viernes, 24 de diciembre de 2010

Los dos reyes y el laberinto

Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de -Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo a1 rey de Babilonia que él en Arabia tenía un laberinto mejor y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribó sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: "¡Oh, rey del tiempo y substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras, que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que te veden el paso."

Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea Aquel que no muere.

jueves, 23 de diciembre de 2010

Calma chica




Esperando que el vientodoble tus ramas
que el nivel de las aguas
llegue a tu arena
esperando que el cielo
forme tu barro
y que a tus pies la tierra
se mueve sola
pueblo
estás quieto
cómo
no sabes
cómo no sabes
todavía
que eres el viento
la marca
que eres la lluvia
el terremoto.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Posmodernidad


Será cuestión de posmodernidad pero ya a nadie le importa nada, ni siquiera escribir con buena ortografía.
Pr k si = nos enTnDmos...

martes, 21 de diciembre de 2010

Puntos de vista de "Patas arriba" - Eduardo Galeano

Desde el punto de vista del sur, el verano del norte es invierno.


Desde el punto de vista de un lombriz,
un plato de espaguetis es una orgía.


Donde los hindúes ven una vaca sagrada,
otros ven una gran hamburguesa.


Desde el punto de vista de Hipócrates, Galeno,
Maimónides y Paracelso existía una enfermedad llamada indigestión,
pero no existía una enfermedad llamada hambre.


Desde el punto de vista de sus vecinos del pueblo de Cardona,
el Toto Zaugg, que andaba con la misma ropa en verano y en invierno,
era un hombre admirable:
-El Toto nunca tiene frío-decían
Èl no decía nada, frío tenía, lo que no tenía era un abrigo.

sábado, 4 de diciembre de 2010

Soñó que estaba preso

Aquel preso soñó que estaba preso. Con matices, claro, con diferencias. Por ejemplo, en la pared del sueño había un afiche de París; en la pared real sólo había una oscura mancha de humedad. En el piso del sueño corría una lagartija; desde el suelo verdadero lo miraba una rata. El preso soñó que estaba preso. Alguien le daba masajes en la espalda y él empezaba a sentirse mejor. No podía ver quién era, pero estaba seguro de que se trataba de su madre, que en eso era una experta. Por el amplio ventanal entraba el sol mañanero y él lo recibía como una señal de libertad. Cuando abrió los ojos, no había sol. El ventanuco con barrotes (tres palmos por dos) daba a un pozo de aire, a otro muro de sombra. El preso soñó que estaba preso. Que tenía sed y bebía abundante agua helada. Y el agua le brotaba de inmediato por los ojos en forma de llanto. Tenía conciencia de por qué lloraba, pero no se lo confesaba ni siquiera a sí mismo. Se miraba las manos ociosas, las que antes construyeron torsos, rostros de yeso, piernas, cuerpos enlazados, mujeres de mármol. Cuando despertó, los ojos estaban secos, las manos sucias, las bisagras oxidadas, el pulso galopante, los bronquios sin aire, el techo con goteras. A esa altura, el preso decidió que era mejor soñar que estaba preso. Cerró los ojos y se vio con un retrato de Milagros entre las manos. Pero el no se conformaba con la foto. Quería a Milagros en persona, y ella compareció, con una amplia sonrisa y un camisón celeste. Se arrimó para que él se lo quitara y él, no faltaba más, se lo quitó. La desnudez de Milagros era por supuesto milagrosa y él la fue recorriendo con toda su memoria, con todo su disfrute. No quería despertarse, pero se despertó, unos segundos antes del orgasmo onírico y virtual. Y no había nadie. Ni foto ni Milagros ni camisón celeste. Admitió que la soledad podía ser insoportable. El preso soñó que estaba preso. Su madre había cesado los masajes, entre otras cosas porque hacía años que había muerto. A él invadió la nostalgia de su mirada, de su canto, de su regazo, de sus caricias, de sus reproches, de sus perdones. Se abrazó a sí mismo, pero así no valía. Milagros le hacía adiós, desde muy lejos. A él le pareció que desde un cementerio. Pero no podía ser. Era desde un parque. Pero en la celda o había parque, de modo que, aun dentro del sueño, tuvo conciencia de que era eso: un sueño. Alzó su brazo para también él brindar su adiós. Pero su mano era solo un puño, y, como es sabido, los puños apretados no han aprendido a decir adiós. Cuando abrió los ojos, el camastro de siempre le trasmitió un frío impertinente. Tembloroso, entumecido, trató de calentar sus manos con el aliento. Pero no podía respirar. Allá, en el rincón, la rata lo seguía mirando, tan congelada como él. El movió la mano y la rata adelantó una pata. Eran viejos conocidos. A veces él le arrojaba un trozo de su horrible, despreciable menú. La rata era agradecida. Así y todo, el preso echó de menos a la verde, agilísima lagartija de sus sueños y se durmió para recuperarla. Se encontró con que la lagartija había perdido la cola. Un sueño así, ya no valía la pena de ser soñado. Y sin embargo. Sin embargo empezó a contar con los dedos los años que le faltaban. Uno dos tres cuatro y despertó. En total eran seis y había cumplido tres. Los contó de nuevo, pero ahora con los dedos despiertos. No ten a radio ni reloj ni libros ni lápiz ni cuaderno. A veces cantaba bajito para llenar precariamente el vacío. Pero cada vez recordaba menos canciones. De niño también había aprendido algunas oraciones que le había enseñado la abuela. Pero ahora a quién le iba a rezar?. Se sentía estafado por Dios, pero tampoco él quería estafar a Dios. El preso soñó que estaba preso y que llegaba Dios y le confesaba que se sentía cansado, que padecía insomnio y eso lo agotaba, y que a veces, cuando por fin lograba conciliar el sueño, tenía pesadillas, en las que Jesús le pedía auxilio desde la cruz, pero El estaba encaprichado y no se lo daba. Lo peor de todo, le decía Dios, es que Yo no tengo Dios a quien encomendarme. Soy como un Huérfano con mayúscula. El preso sintió lástima por ese Dios tan solo y abandonado. Entendió que, en todo caso, la enfermedad de Dios era la soledad, ya que su fama de supremo, inmarcesible y perpetuo espantaba a los santos, tanto a los titulares como a los suplentes. Cuando despertó y recordó que era ateo, se le acabó la lástima hacia Dios, más bien sintió lástima de sí mismo, que se hallaba enclaustrado, solitario, sumido en la mugre y en el tedio. Después de incontables sueños y vigilias llegó una tarde en que dormía y fue sacudido sin la brusquedad habitual, y un guardia le dijo que se levantara porque le habían concedido la libertad. El preso sólo se convenció de que no soñaba cuando sintió el frío del camastro y verificó la presencia eterna de la rata. La saludó con pena y luego se fue con el guardia para que le dieran la ropa, algún dinero, el reloj, el bolígrafo, una cartera de cuero, lo poco que le habían quitado cuando fue encarcelado. A la salida no lo esperaba nadie. Empezó a caminar. Caminó como dos días, durmiendo al borde del camino o entre los árboles. En un bar de suburbio comió dos sandwiches y tomó una cerveza en la que reconoció un sabor antiguo. Cuando por fin llegó a casa de su hermana, ella casi se desmayó por la sorpresa. Estuvieron abrazados como diez minutos. Después de llorar un rato ella le preguntó qué pensaba hacer. Por ahora, una ducha y dormir, estoy francamente reventado. Después de la ducha, ella lo llevó hasta un altillo, donde había una cama. No un camastro inmundo, sino una cama limpia, blanda y decente. Durmió más de doce horas de un tirón. Curiosamente, durante ese largo descanso, el ex preso soñó que estaba preso. Con lagartija y todo

Caramba y lástima

Inclinado sobre los canelones a la crema, segundo plato del menú fijo, Ortega vio venir la pelota de miga y tuvo tiempo de echarse atrás. El proyectil rebotó en la frente de Silva; olvidado de todas las pelotas de miga que él había arrojado en incontables despedidas de soltero, Silva se puso furioso y respondió con la mitad de un marsellés. En el otro extremo de la mesa se derramó el vino y Canales se levantó de un salto, con los pantalones a la miseria.
Por ese entonces, ya se tiraba la manteca al techo y el Flaco había recurrido a una honda para arrojar las aceitunas.
-¡Que hable Gómez! -dijo alguien que no era Gómez.
-¡Que hable! -confirmó el coro, exhalando un débil hipo de vino chileno, mientras un mozo rubio, de ojos descoloridos, llenaba por cuarta vez todas las copas.
Gómez, en una esquina, se puso de pie y lo bajaron de un servilletazo. El maitre cara-de-garbanzo sonrió comprensivo.
-¡Déjenlo! ¡Déjenlo hablar! -gritó Canales, y lo dejaron, satisfechos del tácito armisticio que les permitía a todos terminar el corderito.
Gómez, ingenuo, rechoncho y siempre fatigado, creía aún que era posible tomar en serio sus aires de orador y desde la mañana había preparado un complicado brindis, que era, con pocas variantes, cuanto su memoria había podido conservar de su propia despedida de soltero.
-Yo...- bueno... en realidad... ¿qué voy a decir.. y no me creo el más indicado... que no sea desearle aquí al amigo Ruiz la mejor de las felicidades... y que... al comenzar esta nueva etapa... junto a la compañera que ha elegido...
-¡Bien, gordo, bien! -gritó el coro-. ¡Así se habla!
Pese a las palmaditas en la espalda y a los frenéticos aplausos, Gómez quería seguir. Frente al peligro, Ortega optó por levantarse; tosió, se puso serio, y en medio de las risas contenidas de aquellos pocos que ya sabían lo que venía, habló lentamente, con tono solemne y ceremonioso.
-Las palabras del compañero, tan sinceras y humanas, sin falsos oropeles, han logrado una vez más conmoverme. Sé que el amigo Ruiz, feliz destinatario de las mismas, es todo modestia, todo corazón. Pero yo, si estuviera en su lugar, y creo que con esto no hago más que interpretar su sentir, le hubiera respondido con aquella vieja canción del Sur. (Aquí se detuvo, tieso aún; de pronto, como impulsado por un resorte y con su mejor expresión de energúmeno, se puso a berrear.)
¡Andacagaar aandacagaar!
La explosión fue unánime. En tanto que la risa y los eructos lo permitieron, todos coreaban la vieja canción del Sur. Gonzalito, tomándose el estómago y quejándose como una parturienta, se recostaba en el pecho traspirado de Silva, que tampoco podía con su propia risa. Canales, a quien el chiste había sorprendido mientras bebía, se había atorado y distribuía vino chileno mediante una tos seca, eléctrica, en tanto que Valdés había encontrado un -buen pretexto para darle trompadas entre los hombros. G-ómez, el pobre, se había sentado y movía los labios como si rezara. Pero no rezaba.
Lo cierto era que nadie se ocupaba en ese momento de Ruiz, quien de todos modos era el festejado. Cuando Gómez había empezado su discurso, cuatro o cinco cabezas se volvieron para mirarle y él se puso encarnado, no por el vino, ya que sólo bebía agua mineral. Después lo olvidaron. Mejor, a él no le gustaba este modo ruidos o de ponerse alegre. Tenía veintitrés años, se casaba mañana y llevaba consigo el secreto de su virginidad. Hacía siete años se había cruzado con Emilia y había prometido dedicarle esa ofrenda: iría puro al matrimonio. Era, naturalmente, tímido, y eso lo había ayudado a cumplir. A veces no se daba cuenta de que para él hubiera sido mayor sacrificio abordar una mujer que evitarla.
«¡Contate el de la sirvientita!», le pidió Gonzalito a Ortega, sobre los últimos despojos de su copa melba. Y Ortega contó también el de la sirvientita. Cuando concluyó: « ¡No, vieja, que estoy con la barra! », unos pocos golpearon la mesa y otros se echaron hacia atrás en las sillas buscando escape a una risa incontenible. Todo un éxito.
Emilia. Tenía diecinueve años y parecía más joven aún. La nariz respingada y las mejillas lisas, sin lunares ni pecas. Ojos gris verde. Linda. Sobre todo fresca.
-Che, Ruiz, tenés que tomar algo.
Se habían acordado de él. Mala pata. Estaba tan tranquilo.
-Me hace mal.
-¿Qué te va a hacer? Pero, ¿qué sos ... ? ¿una florcita?
-Vos sabés que nunca tomo... Por el hígado.
-Pero, viejo, si hoy no te echás la cana al aire... no sé para cuándo. Te queda poco.
Emilla. Una cosita frágil. Reía, sonreía, lagrimeaba en el cine, siempre parecía digna de piedad. A él le gustaba pasarle un brazo por los hombros y a ella le gustaba sentirse protegida. Hija natural; el padrastro, un energúmeno, siempre la había castigado. Mañana: la liberación. Él había repasado varias veces los pormenores de su futuro tratamiento de ternura.
-Así me gusta... No faltaba menos. ¿Qué somos? ¿Machos o renacuajos?
-Renacuajos -chilló alguien.
-Tomá otra copita, que para un estreno este chilenito es lo más apropiado.
Sentía calor en las mejillas y un absurdo optimismo. Emilia. Viva Emilia. Todos eran simpáticos, generosos, alegres; eran sus compañeros, sus hermanos, su vida. Otra copita, así me gusta.
-Ahora mandate las recomendaciones, Flaco -dijo Gonzalito.
-Sí, las recomendaciones -confirmó el otro.
Nadie las ignoraba, pero estaban dispuestos a reírse de nuevo, estaban dispuestos a cualquier sacrificio con tal de reírse. Ortega, por ejemplo, ya había vomitado sobre una silla desocupada. El Flaco sacó un papel del bolsillo, y así, sentado nomás, con las letras que le bailaban frente a los lentes, leyó el famoso decálogo.
-El matrimonio es una institución a la que es preciso entrar con cuidado, lubricando el ardiente deseo con el mágico ungüento de la ternura y de la comprensión...
Ruiz, desde luego mareado, quitó para sí mismo de un manotazo el velo de corrección que cubría aquella vieja obscenidad. Festejó con los otros y entre las carcajadas le salió algún gallo, como si estuviera cambiando la risa.
Entonces alguien lo tomó de un brazo, uno de sus hermanos generosos y alegres, viva Emilia. Otra botella que se rompe. «Nos vamos.» En buena hora. Pasaron a los tumbos entre las sillas vacías, frente al maitre con cara de garbanzo, que ya no sonreía, más bien parecía decirle al mozo rubio, de ojos claros: «Estos taraditos toman cuatro copas y ya se creen obligados a vomitar. »
Mañana la liberación. Por primera vez recuerda a Emilia en términos de sexo. ¿Cómo será ella? ¿Cómo será todo? Él, precavido, había leído a Van de Velde, los tres volúmenes. Nadie va a sufrir.
-A mí los bravos -dijo Ortega, ya repuesto del vómito. -Vamos a la ruleta.
-Si te dejan entrar.
-Vayan ustedes -dijo Silva-. Nosotros vamos a mostrar a este niño lo que es un cabaret.
Se apuntaron el Flaco y Gonzalito. Gómez se escurrió disculpándose con cara de hogar.
Entraron a duras penas en el autito de Silva. Ruiz lo veía manejar por Colonia, siguiendo la milonga de la radio, pero lo hallaba natural, una pavada de tan fácil. Hasta él hubiera podido empuííar el volante. Era tan sencillo.
No cabían en la mesa. Cuatro hombres y cuatro mujeres. El sentía los pelos rubios y gruesos de la muchacha en su mentón semilampiño. El Flaco bailaba con la más petisa, en el centro mismo de la pista, un dedo en alto y haciéndose el nene. Silva arrimaba su aliento fogoso al rostro impávido de la pardita y a toda costa quería emprenderla con el seno izquierdo. Gonzalito, en cambio, catequizaba a la suya en un lenguaje inesperado: «¿A vos no te explicó nadie el misterio de la Santísima Trinidad? La virginidad de María se originó en un error de traducción. »
La bofetada sonó como un tiro. «A mí no me insultés, podridito. »
Entonces Ruiz, que empuñaba la copa de champagne como si fuera un cetro, lo vio al fin todo claror. Su virginidad era un error de traducción. La cintura de la mujer, desnuda bajo el vestidito y que podía ser palpada sin desperdicio, le había ayudado mucho a comprenderlo. Era un error. Gonzalito, su fiel hermano, su viejo camarada, se lo había revelado.
El Flaco discutía ahora con un diputado de la catorce sobre las cuatro épocas de Gardel. La petisa se aburría y él, para conformarla, le palmeaba las nalgas y le daba whisky. Silva, menos ensimismado, había desaparecido con la pardita.
De pronto Ruiz se encontró bailando. A la mujer le faltaban dos dientes cuando sonreía. Si se ponía seria, no estaba mal. La espalda de ella sudaba en su mano derecha. Emilia.
-¿Qué te parece si levantamos campamento? -preguntó el Flaco-. Yo voy a establecerme por ahí con la petisa. ¿Y vos?
¿Cuándo y cómo habían entrado? La muchacha, de frente a él, tenía en el vientre una cicatriz profunda pero antigua.
-¿Cómo te la hiciste?
-¡Ufa! Qué pesado. jugando a la escoba me la hice.
Vestida parecía más delgada. Pero no; había donde agarrarse. El espejo le mostraba, además, una franja de urticaria a la altura del riñón. Veinte años, acaso veintiuno. Emilia tenía diecinueve.
-Decime... ¿Estás borracho perdido o de veras sos nuevito? ¡Qué changa! Voy a recomendarte a mi tía, que es educacionista...
Claro que es nuevo. Justamente. Emilia merece esta pureza.
Con el peso de la mujer, el elástico suena lánguidamente. El brazo de ella por poco lo asfixia. Era nuevo. Caramba.
-¿Qué hora es? -dijo en voz alta para sí y estaba despejándose.
Por entre los dientes que mordían un alfiler de gancho, la mujer dijo algo que podía ser: «Las tres».
Las tres del día primero. Horrible, todo perdido, nada para ofrecer. Emilia. Emilia. Emilla. La liberación, precisamente hoy. Nada más que hoy. Sólo queda hoy. Pucha qué lástima.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Las lamparitas del bosque

