sábado, 24 de julio de 2010

Ahora


Ahora como un ángel apareces
y me rodeas sin decirme nada.
Ángel que yo cuidara tantas veces
sin saberlo, callada.
En todo lo que miro permaneces
como el aire feliz de la mirada.
Me parezco a tu ausencia y te pareces
a mí resucitada.
Porque viniste cuando me moría
a devolverme a vivas caridades;
porque mi noche muda se hizo día
por gracia de tu voz iluminada,
en esta eternidad con que me invades
yo que no era, soy tu enamorada.

Lunita Tucumana

Yo no le canto a la luna
Porque alumbra nada mas
Le canto porque ella sabe
De mi largo caminar.
Ay lunita tucumana
Tamborcito calchaquí
Compañera de los gauchos
En la senda del tafí.
Perdido en las cerrasones
Quien sabe vidita por donde andaré
Más cuando salga la luna
Cantaré, cantaré
A mi tucumán querido
Cantaré, cantaré, cantaré.
Con esperanza o con pena
En los campos de Acheral
Yo he visto a la luna buena
Besando el cañaveral.
En algo nos parecemos
Luna de la soledad
Yo voy andando y cantando
Que es mi modo de alumbrar.
Perdido en las cerrasones
Quien sabe vidita por donde andaré
Más cuando salga la luna
Cantaré, cantaré
A mi tucumán querido
Cantaré, cantaré, cantaré.

jueves, 22 de julio de 2010

Buenoas Aires se vive...


Anécdotas de mis días en Subte



Como asumir que soy una boluda en apenas 5 minutos

Hipótesis: Soy una boluda

1-Bajo a la estación de Acoyte, miro como una despavorida para todos lados porque no sé donde se saca el boleto… (Ticket, cospel o como se llame). Al fin lo encuentro:
- Uno hasta Puan
A lo que la señora de la boletería me responde:
- El valor del boleto abarca todo el recorrido. (Primera insinuación de un tercero a que soy una BOLUDA)
2-Le pregunto a la señora: ¿Cuánto es? (Bruto cartel delante de mí que dice: $1.10)
3-Empiezo a buscar las moneda, mientras la señora me mira con cara de desconcierto, claro, se estará preguntando: ¿porque carajo no le pago con un billete? (Segunda insinuación: sos una BOLUDA)
Finalmente, después de revolver bolsillos, monedero, mochila, etc., le digo:
- No tengo monedas.
- El subte no es con monedas. –Me contesta la mujer e implícitamente se leía en su rostro: ¿Sos Pelotuda, vivís en un Tuper o desayunaste con Whisky? (Tercera insinuación)
4-Finalmente consigo el boleto, obstáculo número 2: El molinete
Sospechosamente tecnológico, un aparato lleno de agujeritos y hendiduras con un cartelito en llamativas letras rojas digitales que dice: “INSERTE TARJETA AQUÍ”
Inserto la tarjeta, empujo el molinete… NADA
Otra vez… Nada
Se acerca el guarda…y me dice:
- Acá señorita… ( y me señala la hendidura de abajo, por donde ENTRA la tarjeta, no donde SALE como intentaba yo)
O yo estaba muy suspicaz esa mañana o la gente era muy obvia, porque también pude deducir que el “acá señorita” lleva implícito un “¿Y esta tarada es maestra? (Iba con guardapolvo) (Cuarta insinuación)
5-Al fin subo al subte, me siento y me doy cuenta (OH! MI DIOS!) Estoy yendo para Plaza de Mayo!
Aunque no lo crean… fui a Plaza de Mayo… para volver en el mismo coche a mi destino real que era “PUAN”
Conclusión: Hipótesis CONFIRMADÍSIMA! SOY UNA BOLUDA!

viernes, 9 de julio de 2010

José nomás

1.

A las diez de la mañana, Isabel Ríos abre un solo ojo. Enseguida lo cierra para convencerse de que duerme aún. Tuvo una madnigada embarazosa, con alcohol, boogies, guarangos y sexo. Necesita reponerse. Necesita estar bien, completamente bien para esta noche. Pero su cuerpo de veintitrés años, redondeado, tibio, fatigado, se niega a obedecer.

A las diez de la mañana, Isabel Ríos no se ha incorporado al día, vive porfiadamente en la atmósfera de ayer, oye aún las bromas indecentes de Juan Pedro, siente los manoseos del menor de los Fuentes -un niño prodigio, verdaderamente una ricura-, baila con todos, salta con todos, está en el torbellino como la mejor pieza de una máquina enloquecida, que no puede arrepentirse ni sabe detenerse.

Cuando estaban en la séptima vuelta, es decir, casi frescas, María Recalde la llevó al balcón y le dijo muy seria: «¿Te parece que hacemos bien?» La idiota. Siempre se preocupa hasta la octava copa, después goza como todas, como todas se deja besuquear, los deja propasarse. Juan Pedro lo sabe y le ofrece más: «Hay que emborrachar esos escrúpulos, mi hijita.» Pero ella no lo dice por sí misma. Piensa en los novios que le ha hecho perder a su hermana, la decente.

Isabel sabe por experiencia que si se pone a pensar de veras, inevitablemente llora. Por eso no le gusta María. ¡Como si no se hubiera decidido! Todas se han decidido alguna vez, aun la primera. Ella sabe que no existen las «engañadas», las «pobres inocentes». Así que reconoce su culpa y sigue. ¿Acaso es posible detenerse? Hubiera preferido la vi-da buena, claro. Pero una vez en el baile, hay que bailar. ¡Y cómo baila! Que lo digan ellos. Después de todo, ¿hubiera preferido otra existencia? El matrimonio con casita y suegra, con hijos y abortos altemativamente, le produce a la vez asco y envidia. Quién puede saberlo.

Ahora está despierta. Entre el ropero y la pared cuelga una telaraña. El vestido gris está hecho una pelota sobre la silla, pero no necesita plancharlo. Esta noche se pondrá el verde.

Eso la deja momentáneamente tranquila, pero los dedos de la mano izquierda reconocen el papel que han estrujado durante el sueño. Usted no me conoce, no me ha visto nunca. Hace un mes que no me ha visto nunca, ni siquiera para tener el derecho de olvidarme. Usted no me ha olvidado, usted me ignora. Yo puedo seguiría, en cambio, diariamente. Sólo dos cuadras. No quiero, no quise perseguirla, penetrar en zonas que no son usted. Pero la vi hablar con su amiga y pude seguirla a ella, recibir de ella sus señas. Mañana de noche, a las once yo estaré en la esquina. Usted vendrá o no. ¿Su amiga? Claro: Julieta. ¿A qué se meterá? Éste, naturalmente, está loco. Que se pierda la noche por él. Está chiflado. Pero qué estilo, señor. Qué telegrama. Usted vendrá o no. Menos mal que le da permiso. Claro que no. Algún vivo.

Entonces decide ordenar la jornada. Desayuno. Almuerzo y siesta con Gonella. Después, el dentista. Dios mío, el dentista. El doctor Valles. Verlo ahora como profesional. Buen chismoso el tipo. De soltero era más simpático. Pensándolo bien, hace lo menos dos años que no se acuesta con él.

2.

