se apropió de un caballo, y con la tristeza de la sangre pesándole en los miembros,
costeó La Toma entre acequias y ranchos de indios. Sentía necesidad de bebidas y
emociones fuertes, pero el recuerdo de Inés lo obligó a emprender el galope que sólo 
menguó al entrar en las calles empedradas.
Una vez allí, esquivó borrachos, se descubrió ante unas beatas desveladas en
caridades, olisqueó los jazmines tras los tapiales y se condolió de un negro castigado,
acurrucado en un portal, adormecido de tristeza  por no haber podido acudir al jolgorio 
de los suyos. Oyó retazos de música, risas y rezos, amén del susurro de alguna pareja, 
en un baldío, dispuesta a engendrar, a pesar de la matanza, un mestizo, un mulato, un
cuarterón.
Las calles mejoraban y a treinta  metros de la casa de los Quirós, desmontó y ató 
firmemente las riendas al palenque de un vecino, pensando en tener el caballo a mano 
por si conseguía robarse a su prima.
Luego de olfatear la noche como un cazador nocturno, caminó por la vereda,
frente a la casa donde vivía Inés, distinguiendo por las ventanas de la sala al absurdo 
marido de su prima  - se decía que no eran las mujeres precisamente de su gusto  - y a la 
madre de éste - doña Jacoba -, que parecía un marimacho en tocado de viudas. 
Ambos muy en dueños de ganado ajeno, pensó con furia. 
 Caminando en un silencio cauteloso, se acercó a una casa que, contrario al resto 
de las de la cuadra, mantenía sus puertas y ventanas cerradas. Allí se disimuló en el
portal, embargado de una vaga inquietud, pero  sabiendo que la puerta no se abriría: el
crespón negro anunciaba que estaban de duelo, pero cerrados al velatorio. En aquellos 
tiempos de guerra, seguramente aún no les habían entregado el cuerpo. Nadie, por lo
tanto, saldría a importunarlo. Todas las diligencias se harían por la puerta de servicios.    
 En la oscuridad, Joaquín armó un cigarrillo mientras discurría el modo de llegar 
a Inés sin que lo detuvieran. El chispazo del yesquero le iluminó el rostro (hermoso,
cruel y algo pálido después del combate) y al levantar los ojos se sintió mareado: la
noche, sobre él, parecía atraerlo con el  movimiento de las constelaciones.
De pronto, por la ventana de los Quirós se oyó el sonido de una guitarra, y como 
una caricia, la voz de Inés entonó un cielito que  hablaba de amores desdeñados ycorazones impregnados de tristezas. Mientras cada nota lo traspasaba como un puñal,
apareció por la esquina una delegación de estudiantes del Monserrat, con togas, birretes 
y cencerros, además de un chifle de caña disimulado  entre las ropas. Entonaban
estribillos maliciosos y trepaban a las rejas solicitando “una contribución forzosa”, so
pena de airear los pecados de los remisos en caso de que no los complacieran.
Inés, reclamada por sus coplas y requiebros, se asomó a la reja, y por unos 
minutos el capitán pudo observar en ella esa inconsolable coquetería de las mujeres
virtuosas por decreto.
En el tumulto que provocó el tintineo de las monedas que ella les arrojó, Joaquín 
aplastó el cigarro con la bota, cruzó la calzada y se metió en el zaguán de su prima sin 
que Bartolo, el negro que vigilaba la entrada, pudiera nombrar a Cristo.
Ya dentro de la fortaleza, dejó el sombrero en el poyo, se acomodó el cuchillo a 
la cintura y se asomó, al reparo de la penumbra, a la sala iluminada. Y aunque de reojo 
distinguió en el patio del aljibe a un criado, que al verlo se santiguó mientras retrocedía 
hacia los fondos, no se inmutó.
En la sala, los dueños de casa ignoraban lo que los servidores ya sabían: que el
capitán estaba en el solar,  dispuesto a cumplir su malhadada promesa. Porque si en los 
círculos de “ilustrados” lo mentaban “piel de Judas y carne de horca”, descansaban en la 
certeza de que, entre el Obispo y el General habían de meterlo en cauce. 
Pero en los últimos patios de esas mismas moradas, los domésticos sabían que el 
capitán había jurado, con la mano donde correspondía, que por sus partes viriles
conseguiría el amor o tomaría la vida de su prima. Y entre la gente que come junto al
fuego, que duerme sobre el piso, que corta  el pan con la mano y mata la gallina sin usar 
el filo, aquello era mucho jurar. Eso, sin sumarle lo que ellos creían como artículo de fe 
y los señores rechazaban como superstición de ignorantes: que Joaquín era capiango
desde la batalla de La Tablada, por  haber “chupado” el ánima de un soldado  - tigre que 
expiró en sus brazos.
