Sobre la cruz del tiempo
clavada estoy.
Mi queja abre la pulpa
del corazón divino
y su estremecimiento
aterciopela
el muzgo de la tierra.
Un ámbar agridulce
destilado de las
flores celúreas
cae a mojar
mis labios sedientos.
Ríos de sangre
bajan de mis manos
a salpicar el rostro
de los hombres.
El rumor lejano
del mundo, ráfaga cálida,
evapora el sudor
de mi frente.
Mis ojos, faros de angustia,
trazan señales misteriosas
en los mares desiertos.
Y, eterna,
la llama de mi corazón
sube en espirales
a iluminar el horizonte.
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