Isabel miró detenidamente la calva del diputado Gonella. El munífico amo la ofrecía a su contemplación, mientras intentaba liberar de su hueso el último trozo de patito asado. Era de un rosa subido, con un magnífico golfo central, y dos discretos fiordos laterales.

El diputado Gonella almorzaba con Isabel todos los miércoles, porque era el único día en que tenía libre la siesta: su mujer almorzaba con la madre, en Pueblo Soca. Se podía decir que era un tipo generoso. Isabel le había cobrado cierta despectiva afección, porque se portaba bastante bien, y, después de todo, no era demasiado exigente.

-¿Ayer hubo sesión? -preguntó ella, con un módico interés. -Hasta las dos de la madrugada.

-Pobre Ramiro.

-Imaginate. Desde las doce hasta la una y media, un discurso de Ortega.

El mozo se acercó lentamente, puso su vieja cara de perro humilde, y balbuceó: «¿Qué postrecito traemos?» Lo exasperante era el diminutivo. Isabel prefería aquel cordobés del Hotel Carena (había ido allí con Gonella en 1949) que invariablemente, sin cambiar la cantinela, interrogaba: «Siendo el último platito de cocina, ¿qué se van a servir?»

-Dos flanes --dijo Gonella.

Nunca la consultaba. Pedía su menú. Ella deseaba rabiosamente un helado, alguna de esas copas en equilibrio que no terminaban de pasar frente a ella. Pero debía comer flan, como Gonella.

Sin duda pasaba algo. Gonella estaba un poco cohibido. Lo había notado desde el comienzo. Pero siempre que él llevaba algo oculto, estallaba en el postre.

-Che, pichona... -pero llegaron los flanes. Isabel estaba segura. Cuando él decíapichona era que había traído algún estuche.

Ella empezó a comer, despacito. Pero Gonella estaba nervioso. Su pequeño, inocente flan, desapareció al segundo bocado. Posibles candidatos: el collar de ciento veinte, la pulsera de doscientos, el anillo de doscientos treinta y cinco.

-Mirá, nena, quería decirte...

-Desembuchá.

-Sabés, con estas sesiones hasta la madrugada, uno se siente algo...

-Sí.

-Bueno, mirá, pensaba invitarte, no sé si te parece bien, a que hoy realmente durmiéramos la siesta.

3.

Gonella dormía ruidosa, apasionadamente, como si se jugara entero en esa siesta, como si se destruyese en los ronquidos. Los párpados enrojecidos le temblaban a veces y también le temblaba una zona limitada de la mejilla. Isabel no sabía qué recuerdo le traía todo aquello. Él dormía sudando, con las varicosas piernas abiertas. Bajo la rodilla derecha tenía una mancha amarilla, sin vello, repugnante. Había también un vientre relleno, estirado, que excedía los calzoncillos, y un pecho hundido, como de asmático. A Isabel le llegaba con intermitencia el aliento cálido de aquella mole, y le producía una felicidad vergonzante, insatisfecha, el solo hecho de saberse despierta, precariamente a salvo. Claro, ahora sí, el temblor de la mejilla parece el de un caballo cuando se espanta las moscas. Él se pasó el puño por la nariz, sin piedad, como intentando aplastarla para siempre, y ella se incorporó sobre un cc>do, con un aire huidizo, defensivo. Pero Gonella hoy no quería guerra, simplemente quería dormir la siesta. Su infidelidad conyugal de este miércoles consistía en hacer la digestión junto a su querida en lugar de hacerla junto a su ríiujer.

Isabel cerró los ojos y volvió a ver la carta. Quedó más bien atónita, porque la había olvidado y ahora de pronto sabía que iría. Apretó bien los ojos, obstinadamente, para verla mejor, con su letra vigorosa y abierta, como si todo lo que se podía decir, estuviera allí. Hace un mes que no me ha visto nunca. Gonella levantó trabajosamente una pierna con los dedos doblados hacia abajo, en un violento calambre. Luego emitió dos gruñidos sordos, como parodiando la queja que efectivamente referían. Usted no me ha olvidado, usted me ignora. Gonella se restregaba Curiosamente el pie, sin desprenderse de su sueño. De golpe se sintió impulsada hacia aquel otro que ignoraba.

Pero Gonella empezaba a despertarse e Isabel pensó rápidamente que sí, a las once, para dejar las cosas resueltas antes de que éste dijera algo, antes de vestirse para ir al dentista. « ¡La puta! », dijo Gonella, «iqué calambre!». Ella no se dio por aludida y dejó los ojos bien cerrados, procurando que los párpados no le temblaran como la piel de un caballo que rechaza las moscas.

4.

Era irrisorio que se conmoviera por alguien totalmente desconocido, pero en verdad no era un rostro especial, ni siquiera un rostro imaginado, sino cierta frescura sin trabas que pugnaba en la carta, cierta torva franqueza de visionario, inhábil pero orgullosa, y eso bastaba, porque después de todo cuánto hacía que no hallaba sino puercos, que hacían el amor increíblemente tranquilos, como si no hubiera necesidad de destruirse, como si fuese un negocio solitario y no algo atrozmente dual en el que nada se rehusaba, como tampoco se rehusaba en la infancia, que es lo más parecido al amor, porque allí también las resoluciones eran solemnes, vitalicias, allí también era todo decisivo (la muñeca negra, los recreos, las palizas del padre) y varias veces una hubiera preferido la muerte, pero, naturalmente, nadie tiene la culpa, y si lo perdió todo o casi todo cuando se echó en el altillo con el primo y él le dijo que eso era lo mejor y lo principal (lo principal y lo mejor para él, claro, y efi ese único momento) y ella dejó de oponer resistencia, no porque él -semejante idiota- la convenciera sino porque en ese instante lo decidió todo y vio que no le interesaba reprimir el deseo, y si allí lo perdió todo o casi todo, tampoco nadie tuvo la culpa, ni siquiera el primo, ni siquiera ella, porque fue consciente y obedeció a un destino rudimentario y también eficaz, ya que allí quedó prefigurado lo que iba a ser en adelante su inconfundible vida de sexo, y aunque ella en su infrecuente soledad estuviera decidida a rechazarla o, por lo menos, a cambiarla por otra de sexo y sentimiento, de cualquier modo era irrisorio que se conmoviera por un desconocido, ni siquiera por un rostro especial,, sólo por un dudoso, imponderable carácter que la llamaba a señas, a palabras aisladas, como podría llamarse a un perro o a un caballo, como en efecto se la podía llamar a ella, ya que sólo ante eso ella quería acudir.

5.

Bajaron la escalera. Ella depositó el bolso sobre la arena húmeda. Él se quitó la gabardina y la extendió para que Isabel se sentara.

Era una noche ofensivamente templada y transparente, sin viento, ni neblina, en perfecto equilibrio.

-¿No es esto magnífico? --dijo él. Ella asintió con desconcierto y se pasó las manos por las piernas encogidas.

-¿O no le gusta la paz? -agregó él.

-Francamente, no.

Ella lo miró con atención. Era un tipo flaco, nervioso, inteligente, con un rostro de veinte años bajo la barba cerrada. Desde allí abajo sólo lo veía a medias, pero le gustaba.

-Usted mantiene una máscara antisentimental.

-Actualmente no. Pero los mimos me dan asco.

-Yo no pienso tocarla.

-Mejor entonces.

