martes, 28 de septiembre de 2010

Taurograma



Silvina siempre soñaba su sueño sola,
somnolienta sus sábanas sacudía,
solitaria sus suspiros susurraba,
sonriendo sus serenatas sentía,
sorprendida sus sonetos silbaba.

Su sagrada silueta sinuosa,
solitarias sombras salpicaba
sobre su sombría sala.

Saboreaba sus sensaciones,
sana, sincera, sutilmente
sintiendo sutil sosiego.

Serena sabía su ser,
salvado sería.

viernes, 24 de septiembre de 2010

Oda al gato

Los animales fueron
imperfectos,
largos de cola, tristes
de cabeza.
Poco a poco se fueron
componiendo,
haciéndose paisaje,
adquiriendo lunares, gracia, vuelo.
El gato,
sólo el gato
apareció completo
y orgulloso:
nació completamente terminado,
camina solo y sabe lo que quiere.
El hombre quiere ser pescado y pájaro,
la serpiente quisiera tener alas,
el perro es un león desorientado,
el ingeniero quiere ser poeta,
la mosca estudia para golondrina,
el poeta trata de imitar la mosca,
pero el gato
quiere ser sólo gato
y todo gato es gato
desde bigote a cola,
desde presentimiento a rata viva,
desde la noche hasta sus ojos de oro.
No hay unidad
como él,
no tienen
la luna ni la flor
tal contextura:
es una sola cosa
como el sol o el topacio,
y la elástica línea en su contorno
firme y sutil es como
la línea de la proa de una nave.
Sus ojos amarillos
dejaron una sola
ranura
para echar las monedas de la noche.
Oh pequeño
emperador sin orbe,
conquistador sin patria,
mínimo tigre de salón, nupcial
sultán del cielo
de las tejas eróticas,
el viento del amor
en la intemperie
reclamas
cuando pasas
y posas
cuatro pies delicados
en el suelo,
oliendo,
desconfiando
de todo lo terrestre,
porque todo
es inmundo
para el inmaculado pie del gato.
Oh fiera independiente
de la casa, arrogante
vestigio de la noche,
perezoso, gimnástico
y ajeno,
profundísimo gato,
policía secreta
de las habitaciones,
insignia
de un
desaparecido terciopelo,
seguramente no hay
enigma
en tu manera,
tal vez no eres misterio,
todo el mundo te sabe y perteneces
al habitante menos misterioso,
tal vez todos lo creen,
todos se creen dueños,
propietarios, tíos
de gatos, compañeros,
colegas,
discípulos o amigos
de su gato.
Yo no.
Yo no suscribo.
Yo no conozco al gato.
Todo lo sé, la vida y su archipiélago,
el mar y la ciudad incalculable,
la botánica,
el gineceo con sus extravíos,
el por y el menos de la matemática,
los embudos volcánicos del mundo,
la cáscara irreal del cocodrilo,
la bondad ignorada del bombero,
el atavismo azul del sacerdote,
pero no puedo descifrar un gato.
Mi razón resbaló en su indiferencia,
sus ojos tienen números de oro.

El lagarto y la lagarta

El lagarto está llorando.
La lagarta está llorando.
El lagarto y la lagarta
con delantalitos blancos.
Han perdido sin querer
su anillo de desposados.
¡Ay!, su anillito de plomo,
¡ay, su anillito plomado!
Un cielo grande y sin gente
monta en su globo a los pájaros.
El Sol, capitán redondo,
lleva un chaleco de raso.
¡Miradlos qué viejos son!
¡Qué viejos son los lagartos!
¡Ay cómo lloran y lloran!
¡ay!, ¡ay!, cómo están llorando.