Por entonces Bartolo, que muy en prudente había dado la vuelta por los fondos, 
comunicó a quien quisiera escucharlo que había visto al capitán cerrar los dedos sobre la 
empuñadura del cuchillo, donde había hecho grabar unos días atrás: “En la Muerte serás 
Mía”.
 Joaquín, entre tanto, entró en la sala, donde tanto buen ciudadano se divertía
decorosamente entre murmullos importados, tintineo de copas y gemido de caireles.
Varios negros  con sus violines tocaban aires ligeros a los que conseguían dar un ritmo 
alegre e interminable, y los caballeros, de levita y lazo, se mantenían de pie mientras las 
damas, enjoyadas y escotadas, disimulaban la hendidura entre los senos con algún
ramillete  de jazmines o madreselvas. Las ancianas que acompañaban a doña Jacoba,
sobre el estrado, pespunteaban, con agujas de palabras, los próximos enlaces de sus
vástagos sin prestar atención a las jóvenes casadas, que se distinguían por una especie 
de melancolía  que flotaba entre la última enfermedad de sus niños, la preocupación de 
una nueva gravidez y la obsesión de algún galán disimulado que, en misa, la seguía con
los ojos.
Apartada de todas ellas, Joaquín distinguió a Inés, sentada ante la reja; se la veía 
muy bella, con sus hombros descubiertos y el peinado despejándole el perfil angélico,
envuelta en un remoto misterio, con la vista prendida en el crespón negro de la puerta de 
enfrente. ¿Quizás lo había vislumbrado entre las sombras? ¿Habría tenido una de
aquellas intuiciones que los unieran desde la niñez? Y, ¿qué pensaría aquella “virgen de 
vestir”? La envolvía un enigmático aire de abandono, como si estuviera en la Torre de 
Babel, ignorante de todos los idiomas que se hablaban a su alrededor.Con estas preguntas, Joaquín se dirigió hacia ella, atravesando la sala sin que
nadie se desmayara al verlo. Cuando ya estaba cerca de ella, Inés se volvió y dibujó una 
sonrisa en sus ojos del color de las algas que aparecen después de las crecidas. Y él, 
enternecido,  ignorando que aquella sonrisa no le estaba destinada - no había sido
reconocido por ella, pues no llevaba sus graciosos quevedos  -, quitó la mano del puñal y 
se le acercó sin apuro: no era cuestión de rendir sus banderas por una simple sonrisa...
Se detuvo frente a ella y se observaron. La mirada de la joven se trocó en
espanto y volvió el rostro hacia los invitados como pidiendo auxilio, pero nadie se fijaba 
en ellos. Sonriendo, Joaquín tendió la mano y sin acertar a resistirse, su prima le entregó 
la suya. Y con el intangible poder del varón en celo, rodeó la cintura de Inés
transmitiéndole una languidez helada.
Comenzaron a bailar, él guiándola hacia el zaguán, con la intención de ganar la 
calle, todo sin cruzar palabra; porque esa noche, se había jurado, o se la llevaba con él, o 
la mataba. Hubiera deseado hablarle - sabía que era uno de sus encantos aquella voz
suya, viril y persuasiva  - pero temió romper el hechizo que lo hacía a él invisible entre 
los invitados y a Inés, obediente. 
Sin poder contenerse, apoyó la barbilla sobre la frente de ella, deseando  aquel
cuerpo prohibido, hambriento de su virtud que, con el marido que le habían impuesto,  
aguardaba por un amor como el suyo. 
La joven bailaba, en tanto, como si no tuviera conciencia de sus cuerpos y él
imaginó la pagana belleza de su pelo, esa cabellera que delataba en ella una naturaleza 
más sensual que candorosa, derramándose sobre la almohada. Y perdido en aquella
ensoñación, anheló el lecho matrimonial en las noches de tormenta, el amoroso
adormecimiento del alba, los besos debidos al amor atestiguado ante dos firmas y una 
bendición; anheló especialmente dormir con ella sobre la misma sábana, y cruzar las
habitaciones como dueño y señor, encender las lámparas al atardecer, escuchar las voces 
familiares repitiendo el Santo Rosario y ayunar cuando ella lo ordenara. 
En el recuerdo, añoró las escapadas a la siesta, a mojarse en el arroyo que
cruzaba la vieja estancia de Salsipuedes, donde habían jugado, en lejanos veranos, con
sus primos, los Maldonado, los Ceballos, los Loza.
Volvió en sí cuando Inés le transmitió, seguramente sin quererlo, aquel dulce
abandono de la infancia, cuando él la sustraía del cuidado de la niñera para embarcarla 
en juegos peligrosos y sus madres terminaban inevitablemente riñendo. Y no supo por 
qué, en vez de besarla, apoyó la mejilla en la cabellera de ella, que olía a sándalo y no a 
incienso.