En una profunda caverna, cerca del cráter de un volcán, vivía el Gran Brujo, atormentado por sus maldades.

Era corno el jefe de los brujos menores y de los brujitos. Pasaba inventando diabluras más o menos graves.

La gente de los valles le terna miedo porque creían que era el causante de todas sus enfermedades y de la muerte de sus rebaños de llamas y guanacos y de sus aves de corral.

Muchas veces sucedían desgracias de las que el Brujo era inocente; pero de todas maneras él y sólo él sembraba la mala suerte en los campos.

Para tenerlo contento, le dejaban afuera de sus rucas cántaros llenos de "mudái", especie de chicha que al Gran Brujo le encantaba.

Cuando la noche estaba más oscura, solía bajar de la cumbre montado en una ventolera. Al pasar por lo más espeso del bosque encendía miles de lamparitas rojas con el fuego que traía del volcán, y así no perder el camino de vuelta.

-Vendré muy borracho -murmuraba para sí- y las luces me guiarán hasta mi caverna.

El Brujo no se medía para tomar. Vaciaba jarro tras jarro de chicha hasta que no se daba cuenta ni por dónde andaba. Era la única manera de olvidar todas las maldades que hacía y la rabia que se le retorcía como culebra en el corazón. Esta rabia no tenía explicación; tal vez fuera la semilla de su propia brujería.

El mudái lo hacía volar dulcemente en torno a las rucas y cantaba unas canciones muy tontas y desafinadas:

Soy un gorgorito
que se lleva el viento
y tengo cosquillas
de puro contento.

Hasta los niños, envueltos en sus mantas, despertaban y se reían del Brujo. Sabían que estando borracho no hacía daño a nadie. Y las risas infantiles caían como agua pura en el alma negra del Brujo; sentía una alegría rara al escucharlas, una especie de felicidad que le recordaba bosques vírgenes, frutos maravillosos, el nacimiento de las vertientes, que conoció cuando él era un recién nacido y no había hecho ninguna maldad todavía.

Entonces se preguntaba

-¿Por qué tuve que ser malo? Ay, mi madre fue una serpiente y mi padre un diablo, ¿qué otra cosa podía ser yo sino un malvado brujo?

Y luego añadía con sonrisa lagrimosa:

-Pero nací bueno... Lo recuerdo.

Y como los borrachos pasan de la risa al llanto sin motivo, el Brujo se ponía a llorar sin consuelo y regresaba con lentos bamboleos a su casa.

Y en el camino de vuelta, olvidábase de apagar las lamparitas que dejara colgando de los ramajes igual que campanillas. Así, durante casi todo el año, la selva lucía hermosas luminarias, hasta que llegaba el invierno con sus lluvias interminables. Una a una las luces se iban apagando y el Brujo, al no tener guía, se ponía a dormir todas sus borracheras en el corazón caliente del volcán.

Los hombres y los animales descansaban de males y terrores.

De este modo pasaron muchos soles y lluvias y el Brujo, con su mala voluntad, se puso más y más perverso. También se puso más tonto; y un tonto malo y poderoso es el peor azote que pueden tener los hombres y los seres de la naturaleza.

Y sucedió que un año llovió más de la cuenta y el verano se atrasó. El Brujo tuvo que esperar para encender sus lámparas y como le hacía falta su bebida favorita, se puso de un genio espantoso. Aullaba en la cima de la montaña, arrojando piedras y cenizas. Su amigo, el gigante Cheruve, hacia otro tanto, lanzando lava y agua hirviendo a los valles, y robando niñas pequeñas para comérselas.

Cuando por fin llegó el buen tiempo, hubo más lamparitas que otras veces en el bosque.

Y el Brujo, al no encontrar toda la bebida que necesitaba para apagar su tremenda sed, se vengó de los campesinos enterrando sus dedos negros en las siembras de papas.

-¡Qué peste más terrible!- se quejaban las mujeres al recoger las cosechas y encontrar las papas podridas-. ¿Qué comeremos este año?

Y pensaban en sus niños que pasarían hambre.

Se reunieron los jefes y dueños de las tierras para decidir qué hacer con el malvado Brujo.

El más joven dijo:

-Dejémosle el mudái junto a los matorrales; nosotros estaremos escondidos ahí y cuando esté borracho, le damos la paliza. A ver si así no regresa.

Algunos dijeron que sí y otros que era muy peligroso apalear al Brujo, porque podía convertirlos en ranas o en peces.

-¡Y hasta en piedras! - gritó otro más miedoso.

El de mediana edad aconsejó:

-Le pondremos algo amargo como el natre en la chicha, una yerba que le dé dolor de estómago y le quite para siempre las ganas de tomarla.

Pero también hubo razones en contra: al no hallar la bebida de su gusto, podría vengarse de manera terrible, robando los animales o matándolos.

Entonces habló el más anciano:

-Creo que tendremos que juntarnos todas las criaturas de la Tierra para ganarle al gran Brujo del demonio. Quiero decir que tenemos que reunirnos con nuestros animales protectores del aire, de la tierra y del agua. Y también será necesario invocar a los buenos espíritus de las selvas. Entre todos, tal vez podamos echarlo para siempre de nuestros valles.

Esta vez los jefes, los campesinos y los jóvenes estuvieron de acuerdo.

-La violencia nunca es una solución -concluyó el anciano-, un golpe acarrea tarde o temprano otro golpe; pero actuar unidos y con astucia traerá un buen final.

Cada familia se preocupó de hablar con su animal protector.

Y unos acudieron a las colinas para conversar con el Guanaco y otros a las selvas para hablar con el Puma. Los de la orilla del mar conferenciaron con los Delfines y los de la montaña, con el Aguila Blanca.

Los que habitaban cerca de las selvas se internaron para comunicarse con los espíritus de los árboles, cuyos pensamientos son profundos como raíces y amplios como sombras.

El espíritu del Canelo aconsejó lo más sabio:

-El Brujo de la montaña necesita sus lámparas para no perderse en la espesura de la selva; si se las quitamos, no podrá atravesar los bosques y no sabrá encontrar los senderos hacia los valles. Sólo así nos dejará en paz.

Los hombres y los animales consideraron que el Canelo había dado la solución mejor y más sencilla. Y además, no encerraba ninguna violencia.

En seguida se pusieron a planear lo que cada uno tendría que hacer para arrebatar al Brujo sus lamparitas.

Los campesinos juntarían cientos de jarros de chicha para emborracharlo por largo tiempo. Después de mucho beber, el Brujo regresaría a través del bosque tan mareado y cegatón, que sería muy fácil confundirlo y cada hombre, cada niño y animal escondería una de las brillantes luces, dejando al malvado a oscuras para siempre.

Ese mismo día las mujeres y las niñas se pusieron a fabricar grandes cantidades de la bebida favorita del Brujo. Jarros y jarros de greda se pusieron a fermentar y el olor del mudái llenaba el aire y se lo llevaba el viento hasta la montaña. Porque el viento también quiso participar en la guerra contra el que hacía tanto daño.

En torno a cada ruca se alinearon los cántaros llenos hasta los bordes. Allá, en su gruta, el Brujo, aún dormido, empezó a oler el agrio perfume con que el viento le hacía cosquillas, envolviéndolo de la cabeza a los pies.

No tardó en despertar, sediento:

-¡Qué olores suben del valle! ¡Aaaah! Esos infelices aprendieron bien la lección que les di, al pudrirles sus cosechas de papas. Llevaré un buen fuego para mis lámparas, porque esta vez sí que la borrachera será grande.

Pidió a su amigo, el Cheruve, que le prestara una de sus teas y a cambio él le traería una indiecita para la comida. ¿ Qué más se quería el gigante?

Bajó entonces el Brujo agitando su fuego como bandera, de modo que los que estaban esperándolo se pusieron alerta.

Encendió lámparas iluminando cada sendero del bosque para tener seguras las huellas a su regreso. Y luego se dirigió hacia los cientos de cántaros que rodeaban las rucas.

-Nunca he probado un mudái tan delicioso como éste exclamó el Brujo, tragando sin parar-. La próxima vez apestaré todos los manzanos, porque veo que da buen resultado el maltrato.

Ni por un instante se le pasó por la cabeza que tanto jarro lleno pudiera ser trampa.

Poco antes del amanecer, cuando la noche es más oscura y tranquila, porque todos los seres, aun los nocturnos, reposan, el Brujo inició su regreso, olvidando por cierto la indiecita prometida al Cheruve. A medida que se internaba en el bosque, iban desapareciendo una a una las lamparitas que dejara encendidas.

-Vaya, ¿qué pasa con mis luces? -gritó con una voz que parecía salirle de las orejas, tan mareado se sentía.

Unas ligeras risas y murmullos sonaron aquí y allá.

-¿Quién se ríe? ¡Ya verán! -aulló furioso, dándose encontrones con las ramas.

Los guanacos escondieron las luces detrás de sus cabezas, los venados, entre sus astas, los pumas, con sus anchas patas, las águilas, con sus alas, los hombres, bajo sus mantas. Y los niños huían por todas partes, como luciérnagas risueñas, llevando entre sus manos una radiante lamparita.

Hasta las truchas de los riachuelos jugaron a beberse los reflejos, iluminándose en el agua como fuegos fatuos.

El Brujo suplicó que le devolvieran sus luces, dándose cuenta de que si conseguían arrebatárselas, estaba perdido. Pero los espíritus protectores se negaron, porque no se puede creer en las promesas de un borracho.

Solamente logró que los pensamientos de los árboles guiaran hasta su gruta, donde a pesar de su derrota y de la rabia que le hervía en la cabeza, cayó al suelo echando humos alcohólicos por boca y orejas.

Nunca más pudo bajar a los valles a hacer daño a los hombres y a las criaturas humildes. Nunca más el Cheruve le prestó una tea de fuego por no haberle llevado una indiecita. Pero aquellas luces que entre todos le quitaron, vuelven a iluminar cada año los senderos y son las flores del copihue que cuelgan de los ramajes de la selva como campanitas.