Él se inclinó y le puso la mano sobre el hombro. Eso no era tocarla.

-¿De dónde sale usted? -preguntó ella.

-Oh, de cualquier parte. Pongamos que soy estudiante.

-Ah.

-O marinero.

-No.

-O taquígrafo.

-¿Qué más?

-Imaginemos provisoriamente cualquier estado. Yo por ejemplo imagino que usted es...

-Virgen.

-No. Ingenua. No puede recuperar su virginidad, su virginidad espiritual, claro.

-Ni la otra, felizmente.

-Pero puede no obstante ser ingenua. Una prueba a favor: usted vino esta noche.

-Yo diría que es una prueba en contra.

-No tiene importancia. Además de éste, usted dice al cabo del día también otros disparates. Y los demás los creen.

-Por favor, no quiero que me ofenda. No quiero que lo pasemos mal.

-No podríamos nunca pasarlo mal. Usted es demasiado...

-Le dije que no me ofenda. No quiero tomarle fastidio.

-¿No quiere? Entonces deje que la comprenda. Lo que sucede es que no resulta agradable comprenderla. Ni para usted ni para mí. Supongo que no podría creerme si le digo que preferiría que se pusiera a llorar.

-No, no podría.

Desde la rambla una pareja se detuvo a mirarlos. Como eran los únicos, imperdonables habitantes de la arena.

-Dígame ahora cómo se llama.

-¿Para qué?

-Diga.

-Alberto.

La mujer de la rambla condensó su excitación en una carcajada áspera, de hembra turbada pero arisca.

-Alberto.

-¿Eh?

-Creo que sí, que podría.

-¿Qué podría creerme si le digo ... ?

-No. Que podría llorar.

-¿Y por qué?

-Soy una idiota.

-Sí. Yo también.

-Lloro sólo por eso. Porque usted no me manosea, porque no me toca.

-Sí, por eso mismo es que soy un idiota. El hombre de la rambla también se ríe. Pero no está turbado. Con el brazo derecho oprime la cintura de la mujer y la anima a seguir. Evidentemente, tiene prisa.

-Alberto.

-Sí.

-Nada. Sólo decirlo. Alberto. Alberto. Alberto.

-¿Juega a quererme?

-No. Alberto. Alberto.

6.

Subieron la escalera. Dos cuadras más allá estaba el ómnibus, sin luz, en la terminal.

-Pobre querido -dijo ella. Él arrugó y desarrugó el entrecejo. como haciéndose a sí mismo una señal de inteligencia.

-Y no ibas a tocarme.

-Te juro que no.

-Oh, te creo.

-Parece que dejamos de ser idiotas. -Ahora somos dos tranquilos herejes. -Dos herejes nomás.

-¿Por qué será?

-¿Por qué será qué?

-Que hubiera preferido no hacerlo contigo. Estaba segura de que no debíamos.

-Yo también. Pero fue más fuerte. No te aflijas ahora.

-Alberto.

-¿Cómo?

-Qué imbécil me siento. Nunca estuve tan triste. Como si hubiera perdido la oportunidad, la única.

Él la miró indeciso, como si fuera a decir algo. Pero el ómnibus se movió lentamente.

-Mirá, ya sale.

-¿Te quedás?

-Sí.

-¿Puedo llamarte a algún sitio?

-No. No me llames.

-¿No querés?

-No sé si quiero. Pero no me llames.

-Alberto.

-Mirá, no me llames Alberto. Me llamo José. José nomás.

-Sí, Alberto.

domingo, 4 de julio de 2010

Corazonada

Apreté dos veces el timbre y en seguida supe que me iba a quedar. Heredé de mi padre, que en paz descanse, estas corazonadas. La puerta tenía un gran barrote de bronce y pensé que iba a ser bravo sacarle lustre. Después abrieron y me atendió la ex, la que se iba. Tenía cara de caballo y cofia y delantal. «Vengo por el aviso», dije. «Ya lo sé», gruñó ella y me dejó en el zaguán, mirando las baldosas. Estudié las paredes y los zócalos, la araña de ocho bombitas y una especie de cancel.

Después vino la señora, impresionante. Sonrió como una Virgen, pero sólo como. «Buenos días.» «¿Su nombre?» «Celia.» «¿Celia qué?» «Celia Ramos.» Me barrió de una mirada. La pipeta. «¿Referencias?» Dije tartamudeando la primera estrofa: «Familia Suárez, Maldonado 1346, teléfono 90948. Familia Borrello, Gabriel Pereira 3252, teléfono 413723. Escribano Perrone, Larraiíaga 3362, sin teléfono.» Ningún gesto. «¿Motivos del cese?» Segunda estrofa, más tranquila: «En el primer caso, mala comida. En el segundo, el hijo mayor. En el tercero, tíabajo de mula.» «Aquí», dijo ella, «hay bastante que hacer». «Me lo imagino. » « Pero hay otra muchacha, y además mi hija y yo ayudamos. » «Sí señora. » Me estudió de nuevo. Por primera vez me di cuenta que de tanto en tanto parpadeo. «¿Edad?» «Diecinueve.» «¿Tenés novio?» «Tenía.» Subió las cejas. Aclaré por las dudas: «Un atrevido. Nos peleamos por eso.» La Vieja sonrió sin entregarse. «Así me gusta. Quiero mucho juicio. Tengo un hijo mozo, así que nada de sonrisitas ni de mover el trasero.» Mucho juicio, mi especialidad. Sí, señora. «En casa y fuera de casa. No tolero porquerías. Y nada de hijos naturales, ¿estamos?» «Sí señora. » ¡Ula Marula! Después de los tres primeros días me resigné a soportarla. Con todo, bastaba una miradita de sus ojos saltones para que se me pusieran los nervios de punta. Es que la vieja parecía verle a una hasta el hígado. No así la hija, Estercita, veinticuatro años, una pituca de oca¡ y nuni que me trataba como a otro mueble y estaba muy poco en la casa. Y menos todavía el patrón, don Celso, un bagre con lentes, más callado que el cine mudo, con cara de malandra y ropas de Yriart, a quien alguna vez encontré mirándome los senos por encima de Acción. En cambio el joven Tito, de veinte, no precisaba la excusa del diario para investigarme como cosa suya. juro que obedecí a la Señora en eso de no mover el trasero con malas intenciones. Reconozco que el mío ha andado un poco dislocado, pero la verdad es que se mueve de moto propia. Me han dicho que en Buenos Aires hay un doctor japonés que arregla eso, pero mientras tanto no es posible sofocar mi naturaleza. 0 sea que el muchacho se impresionó. Primero se le iban los ojos, después me atropellaba en el corredor del fondo. De modo que por obediencia a la Señora, y también, no voy a negarlo, porinigo misma, lo tuve que frenar unas diecisiete veces, pero cuidándome de no parecer demasiado asquerosa. Yo me entiendo. En cuanto al trabajo, la gran siete. «Hay otra muchacha» había dicho la Vieja. Es decir, había. A mediados de mes ya estaba solita para todo rubro. «Yo y mi hija ayudamos», había agregado. A ensuciar los platos, cómo no. A quién va a ayudar la vieja, vamos, con esa bruta panza de tres papadas y esa metida con los episodios. Que a mí me gustase Isolina o la Burgueño, vaya y pase y ni así, pero que a ella, que se las tira de avispada y lee Selecciones y Lifenespañol, no me lo explico ni me lo explicaré. A quién va a ayudar la niña Estercita, que se pasa reventándose los granos, jugando al tenis en Carrasco y desparramando fichas en el Parque Hotel. Yo salgo a mi padre en las corazonadas, de modo que cuando el tres de junio (fue San Cono bendito) cayó en mis manos esa foto en que Estercita se está bañando en cueros con el menor de los Gómez Taibo en no sé qué arroyo ni a mí qué me importa, en seguida la guardé porque nunca se sabe. ¡A quién van ayudar! Todo el trabajo para mí y aguantase piola. ¿Qué tiene entonces de raro que cuando Tito (el joven Tito, bah) se puso de ojos vidriosos y cada día más ligero de manos, yo le haya aplicado el sosegate y que habláramos claro? Le dije con todas las letras que yo con ésas no iba, que el único tesoro que tenemos los pobres es la honradez y basta. Él se rió muy canchero y había empezado a decirme: «Ya verás, putita», cuando apareció la señora y nos miró como a cadáveres. El idiota bajó los ojos y mutis por el foro. La Vieja puso entonces cara de al fin solos y me encajó bruta trompada en la oreja, en tanto que me trataba de comunista y de ramera. Yo le dije: «Usted a mí no me pega, ¿sabe?» y allí nomás demostró lo contrario. Peor para ella. Fue ese segundo golpe el que cambió mi vida. Me callé la boca pero se la guardé. A la noche le dije que a fin de mes me iba. Estábamos a veintitrés y yo precisaba como el pan esos siete días. Sabía que don Celso tenía guardado un papel gris en el cajón del medio de su escritorio. Yo lo había leído, porque nunca se sabe. El veintiocho a las dos de la tarde, sólo quedamos en la casa la niña Estercita y yo. Ella se fue a sestear y yo a buscar el papel gris. Era una carta de un tal Urquiza en la que le decía a mi patrón frases como ésta: «Xx xxx x xx xxxx xxx xx xxxxx».