Oda al Tomate

La calle
se llenó de tomates,
mediodía,
verano,
la luz
se parte
en dos
mitades
de tomate,
corre
por las calles
el jugo.
En diciembre
se desata
el tomate,
invade
las cocinas,
entra por los almuerzos,
se sienta
reposado
en los aparadores,
entre los vasos,
las mantequilleras,
los saleros azules.
Tiene
luz propia,
majestad benigna.
Debemos, por desgracia,
asesinarlo:
se hunde
el cuchillo
en su pulpa viviente,
es una roja
víscera,
un sol
fresco,
profundo,
inagotable,
llena las ensaladas
de Chile,
se casa alegremente
con la clara cebolla,
y para celebrarlo
se deja
caer
aceite,
hijo
esencial del olivo,
sobre sus hemisferios entreabiertos,
agrega
la pimienta
su fragancia,
la sal su magnetismo:
son las bodas
del día,
el perejil
levanta
banderines,
las papas
hierven vigorosamente,
el asado
golpea
con su aroma
en la puerta,
es hora!
vamos!
y sobre
la mesa, en la cintura
del verano,
el tomate,
astro de tierra,
estrella
repetida
y fecunda,
nos muestra
sus circunvoluciones,
sus canales,
la insigne plenitud
y la abundancia
sin hueso,
sin coraza,
sin escamas ni espinas,
nos entrega
el regalo
de su color fogoso
y la totalidad de su frescura.