Esa mujer - Rodolfo Walsh

Esa mujer

El coronel elogia mi puntualidad:
­Es puntual como los alemanes ­dice.
­O como los ingleses.
El coronel tiene apellido alemán.
Es un hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada.
­He leído sus cosas ­propone­. Lo felicito.
Mientras sirve dos grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente, que tiene veinte años de servicios de informaciones, que ha estudiado filosofía y letras, que es un curioso del arte. No subraya nada, simplemente deja establecido el terreno en que podemos operar, una zona vagamente común.
Desde el gran ventanal del décimo piso se ve la ciudad en el atardecer, las luces pálidas del río. Desde aquí es fácil amar, siquiera momentáneamente, a Buenos Aires. Pero no es ninguna forma concebible de amor lo que nos ha reunido.
El coronel busca unos nombres, unos papeles que acaso yo tenga.
Yo busco una muerta, un lugar en el mapa. Aún no es una búsqueda, es apenas una fantasía: la clase de fantasía perversa que algunos sospechan que podría ocurrírseme.
Algún día (pienso en momentos de ira) iré a buscarla. Ella no significa nada para mí, y sin embargo iré tras el misterio de su muerte, detrás de sus restos que se pudren lentamente en algún remoto cementerio. Si la encuentro, frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, poderosas vengativas olas, y por un momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada sombra.
El coronel sabe dónde está.
Se mueve con facilidad en el piso de muebles ampulosos, ornado de marfiles y de bronces, de platos de Meissen y Cantón. Sonrío ante el Jongkind falso, el Fígari dudoso. Pienso en la cara que pondría si le dijera quién fabrica los Jongkind, pero en cambio elogio su whisky.
El bebe con vigor, con salud, con entusiasmo, con alegría, con superioridad, con desprecio. Su cara cambia y cambia, mientras sus manos gordas hacen girar el vaso lentamente.
­Esos papeles ­dice.
Lo miro.
­Esa mujer, coronel.
Sonríe.
­Todo se encadena ­filosofa.
A un potiche de porcelana de Viena le falta una esquirla en la base. Una lámpara de cristal está rajada. El coronel, con los ojos brumosos y sonriendo, habla de la bomba.
­La pusieron en el palier. Creen que yo tengo la culpa. Si supieran lo que he hecho por ellos, esos roñosos.
­¿Mucho daño? ­pregunto. Me importa un carajo.
­Bastante. Mi hija. La he puesto en manos de un psiquiatra. Tiene doce años ­dice.
El coronel bebe, con ira, con tristeza, con miedo, con remordimiento.
Entra su mujer, con dos pocillos de café.
Contale vos, Negra.
Ella se va sin contestar; una mujer alta, orgullosa, con un rictus de neurosis. Su desdén queda flotando como una nubecita.
­La pobre quedó muy afectada ­explica el coronel­. Pero a usted no le importa esto.
­¡Cómo no me va a importar!... Oí decir que al capitán N y al mayor X también les ocurrió alguna desgracia después de aquello.
El coronel se ríe.
­La fantasía popular -dice-. Vea cómo trabaja. Pero en el fondo no inventan nada. No hacen más que repetir.
Enciende un Marlboro, deja el paquete a mi alcance sobre la mesa.
-Cuénteme cualquier chiste -dice.
Pienso. No se me ocurre.
­Cuénteme cualquier chiste político, el que quiera, y yo le demostraré que estaba inventado hace veinte años, cincuenta años, un siglo. Que se usó tras la derrota de Sedán, o a propósito de Hindenburg, de Dollfuss, de Badoglio.
-¿Y esto?
­La tumba de Tutankamón -dice el coronel-. Lord Carnavon. Basura.
El coronel se seca la transpiración con la mano gorda y velluda.
-Pero el mayor X tuvo un accidente, mató a su mujer.
­¿Qué más? ­dice, haciendo tintinear el hielo en el vaso.
-Le pegó un tiro una madrugada.
­La confundió con un ladrón ­sonríe el coronel . Esas cosas ocurren.
­Pero el capitán N. . .
­Tuvo un choque de automóvil, que lo tiene cualquiera, y más él, que no ve un caballo ensillado cuando se pone en pedo.
­¿Y usted, coronel?
­Lo mío es distinto ­dice­. Me la tienen jurada.
Se para, da una vuelta alrededor de la mesa.
­Creen que yo tengo la culpa. Esos roñosos no saben lo que yo hice por ellos. Pero algún día se va a escribir la historia. A lo mejor la va a escribir usted.
­Me gustaría.
­Y yo voy a quedar limpio, yo voy a quedar bien. No es que me importe quedar bien con esos roñosos, pero sí ante la historia, ¿comprende?
­Ojalá dependa de mí, coronel.
­Anduvieron rondando. Una noche, uno se animó. Dejó la bomba en el palier y salió corriendo.
Mete la mano en una vitrina, saca una figurita de porcelana policromada, una pastora con un cesto de flores.
-Mire.
A la pastora le falta un bracito.
­Derby -dice. Doscientos años.
La pastora se pierde entre sus dedos repentinamente tiernos. El coronel tiene una mueca de fierro en la cara nocturna, dolorida.
­¿Por qué creen que usted tiene la culpa?
­Porque yo la saqué de donde estaba, eso es cierto, y la llevé donde está ahora, eso también es cierto. Pero ellos no saben lo que querían hacer, esos roñosos no saben nada, y no saben que fui yo quien lo impidió.
El coronel bebe, con ardor, con orgullo, con fiereza, con elocuencia, con método.
-Porque yo he estudiado historia. Puedo ver las cosas con perspectiva histórica. Yo he leído a Hegel.
­¿Qué querían hacer?
­Fondearla en el río, tirarla de un avión, quemarla y arrojar los restos por el inodoro, diluirla en ácido. ¡Cuanta basura tiene que oír uno! Este país está cubierto de basura, uno no sabe de dónde sale tanta basura, pero estamos todos hasta el cogote.
­Todos, coronel. Porque en el fondo estamos de acuerdo, ¿no? Ha llegado la hora de destruir. Habría que romper todo.
-Y orinarle encima.
­Pero sin remordimientos, coronel. Enarbolando alegremente la bomba y la picana. ¡Salud! -digo levantando el vaso.
No contesta. Estamos sentados junto al ventanal. Las luces del puerto brillan azul mercurio. De a ratos se oyen las bocinas de los automóviles, arrastrándose lejanas como las voces de un sueño. El coronel es apenas la mancha gris de su cara sobre la mancha blanca de su camisa.
­Esa mujer ­le oigo murmurar­. Estaba desnuda en el ataúd y parecía una virgen. La piel se le había vuelto transparente. Se veían las metástasis del cáncer, como esos dibujitos que uno hace en una ventanilla mojada.
El coronel bebe. Es duro.
­Desnuda ­dice­. Éramos cuatro o cinco y no queríamos mirarnos. Estaba ese capitán de navío, y el gallego que la embalsamó, y no me acuerdo quién más. Y cuando la sacamos del ataúd -el coronel se pasa la mano por la frente­, cuando la sacamos, ese gallego asqueroso...
Oscurece por grados, como en un teatro. La cara del coronel es casi invisible. Sólo el whisky brilla en su vaso, como un fuego que se apaga despacio. Por la puerta abierta del departamento llegan remotos ruidos. La puerta del ascensor se ha cerrado en la planta baja, se ha abierto más cerca. El enorme edificio cuchichea, respira, gorgotea con sus cañerías, sus incineradores, sus cocinas, sus chicos, sus televisores, sus sirvientas, Y ahora el coronel se ha parado, empuña una metralleta que no le vi sacar de ninguna parte, y en puntas de pie camina hacia el palier, enciende la luz de golpe, mira el ascético, geométrico, irónico vacío del palier, del ascensor, de la escalera, donde no hay absolutamente nadie y regresa despacio, arrastrando la metralleta.
­Me pareció oír. Esos roñosos no me van a agarrar descuidado, como la vez pasada.
Se sienta, más cerca del ventanal ahora. La metralleta ha desaparecido y el coronel divaga nuevamente sobre aquella gran escena de su vida.
­...se le tiró encima, ese gallego asqueroso. Estaba enamorado del cadáver, la tocaba, le manoseaba los pezones. Le di una trompada, mire -el coronel se mira los nudillos­, que lo tiré contra la pared. Está todo podrido, no respetan ni a la muerte. ¿Le molesta la oscuridad?
­No.
­Mejor. Desde aquí puedo ver la calle. Y pensar. Pienso siempre. En la oscuridad se piensa mejor.
Vuelve a servirse un whisky.
­Pero esa mujer estaba desnuda -dice, argumenta contra un invisible contradictor-. Tuve que taparle el monte de Venus, le puse una mortaja y el cinturón franciscano.
Bruscamente se ríe.
­Tuve que pagar la mortaja de mi bolsillo. Mil cuatrocientos pesos. Eso le demuestra, ¿eh? Eso le demuestra.
Repite varias veces "Eso le demuestra", como un juguete mecánico, sin decir qué es lo que eso me demuestra.
-Tuve que buscar ayuda para cambiarla de ataúd. Llamé a unos obreros que había por ahí. Figúrese como se quedaron. Para ellos era una diosa, qué sé yo las cosas que les meten en la cabeza, pobre gente.
­¿Pobre gente?
­Sí, pobre gente.­El coronel lucha contra una escurridiza cólera interior­. Yo también soy argentino.
­Yo también, coronel, yo también. Somos todos argentinos.
­Ah, bueno ­dice.
­¿La vieron así?
­Sí, ya le dije que esa mujer estaba desnuda. Una diosa, y desnuda, y muerta. Con toda la muerte al aire, ¿sabe? Con todo, con todo...
La voz del coronel se pierde en una perspectiva surrealista, esa frasecita cada vez más rémova encuadrada en sus líneas de fuga, y el descenso de la voz manteniendo una divina proporción o qué. Yo también me sirvo un whisky.
­Para mí no es nada -dice el coronel­. Yo estoy acostumbrado a ver mujeres desnudas. Muchas en mi vida. Y hombres muertos. Muchos en Polonia, el 39. Yo era agregado militar, dése cuenta.
Quiero darme cuenta, sumo mujeres desnudas más hombres muertos, pero el resultado no me da, no me da, no me da... Con un solo movimiento muscular me pongo sobrio, como un perro que se sacude el agua.
­A mí no me podía sorprender. Pero ellos...
­¿Se impresionaron?
­Uno se desmayó. Lo desperté a bofetadas. Le dije: "Maricón, ¿ésto es lo que hacés cuando tenés que enterrar a tu reina? Acordate de San Pedro, que se durmió cuando lo mataban a Cristo." Después me agradeció.
Miró la calle. "Coca" dice el letrero, plata sobre rojo. "Cola" dice el letrero, plata sobre rojo. La pupila inmensa crece, círculo rojo tras concéntrico círculo rojo, invadiendo la noche, la ciudad, el mundo. "Beba".
­Beba ­dice el coronel.
Bebo.
­¿Me escucha?
-Lo escucho.
Le cortamos un dedo.
­¿Era necesario?
El coronel es de plata, ahora. Se mira la punta del índice, la demarca con la uña del pulgar y la alza.
­Tantito así. Para identificarla.
-¿No sabían quién era?
Se ríe. La mano se vuelve roja. "Beba".
­Sabíamos, sí. Las cosas tienen que ser legales. Era un acto histórico, ¿comprende?
­Comprendo.
-La impresión digital no agarra si el dedo está muerto. Hay que hidratarlo. Más tarde se lo pegamos.
­¿Y?
­Era ella. Esa mujer era ella.
­¿Muy cambiada?
­No, no, usted no me entiende. lgualita. Parecía que iba a hablar, que iba a... Lo del dedo es para que todo fuera legal. El profesor R. controló todo, hasta le sacó radiografías.
­¿El profesor R.?
-Sí. Eso no lo podía hacer cualquiera. Hacía falta alguien con autoridad científica, moral.
En algún lugar de la casa suena, remota, entrecortada, una campanilla. No veo entrar a la mujer del coronel, pero de pronto esta ahí, su voz amarga, inconquistable.
­¿Enciendo?
­No.
­Teléfono.
­Deciles que no estoy.
Desaparece.
­Es para putearme ­explica el coronel-. Me llaman a cualquier hora. A las tres de la madrugada, a las cinco.
-Ganas de joder ­digo alegremente.
­Cambié tres veces el número del teléfono. Pero siempre lo averiguan.
­¿Qué le dicen?
­Que a mi hija le agarre la polio. Que me van a cortar los huevos. Basura.
Oigo el hielo en el vaso, como un cencerro lejano.
­Hice una ceremonia, los arengué. Yo respeto las ideas, les dije. Esa mujer hizo mucho por ustedes. Yo la voy a enterrar como cristiana. Pero tienen que ayudarme.
El coronel está de pie y bebe con coraje, con exasperación, con grandes y altas ideas que refluyen sobre él como grandes y altas olas contra un peñasco y lo dejan intocado y seco, recortado y negro, rojo y plata.
­La sacamos en un furgón, la tuve en Viamonte, después en 25 de Mayo, siempre cuidándola, protegiéndola, escondiéndola. Me la querían quitar, hacer algo con ella. La tapé con una lona, estaba en mi despacho, sobre un armario, muy alto. Cuando me preguntaban qué era, les decía que era el transmisor de Córdoba, la Voz de la Libertad.
Ya no sé dónde está el coronel. El reflejo plateado lo busca, la pupila roja. Tal vez ha salido. Tal vez ambula entre los muebles. El edificio huele vagamente a sopa en la cocina, colonia en el baño, pañales en la cuna, remedios, cigarrillos, vida, muerte.
-Llueve -dice su voz extraña.
Miro el cielo: el perro Sirio, el cazador Orión.
­Llueve día por medio ­dice el coronel-. Día por medio llueve en un jardín donde todo se pudre, las rosas, el pino, el cinturón franciscano.
Dónde, pienso, dónde.
­¡Está parada! -grita el coronel­. ¡La enterré parada, como Facundo, porque era un macho!
Entonces lo veo, en la otra punta de la mesa. Y por un momento, cuando el resplandor cárdeno lo baña, creo que llora, que gruesas lágrimas le resbalan por la cara.
­No me haga caso -dice, se sienta­. Estoy borracho.
Y largamente llueve en su memoria.
Me paro, le toco el hombro.
­¿Eh? -dice­ ¿Eh? -dice.
Y me mira con desconfianza, como un ebrio que se despierta en un tren desconocido.
-¿La sacaron del país?
-Sí.
­¿La sacó usted?
­Sí.
-¿Cuántas personas saben?
­DOS.
­¿El Viejo sabe?
Se ríe.
-Cree que sabe.
­¿Dónde?
No contesta.
­Hay que escribirlo, publicarlo.
­Sí. Algún día.
Parece cansado, remoto.
­¡Ahora! ­me exaspero­. ¿No le preocupa la historia? ¡Yo escribo la historia, y usted queda bien, bien para siempre, coronel!
La lengua se le pega al paladar, a los dientes.
-Cuando llegue el momento... usted será el primero...
­No, ya mismo. Piense. Paris Match. Life. Cinco mil dólares. Diez mil. Lo que quiera.
Se ríe.
­¿Dónde, coronel, dónde?
Se para despacio, no me conoce. Tal vez va a preguntarme quién soy, qué hago ahí.
Y mientras salgo derrotado, pensando que tendré que volver, o que no volveré nunca. Mientras mi dedo índice inicia ya ese infatigable itinerario por los mapas, uniendo isoyetas, probabilidades, complicidades. Mientras sé que ya no me interesa, y que justamente no moveré un dedo, ni siquiera en un mapa, la voz del coronel me alcanza como una revelación.
­Es mía -dice simplemente­. Esa mujer es mía.