La guardé en el mismo sobre que la foto y el treinta me fui a una pensión decente y barata de la calle Washington. A nadie le di mis señas, pero a un amigo de Tito no pude negárselas. La espera duró tres días. Tito apareció una noche y yo lo recibí delante de doña Cata, que desde hace unos años dirige la pensión. Él se disculpó, trajo bombones y pidió autorización para volver. No se la di. En lo que estuve bien porque desde entonces no faltó una noche. Fuimos a menudo al cine y hasta me quiso arrastrar al Parque, pero yo le apliqué el tratamiento del pudor. Una tarde quiso averiguar directamente qué era lo que yo pretendía. Allí tuve una corazonada- «No pretendo nada, porque lo que yo querría no puedo pretenderlo. »

Como ésta era la primera cosa amable que oía de mis labios se conmovió bastante, lo suficiente para meter la pata. «¿ Por qué? », dijo a gritos, «si ése es el motivo, te prometo que ... » Entonces como si él hubiera dicho lo que no dijo, le pregunté: «Vos sí... pero, ¿y tu familia? » «Mi familia soy yo», dijo el pobrecito.

Después de esa compadrada siguió viniendo y con él llegaban flores, caramelos, revistas. Pero yo no cambié. Y él lo sabía. Una tarde entró tan pálido que hasta doña Cata hizo un comentario. No era para menos. Se lo había dicho al padre. Don Celso había contestado: «Lo que faltaba. » Pero después se ablandó. Un tipo pierna. Estercita se rió como dos años, pero a mí qué me importa. En cambio la Vieja se puso verde. A Tito lo trató de idiota, a don Celso de cero a la izquierda, a Estercita de inmoral y tarada. Después dijo que nunca, nunca, nunca. Estuvo como tres horas diciendo nunca. «Está como loca», dijo el Tito, «no sé qué hacer». Pero yo sí sabía. Los sábados la Vieja está siempre sola, porque don Ceiso se va a Punta del Este, Estercita juega al tenis y Tito sale con su barrita de La Vascongada. 0 sea que a las siete me fui a un monedero y llamé al nueve siete cero tres ocho. «Hola», dijo ella. U misma voz gangosa, impresionante. Estaría con su salto de cama verde, la cara embadurnada, la toalla como turbante en la cabeza. «Habla Celia», y antes de que colgara: «No corte, señora, le interesa.» Del otro lado no dijeron ni mu. Pero escuchaban. Entonces le pregunté si estaba enterada de una carta de papel gris que don Celso guardaba en su escritorio. Silencio. «Bueno, la tengo yo.» Después le pregunté si conocía una foto en que la niña Estercita aparecía bañándose con el menor de los Gómez Taibo. Un minuto de silencio. «Bueno, también la tengo yo.» Esperé por las dudas, pero nada. Entonces dije: «Piénselo, señora» y corté. Fui yo la que corté, no ella. Se habrá quedado mascando su bronca con la cara embadurnada y la toalla en la cabeza. Bien hecho. A la semana llegó el Tito radiante, y desde la puerta gritó: « ¡La vieja afloja! ¡La vieja afloja! » Claro que afloja. Estuve por dar los hurras, pero con la emoción dejé que me besara. «No se opone pero exige que no vengas a casa. » ¿Exige? ¡las cosas que hay que oír! Bueno, el veinticinco nos casamos (hoy hace dos meses), sin cura pero con juez, en la mayor intimidad. Don Celso aportó un chequecito de mil y Estercita me mandó un telegrama que -está mal que lo diga- me hizo pensar a fondo: «No creas que salís ganando. Abrazos, Ester.»

En realidad, todo esto me vino a la memoria, porque ayer me encontré en la tienda con la Vieja. Estuvimos codo con codo, revolviendo saldos. De pronto me miró de refilón desde abajo del velo. Yo me hice cargo. Tenía dos caminos: o ignorarme o ponerme en vereda.

Creo que prefirió el segundo y para humillarme me trató de usted. «¿Qué tal, cómo le va?» Entonces tuve una corazonada y agarrándome fuerte del paraguas de nailon, le contesté tranquila: «Yo bien, ¿y usted, mamá? »

sábado, 3 de julio de 2010

El hombre que aprendió a ladrar

Lo cierto es que fueron años de arduo y pragmático aprendizaje, con lapsos de desalineamiento en los que estuvo a punto de desistir. Pero al fin triunfó la perseverancia y Raimundo aprendió a ladrar. No a imitar ladridos, como suelen hacer algunos chistosos o que se creen tales, sino verdaderamente a ladrar. ¿Qué lo había impulsado a ese adiestramiento? Ante sus amigos se autoflagelaba con humor: "La verdad es que ladro por no llorar". Sin embargo, la razón más valedera era su amor casi franciscano hacia sus hermanos perros. Amor es comunicación.

¿Cómo amar entonces sin comunicarse?

Para Raimundo representó un día de gloria cuando su ladrido fue por fin comprendido por Leo, su hermano perro, y (algo más extraordinario aún) él comprendió el ladrido de Leo. A partir de ese día Raimundo y Leo se tendian, por lo general en los atardeceres, bajo la glorieta y dialogaban sobre tenas generales. A pesar de su amor por los hermanos perros, Raimundo nunca había imaginado que Leo tuviera una tan sagaz visión del mundo.