Afuera, en la noche de San Jerónimo, petardos, tambores, coplas y campanas
daban a la ciudad un aire festivo, haciéndole olvidar  las muertes y los agravios de
aquellos días de guerra.
En el segundo patio, una de las mulatas hizo llamar al marido de Inés y deslizó 
en su oído el secreto de la presencia del capitán; el estupor y la consternación
descompusieron el rostro del joven, que  ordenó a la muchacha fuera por un gendarme 
mientras él corría a conseguirse un arma.
Algunos invitados ya se despedían y Joaquín comprendió que la magia llegaba a 
su fin: desde el salón, alguien observaba, curioso, la penumbra del zaguán, donde él
había llevado a Inés.
Debía partir; el episodio, tan perfecto, no debía ser arruinado por escándalo
alguno. Sin soltar la mano de la joven se la llevó a los labios y la besó larga, tierna,
fervorosamente, sintiendo que a él se le humedecían los ojos y a ella se le encendía la 
piel.  Comenzó a retroceder hacia la salida, cada vez más pálido, cada vez más
desgarrado y en el momento en que sus dedos iban a separarse, Inés, con aquel
entendimiento que los unía desde niños, comprendió algo (que quizás no era lo que
Joaquín esperaba que comprendiese) y sus dedos se ciñeron a la muñeca de su primo, 
atrayéndolo hacia ella. Empinándose en sus zapatos de baile, apoyó la diestra sobre el
corazón de él y rozó los labios del capitán con los suyos, que ardían. Luego, asustada 
pero no arrepentida, retrocedió unos pasos.
Joaquín desfalleció y vio en los ojos de ella aquella expresión de quien conoce 
un secreto que el otro ignora y vislumbró un sentimiento profundo, teñido de una
desesperación tan reveladora, que se sintió morir. Y  bañado en aquel afecto, su egoísmo 
cedió y se dijo que debía irse para siempre y vivir el resto de su existencia con el
resplandor del beso concedido y no robado.  
De pronto, como perdido en una batalla, escuchó en su interior ayes, lamentos y 
suspiros de muerte y el oscuro conocimiento de las sombras le despertó una inútil
vehemencia en las venas...
En tanto, el invitado receloso se acercó al umbral de la sala, temiendo
encontrarse con el mismísimo Joaquín de la Torre quién, contrariando leyes sociales y
jurídicas, mandatos de generales y el poder de la Iglesia, hubiera recorrido las cientos de 
leguas que creía lo separaban de Córdoba y de Inés, para dar gusto a su perfidia. 
El buen señor, asustado pero sintiendo la inalienable debilidad de defender a la 
dama, señaló hacia la sombra de Joaquín como lanzando un vade retro: 
_Espere usted. ¿Quién le ha...?
Pero la sombra de Joaquín desapareció en las sombras de la calle y el comedido, 
al llegar junto a la joven, sorprendió tal infelicidad en su rostro, tal desmadejamiento en 
sus miembros, que dio un grito y la sostuvo a tiempo que aparecía Alejandro  –ya con 
sus pistolas- para recibir a su mujer en brazos.
_¿Era el maldito? _ preguntó, pero no era necesario que le respondieran pues el 
estado de Inés proclamaba la infamia.
Alejandro entregó aquel cuerpo sin fuerzas a su madre quien, asistida por otras 
matronas, la cargaron hasta el sillón mayor y allí la recostaron con frases susurradas y
cortas exclamaciones de indignación, rodeándola como un enjambre encargado de
protegerla.
El joven y sus amigos, entre tanto, recorrieron las calles, con pistolas y sables en 
la mano. Entraron a los templos por si se había guarecido en ellos, buscando la
inmunidad de  lo sagrado, interrogaron paseantes y zamarreando a negros bebidos que 
festejaban alegremente su día festivo. Y creyendo en lo que no creían, espiaron,
aterrados, las cumbreras de los techos, las copas de los árboles, esperando que desde allí 
el capiango saltara a devorarlos.
Largo rato después volvieron de la incursión y al entrar a la sala, encontraron a 
Inés reclinada sobre almohadones, sola en el sillón; con la excusa de sus ahogos, había 
conseguido alejar a las mujeres. Alejandro se acercó a interrogarla, pero no pudo
hacerlo: por primera vez desde que se conocían, intuyó el resignado afecto con que lo 
observó al levantar sus increíbles ojos. 
_¡Querida!_ murmuró y arrodillándose a su lado, incapaz de soportar la culpa de 
tenerla atada a él irremediablemente, la abrazó, le acarició el cuello y abrigó con su
levita los desnudos hombros de Inés, consciente de realizar un rito amoroso pero inútil.
La música había cesado y todos hablaban quedo. 