EL VERDUGO - Silvina Ocampo

Como siempre, con la primavera llegó el día de los festivales. El Emperador, después de comer y de beber, con la cara recamada de manchas rojas, se dirigió a la plaza, hoy llamada de las Cáscaras, seguido por sus súbditos y por un célebre técnico, que llevaba un cofre de madera, con incrustaciones de oro.

-¿Qué lleva en esa caja? -preguntó uno de los ministros al técnico.

-Los presos políticos; más bien dicho los traidores.

-¿No han muerto todos? -interrogó el ministro con inquietud.

-Todos, pero eso no impide que estén de algún modo en esta cajita -susurró el técnico, mostrando entre los bigotes, que eran muy negros, largos dientes blancos.

En la plaza de las Cáscaras, donde habitualmente celebraban las fiestas patrias, los pañuelos de la gente volaban entre las palomas; éstas llevaban grabada en las plumas, o en un medallón que les colgaba del pescuezo, la cara pintada del Emperador. En el centro de la plaza histórica, rodeado de palmeras, había un suntuoso pedestal sin estatua. Las señoras de los ministros y los hijos estaban sentados en los palcos oficiales. Desde los balcones las niñas arrojaban flores. Para celebrar mejor la fiesta, para alegrar al pueblo que había vivido tantos años oprimido, el Emperador había ordenado que soltaran aquel día los gritos de todos los traidores que habían sido torturados. Después de saludar a los altos jefes, guiñando un ojo y masticando un escarbadientes, el Emperador entró en la casa Amarilla, que tenía una ventana alta, como las ventanas de las casas de los elefantes del Jardín Zoológico. Se asomó a muchos balcones, con distintas vestiduras, antes de asomarse al verdadero balcón, desde el que habitualmente lanzaba sus discursos. El Emperador, bajo una apariencia severa, era juguetón. Aquel día hizo reír a todo el mundo. Algunas personas lloraron de risa. El Emperador habló de las lenguas de los opositores: "que no se cortaron

-dijo- para que el pueblo oyera los gritos de los torturados". Las señoras, que chupaban naranjas, las guardaron en sus carteras, para oírlo mejor; algunos hombres orinaron involuntariamente sobre los bancos, donde había pavos, gallinas y dulces; alguno niños, sin que las madres lo advirtieran, se treparon a las palmeras. El Emperador bajó a la plaza. Subió al pedestal. El eminente Técnico se caló las gafas y lo siguió: subió las seis o siete gradas que quedaban al pie del pedestal, se sentó en una silla y se dispuso a abrir el cofre. En ese instante el silencio creció, como suele crecer al pie de una cadena de montañas al anochecer. Todas las personas, hasta los hombres muy altos, se pusieron en puntas de pie, para oír lo que nadie había oído: los gritos de los traidores que habían muerto mientras los torturaban. El Técnico levantó la tapa de la caja y movió los diales, buscando mejor sonoridad: se oyó, como por encanto, el primer grito. La voz modulaba sus quejas más graves alternativamente; luego aparecieron otras voces más turbias pero infinitamente más poderosas, algunas de mujeres, otras de niños. Los aplausos, los insultos y los silbidos ahogaban por momentos a los gritos. Pero a través de ese mar de voces inarticuladas, apareció una voz distinta y sin embargo conocida. El Emperador, que había sonreído hasta ese momento, se estremeció. El Técnico movió los diales con recogimiento: como un pianista que toca en el piano un acorde importante, agachó la cabeza. Toda la gente, simultáneamente, reconoció el grito del Emperador. ¡Como pudieron reconocerlo! Subía y bajaba, rechinaba, se hundía, par volver a subir. El Emperador, asombrado, escuchó su propio grito: no era el grito furioso o emocionado, enternecido o travieso, que solía dar en sus arrebatos; era un grito agudo y áspero, que parecía provenir de una usina, de una locomotora, o de un cerdo que estrangulan. De pronto algo, un instrumento invisible, lo castigó. Después de cada golpe, su cuerpo se contraía, anunciando con otro grito el próximo golpe que iba a recibir. El Técnico, ensimismado, no pensó que tal vez suspendiendo la transmisión podría salvar al Emperador. Yo no creo, como otras personas, que el Técnico fuera un enemigo acérrimo del Emperador y que había tramado todo esto para ultimarlo.

El Emperador cayó muerto, con los brazos y las piernas colgando del pedestal, sin el decoro que hubiera querido tener frente a sus hombres. Nadie le perdonó que se dejase torturar por verdugos invisibles. La gente religiosa dijo que esos verdugos invisibles eran uno solo, el remordimiento.

-¿Remordimiento de qué? -preguntaron los adversarios.

-De no haberles cortado la lengua a esos reos -contestaron las personas religiosas, tristemente.



Fuente: OCAMPO, SILVINA, La furia, y otros cuentos. Buenos Aires, Sur, 2a ed., 1960

EL PESCADO QUE SE AHOGÓ EN EL AGUA - Arturo Jauretche

El arroyo de La Cruz había crecido por demás y bajando dejó algunos charcos en la orilla. Por la orilla iba precisamente el comisario de Tero Pelado, al tranquito de su caballo. Era Gumersindo Zapata, a quien no le gustaba mirar de frente y por eso siempre iba rastrillando el suelo con los ojos. Así, rastrillando, vio algo que se movía en un charquito y se apeó. Era una tararira, ese pez redondo, dientudo y espinoso, tan corsario que no deja vivir a otros. Vaya a saber por qué afinidad, Gumersindo les tenía simpatía a las tarariras, de manera que se agachó y alzó a la que estaba en el charco. Montó a caballo, de un galope se llegó a la comisaría, y se hizo traer el tacho donde le lavaba los "pieses" los domingos. Lo llenó de agua y echó dentro a la tararira.

El tiempo fue pasando y Gumersindo cuidaba todos los días de sacar el "pescado" del agua, primero un rato, después una hora o dos, después más tiempo aún. La fue criando guacha y le fue enseñando a respirar y a comer como cristiano. ¡Y tragaba la tararira! Como un cristiano de la policía. El aire de Tero Pelado es bueno y la carne también, y así la tararira, criada como cordero guacho, se fue poniendo grande y fuerte.

Después ya no hacía falta ponerla en el agua y aprendió a andar por la comisaría, a cebar mate, a tener despierto al imaginaria, y hasta a escribir prontuarios. [...].

Gumersindo Zapata la sabía sacar de paseo, en ancas, a la caida de la tarde.

Ésa fue la desgracia.

Porque en una ocasión, cuando iban cruzando el puente sobre el arroyo de La Cruz, la pobrecita tararira se resbaló del anca, y se cayó al agua.

Y es claro. Se ahogó.

Que es lo que les pasa a todos los pescados que, dedicados a otra cosa que ser pescados, olvidan que tienen que ser eso: buenos pescados.[...].



Fuente: JAURETCHE, ARTURO, Filo, contrafilo y punta. Buenos Aires, Juárez, 2a ed. 1969

lunes, 22 de noviembre de 2010

PRIMER APÓLOGO CHINO - Leopoldo Marechal

[...]

El maestro Chuang tenía un discípulo llamado Tseyü, el cual, sin abandonar sus estudios filosóficos, trabajaba como tenedor de libros en una manufactura de porcelanas. Una vez Tseyü le dijo a Chuang:

-Maestro, has de saber que mi patrón acaba de reprocharme, no sin acritud, las horas que pierdo, según él, en abstracciones filosóficas. Y me ha dicho una sentencia que ha turbado mi entendimiento.

-¿Qué sentencia? -le preguntó Chuang.

-Que "primero es vivir y luego filosofar" -contestó Tseyü con aire devoto-.

¿Qué te parece, maestro?

Sin decir una sola palabra, el maestro Chuang le dio a Tseyü en la mejilla derecha un bofetón enérgico y a la vez desapasionado; tras lo cual tomó una regadera y se fue a regar un duraznero suyo que a la sazón estaba lleno de flores primaverales.

El discípulo Tseyü, lejos de resentirse, entendió que aquella bofetada tenía un picante valor didáctico. Por lo cual, en los días que siguieron, se dedicó a recabar otras opiniones acerca del aforismo que tanto le preocupaba. Resolvió entonces prescindir de los comerciantes y manufactureros (gentes de un pragmatismo tan visible como sospechoso), y acudió a los funcionarios de la Administración Pública, hombre vestidos de prudencia y calzados de sensatez. Y todos ellos, desde el Primer Secretario hasta los oficiales de tercera, convenían en sostener que primero era vivir y luego filosofar. Ya bastante seguro, Tseyü volvió a Chuang y le dijo:

-Maestro, durante un mes he consultado nuestro asunto con hombres de gran experiencia. Y todos están de acuerdo con el aforismo de mi patrón. ¿Qué me dices ahora?

Meditativo y justo, Chuang le dio una bofetada en la mejilla izquierda; y se fue a estudiar su duraznero, que ya tenía hojas verdes y frutas en agraz.

Entonces el abofeteado Tseyü entendió que la Administración Pública era un batracio muy engañoso. Advertido lo cual resolvió levantar la puntería de sus consultas y apelar a la ciencia de los magistrados judiciales, de los médicos psiquiatras, de los astrofísicos, de los generales en actividad y de los mas ostentosos representantes de la Curia. Y afirmaron todos, bajo palabra de honor, que primero había que vivir, y luego filosofar, si quedaba tiempo. Con mucho ánimo, Tseyü visitó a Chuang y le habló así:

-Maestro, acabo de agotar la jerarquía de los intelectos humanos; y todos juran que la sentencia de mi patrón es tan exacta como útil. ¿Qué debo hacer?

Dulce y meticuloso, Chuang hizo girar a su discípulo de tal modo que le presentase la región dorsal. Y luego, con geométrica exactitud, le ubicó un puntapié didascálico entre las dos nalgas. Hecho lo cual, y acercándose al duraznero, se puso a librar sus frutas de las hojas excesivas que no dejaban pasar los rayos del sol. Tseyü, que había caído de bruces, pensó, con el rostro en la hierba, que aquel puntapié matemático no era otra cosa, en el fondo, que un llamado a la razón pura. Se incorporó entonces, dedicó a Chuang una reverencia y se alejó con el pensamiento fijo en la tarea que debía cumplir.

En realidad a Tseyü no le faltaba tiempo: su jefe lo había despedido tres días antes por negligencias reiteradas, y Tseyü conocía por fin el verdadero gusto de la libertad. Como un atleta del raciocinio, ayunó tres días y tres noches; limpió cuidadosamente su tubo intestinal; y no bien rayó el alba, se dirigió a las afueras, con los pies calientes y el occipital fresco, tal como lo requiere la preceptiva de la meditación.

Tseyü estableció su cuartel general en la cabaña de un eremita ya difunto que se había distinguido por su conocimiento del Tao: frente a la cabaña, en una plazuela natural que bordeaban perales y ciruelos, Tseyü trazó un círculo de ocho varas de diámetro y se ubicó en el centro, bien sentado a la chinesca. Defendido ya de las posibles irrupciones terrestres, no dejó de temer, en este punto, las interferencias del orden psíquico, tan hostiles a una verdadera concentración. Por lo cual, len la órbita de su pensamiento, dibujó también un círculo riguroso dentro del cual sólo cabía la sentencia: "Primero vivir, luego filosofar."

Una semana permaneció Tseyü encerrado en su doble círculo. Al promediar el último día, se incorporó al fin: hizo diez flexiones de tronco para desentumecerse y diez flexiones de cerebro para desconcentrarse. Tranquilo, bajo un mediodía que lo arponeaba de sol, Tseyü se dirigió a la casa de Chuang, y tras una reverencia le dijo:

-Maestro, he reflexionado.

-¿En qué has reflexionado? -le preguntó Chuang.

-En aquella sentencia de mi ex patrón. Estaba yo en el centro del círculo y me pregunté: "¿Desde su comienzo hasta su fin no es la vida humana un accionar constante?" Y me respondí: "En efecto, la vida es un accionar constante." Me pregunté de nuevo: "Todo accionar del hombre no debe responder a un Fin inteligente, necesario y bueno?" Y me respondí a mí mismo: "Tseyü, dices muy bien." Y volví a preguntarme: "¿Cuándo se ha de meditar ese Fin, antes o después de la acción?" Y mi respuesta fue; "ANTES de la acción; porque una acción libre de toda ley inteligente que la preceda va sin gobierno y sólo cuaja en estupidez o locura." Maestro, en este punto de mi teorema me dije yo: "Entonces, primero filosofar y luego vivir."

Tseyü no aventuró ningún otro sonido. Antes bien, con los ojos en el suelo, aguardó la respuesta de Chuang, ignorando aún si tomaría la forma de un puntapié o de una bofetada. Pero Chuang, cuyo rostro de yeso nada traducía, se dirigió a su duraznero, arrancó el durazno más hermoso y lo depositó en la mano temblante de su discípulo.

[...].