Por fin, una tarde se animó a preguntarle, en varios sobrios ladridos: "Dime, Leo, con toda franqueza: ¿qué opinás de mi forma de ladrar?". La respuesta de Leo fue bastante escueta y sincera: "Yo diría que lo haces bastante bien, pero tendrás que mejorar. Cuando ladras, todavía se te nota el acento humano."

viernes, 2 de julio de 2010

A una francesa



El mal, que en sus recursos es proficuo,
jamás en vil parodia tuvo empachos:
Mefistófeles es un cristo oblicuo
que lleva retorcidos los mostachos.

Y tú, que eres unciosa como un ruego
y sin mácula y simple como un nardo,
tienes trágica crin dorada a fuego
y amarillas pupilas de leopardo.

jueves, 1 de julio de 2010

Berenice - Edgar Allan Poe

La desdicha es diversa. La desgracia cunde multiforme sobre la tierra. Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco iris, sus colores son tan variados como los de éste y también tan distintos y tan íntimamente unidos. ¡Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco iris! ¿Cómo es que de la belleza he derivado un tipo de fealdad; de la alianza y la paz, un símil del dolor? Pero así como en la ética el mal es una consecuencia del bien, así, en realidad, de la alegría nace la pena. O la memoria de la pasada beatitud es la angustia de hoy, o las agonías que son se originan en los éxtasis que pudieron haber sido.

Mi nombre de pila es Egaeus; no mencionaré mi apellido. Sin embargo, no hay en mi país torres más venerables que mi melancólica y gris heredad. Nuestro linaje ha sido llamado raza de visionarios, y en muchos detalles sorprendentes, en el carácter de la mansión familiar en los frescos del salón principal, en las colgaduras de los dormitorios, en los relieves de algunos pilares de la sala de armas, pero especialmente en la galería de cuadros antiguos, en el estilo de la biblioteca y, por último, en la peculiarísima naturaleza de sus libros, hay elementos más que suficientes para justificar esta creencia.

Los recuerdos de mis primeros años se relacionan con este aposento y con sus volúmenes, de los cuales no volveré a hablar. Allí murió mi madre. Allí nací yo. Pero es simplemente ocioso decir que no había vivido antes, que el alma no tiene una existencia previa. ¿Lo negáis? No discutiremos el punto. Yo estoy convencido, pero no trato de convencer. Hay, sin embargo, un recuerdo de formas aéreas, de ojos espirituales y expresivos, de sonidos musicales, aunque tristes, un recuerdo que no será excluido, una memoria como una sombra, vaga, variable, indefinida, insegura, y como una sombra también en la imposibilidad de librarme de ella mientras brille el sol de mi razón.

En ese aposento nací. Al despertar de improviso de la larga noche de eso que parecía, sin serlo, la no-existencia, a regiones de hadas, a un palacio de imaginación, a los extraños dominios del pensamiento y la erudición monásticos, no es raro que mirara a mi alrededor con ojos asombrados y ardientes, que malgastara mi infancia entre libros y disipara mi juventud en ensoñaciones; pero sí es raro que transcurrieran los años y el cenit de la virilidad me encontrara aún en la mansión de mis padres; sí, es asombrosa la paralización que subyugó las fuentes de mi vida, asombrosa la inversión total que se produjo en el carácter de mis pensamientos más comunes. Las realidades terrenales me afectaban como visiones, y sólo como visiones, mientras las extrañas ideas del mundo de los sueños se tornaron, en cambio, no en pasto de mi existencia cotidiana, sino realmente en mi sola y entera existencia.

Berenice y yo éramos primos y crecimos juntos en la heredad paterna. Pero crecimos de distinta manera: yo, enfermizo, envuelto en melancolía; ella, ágil, graciosa, desbordante de fuerzas; suyos eran los paseos por la colina; míos, los estudios del claustro; yo, viviendo encerrado en mí mismo y entregado en cuerpo y alma a la intensa y penosa meditación; ella, vagando despreocupadamente por la vida, sin pensar en las sombras del camino o en la huida silenciosa de las horas de alas negras. ¡Berenice! Invoco su nombre... ¡Berenice! Y de las grises ruinas de la memoria mil tumultuosos recuerdos se conmueven a este sonido. ¡Ah, vívida acude ahora su imagen ante mí, como en los primeros días de su alegría y de su dicha! ¡Ah, espléndida y, sin embargo, fantástica belleza! ¡Oh sílfide entre los arbustos de Arnheim! ¡Oh náyade entre sus fuentes! Y entonces, entonces todo es misterio y terror, y una historia que no debe ser relatada. La enfermedad -una enfermedad fatal- cayó sobre ella como el simún, y mientras yo la observaba, el espíritu de la transformación la arrasó, penetrando en su mente, en sus hábitos y en su carácter, y de la manera más sutil y terrible llegó a perturbar su identidad. ¡Ay! El destructor iba y venía, y la víctima, ¿dónde estaba? Yo no la conocía o, por lo menos, ya no la reconocía como Berenice.

Entre la numerosa serie de enfermedades provocadas por la primera y fatal, que ocasionó una revolución tan horrible en el ser moral y físico de mi prima, debe mencionarse como la más afligente y obstinada una especie de epilepsia que terminaba no rara vez en catalepsia, estado muy semejante a la disolución efectiva y de la cual su manera de recobrarse era, en muchos casos, brusca y repentina. Entretanto, mi propia enfermedad -pues me han dicho que no debo darle otro nombre-, mi propia enfermedad, digo, crecía rápidamente, asumiendo, por último, un carácter monomaniaco de una especie nueva y extraordinaria, que ganaba cada vez más vigor y, al fin, obtuvo sobre mí un incomprensible ascendiente. Esta monomanía, si así debo llamarla, consistía en una irritabilidad morbosa de esas propiedades de la mente que la ciencia psicológica designa con la palabra atención. Es más que probable que no se me entienda; pero temo, en verdad, que no haya manera posible de proporcionar a la inteligencia del lector corriente una idea adecuada de esa nerviosa intensidad del interés con que en mi caso las facultades de meditación (por no emplear términos técnicos) actuaban y se sumían en la contemplación de los objetos del universo, aun de los más comunes.

Reflexionar largas horas, infatigable, con la atención clavada en alguna nota trivial, al margen de un libro o en su tipografía; pasar la mayor parte de un día de verano absorto en una sombra extraña que caía oblicuamente sobre el tapiz o sobre la puerta; perderme durante toda una noche en la observación de la tranquila llama de una lámpara o los rescoldos del fuego; soñar días enteros con el perfume de una flor; repetir monótonamente alguna palabra común hasta que el sonido, por obra de la frecuente repetición, dejaba de suscitar idea alguna en la mente; perder todo sentido de movimiento o de existencia física gracias a una absoluta y obstinada quietud, largo tiempo prolongada; tales eran algunas de las extravagancias más comunes y menos perniciosas provocadas por un estado de las facultades mentales, no único, por cierto, pero sí capaz de desafiar todo análisis o explicación.