Afuera, frente a los arcos del cabildo, con la brisa de medianoche inquietando las 
acequias, una patrulla avanzaba al trote, hacia la cuadra de los Quirós; con la manoenguantada sosteniéndole el corazón que naufragaba en sinrazones, el oficial al mando
buscaba las palabras que debía pronunciar, sin encontrarlas en todo el Manual de
Protocolo que le venía a la memoria
En la casona aún iluminada, entre las infusiones que iban y venían y los licores 
hurtados al ojo de doña Jacoba, alguien los oyó llegar y se asomó a la reja.
_Debe haberse notado en el cuartel la escapada del capitán, pues una patrulla se 
ha detenido en la casa de su madre.
 _Esta vez lo fusilan. Echagüe no se anda en chiquitas_ dijo el que lo había
descubierto en el zaguán.
_No han de pillarlo_ dijo otro invitado. _Yo estaba aquí mismo cuando gritaste y 
por esa puerta no entró. No está en su casa.
Alejandro se acercó a la ventana, pero Inés continuó bebiendo su tisana con
reservada serenidad, sin padecer ni un sobresalto.
En los fuertes golpes del aldabón sobre la puerta – vivían frente a frente los
Quirós y los de la Torre – hubo como un tartamudeo del Destino.
El  miradero de la puerta se abrió y después del “¿Quién es?” de la criada, y a la 
contestación del oficial, se abrió una de las hojas con mucho ruido de cerrojo y apareció 
la madre de Joaquín, de luto y con el rosario en la mano, el rostro cubierto con una gasa 
negra.
_¿Qué quieren ahora? _ amonestó al edecán y señaló a los mirones que
balconeaban desde el frente. _¿Es que esos Quirós han vuelto a mentir que mi pobrecito 
Joaquín los anda molestando? ¿Es que no saben, con tanta jarana que llevan festejando 
al Santo, que estamos de duelo, y aún sin el cuerpo? ¿Ni en la tumba lo han de dejar en 
paz? ¡Mi hijo muerto y ellos de convite! _ sollozó la matrona.
_Señora_ se descubrió la cabeza el militar. _Lamento el trance por el que usted a 
pasado. Pero ha sucedido... un milagro, madam. Me disponía yo a traerle el cuerpo de su 
hijo, cuando el capitán de la Torre ha vuelto en sí, diciendo que el beso de la Virgen lo 
había arrancado del infierno. Viene hacia acá, señora, en la sopanda del general. He
querido adelantarme para hacérselo saber, pues temí que su corazón de madre no
resistiera la impresión.
En la barahúnda de desmayos y exclamaciones de espanto, Alejandro se volvió y
observó a Inés que seguía bebiendo de la taza en santo recogimiento. Y entonces
comprendió que el secreto de ella era doblemente secreto, pues en la sonrisa vagamente 
insinuada, en la mirada satisfecha de su esposa, supo él que ella sabía que el que se
había introducido en su casa era un espectro y que con el beso le había devuelto el
aliento.
Con la última negrura que precede al alba, Alejandro escapó de la tiranía de su
madre, mientras su intocada esposa dormía en paz   - quizás soñando los mismos sueños 
que, del otro lado de la calle, soñaba el capiango redimido- y con su más querido amigo 
galopó hasta reunirse con las huestes del general Lamadrid, que se aprestaba a cruzar el 
calvario de las salinas del oeste.
Mucho después, el amigo aquél les hizo saber que había muerto de extenuación
y frío, mientras intentaban cruzar la cordillera de los Andes para buscar refugio en
Chile. 
Transcurrido un tiempo prudencial  – avalado por el señor Obispo  -, libre ya Inés 
de su gentil marido y cerrando cancelas a Doña Jacoba, se unió la joven a su primo, con 
las debidas dispensas, y ni las beatas opusieron rima al desposorio ya que Joaquín
resucitado, dejó las armas y se volvió hacendado – duro oficio por aquellos años -, pagando diezmo a la Curia y regalías al Cabildo, sosteniendo, además, la Casa de
Huérfanas.
Decían que era de verlo, algo menos sombrío, pero siempre muy guapo, asistir a 
misa sin faltar un domingo, en erguida devoción hacia el Misericordioso y hacia la
mujer tan largamente amada y de la que por fin era – hay quien aseguró que
apasionadamente – amado. 
Los negros aseguraban, sin embargo, que  una vez al año, por San Jerónimo,
dormía un día entero para que el capiango que llevaba adentro vagara por las sombras 
invisibles buscando matar con una necesidad tan descarnada, que el Señor de los
Ejércitos le daba alivio en feroces combates con hombres  tan sanguinarios como él,
hombres que habían muerto en diversas lides, en infinitas reyertas, pero sin el beso de 
una virgen para redimirlos.


de “TÚ, QUE TE ESCONDES”
Edición Sudamericana, 2004.

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