Fuente: MARECHAL, LEOPOLDO, Cuaderno de navegación. Buenos Aires, Sudamérica, 1966

domingo, 21 de noviembre de 2010

El jorobadito

Los diversos y exagerados rumores desparramados con motivo de la conducta que observé en compañía de Rigoletto, el jorobadito, en la casa de la señora X, apartaron en su tiempo a mucha gente de mi lado.
Sin embargo, mis singularidades no me acarrearon mayores desventuras, de no perfeccionarlas estrangulando a Rigoletto.
Retorcerle el pescuezo al jorobadito ha sido de mi parte un acto más ruinoso e imprudente para mis intereses, que atentar contra la existencia de un benefactor de la humanidad.
Se ha echado sobre mí la policía, los jueces y los periódicos. Y ésta es la hora en que aún me pregunto (considerando los rigores de la justicia) si Rigoletto no estaba llamado a ser un capitán de hombres, un genio, o un filántropo. De otra forma no se explican las crueldades de la ley para vengar los fueros de un insigne piojoso, al cual, para pagarle de su insolencia, resultaran insuficientes todos los puntapiés que pudieran suministrarle en el trasero, una brigada de personas bien nacidas.
No se me oculta que sucesos peores ocurren sobre el planeta, pero ésta no es una razón para que yo deje de mirar con angustia las leprosas paredes del calabozo donde estoy alojado a espera de un destino peor.
Pero estaba escrito que de un deforme debían provenirme tantas dificultades.
Recuerdo (y esto a vía de información para los aficionados a la teosofía y la metafísica) que desde mi tierna infancia me llamaron la atención los contrahechos. Los odiaba al tiempo que me atraían, como detesto y me llama la profundidad abierta bajo la balconada de un noveno piso, a cuyo barandal me he aproximado más de una vez con el corazón temblando de cautela y delicioso pavor. Y así como frente al vacío no puedo sustraerme al terror de imaginarme cayendo en el aire con el estómago contraído en la asfixia del desmoronamiento, en presencia de un deforme no puedo escapar al nauseoso pensamiento de imaginarme corcoveado, grotesco, espantoso, abandonado de todos, hospedado en una perrera, perseguido por traíllas de chicos feroces que me clavarían agujas en la giba...
Es terrible..., sin contar que todos los contrahechos son seres perversos, endemoniados, protervos..., de manera que al estrangularlo a Rigoletto me creo con derecho a afirmar que le hice un inmenso favor a la sociedad, pues he librado a todos los corazones sensibles como el mío de un espectáculo pavoroso y repugnante. Sin añadir que el jorobadito era un hombre cruel. Tan cruel que yo me veía obligado a decirle todos los días:
–Mirá, Rigoletto, no seas perverso. Prefiero cualquier cosa a verte pegándole con un látigo a una inocente cerda. ¿Qué te ha hecho la marrana? Nada. ¿No es cierto que no te ha hecho nada?...
–¿Qué se le importa?
–No te ha hecho nada, y vos contumaz, obstinado, cruel, desfogas tus furores en la pobre bestia...
–Como me embrome mucho la voy a rociar de petróleo a la chancha y luego le prendo fuego.
Después de pronunciar estas palabras, el jorobadito descargaba latigazos en el crinudo lomo de la bestia, rechinando los dientes como un demonio de teatro. Y yo le decía:
–Te voy a retorcer el pescuezo, Rigoletto. Escuchá mis paternales advertencias, Rigoletto. Te conviene...
Predicar en el desierto hubiera sido más eficaz. Se regocijaba en contravenir mis órdenes y en poner en todo momento en evidencia su temperamento sardónico y feroz. Inútil era que prometiera zurrarle la badana o hacerle salir la joroba por el pecho de un mal golpe. El continuaba observando una conducta impura.
Volviendo a mi actual situación diré que si hay algo que me reprocho, es haber recaído en la ingenuidad de conversar semejantes minucias a los periodistas.
Creía que las interpretarían, más heme aquí ahora abocado a mi reputación menoscabada, pues esa gentuza lo que menos ha escrito es que soy un demente, afirmando con toda seriedad que bajo la trabazón de mis actos se descubren las características de un cínico perverso.
Ciertamente, que mi actitud en la casa de la señora X, en compañía del jorobadito, no ha sido la de un miembro inscripto en el almanaque de Gotha. No. Al menos no podría afirmarlo bajo mi palabra de honor.
Pero de este extremo al otro, en el que me colocan mis irreductibles enemigos, media una igual distancia de mentira e incomprensión. Mis detractores aseguran que soy un canalla monstruoso, basando esta afirmación en mi jovialidad al comentar ciertos actos en los que he intervenido, como si la jovialidad no fuera precisamente la prueba de cuán excelentes son las condiciones de mi carácter y qué comprensivo y tierno al fin y al cabo.
Por otra parte, si hubiera que tamizar mis actos, ese tamiz a emplearse debería llamarse Sufrimiento. Soy un hombre que ha padecido mucho. No negaré que dichos padecimientos han encontrado su origen en mi exceso de sensibilidad, tan agudizada que cuando me encontraba frente a alguien he creído percibir hasta el matiz del color que tenían sus pensamientos, y lo más grave es que no me he equivocado nunca. Por el alma del hombre he visto pasar el rojo del odio y el verde del amor, como a través de la cresta de una nube los rayos de luna más o menos empalidecidos por el espesor distinto de la masa acuosa. Y personas hubo que me han dicho:
–¿Recuerda cuando usted, hace tres años, me dijo que yo pensaba en tal cosa? No se equivocaba.–He caminado así, entre hombres y mujeres, percibiendo los furores que encrespaban sus instintos y los deseos que envaraban sus intenciones, sorprendiendo siempre en las laterales luces de la pupila, en el temblor de los vértices de los labios y en el erizamiento casi invisible de la piel de los párpados, lo que anhelaban, retenían o sufrían. Y jamás estuve más solo que entonces, que cuando ellos y ellas eran transparentes para mí.
De este modo, involuntariamente, fui descubriendo todo el sedimento de bajeza humana que encubren los actos aparentemente más leves, y hombres que eran buenos y perfectos para sus prójimos, fueron, para mí, lo que Cristo llamó sepulcros encalados. Lentamente se agrió mi natural bondad convirtiéndome en un sujeto taciturno e irónico. Pero me voy apartando, precisamente, de aquello a lo cual quiero aproximarme y es la relación del origen de mis desgracias. Mis dificultades nacen de haber conducido a la casa de la señora X al infame corcovado.
En la casa de la señora X yo "hacía el novio" de una de las niñas. Es curioso. Fui atraído, insensiblemente, a la intimidad de esa familia por una hábil conducta de la señora X, que procedió con un determinado exquisito tacto y que consiste en negarnos un vaso de agua para poner a nuestro alcance, y como quien no quiere, un frasco de alcohol. Imagínense ustedes lo que ocurriría con un sediento. Oponiéndose en palabras a mis deseos. Incluso, hay testigos. Digo esto para descargo de mi conciencia. Más aún, en circunstancias en que nuestras relaciones hacían prever una ruptura, yo anticipé seguridades que escandalizaron a los amigos de la casa. Y es curioso. Hay muchas madres que adoptan este temperamento, en la relación que sus hijas tienen con los novios, de manera que el incauto –si en un incauto puede admitirse un minuto de lucidez– observa con terror que ha llevado las cosas mucho más lejos de lo que permitía la conveniencia social.
Y ahora volvamos al jorobadito para deslindar responsabilidades. La primera vez que se presentó a visitarme en mi casa, lo hizo en casi completo estado de ebriedad, faltándole el respeto a una vieja criada que salió a recibirlo y gritando a voz en cuello de manera que hasta los viandantes que pasaban por la calle podían escucharle:
–¿Y dónde está la banda de música con que debían festejar mi hermosa presencia? Y los esclavos que tienen que ungirme de aceite, ¿dónde se han metido? En lugar de recibirme jovencitos con orinales, me atiende una vieja desdentada y hedionda. ¿Y ésta es la casa en la cual usted vive?–Y observando las puertas recién pintadas, exclamó enfáticamente:–¡Pero esto no parece una casa de familia sino una ferretería! Es simplemente asqueroso. ¿Cómo no han tenido la precaución de perfumar la casa con esencia de nardo, sabiendo que iba a venir? ¿No se dan cuenta de la pestilencia de aguarrás que hay aquí?
¿Reparan ustedes en la catadura del insolente que se había posesionado de mi vida?
Lo cual es grave, señores, muy grave.
Estudiando el asunto recuerdo que conocí al contrahecho en un café; lo recuerdo perfectamente. Estaba yo sentado frente a una mesa, meditando, con la nariz metida en mi taza de café, cuando, al levantar la vista distinguí a un jorobadito que con los pies a dos cuartas del suelo y en mangas de camisa, observábame con toda atención, sentado del modo más indecoroso del mundo, pues había puesto la silla al revés y apoyaba sus brazos en el respaldo de ésta.
Como hacía calor se había quitado el saco, y así descaradamente en cuerpo de camisa, giraba sus renegridos ojos saltones sobre los jugadores de billar. Era tan bajo que apenas si sus hombros se ponían a nivel con la tabla de la mesa. Y, como les contaba, alternaba la operación de contemplar la concurrencia, con la no menos importante de examinar su reloj pulsera, cual si la hora que éste marcara le importara mucho más que la señalada en el gigantesco reloj colgado de un muro del establecimiento.
Pero, lo que causaba en él un efecto extraño, además de la consabida corcova, era la cabeza cuadrada y la cara larga y redonda, de modo que por el cráneo parecía un mulo y por el semblante un caballo.
Me quedé un instante contemplando al jorobadito con la curiosidad de quien mira un sapo que ha brotado frente a él; y éste, sin ofenderse, me dijo:
–Caballero, ¿será tan amable usted que me permita sus fósforos?
Sonriendo, le alcancé mi caja; el contrahecho encendió su cigarro medio consumido y después de observarme largamente, dijo:
–¡Qué buen mozo es usted! Seguramente que no deben faltarle novias.
La lisonja halaga siempre aunque salga de la boca de un jorobado, y muy amablemente le contesté que sí, que tenía una muy hermosa novia, aunque no estaba muy seguro de ser querido por ella, a lo cual el desconocido, a quien bauticé en mi fuero interno con el nombre de Rigoletto, me contestó después de escuchar con sentenciosa atención mis palabras:
–No sé por qué se me ocurre que usted es de la estofa con que se fabrican excelentes cornudos.–Y antes que tuviera tiempo de sobreponerme a la estupefacción que me produjo su extraordinaria insolencia, el cacaseno continuó:–Pues yo nunca he tenido novia, créalo, caballero... le digo la verdad...
–No lo dudo– repliqué sonriendo ofensivamente–, no lo dudo...
–De lo que me alegro, caballero, porque no me agradaría tener un incidente con usted...
Mientras él hablaba yo vacilaba si levantarme y darle un puntapié en la cabeza o tirarle a la cara el contenido de mi pocillo de café, pero recapacitándolo me dije que de promoverse un altercado allí, el que llevaría todas las de perder era yo, y cuando me disponía a marcharme contra mi voluntad porque aquel sapo humano me atraía con la inmensidad de su desparpajo, él, obsequiándome con la más graciosa sonrisa de su repertorio que dejaba al descubierto su amarilla dentadura de jumento, dijo:
–Este reloj pulsera me cuesta veinticinco pesos...; esta corbata es inarrugable y me cuesta ocho pesos...; ¿ve estos botines?, treinta y dos pesos, caballero. ¿Puede alguien decir que soy un pelafustán? ¡No, señor! ¿No es cierto?
–¡Claro que sí!
Guiñó arduamente los ojos durante un minuto, luego moviendo la cabeza como un osezno alegre, prosiguió interrogador y afirmativo simultáneamente:
–Qué agradable es poder confesar sus intimidades en público, ¿no le parece, caballero? ¿Hay muchos en mi lugar que pueden sentarse impunemente a la mesa de un café y entablar una amable conversación con un desconocido como lo hago yo? No. Y, ¿por qué no hay muchos, puede contestarme?
–No sé...
–Porque mi semblante respira la santa honradez.
Satisfechísimo de su conclusión, el bufoncillo se restregó las manos con satánico donaire, y echando complacidas miradas en redor prosiguió:
–Soy más bueno que el pan francés y más arbitrario que una preñada de cinco meses. Basta mirarme para comprender de inmediato que soy uno de aquellos hombres que aparecen de tanto en tanto sobre el planeta como un consuelo que Dios ofrece a los hombres en pago de sus penurias, y aunque no creo en la santísima Virgen, la bondad fluye de mis palabras como la piel del Himeto.
Mientras yo desencajaba los ojos asombrados, Rigoletto continuó:
–Yo podría ser abogado ahora, pero como no he estudiado no lo soy. En mi familia fui profesional del betún.
–¿Del betún?
–Sí, lustrador de botas..., lo cual me honra, porque yo solo he escalado la posición que ocupo. ¿O le molesta que haya sido profesional? ¿Acaso no se dice "técnico de calzado" el último remendón de portal, y "experto en cabellos y sus derivados" el rapabarbas, y profesor de baile el cafishio profesional?...
Indudablemente, era aquél el pillete más divertido que había encontrado en mi vida.
–¿Y ahora qué hace usted?
–Levanto quinielas entre mis favorecedores, señor. No dudo que usted será mi cliente. Pida informes...
–No hace falta...
–¿Quiere fumar usted, caballero?
–¡Cómo no!
Después que encendí el cigarro que él me hubo ofrecido, Rigoletto apoyó el corto brazo en mi mesa y di jo:
–Yo soy enemigo de contraer amistades nuevas porque la gente generalmente carece de tacto y educación, pero usted me convence.... me parece una persona muy de bien y quiero ser su amigo–dicho lo cual, y ustedes no lo creerán, el corcovado abandonó su silla y se instaló en mi mesa.
Ahora no dudarán ustedes de que Rigoletto era el ente más descarado de su especie, y ello me divirtió a punto tal que no pude menos de pasar el brazo por encima de la mesa y darle dos palmadas amistosas en la giba.
Quedóse el contrahecho mirándome gravemente un instante; luego lo pensó mejor, y sonriendo, agregó:
–¡Que le aproveche, caballero, porque a mí no me ha dado ninguna suerte!
Siempre dudé que mi novia me quisiera con la misma fuerza de enamoramiento que a mí me hacía pensar en ella durante todo el día, como en una imagen sobrenatural.
Por momentos la sentía implantada en mi existencia semejante a un peñasco en el centro de un río. Y esta sensación de ser la corriente dividida en dos ondas cada día más pequeñas por el crecimiento del peñasco, resumía mi deleite de enamoramiento y anulación. ¿Comprenden ustedes? La vida que corre en nosotros se corta en dos raudales al llegar a su imagen, y como la corriente no puede destruir la roca, terminamos anhelando el peñasco que aja nuestro movimiento y permanece inmutable.
Naturalmente, ella desde el primer día que nos tratamos, me hizo experimentar con su frialdad sonriente el peso de su autoridad. Sin poder concretar en qué consistía el dominio que ejercía sobre mí, éste se traducía como la presión de una atmósfera sobre mi pasión. Frente a ella me sentía ridículo, inferior sin saber precisar en qué podía consistir cualquiera de ambas cosas.
De más está decir que nunca me atreví a besarla, porque se me ocurría que ella podía considerar un ultraje mi caricia. Eso sí, me era más fácil imaginármela entregada a las caricias de otro, aunque ahora se me ocurre que esa imaginación pervertida era la consecuencia de mi conducta imbécil para con ella.
En tanto, mediante esas curiosas transmutaciones que obra a veces la alquimia de las pasiones, comencé a odiarla rabiosamente a la madre, responsabilizándola también, ignoro por qué, de aquella situación absurda en que me encontraba. Si yo estaba de novio en aquella casa debíase a las arterias de la maldita vieja, y llegó a producirse en poco tiempo una de las situaciones más raras de que haya oído hablar, pues me retenía en la casa, junto a mi novia, no el amor a ella, sino el odio al alma taciturna y violenta que envasaba la madre silenciosa, pesando a todas horas cuántas probabilidades existían en el presente de que me casara o no con su hija. Ahora estaba aferrado al semblante de la madre como a una mala injuria inolvidable o a una humillación atroz. Me olvidaba de la muchacha que estaba a mi lado para entretenerme en estudiar el rostro de la anciana, abotagado por el relajamiento de la red muscular, terroso, inmóvil por momentos como si estuviera tallado en plata sucia, y con ojos negros, vivos e insolentes.
Las mejillas estaban surcadas por gruesas arrugas amarillas, y cuando aquel rostro estaba inmóvil y grave, con los ojos desviados de los míos, por ejemplo, detenidos en el plafón de la sala, emanaba de esa figura envuelta en ropas negras tal implacable voluntad, que el tono de la voz, enérgico y recio, lo que hacía era sólo afirmarla.
Yo tuve la sensación, en un momento dado, que esa mujer me aborrecía, porque la intimidad, a la cual ella "involuntariamente" me había arrastrado, no aseguraba en su interior las ilusiones que un día se había hecho respecto a mí.
Y a medida que el odio crecía, y lanzaba en su interior furiosas voces, la señora X era más amable conmigo, se interesaba por mi salud, siempre precaria, tenía conmigo esas atenciones que las mujeres que han sido un poco sensuales gastan con sus hijos varones, y como una monstruosa araña iba tejiendo en redor de mi responsabilidad una fina tela de obligaciones. Sólo sus ojos negros e insolentes me espiaban de continuo, revisándome el alma y sopesando mis intenciones. A veces, cuando la incertidumbre se le hacía insoportable, estallaba casi en estas indirectas:
–Las amigas no hacen sino preguntarme cuándo se casan ustedes, y yo ¿qué les voy a contestar? Que pronto.–O si no:– Sería conveniente, no le parece a usted, que la "nena" fuera preparando su ajuar.
Cuando la señora X pronunciaba estas palabras, me miraba fijamente para descubrir si en un parpadeo o en un involuntario temblor de un nervio facial se revelaba mi intención de no cumplir con el compromiso, al cual ella me había arrastrado con su conducta habilísima. Aunque tenía la seguridad de que le daría una sorpresa desagradable, fingía estar segura de mi "decencia de caballero", mas el esfuerzo que tenía que efectuar para revestirse de esa apariencia de tranquilidad, ponía en el timbre de su voz una violencia meliflua, violencia que imprimía a las palabras una velocidad de cuchicheo, como quien os confía apuradamente un secreto, acompañando la voz con una inclinación de cabeza sobre el hombro derecho, mientras que la lengua humedecía los labios resecos por ese instinto animal que la impulsaba a desear matarme o hacerme víctima de una venganza atroz.
Además de voluntariosa, carecía de escrúpulos, pues fingía articular con mis ideas, que le eran odiosas en el más amplio sentido de la palabra.
Y aunque aparentemente resulte ridículo que dos personas se odien en la divergencia de un pensamiento, no lo es, porque en el subconsciente de cada hombre y de cada mujer donde se almacena el rencor, cuando no es posible otro escape, el odio se descarga como por una válvula psíquica en la oposición de las ideas. Por ejemplo, ella, que odiaba a los bolcheviques, me escuchaba deferentemente cuando yo hablaba de las rencillas de Trotsky y Stalin, y hasta llegó al extremo de fingir interesarse por Lenin, ella, ella que se entusiasmaba ardientemente con los más groseros figurones de nuestra política conservadora. Acomodaticia y flexible, su aprobación a mis ideas era una injuria, me sentía empequeñecido y denigrado frente a una mujer que si yo hubiera afirmado que el día era noche, me contestara:
–Efectivamente, no me fijé que el sol hace rato que se ha puesto.
Sintetizando, ella deseaba que me casara de una vez. Luego se encargaría de darme con las puertas en las narices y de resarcirse de todas las dudas en que la había mantenido sumergida mi noviazgo eterno.
En tanto la malla de la red se iba ajustando cada vez más a mi organismo. Me sentía amarrado por invisibles cordeles. Día tras día la señora X agregaba un nudo más a su tejido, y mi tristeza crecía como si ante mis ojos estuvieran serruchando las tablas del ataúd que me iban a sumergir en la nada.
Sabía que en la casa, lo poco bueno que persistía en mí iba a naufragar si yo aceptaba la situación que traía aparejada el compromiso. Ellas, la madre y la hija, me atraían a sus preocupaciones mezquinas, a su vida sórdida, sin ideales, una existencia gris, la verdadera noria de nuestro lenguaje popular, en el que la personalidad a medida que pasan los días se va desintegrando bajo el peso de las obligaciones económicas, que tienen la virtud de convertirlo a un hombre en uno de esos autómatas con cuello postizo, a quienes la mujer y la suegra retan a cada instante porque no trajo más dinero o no llegó a la hora establecida.
Hace mucho tiempo que he comprendido que no he nacido para semejante esclavitud. Admito que es más probable que mi destino me lleve a dormir junto a los rieles de un ferrocarril, en medio del campo verde, que a acarretillar un cochecito con toldo de hule, donde duerme un muñeco que al decir de la gente "debe enorgullecerme de ser padre".
Yo no he podido concebir jamás ese orgullo, y sí experimento un sentimiento de verguenza y de lástima cuando un buen señor se entusiasma frente a mí con el pretexto de que su esposa lo ha hecho "padre de familia". Hasta muchas veces me he dicho que esa gente que así procede son simuladores de alegría o unos perfectos estúpidos. Porque en vez de felicitarnos del nacimiento de una criatura debíamos llorar de haber provocado la aparición en este mundo de un mísero y débil cuerpo humano, que a través de los años sufrirá incontables horas de dolor y escasísimos minutos de alegría.
Y mientras la "deliciosa criatura" con la cabeza tiesa junto a mi hombro soñaba con un futuro sonrosado, yo, con los ojos perdidos en la triangular verdura de un ciprés cercano, pensaba con qué hoja cortante desgarrar la tela de la red, cuyas células a medida que crecía se hacían más pequeñas y densas.
Sin embargo, no encontraba un filo lo suficientemente agudo para desgarrar definitivamente la malla, hasta que conocí al corcovado.
En esas circunstancias se me ocurrió la "idea"–idea que fue pequeñita al principio como la raíz de una hierba, pero que en el transcurso de los días se bifurcó en mi cerebro, dilatándose, afianzando sus fibromas entre las células más remotas–y aunque no se me ocultaba que era ésa una "idea" extraña, fui familiarizándome con su contextura, de modo que a los pocos días ya estaba acostumbrado a ella y no faltaba sino llevarla a la práctica.
Esa idea, semidiabólica por su naturaleza, consistía en conducir a la casa de mi novia al insolente jorobadito, previo acuerdo con él, y promover un escándalo singular, de consecuencias irreparables. Buscando un motivo mediante el cual podría provocar una ruptura, reparé en una ofensa que podría inferirle a mi novia, sumamente curiosa, la cual consistía:
Bajo la apariencia de una conmiseración elevada a su más pura violencia y expresión, el primer beso que ella aún no me había dado a mí, tendría que dárselo al repugnante corcovado que jamás había sido amado, que jamás conoció la piedad angélica ni la belleza terrestre.
Familiarizado, como les cuento, con mi "idea", si a algo tan magnífico se puede llamar idea, me dirigí al café en busca de Rigoletto.
Después que se hubo sentado a mi lado, le dije:
–Querido amigo: muchas veces he pensado que ninguna mujer lo ha besado ni lo besará. ¡No me interrumpa! Yo la quiero mucho a mi novia, pero dudo que me corresponda de corazón. Y tanto la quiero que para que se dé cuenta de mi cariño le diré que nunca la he besado. Ahora bien: yo quiero que ella me dé una prueba de su amor hacia mí... y esa prueba consistirá en que lo bese a usted. ¿Está conforme?
Respingó el corcovado en su silla; luego con tono enfático me replicó:
–¿Y quién me indemniza a mí, caballero, del mal rato que voy a pasar?
–¿Cómo, mal rato?
–¡Naturalmente! ¿O usted se cree que yo puedo prestarme por ser jorobado a farsas tan innobles? Usted me va a llevar a la casa de su novia y como quien presenta un monstruo, le dirá: "Querida, te presento al dromedario".
–¡Yo no la tuteo a mi novia!
–Para el caso es lo mismo. Y yo en tanto, ¿qué voy a quedarme haciendo, caballero? ¿Abriendo la boca como un imbécil, mientras disputan sus tonterías? ¡No, señor; muchas gracias! Gracias por su buena intención, como le decía la liebre al cazador. Además, que usted me dijo que nunca la había besado a su novia.
–Y eso, ¿qué tiene que ver?
–¡Claro! ¿Usted sabe acaso si a mí me gusta que me besen? Puede no gustarme. Y si no me gusta, ¿por qué usted quiere obligarme? ¿O es que usted se cree que porque soy corcovado no tengo sentimientos humanos?
La resistencia de Rigoletto me enardeció. Violentamente, le dije:
–Pero ¿no se da cuenta de que es usted, con su joroba y figura desgraciadas, el que me sugirió este admirable proyecto? ¡Piense, infeliz! Si mi novia consiente, le quedará a usted un recuerdo espléndido. Podrá decir por todas partes que ha conocido a la criatura más adorable de la tierra. ¿No se da cuenta? Su primer beso habrá sido para usted.
–¿Y quién le dice a usted que ése sea el primer beso que haya dado?
Durante un instante me quedé inmóvil; luego, obcecado por ese frenesí que violentaba toda mi vida hacia la ejecución de la "idea", le respondí:
–Y a vos, Rigoletto, ¿qué se te importa?
–¡No me llame Rigoletto! Yo no le he dado tanta confianza para que me ponga sobrenombres.
–Pero ¿sabés que sos el contrahecho más insolente que he conocido?
Amainó el jorobadito y ya dijo:
–¿Y si me ultrajara de palabra o de hecho?
–¡No seas ridículo, Rigoletto! ¿Quién te va a ultrajar? ¡Si vos sos un bufón! ¿No te das cuenta? ¡Sos un bufón y un parásito! ¿Para qué hacés entonces la comedia de la dignidad?
–¡Rotundamente protesto, caballero!
–Protestá todo lo que quieras, pero escucháme. Sos un desvergonzado parásito. Creo que me expreso con suficiente claridad ¿no? Les chupás la sangre a todos los clientes del café que tienen la imprudencia de escuchar tus melifluas palabras. Indudablemente no se encuentra en todo Buenos Aires un cínico de tu estampa y calibre. ¿Con qué derecho, entonces, pretendés que te indemnicen si a vos te indemniza mi tontería de llevarte a una casa donde no sos digno de barrer el zaguán? ¡Qué más indemnización querés que el beso que ella, santamente, te dará, insensible a tu cara, el mapa de la desverguenza!
–¡No me ultraje!
–Bueno, Rigoletto, ¿aceptás o no aceptás?
–¿Y si ella se niega a dármelo o quedo desairado?...
–Te daré veinte pesos.
–¿Y cuándo vamos a ir?
–Mañana. Cortáte el pelo, limpiáte las uñas...
–Bueno..., présteme cinco pesos...
–Tomá diez.
A las nueve de la noche salí con Rigoletto en dirección a la casa de mi novia.
El giboso se había perfumado endiabladamente y estrenaba una corbata plastrón de color violeta.
La noche se presentaba sombría con sus ráfagas de viento encallejonadas en las bocacalles, y en el confín, tristemente iluminado por oscilantes lunas eléctricas, se veían deslizarse vertiginosas cordilleras de nubes.
Yo estaba malhumorado, triste. Tan apresuradamente caminaba que el cojo casi corría tras de mí, y a momentos tomándome del borde del saco, me decía con tono lastimero:
–¡Pero usted quiere reventarme! ¿Qué le pasa a usted?
Y de tal manera crecía mi enfurecimiento que de no necesitarlo a Rigoletto lo hubiera arrojado de un puntapié al medio de la calzada.
¡Y cómo soplaba el viento! No se veía alma viviente por las calles, y una claridad espectral caída del segundo cielo que contenían las combadas nubes, hacía más nítidos los contornos de las fachadas y sus cresterías funerarias.
No había quedado un trozo de papel por los suelos. Parecía que la ciudad había sido borrada por una tropa de espectros. Y a pesar de encontrarme en ella, creía estar perdido en un bosque.
El viento doblaba violentamente la copa de los árboles, pero el maldito corcovado me perseguía en mi carrera, como si no quisiera perderme, semejante a mi genio malo, semejante a lo malvado de mí mismo que para concretarse se hubiera revestido con la figura abominable del giboso.
Y yo estaba triste. Enormemente triste, como no se lo imaginan ustedes. Comprendía que le iba a inferir un atroz ultraje a la fría calculadora; comprendía que ese acto me separaría para siempre de ella, lo cual no obstaba para que me dijera a medida que cruzaba las aceras desiertas:
–Si Rigoletto fuera mi hermano, no hubiera procedido lo mismo. –Y comprendía que sí, que si Rigoletto hubiera sido mi hermano, yo toda la vida lo hubiera compadecido con angustia enorme. Por su aislamiento, por su falta de amor que le hiciera tolerable los días colmados por los ultrajes de todas las miradas. Y me añadía que la mujer que me hubiera querido debía primero haberlo amado a él.
De pronto me detuve ante un zaguán iluminado:
–Aquí es.
Mi corazón latía fuertemente. Rigoletto atiesó el pescuezo y, empinado sobre la punta de sus pies, al tiempo que se arreglaba el moño de la corbata, me dijo:
–¡Acuérdese! ¡Usted es el único culpable! ¡Que el pecado... !
Fina y alta, apareció mi novia en la sala dorada.
Aunque sonreía, su mirada me escudriñaba con la misma serenidad con que me examinó la primera vez cuando le dije: "¿me permite una palabra, señorita?", y esta contradicción entte la sonrisa de su carne (pues es la carne la que hace ese movimiento delicioso que llamamos sonrisa) y la fría expectativa de su inteligencia discerniéndome mediante los ojos, era la que siempre me causaba la extraña impresión.
Avanzó cordialmente a mi encuentro, pero al descubrir al contrahecho, se detuvo asombrada, interrogándonos a los dos con la mirada.
–Elsa, le voy a presentar a mi amigo Rigoletto.
–¡No me ultraje, caballero! ¡Usted bien sabe que no me llamo Rigoletto!
–¡A ver si te callás!
Elsa detuvo la sonrisa. Mirábame seriamente, como si yo estuviera en trance de convertirme en un desconocido para ella. Señalándole una butaca dorada le dije al contrahecho:
–Sentáte allí y no te muevas.
Quedóse el giboso con los pies a dos cuartas del suelo y el sombrero de paja sobre las rodillas y con su carota atezada parecía un ridículo ídolo chino. Elsa contemplaba estupefacta al absurdo personaje.
Me sentí súbitamente calmado.
–Elsa–le dije–, Elsa, yo dudo de su amor. No se preocupe por ese repugnante canalla que nos escucha. Oigame: yo dudo... no sé por qué..., pero dudo de que usted me quiera. Es triste eso..., créalo... Demuéstreme, déme una prueba de que me quiere, y seré toda la vida su esclavo.
Naturalmente, yo no estaba seguro de lo que quería expresar "toda la vida", pero tanto me agradó la frase que insistí:
–Sí, su esclavo para toda la vida. No crea que he bebido. Sienta el olor de mi aliento.
Elsa retrocedió a medida que yo me acercaba a ella, y en ese momento, ¿saben ustedes lo que se le ocurre al maldito cojo? Pues: tocar una marcha militar con el nudillo de sus dedos en la copa del sombrero.
Me volví al cojo y después de conminarle silencio, me expliqué:
–Vea, Elsa, y la única prueba de amor es que le dé un beso a Rigoletto.
Los ojos de la doncella se llenaron de una claridad sombría. Caviló un instante; luego, sin cólera en la voz, me dijo muy lentamente:
–¡Retírese!
–¡Pero! ...
–¡Retírese, por favor...; váyase!...
Yo me inclino a creer que el asunto hubiera tenido compostura, créanlo..., pero aquí ocurrió algo curioso, y es que Rigoletto, que hasta entonces había guardado silencio, se levantó exclamando:
–¡No le permito esa insolencia, señorita..., no le permito que lo trate así a mi noble amigo! Usted no tiene corazón para la desgracia ajena. ¡Corazón de peñasco, es indigna de ser la novia de mi amigo!
Más tarde mucha gente creyó que lo que ocurrió fue una comedia preparada. Y la prueba de que yo ignoraba lo que iba a ocurrir, es que al escuchar los despropósitos del contrahecho me desplomé en un sofá riéndome a gritos, mientras que el giboso, con el semblante congestionado, t ieso en el cent ro de la sala, con su brac i to extend ido , vociferaba:
–¡Por qué usted le dijo a mi amigo que un beso no se pide..., se da! ¿Son conversaciones esas adecuadas para una que presume de señorita como usted? ¿No le da a usted verguenza?
Descompuesto de risa, sólo atiné a decir:
–¡Calláte, Rigoletto; calláte!...
El corcovado se volvió enfático:
–¡Permítame, caballero...; no necesito que me dé lecciones de urbanidad!–Y volviéndose a Elsa, que roja de verguenza había retrocedido hasta la puerta de la sala, le dijo:–¡Señorita... la conmino a que me dé un beso!
E1 límite de resistencia de las personas es variable. Elsa huyó arrojando grandes gritos y en menos tiempo del que podía esperarse aparecieron en la sala su padre y su madre, la última con una servilleta en la mano.
¿Ustedes creen que el cojo se amilanó? Nada de eso. Colocado en medio de la sala, gritó estentóreamente:
–¡Ustedes no tienen nada que hacer aquí! ¡Yo he venido en cumplimiento de una alta misión filantrópica! ... ¡No se acerquen!–Y antes de que ellos tuvieran tiempo de avanzar para arrojarlo por la ventana, el corcovado desenfundó un revólver, encañonándolos.
Se espantaron porque creyeron que estaba loco, y cuando los vi así inmovilizados por el miedo, quedéme a la expectativa, como quien no tuviera nada que hacer en tal asunto, pues ahora la insolencia de Rigoletto parecíame de lo más extraordinaria y pintoresca.
Este, dándose cuenta del efecto causado, se envalentonó:
–¡Yo he venido a cumplir una alta misión filantrópica! Y es necesario que Elsa me dé un beso para que yo le perdone a la humanidad mi corcova. A cuenta del beso, sírvanme un té con coñac. ¡Es una verguenza cómo ustedes atienden a las visitas! ¡No tuerza la nariz, señora, que para eso me he perfumado! ¡Y tráigame el té!
¡Ah, inefable Rigoletto! Dicen que estoy loco, pero jamás un cuerdo se ha reído con tus insolencias como yo, que no estaba en mis cabales.
–Lo haré meter preso...
–Usted ignora las más elementales reglas de cortesía–insistía el corcovado–. Ustedes están obligados a atenderme como a un caballero. E1 hecho de ser jorobado no los autoriza a despreciarme. Yo he venido para cumplir una alta misión filantrópica. La novia de mi amigo está obligada a darme un beso. Y no lo rechazo. Lo acepto. Comprendo que debo aceptarlo como una reparación que me debe la sociedad, y no me niego a recibirlo.
Indudablemente... si allí había un loco, era Rigoletto, no les quede la menor duda, señores. Continuó él:
–Caballero... yo soy...
Un vigilante tras otro entraron en la sala. No recuerdo nada más Dicen los periódicos que me desvanecí al verlos entrar. Es posible.
¿Y ahora se dan cuenta por qué el hi jo del diablo, el maldito jorobado, castigaba a la marrana todas las tardes y por qué yo he terminado estrangulándole?