Mas no se me entienda mal. La excesiva, intensa y mórbida atención así excitada por objetos triviales en sí mismos no debe confundirse con la tendencia a la meditación, común a todos los hombres, y que se da especialmente en las personas de imaginación ardiente. Tampoco era, como pudo suponerse al principio, un estado agudo o una exageración de esa tendencia, sino primaria y esencialmente distinta, diferente. En un caso, el soñador o el fanático, interesado en un objeto habitualmente no trivial, lo pierde de vista poco a poco en una multitud de deducciones y sugerencias que de él proceden, hasta que, al final de un ensueño colmado a menudo de voluptuosidad, el incitamentum o primera causa de sus meditaciones desaparece en un completo olvido. En mi caso, el objeto primario era invariablemente trivial, aunque asumiera, a través del intermedio de mi visión perturbada, una importancia refleja, irreal. Pocas deducciones, si es que aparecía alguna, surgían, y esas pocas retornaban tercamente al objeto original como a su centro. Las meditaciones nunca eran placenteras, y al cabo del ensueño, la primera causa, lejos de estar fuera de vista, había alcanzado ese interés sobrenaturalmente exagerado que constituía el rasgo dominante del mal. En una palabra: las facultades mentales más ejercidas en mi caso eran, como ya lo he dicho, las de la atención, mientras en el soñador son las de la especulación.

Mis libros, en esa época, si no servían en realidad para irritar el trastorno, participaban ampliamente, como se comprenderá, por su naturaleza imaginativa e inconexa, de las características peculiares del trastorno mismo. Puedo recordar, entre otros, el tratado del noble italiano Coelius Secundus Curio De Amplitudine Beati Regni dei, la gran obra de San Agustín La ciudad de Dios, y la de Tertuliano, De Carne Christi, cuya paradójica sentencia: Mortuus est Dei filius; credibili est quia ineptum est: et sepultus resurrexit; certum est quia impossibili est, ocupó mi tiempo íntegro durante muchas semanas de laboriosa e inútil investigación.

Se verá, pues, que, arrancada de su equilibrio sólo por cosas triviales, mi razón semejaba a ese risco marino del cual habla Ptolomeo Hefestión, que resistía firme los ataques de la violencia humana y la feroz furia de las aguas y los vientos, pero temblaba al contacto de la flor llamada asfódelo. Y aunque para un observador descuidado pueda parecer fuera de duda que la alteración producida en la condición moral de Berenice por su desventurada enfermedad me brindaría muchos objetos para el ejercicio de esa intensa y anormal meditación, cuya naturaleza me ha costado cierto trabajo explicar, en modo alguno era éste el caso. En los intervalos lúcidos de mi mal, su calamidad me daba pena, y, muy conmovido por la ruina total de su hermosa y dulce vida, no dejaba de meditar con frecuencia, amargamente, en los prodigiosos medios por los cuales había llegado a producirse una revolución tan súbita y extraña. Pero estas reflexiones no participaban de la idiosincrasia de mi enfermedad, y eran semejantes a las que, en similares circunstancias, podían presentarse en el común de los hombres. Fiel a su propio carácter, mi trastorno se gozaba en los cambios menos importantes, pero más llamativos, operados en la constitución física de Berenice, en la singular y espantosa distorsión de su identidad personal.

En los días más brillantes de su belleza incomparable, seguramente no la amé. En la extraña anomalía de mi existencia, los sentimientos en mí nunca venían del corazón, y las pasiones siempre venían de la inteligencia. A través del alba gris, en las sombras entrelazadas del bosque a mediodía y en el silencio de mi biblioteca por la noche, su imagen había flotado ante mis ojos y yo la había visto, no como una Berenice viva, palpitante, sino como la Berenice de un sueño; no como una moradora de la tierra, terrenal, sino como su abstracción; no como una cosa para admirar, sino para analizar; no como un objeto de amor, sino como el tema de una especulación tan abstrusa cuanto inconexa. Y ahora, ahora temblaba en su presencia y palidecía cuando se acercaba; sin embargo, lamentando amargamente su decadencia y su ruina, recordé que me había amado largo tiempo, y, en un mal momento, le hablé de matrimonio.

Y al fin se acercaba la fecha de nuestras nupcias cuando, una tarde de invierno -en uno de estos días intempestivamente cálidos, serenos y brumosos que son la nodriza de la hermosa Alción-, me senté, creyéndome solo, en el gabinete interior de la biblioteca. Pero alzando los ojos vi, ante mí, a Berenice.

¿Fue mi imaginación excitada, la influencia de la atmósfera brumosa, la luz incierta, crepuscular del aposento, o los grises vestidos que envolvían su figura, los que le dieron un contorno tan vacilante e indefinido? No sabría decirlo. No profirió una palabra y yo por nada del mundo hubiera sido capaz de pronunciar una sílaba. Un escalofrío helado recorrió mi cuerpo; me oprimió una sensación de intolerable ansiedad; una curiosidad devoradora invadió mi alma y, reclinándome en el asiento, permanecí un instante sin respirar, inmóvil, con los ojos clavados en su persona. ¡Ay! Su delgadez era excesiva, y ni un vestigio del ser primitivo asomaba en una sola línea del contorno. Mis ardorosas miradas cayeron, por fin, en su rostro.

La frente era alta, muy pálida, singularmente plácida; y el que en un tiempo fuera cabello de azabache caía parcialmente sobre ella sombreando las hundidas sienes con innumerables rizos, ahora de un rubio reluciente, que por su matiz fantástico discordaban por completo con la melancolía dominante de su rostro. Sus ojos no tenían vida ni brillo y parecían sin pupilas, y esquivé involuntariamente su mirada vidriosa para contemplar los labios, finos y contraídos. Se entreabrieron, y en una sonrisa de expresión peculiar los dientes de la cambiada Berenice se revelaron lentamente a mis ojos. ¡Ojalá nunca los hubiera visto o, después de verlos, hubiese muerto!

El golpe de una puerta al cerrarse me distrajo y, alzando la vista, vi que mi prima había salido del aposento. Pero del desordenado aposento de mi mente, ¡ay!, no había salido ni se apartaría el blanco y horrible espectro de los dientes. Ni un punto en su superficie, ni una sombra en el esmalte, ni una melladura en el borde hubo en esa pasajera sonrisa que no se grabara a fuego en mi memoria. Los vi entonces con más claridad que un momento antes. ¡Los dientes! ¡Los dientes! Estaban aquí y allí y en todas partes, visibles y palpables, ante mí; largos, estrechos, blanquísimos, con los pálidos labios contrayéndose a su alrededor, como en el momento mismo en que habían empezado a distenderse. Entonces sobrevino toda la furia de mi monomanía y luché en vano contra su extraña e irresistible influencia. Entre los múltiples objetos del mundo exterior no tenía pensamientos sino para los dientes. Los ansiaba con un deseo frenético. Todos los otros asuntos y todos los diferentes intereses se absorbieron en una sola contemplación. Ellos, ellos eran los únicos presentes a mi mirada mental, y en su insustituible individualidad llegaron a ser la esencia de mi vida intelectual. Los observé a todas las luces. Les hice adoptar todas las actitudes. Examiné sus características. Estudié sus peculiaridades. Medité sobre su conformación. Reflexioné sobre el cambio de su naturaleza. Me estremecía al asignarles en imaginación un poder sensible y consciente, y aun, sin la ayuda de los labios, una capacidad de expresión moral. Se ha dicho bien de mademoiselle Sallé que tous ses pas étaient des sentiments, y de Berenice yo creía con la mayor seriedad que toutes ses dents étaient des idées. Des idées! ¡Ah, éste fue el insensato pensamiento que me destruyó! Des idées! ¡Ah, por eso era que los codiciaba tan locamente! Sentí que sólo su posesión podía devolverme la paz, restituyéndome a la razón.