La Hora Cero de Ray Bradbury

¡Oh, era maravilloso! ¡Qué juego! Nunca se habían divertido tanto. Los niños salían
como disparados por una catapulta a través de los verdes jardines, gritándose unos a
otros, tomados de la mano, corriendo en círculos, subiéndose a los árboles, riendo a
carcajadas. Sobre ellos volaban los cohetes y los autos-escarabajos susurraban en las
calles. Pero los niños seguían jugando. Cuánta diversión, cuánta desbordante alegría,
cuántos saltos y chillidos.
Mink entró corriendo en la casa, cubierta de polvo y sudor. Era, para sus siete años,
alta, fuerte y decidida. Su madre, la señora Morris, apenas podía seguirla con los ojos
mientras la niña abría violentamente los cajones y metía cacerolas y herramientas dentro
de un saco.
-Cielos, Mink, ¿qué ocurre?
-¡El juego más maravilloso del mundo! -jadeó Mink, con el rostro enrojecido.
-Para un momento. Te va a hacer daño -le dijo su madre.
-No. Estoy bien -dijo Mink-. ¿Puedo llevarme esas cosas, mamá?
-Pero no las estropees -dijo la señora Morris.
-¡Gracias, gracias! -gritó Mink y ¡pum! ya se había ido, como un cohete.
La señora Morris siguió con los ojos a la niña.
-¿Cómo se llama ese juego?
-¡La invasión! -gritó Mink, y dio un portazo.
Los niños salían de todas las casas con cuchillos y cucharas y atizadores. Aquellos que
tenían diez años o más despreciaban el asunto y se paseaban desdeñosamente
encaramados en zancos o se divertían con una dignificada versión personal del juego del
escondite.
Mientras tanto los padres iban y venían en sus escarabajos de cromo. Los obreros
venían a arreglar los tubos neumáticos, a componer los aparatos de televisión de
borrosas pantallas, o a martillar sobre las recalcitrantes máquinas de comida. La
civilización adulta pasaba y volvía a pasar junto a los ocupados niños, celosa de esa feroz
energía infantil, tolerantemente divertida, y deseosa de unirse a ellos.
-Esto y esto y esto -decía Mink, instruyendo a los otros y repartiéndoles tenedores y
tenazas-. Hagan esto y traigan aquello. No, tonto, ¡aquí! Eso es. Ahora sepárense.-Mink
apoyaba la lengua en los dientes, arrugando pensativamente la cara-. Así. ¿Ven?
-¡Sí! -gritaban los chicos.
Joseph Connors, de doce años, se acercó corriendo.
-Vete -le dijo Mink, mirándolo.
-Quiero jugar -dijo Joseph.
-No puedes -dijo Mink.
-¿Por qué?
-Te ríes de nosotros.
-No. De veras, no me reiré.
-No. Te conocemos. Vete o te echamos de aquí a empujones.
Otro niño de doce años se acercó en sus patines de motor.
-¡Eh, Joe! ¡Vamos! ¡No juegues con las mujeres!Joseph titubeó, pensativo.
-Yo quiero jugar.
-Eres grande -dijo Mink con firmeza.
-No tan grande -dijo Joe reflexivamente.
-Te vas a reír y estropearás la invasión.
El muchacho de los patines de motor resopló.
-¡Vamos, Joe! ¡Siempre con sus cuentos de hadas! ¡Son unas tontas!
Joseph se alejó lentamente, sin dejar de mirar hacia atrás, hasta llegar a la esquina.
Mink volvió a su tarea. Estaba construyendo, con sus utensilios, una especie de
aparato. Otra niña, provista de lápiz y papel, tomaba notas, lenta y trabajosamente. Sus
voces se elevaban y descendían bajo la cálida luz del sol.
Alrededor de los niños murmuraba la ciudad. En las calles se alineaban unos árboles
verdes, rectos, pacíficos. Sólo el viento alteraba la calma de las casas, el país, el
continente. En otro millar de ciudades había árboles y niños y calles y hombres de
negocios que dictaban sus cartas en tranquilas oficinas o que miraban las pantallas de
televisión. Los cohetes revoloteaban, como agujas de zurcir, por el cielo azul. Era la
universal y tranquila quietud de los hombres acostumbrados a la paz, totalmente seguros
de que nada volvería a turbarla. Todos los hombres de la Tierra, tomados del brazo,
formaban un frente unido. Las armas perfectas habían sido equitativamente repartidas
entre todas las naciones. Se había establecido una situación de increíble y hermoso
equilibrio. No había traidores, ni desgraciados, ni descontentos. El mundo se alzaba sobre
bases firmes. La luz del sol iluminaba la mitad del planeta, y los árboles se adormecían
acunados por una marea de aire cálido.
La madre de Mink, desde una ventana del primer piso, paseó los ojos por el jardín.
Los niños. Los miró un rato y sacudió la cabeza. Bueno, comían bien, dormían bien, y
el lunes volverían al colegio. Dios bendiga sus vigorosos cuerpecitos.
La mujer escuchó.
Mink hablaba seriamente con alguien que estaba cerca del rosal... pero no había nadie
allí.
Estos niños, qué raros. Y la niñita, ¿cómo se llamaba? ¿Anna? Anna anotaba en un
bloc de papel. Mink le preguntaba algo al rosal y luego le pasaba la respuesta a Anna.
-Triángulo -dijo Mink.
-¿Qué es un triángulo? -dijo Anna con dificultad.
-No importa -dijo Mink.
-¿Cómo se escribe? -preguntó Anna.
-T-r-i... -deletreó Mink, lentamente-. ¡Oh! ¡Escribe! -Siguió con otras palabras-: Rayo...
-¡Todavía no he escrito tri... ángulo! -dijo Anna.
-¡Bueno, rápido, rápido! -gritó Mink.
La madre de Mink sacó el cuerpo fuera de la ventana.
-A-n-g-u-l-o -deletreó.
-Oh, gracias, señora Morris -dijo Anna.
-De nada -dijo la madre de Mink y se fue riéndose a limpiar el vestíbulo con la
barredora electromagnética.
Las voces temblaban en el aire luminoso.
-Rayo -dijo Anna, allá lejos.
-Cuatro, nueve, siete, A y B, y X -dijo la seria y apagada voz de Mink-. Y un tenedor y
una cuerda y un hex.. hex... agón... ¡hexágono!
A la hora del almuerzo Mink bebió rápidamente su vaso de leche, devoró una rodaja de
pan y se lanzó otra vez hacia el jardín. La madre golpeó la mesa.
-¡Siéntate! -ordenó-. Serviré la sopa dentro de un minuto.
La señora Morris apretó uno de los rojos botones de la cocinera automática y diez
segundos más tarde algo cayó con un golpe sordo sobre la goma de la máquinareceptora. La mujer abrió la máquina, sacó un recipiente con un par de tenazas de
aluminio, lo abrió con una llave, y llenó de sopa el plato de Mink.
La niña, mientras tanto, se agitaba en su asiento.
-¡Rápido, mamá! ¡Es cuestión de vida o muerte!
-A mí me pasaba lo mismo cuando tenía tus años. Siempre era cuestión de vida o
muerte. Conozco la historia.
Mink se lanzó sobre la sopa.
-Despacio -dijo su madre.
-No puedo -dijo Mink-. Drill me está esperando.
-¿Quién es Drill? ¡Qué nombre raro! -dijo la señora Morris.
-No lo conoces -dijo Mink.
-¿Un vecino nuevo? -preguntó la mujer.
-Sí, es nuevo, de veras -dijo Mink, y comenzó a devorar su segundo plato.
-¿Dónde vive Drill? -preguntó su madre.
-Por ahí -dijo Mink, evasiva-. Te vas a reír. Todos se ríen, pobre.
-¿Es muy tímido?
-Sí. No. Algo. Oh, mamá. Voy a tener que correr para que haya invasión.
-¿Qué invasión es ésa?
-Los marcianos invaden la Tierra. Bueno, no son marcianos realmente. Son... No sé.
De arriba.
Mink apuntó con la cuchara.
-Y de adentro -dijo la madre, tocando la afiebrada frente de Mink.
Mink protestó.
-¡Te estás riendo! ¡Matarás a Drill y a todos!
-No quisiera hacerlo. ¿Drill es un marciano?
-No. Es... bueno... viene de Júpiter o de Saturno o de Venus. Pero le ha costado
mucho.
La señora Morris se llevó una mano a la boca.
-Me lo imagino.
-No sabían cómo atacar a los terrestres.
-Somos inexpugnables -dijo la mujer con una seriedad burlona.
-¡Eso mismo dijo Drill! Esa misma palabra, mamá.
-Caramba, caramba. Drill es un niño muy inteligente. Sabe palabras difíciles.
-No sabían cómo atacar, mamá. Drill dice... dice que para ganar una pelea hay que
sorprender a la gente. Y dice también que hay que recibir ayuda del enemigo.
-La quinta columna.
-Sí. Eso dice Drill. Y no sabían cómo sorprender a los terrestres, y no encontraban a
nadie que los ayudara.
-No me asombra. Somos muy unidos.
La señora Morris se rió, retirando los platos. Mink siguió allí, con los ojos clavados en la
mesa, absorta en lo que estaba diciendo:
-Hasta que un día -susurró Mink melodramáticamente- ¡pensaron en los niños!
-¡Vaya, vaya! -dijo la sonriente señora Morris.
-Y pensaron que como los grandes están siempre ocupados no mirarían en los
jardines. ni debajo de los rosales.
-Sólo para buscar hongos o caracoles.
-Y además están las dim-dims.
-¿Las dim-dims?
-Las dims... ones.
-¿Dimensiones?
-¡Sí! ¡Cuatro! Y también los niños más pequeños, y la imaginación... Es divertido oírlo a
Drill.La señora Morris estaba cansada.
-Sí, seguramente. Se está haciendo tarde, y si quieres terminar tu invasión antes del
baño, será mejor que corras.
-¿Tengo que bañarme, mamá?
-Claro. ¿Por qué los niños odiarán el agua? Todos los niños, en todas las épocas de la
historia han odiado que les laven las orejas.
-Drill dice que no tendré que bañarme.
-Oh, ¿dice eso, eh?
-Se lo dice a todos los chicos. No más baños. Y nos quedaremos levantados hasta las
diez, ¡y veremos dos funciones de televisión en vez de una!
-Bueno, el señor Drill se está metiendo en camisa de once varas. Hablaré con su
madre y...
Mink fue hacia la puerta.
-Pete Britz y Dale Jerrick nos dan mucho trabajo. Están creciendo. Se ríen. Son peores
que los papás y las mamás. No creen en Drill. Son así porque están creciendo. Y no se
dan cuenta. Hace dos años eran chicos todavía. Los odio más que a nadie. Los
mataremos primero.
-¿Y luego a tu padre y a mí?
-Drill dice que sois peligrosos. ¿Sabes por qué?
-¡Porque no creéis en los marcianos! Van a dejar que nosotros mandemos en el
mundo. Bueno, nosotros solos, no. También los chicos que viven enfrente. Yo seré reina.
-Mink abrió la puerta-. ¿Mamá?
-¿Sí?
-¿Qué quiere decir lógica?
-¿Lógica? Bueno, querida, la lógica dice qué cosas son ciertas y cuáles no.
-Drill entendió eso -dijo Mink-. ¿Y qué quiere decir im-pre-sio-na-ble? -Mink tardó un
minuto en pronunciar la palabra.
-Bueno, quiere decir... -La señora Morris miró las tablas del piso, riéndose suavemente-
.Quiere decir... ser un niño, querida .
-¡Gracias por el almuerzo! -Mink salió corriendo, y en seguida se detuvo y volvió la
cabeza-. Mamá, espero que no te duela mucho, de veras.
-Bueno, gracias -dijo la madre.
A las cuatro se oyó el zumbido del audiovisor. La señora Morris movió la llavecita.
-¡Hola, Helen! -saludó.
-Hola, Mary ¿Cómo andan las cosas en Nueva York?
-Muy bien. ¿Y en Scranton? Pareces cansada.
-Tú también. Los niños. Me agotan -dijo Helen.
La señora Morris suspiró.
-Mink es igual. La superinvasión.
Helen se rió.
-¿También tus chicos juegan a eso?
-Dios, sí. Mañana se tratará de asnos geométricos o de arbustos motorizados.
¿Éramos así en el año 48?
-Peores Japoneses y nazis. No sé cómo mis padres me aguantaban. Yo era casi como
un muchacho.
-Los padres aprenden a hacerse los sordos.
Un silencio.
-¿Qué te pasa, Mary? -preguntó Helen.
La señora Morris había bajado la vista y se pasaba la lengua lenta y pensativamente
por el labio inferior.
-¿Eh? -preguntó sobresaltada-. Oh, nada importante. Sólo eso. Hacerse los sordos y
esas cosas. ¿Qué estábamos diciendo?-Mi hijo Tim sólo habla de alguien llamado... Drill. Sí, creo que así se llama.
-Debe de ser una nueva contraseña. Mink también está enloquecida con ese Drill.
-No sabía que hubiese llegado hasta Nueva York. De boca en boca, me imagino. Una
moda. Hablé con Josephine y me dijo que sus hijos -en Boston- están entusiasmadísimos
con ese juego.
En ese momento Mink entró en la cocina, dando saltos. Venía a beber un vaso de
agua. La señora Morris se volvió hacia ella.
-¿Cómo andan las cosas?
-Falta poco.
-Magnífico -dijo la señora Morris-. ¿Qué es eso?
-Un yo-yo -dijo Mink-. Fíjate. -Mink dejó caer el yo-yo... Cuando ya llegaba al final del
hilo, el yo-yo... desapareció.
-¿Viste? -dijo Mink-. ¡Hop! -Abrió la mano y el yo-yo apareció de nuevo subiendo por el
hilo.
-Hazlo otra vez -le dijo su madre.
-No puedo. ¡La hora cero es a las cinco! ¡Adiós!
Mink se fue jugando con su yo-yo.
En el audiovisor, Helen se reía.
-Tim trajo uno de esos yo-yos esta mañana. No quería mostrármelo, y cuando al fin
traté de hacerlo funcionar, no pude.
-No eres impresionable -dijo la señora Morris.
-¿Qué?
-Nada. Algo que he pensado. ¿Qué querías, Helen?
-¿Podrías darme la receta de esa torta blanca y negra?
La hora pasó lentamente. El día se desvaneció. El sol bajó en el pacífico cielo azul. Las
sombras se alargaron en los prados verdes. Las risas y la excitación de los niños seguían
como antes. Una niñita se escapó llorando. La señora Morris se asomó a la puerta.
-Mink, ¿por qué lloraba Peggy Ann?
Mink estaba en el jardín, en cuclillas, cerca del rosal.
-Oh, es una miedosa. No queremos que juegue con nosotros. Es demasiado grande
para jugar. Me parece que creció de pronto.
-¿Y por eso lloraba? Señorita, me va a contestar correctamente o se viene para
adentro.
Mink se incorporó consternada y con cierta irritación.
-No puedo. Es casi la hora. Seré buena, mamá. Lo siento.
-¿Le pegaste a Peggy Ann?
-No, de veras. Pregúntaselo. Fue algo... bueno, es una nena miedosa.
Los chicos rodearon a Mink. La niña volvió a trabajar con sus cucharas y un rectángulo
formado por martillos y tubos.
-Así y así -murmuró Mink.
-¿Qué pasa? -preguntó la señora Morris.
-Drill se atascó. A mitad de camino. Si pudiésemos sacarlo sería más fácil. Los otros
vendrían detrás.
-¿Puedo ayudarte?
-No, mamá, gracias. Yo lo arreglaré.
-Muy bien. Dentro de media hora te llamaré para el baño. Me cansa mirarte.
La señora Morris entró en la casa y se sentó en la mecedora automática, bebiendo a
sorbos un vaso de cerveza. La silla le masajeó la espalda. Niños, niños. Niños, y amor, y
odio, todo junto. A veces los niños te quieren, a veces te odian, todo en un instante. Qué
raros son. ¿Olvidarán o perdonarán los azotes, y las duras y estrictas voces de mando?
¿Cómo, se preguntó, puede uno olvidar y perdonar a esos seres de allá arriba, a esos
altos y tontos dictadores?Pasó el tiempo. Un curioso silencio, un silencio expectante, y cada vez más pesado, se
posó sobre la calle.
Las cinco. Un reloj cantó suavemente en algún rincón de la casa con una voz serena y
musical:
-Las cinco... las cinco. El tiempo pasa. Las cinco -Y la voz se hundió en el silencio.
La hora cero.
La señora Morris se rió entre dientes. La hora cero. Un auto-escarabajo susurró en la
avenida. El señor Morris. La señora Morris sonrió. El señor Morris salió del auto, cerró la
puerta con llave, y saludó alegremente a Mink que seguía trabajando. Mink no le hizo
caso. El hombre se rió y se detuvo un momento a observar a los niños. Luego subió los
escalones que llevaban a la puerta.
-Hola, querida.
-Hola, Henry.
La señora Morris se sentó en el borde de la silla. Los chicos estaban callados.
Demasiado callados.
El señor Morris vació su pipa y volvió a llenarla.
-Qué día hermoso. Da gusto vivir.
Un zumbido.
-¿Qué ha sido eso? -preguntó Henry.
-No sé.
La mujer se incorporó de pronto, con los ojos muy abiertos. Iba a decir algo. Se detuvo.
Era ridículo. Se estremeció.
-Esos niños no jugaban con nada peligroso, ¿no es cierto?
-Nada. Sólo caños y martillos. ¿Por qué?
-Nada eléctrico.
-Pero no -dijo Henry-. Me he fijado.
La señora Morris entró en la cocina. El zumbido continuaba.
-De todos modos, diles que basta por hoy. Pasan de las cinco. Diles que...-La mujer
parpadeó y se rió, nerviosamente-. Diles que dejen la invasión para mañana.
El zumbido se hizo más intenso.
-¿Qué hacen? Bueno, iré a ver.
La explosión.
La casa se sacudió con un sordo ruido. Otras explosiones resonaron en otras casas, en
otros jardines.
La señora Morris gritó, involuntariamente:
-¡Vamos, arriba, rápido!
Su grito no tenía ningún sentido. Quizá había visto algo de reojo; quizá había olido un
nuevo olor. No había tiempo para discutir con Henry. No había tiempo de convencerlo.
Deja que piense que estás loca. Sí, ¡loca! Estremeciéndose, corrió escaleras arriba. Su
marido la siguió.
-¡En el altillo! -gritó la mujer-. ¡Allí fue!
Era sólo una pobre excusa para encerrar a Henry en el altillo, mientras hubiese tiempo.
Oh, Dios, tiempo.
Otra explosión en la calle. Los niños gritaron entusiasmados como ante unos hermosos
fuegos de artificio.
-¡No es en el altillo! -gritó Henry-. ¡Es afuera!
-¡No, no! -Sin aliento, jadeante, la mujer siguió corriendo-. Vas a ver. ¡Rápido! ¡Rápido!
Entraron en el altillo. La mujer cerró la puerta, y tiró la llave a un revuelto rincón. Unas
palabras incomprensibles le salían de la boca. Todas las secretas sospechas y todos los
temores que había sentido esa tarde y que habían fermentado en ella como un vino.
Todas las menudas revelaciones y sensaciones que la habían acosado durante todo esedía y que lógicamente, cuidadosamente, razonablemente, había rechazado y censurado.
Ahora estallaban en ella, y le destrozaban las entrañas.
-Aquí, aquí -decía sollozando, apoyada en la puerta. Estaremos a salvo hasta la noche.
Quizá podamos salvarnos. Quizá podamos escapar.
Henry perdió también la cabeza, pero por otro motivo.
-¿Estás loca? ¿Por qué has tirado la llave? ¡Esto no tiene sentido!
-Sí, sí. Estoy loca, si quieres, ¡pero quédate aquí!
-¡No sé cómo podría irme!
-Cállate. Pueden oírnos. ¡Oh, Dios, nos encontraran!
Allá abajo se oyó la voz de Mink. El señor Morris oyó un enorme zumbido, un susurro,
un grito, una voz ahogada. En la planta baja llamaba el audiovisor, una y otra vez,
insistentemente. ¿Será Helen quién llama?, pensó la señora Morris. ¿Y llamará por lo que
creo que llama?
Unos pasos resonaron en el vestíbulo. Unos pasos pesados.
-¿Quién entra en la casa? -preguntó Henry, enojado-. ¿Quién anda allí?
Unos pies pesados. Veinte, treinta, cuarenta, cincuenta. Cincuenta personas andaban
por la casa. Un murmullo. Las risas de los niños.
-¡Por aquí! -dijo la voz de Mink.
-¿Quién anda abajo? -rugió Henry-. ¿Quién anda ahí?
-Oh, no, no, no, no -dijo su mujer débilmente, abrazándolo-. Por favor, tranquilízate.
Quizá se vayan.
-¿Mamá? -llamó Mink-. ¿Papá? -Una pausa-. ¿Dónde estáis?
Unos pies pesados, pesados, muy pesados, subían por las escaleras. Mink caminaba
ante ellos.
-¿Mamá? -llamó Mink-. ¿Papá?
Un silencio, un momento de espera.
Un murmullo. Las pisadas se acercaban al altillo. Mink iba adelante.
El señor y la señora Morris se abrazaron temblando. El murmullo eléctrico, la luz fría y
rara que de pronto asomó por debajo de la puerta, el olor desconocido, la voz
curiosamente ávida de Mink, traspasaron al señor Henry Morris. Allí se quedó,
estremeciéndose, en el oscuro silencio, cerca de su mujer.
-¡Mamá! ¡Papá!
Pisadas. Un ligero sonido. La cerradura se fundió. La puerta se abrió de par en par.
Mink espió el interior dcl altillo. Unas sombras altas y azules se alzaban detrás de ella.
-Cucú -dijo Mink.

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