Y la tarde cayó sobre mí, y vino la oscuridad, duró y se fue, y amaneció el nuevo día, y las brumas de una segunda noche se acumularon y yo seguía inmóvil, sentado en aquel aposento solitario; y seguí sumido en la meditación, y el fantasma de los dientes mantenía su terrible ascendiente como si, con la claridad más viva y más espantosa, flotara entre las cambiantes luces y sombras del recinto. Al fin, irrumpió en mis sueños un grito como de horror y consternación, y luego, tras una pausa, el sonido de turbadas voces, mezcladas con sordos lamentos de dolor y pena. Me levanté de mi asiento y, abriendo de par en par una de las puertas de la biblioteca, vi en la antecámara a una criada deshecha en lágrimas, quien me dijo que Berenice ya no existía. Había tenido un acceso de epilepsia por la mañana temprano, y ahora, al caer la noche, la tumba estaba dispuesta para su ocupante y terminados los preparativos del entierro.

Me encontré sentado en la biblioteca y de nuevo solo. Me parecía que acababa de despertar de un sueño confuso y excitante. Sabía que era medianoche y que desde la puesta del sol Berenice estaba enterrada. Pero del melancólico periodo intermedio no tenía conocimiento real o, por lo menos, definido. Sin embargo, su recuerdo estaba repleto de horror, horror más horrible por lo vago, terror más terrible por su ambigüedad. Era una página atroz en la historia de mi existencia, escrita toda con recuerdos oscuros, espantosos, ininteligibles. Luché por descifrarlos, pero en vano, mientras una y otra vez, como el espíritu de un sonido ausente, un agudo y penetrante grito de mujer parecía sonar en mis oídos. Yo había hecho algo. ¿Qué era? Me lo pregunté a mí mismo en voz alta, y los susurrantes ecos del aposento me respondieron: ¿Qué era?

En la mesa, a mi lado, ardía una lámpara, y había junto a ella una cajita. No tenía nada de notable, y la había visto a menudo, pues era propiedad del médico de la familia. Pero, ¿cómo había llegado allí, a mi mesa, y por qué me estremecí al mirarla? Eran cosas que no merecían ser tenidas en cuenta, y mis ojos cayeron, al fin, en las abiertas páginas de un libro y en una frase subrayaba: Dicebant mihi sodales si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas. ¿Por qué, pues, al leerlas se me erizaron los cabellos y la sangre se congeló en mis venas?

Entonces sonó un ligero golpe en la puerta de la biblioteca; pálido como un habitante de la tumba, entró un criado de puntillas. Había en sus ojos un violento terror y me habló con voz trémula, ronca, ahogada. ¿Qué dijo? Oí algunas frases entrecortadas. Hablaba de un salvaje grito que había turbado el silencio de la noche, de la servidumbre reunida para buscar el origen del sonido, y su voz cobró un tono espeluznante, nítido, cuando me habló, susurrando, de una tumba violada, de un cadáver desfigurado, sin mortaja y que aún respiraba, aún palpitaba, aún vivía.

Señaló mis ropas: estaban manchadas de barro, de sangre coagulada. No dije nada; me tomó suavemente la mano: tenía manchas de uñas humanas. Dirigió mi atención a un objeto que había contra la pared; lo miré durante unos minutos: era una pala. Con un alarido salté hasta la mesa y me apoderé de la caja. Pero no pude abrirla, y en mi temblor se me deslizó de la mano, y cayó pesadamente, y se hizo añicos; y de entre ellos, entrechocándose, rodaron algunos instrumentos de cirugía dental, mezclados con treinta y dos objetos pequeños, blancos, marfilinos, que se desparramaron por el piso.

Los tres cerditos

Los tres cerditos

Anónimo

En el corazón del bosque vivían tres cerditos que eran hermanos. El lobo siempre andaba persiguiéndolos para comérselos. Para escapar del lobo, los cerditos decidieron hacerse una casa. El pequeño la hizo de paja, para acabar antes y poder irse a jugar.

El mediano construyó una casita de madera. Al ver que su hermano pequeño había terminado ya, se dio prisa para irse a jugar con él.

El mayor trabajaba pacientemente en su casa de ladrillo.

-Ya verán lo que hace el lobo con sus casas -riñó a sus hermanos mientras éstos se divertían en grande.

El lobo salió detrás del cerdito pequeño y él corrió hasta su casita de paja, pero el lobo sopló y sopló y la casita de paja derrumbó.

El lobo persiguió al cerdito por el bosque, que corrió a refugiarse en casa de su hermano mediano. Pero el lobo sopló y sopló y la casita de madera derribó. Los dos cerditos salieron pitando de allí.

Casi sin aliento, con el lobo pegado a sus talones, llegaron a la casa del hermano mayor.

Los tres se metieron dentro y cerraron bien todas las puertas y ventanas. El lobo sopló y sopló, pero no pudo derribar la fuerte casa de ladrillos. Entonces se puso a dar vueltas a la casa, buscando algún sitio por el que entrar. Con una escalera larguísima trepó hasta el tejado, para colarse por la chimenea. Pero el cerdito mayor puso al fuego una olla con agua. El lobo comilón descendió por el interior de la chimenea, pero cayó sobre el agua hirviendo y se escaldó.

Escapó de allí dando unos terribles aullidos que se oyeron en todo el bosque. Se cuenta que nunca jamás quiso comer cerdito.

Un sueño...


Sueño que sueño un sueño
dentro de un sueño.
Un sueño en el que, dormido, sigo despierto...

La leyenda del hueco del Diablo - Laura Devetach

Cuentan que el diablo estaba harto de navegar encerrado en una botella. Pero esperaba que se le diera la buena porque sabía que siempre que llovió, escampó.
Y así fue. Un día la botella se hizo pedazos en una roca y el diablo salió como loco haciendo tumbacabezas.
Enseguida se puso a buscar un buen lugar para vivir. Era pretencioso y haragán, quería verlo todo desde arriba y que lo transportaran, lo cuidaran.
Cuando vio pasar a la hermosa muchacha, no dudó más. Se le prendió como un abrojo en el pelo. Imposible de desenredar. Se acomodó muy contento sobre la espalda y así andaba, de patas cruzadas.
Criticaba todo lo que veía, decía groserías a los demás y se tiraba pedos con el mayor desparpajo.
La muchacha vivía llena de rabia y de vergüenza, sin poder sacárselo de encima. Trató de ocultarlo, de esconderse, de parar el planeta, pero todo fue inútil.
El diablo le comía la comida, le enturbiaba el agua y se le metía en los sueños.
Entonces la muchacha decidió hacer huelga de soledad. Se recluyó durante mucho tiempo dispuesta a no comer ni hacer nada de nada.
El diablo se las vio feas porque si había algo insoportable para él era el hambre. Tuvo tanta hambre que le crujía el estómago y, berreando lastimeramente, se lo contó a la muchacha.
Le contó que tenía un hueco en el estómago. Un hueco que le dolía mucho.
—Ay Ay Ay —dijo ella—. Veremos qué se puede hacer.
Y se puso a pensar durante un rato largo.
—Hay que vomitar —dijo por fin—. Vomitá, vamos.
El diablo se puso los dedos en la garganta con temor. Entre arcadas, vomitó sobre la tierra.
Ella miró con gesto de asco y vio que había vomitado el hueco. Era un círculo hondo, muy hondo, la boca de una bolsa sin final. La pura oscuridad.
Miró al diablo. Estaba pálido, pero daba ínfimas señales de reponerse con celeridad de diablo.
Ella pensó que no había tiempo que perder.
Venciendo el miedo se asomó al hueco y miró muy interesada. —Así debe ser estar ciego —se dijo aturdida por los oscuro.
El aturdimiento le dio la idea. Miró al diablo de reojos.
—Oh —gritó, fingiendo sorpresa.
—¿Qué? —preguntó el diablo, inquieto.
—Hay... se ve...
Su voz temblaba y sintió que la tensión la hacía balancearse en el borde. Pero bien valía la pena el riesgo.
—Nunca me imaginé —siguió diciendo mientras se inclinaba hacia el hueco—. Nunca, nunca me imaginé que vería esto.
—¿Qué? —dijo el diablo inquieto—. ¿Qué ves en mi hueco? —y se precipitó hacia el borde como queriendo proteger todo lo que allí existía.
Entonces ella se plantó sobre la tierra y con las palmas de las manos ensanchadas para que no le fallaran, dio un golpe firme sobre el diablo y lo perdió para siempre.
El llanto le surgió a borbotones y sin permiso, salpicó al hueco. Y la tierra volvió a quedar áspera y tersa como de costumbre.

Laura Devetach

Cuento con caricia - Elsa Bornemann

No sabía lo que era una caricia. Nunca lo habían acariciado antes. Por eso, cuando el changuito rozó su plumaje junto a la laguna –alisándoselo suavemente con la mano–, el tero se voló. Su alegría era tanta que necesitaba todo el aire para desparramarla.
– ¡Teru! ¡Teru! ¡Teru! ¡Teru! ¡Teru! ¡Teru! –se alejó chillando.
El changuito lo vio desaparecer, sorprendido. La tarde se quedó sentada a su lado sin entender nada.
– ¡Hoy me han acariciado! ¡La caricia es hermosa! – seguía diciendo con sus teru-teru...
– ¡Eh, tero! ¡Ven aquí! ¡Quiero saber qué es una caricia! –le gritó una vaca al escucharlo.
El tero se dejó caer: un planeador blanco, negro y pardo, de gracioso copete, aterrizando junto a la vaca...
–Esto es una caricia... –le dijo el tero, mientras que con el ala izquierda rozaba una y otra vez una pata de la vaca–. Me gusta tu cuero, ¿sabes? No imaginaba que fuera tan distinto de mi plumaje...
La vaca no lo escuchaba ya. Pasto y cielo se iban mezclando en una cinta verde azul con cada aleteo del ave. Ni siquiera sentía las fastidiosas moscas... Con varios felices muuu... muuu... se despidió entonces del tero.
¿Caminaba o flotaba? ¿Soñaba? No. Era tan cierto como el sol del atardecer, bostezando sobre el campo. Era verdad: ella sabía ahora lo que era una caricia...
Distraída, atropelló un armadillo que descansaba entre unos matorrales:
–Cuidado, vaca, ¿no ves que casi me pisas? ¿Qué te pasa? ¿Estás enferma?
–Este quirquincho no puede entender... –pensó la vaca–. Es tan tonto... –y continuó caminando o flotando, mugiendo o cantando... Pero el animalito peludo la siguió curioso, arrastrándose lentamente sobre sus patas.
Finalmente, la chistó:
–Shh... Shhh... ¿No vas a decirme qué te pasa?
Suspirando, la vaca decidió contarle:
–Hoy he aprendido lo que es una caricia... Estoy tan contenta...
– ¿Una caricia? – repitió el armadillo, tropezando con el nudo de una raíz–.
¿Qué gusto tiene una caricia?
La vaca mugió divertida:
–No, no es algo para comer... Acércate que te voy a enseñar... –y la vaca rozó con su cola el duro y espeso pelo del animalito. Su coraza se estremeció. Tampoco a él lo habían acariciado antes...
¿De modo que ese contacto tan lindo era una caricia? Para ocultar su emoción, cavó rápidamente un agujero en la tierra y desapareció en él.
La noche taconeaba ya sobre los pastos cuando el armadillo decidió salir.
La vaca se había ido, dejándole la caricia... ¿A quién regalarla? De pronto, un puercoespín se desperezó en la puerta de su grieta. Era la hora de salir a buscar alimentos.
– ¡Qué mala suerte tengo! –exclamó el armadillo–. ¡Encontrarte justamente a ti!
– ¿Se puede saber por qué dices esa tontería? –gruñó el puercoespín, dándose vuelta enojado.
–Pues... porque tengo ganas de regalar una caricia... pero con esas treinta mil púas que tienes sobre el cuerpo... voy a pincharme...
– ¿Una caricia? –le preguntó muy interesado el roedor–. ¿Te parece que mis dientes serán lo suficientemente fuertes para morderla? ¿Es dulce o salada?
–No, amigo, una caricia no es una madera de las que te gustan tanto...ni una caña de azúcar... ni un terroncito de sal... Una caricia es esto...–y frotando despacito su caparazón contra la única parte sin púas de la cabeza del puercoespín, el armadillo se la regaló.
¡Qué cosquilleo recorrió su piel! Un gruñido de alegría se paró en la noche.
Su primera caricia...
– ¡No te vayas! ¡No te vayas! –alcanzó a oír que el armadillo le gritaba riendo. Pero él necesitaba estar solo... Gruñendo feliz, se zambulló en la oscuridad de unas matas.
La mañana lo encontró despierto, aún sin desayunar y murmurando:
–Tengo una caricia... Tengo una caricia... ¿A quién podré dársela? Ninguno me la aceptará... Tengo tantas púas...
– ¿Estás loco? –le dijo una perdiz.
– ¡Se ha emborrachado! –aseguró una liebre. Y ambas dispararon para no pincharse. El puercoespín se enroscó. Su soledad de púas lo molestaba por primera vez...
Ya era tarde cuando lo vio, recostado sobre un tronco, junto a la laguna.
El changuito sostenía con sus piernas la caña de pescar. Un sombrero de paja le entoldaba los ojos. Dormitaba...
El puercoespín no lo pensó dos veces y allá fue, llevándole su caricia.
Su hociquito se apretó un momento contra la rodilla del chango antes de escapar –temblando– hacia el hueco de un árbol. El muchachito ni siquiera se movió, pero a través de un agujerito de su sombrero lo vio todo.
–¡El puercoespín me acarició! –se dijo por lo bajo, mirando de reojo su rodilla curtida–. Esto sí que no lo va a creer mi tata... –y su silbidito de alegría rebotó en la laguna.
–¿Dormita el chango? ¿Sonríe? ¿Pesca o silba? –se preguntó la tarde.
Y siguió sentada a su lado sin entender nada.

© Elsa Bornemann, 1975, tomado de Un elefante ocupa mucho espacio,
Alfaguara, Buenos Aires, 2004
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