martes, 21 de septiembre de 2010

La espera - Jorge Luis Borges

El coche lo dejó en el cuatro mil cuatro de esa calle del Noroeste. No habían dado las nueve de la mañana; el hombre notó con aprobación los manchados plátanos, el cuadrado de tierra al pie de cada uno, las decentes casas de balconcito, la farmacia contigua, los desvaídos rombos de la pinturería y ferretería. Un largo y ciego paredón de hospital cerraba la acera de enfrente; el sol reverberaba, más lejos, en unos invemáculos. El hombre pensó que esas cosas (ahora arbitrarias y casuales y en cualquier orden, como las que se ven en los sueños) serían con el tiempo, si Dios quisiera, invariables, necesarias y familiares. En la vidriera de la farmacia se leía en letras de loza: Breslauer, los judíos estaban desplazando a los italianos, que habían desplazado a los criollos. Mejor así; el hombre prefería no alternar con gente de su sangre.
El cochero le ayudó a bajar el baúl; una mujer de aire distraído o cansado abrió por fin la puerta. Desde el pescante el cochero le devolvió una de las monedas, un vintén oriental que estaba en su bolsillo desde esa noche en el hotel de Melo. El hombre le entregó cuarenta centavos, y en el acto sintió: "Tengo la obligación de obrar de manera que todos se olviden de mí. He cometido dos errores: he dado una moneda de otro país y he dejado ver que me importa esa equivocación".
Precedido por la mujer, atravesó el zaguán y el primer patio. La pieza que le habían reservado daba, felizmente, al segundo. La cama era de hierro, que el artífice había deformado en curvas fantásticas, figurando ramas y pámpanos; había, asimismo, un alto ropero de pino, una mesa de luz, un estante con libros a ras del suelo, dos sillas desparejas y un lavatorio con su palangana, su jarra, su jabonera y un botellón de vidrio turbio. Un mapa de la provincia de Buenos Aires y un crucifijo adornaban las paredes; el papel era carmesí, con grandes pavos reales repetidos, de cola desplegada. La única puerta daba al patio. Fue necesario variar la colocación de las sillas para dar cabida al baúl. Todo lo aprobó el inquilino; cuando la mujer le preguntó cómo se llamaba, dijo Villari, no como un desafío secreto, no para mitigar una humillación que, en verdad, no sentía, sino porque ese nombre lo trabajaba, porque le fue imposible pensar en otro.
No lo sedujo, ciertamente, el error literario de imaginar que asumir el nombre del enemigo podía ser una astucia.
El señor Villari, al principio, no dejaba la casa; cumplidas unas cuantas semanas, dio en salir, un rato, al oscurecer. Alguna noche entró en el cinematógrafo que había a las tres cuadras. No pasó nunca de la última fila; siempre se levantaba un poco antes del fin de la función. Vio trágicas historias del hampa; éstas, sin duda, incluían errores, éstas, sin duda, incluían imágenes que también lo eran de su vida anterior; Villari no las advirtió porque la idea de una coincidencia entre el arte y la realidad era ajena a él. Dócilmente trataba de que le gustaran las cosas; quería adelantarse a la intención con que se las mostraban. A diferencia de quienes han leído novelas, no se veía nunca a sí mismo como un personaje del arte.
No le llegó jamás una carta, ni siquiera una circular, pero leía con borrosa esperanza una de las secciones del diario. De tarde, arrimaba a la puerta una de las sillas y mateaba con seriedad, puestos los ojos en la enredadera del muro de la inmediata casa de altos. Años de soledad le habían enseñado que los días, en la memoria, tienden a ser iguales, pero que no hay un día, ni siquiera de cárcel o de hospital, que no traiga sorpresas, que no sea al trasluz una red de mínimas sorpresas. En otras reclusiones había cedido a la tentación de contar los días y las horas, pero esta reclusión era distinta, porque no tenía término -salvo que el diario, una mañana, trajera la noticia de la muerte de Alejandro Villari. También era posible que Villari ya hubiera muerto y entonces esta vida era un sueño. Esa posibilidad lo inquietaba, porque no acabó de entender si se parecía al alivio o a la desdicha; se dijo que era absurda y la rechazó. En días lejanos, menos lejanos por el curso del tiempo que por dos o tres hechos irrevocables, había deseado muchas cosas, con amor sin escrúpulo; esa voluntad poderosa, que había movido el odio de los hombres y el amor de alguna mujer; ya no quería cosas particulares: sólo quería perdurar, no concluir. El sabor de la yerba, el sabor del tabaco negro, el creciente filo de sombra que iba ganando el patio, eran suficientes estímulos.
Había en la casa un perro lobo, ya viejo. Villari se amistó con él. Le hablaba en español, en italiano y en las pocas palabras que le quedaban del rústico dialecto de su niñez. Villari trataba de vivir en el mero presente, sin recuerdos ni previsiones; los primeros le importaban menos que las últimas. Oscuramente creyó intuir que el pasado es la sustancia de que el tiempo está hecho; por ello es que éste se vuelve pasado en seguida. Su fatiga, algún día, se pareció a la felicidad; en momentos así, no era mucho más complejo que el perro.
Una noche lo dejó asombrado y temblando una íntima descarga de dolor en el fondo de la boca. Ese horrible milagro recurrió a los pocos minutos y otra vez hacia el alba. Villari, al día siguiente, mandó buscar un coche que lo dejó en un consultorio dental del barrio del Once. Ahí le arrancaron la muela. En ese trance no estuvo más cobarde ni más tranquilo que otras personas.
Otra noche, al volver del cinematógrafo, sintió que lo empujaban. Con ira, con indignación, con secreto alivio, se encaró con el insolente. Le escupió una injuria soez; el otro, atónito, balbuceó una disculpa. Era un hombre alto, joven, de pelo oscuro, y lo acompañaba una mujer de tipo alemán; Villari, esa noche, se repitió que no los conocía. Sin embargo, cuatro o cinco días pasaron antes que saliera a la calle.
Entre los libros del estante había una Divina Comedia, con el viejo comentario de Andreoli. Menos urgido por la curiosidad que por un sentimiento de deber, Villari acometió la lectura de esa obra capital; antes de comer, leía un canto, y luego, en orden riguroso, las notas. No juzgó inverosímiles o excesivas las penas infernales y no pensó que Dante lo hubiera condenado al último círculo donde los dientes de Ugolino roen sin fin la nuca de Ruggieri.
Los pavos reales del papel carmesí parecían destinados a alimentar pesadillas tenaces, pero el señor Villari no soñó nunca con una glorieta monstruosa hecha de inextricable: pájaros vivos. En los amaneceres soñaba un sueño de fondo igual y de circunstancias variables. Dos hombres y Villar entraban con revólveres en la pieza y lo agredían al salir del cinematógrafo o eran, los tres a un tiempo, el desconocido que lo había empujado, o lo esperaban tristemente en el patio y parecían no conocerlo. Al fin del sueño, él sacaba el revólver del cajón de la inmediata mesa de luz (y es verdad que en ese cajón guardaba un revólver) y lo descargaba contra los hombres. El estruendo del arma lo despertaba, pero siempre era un sueño y en otro sueño tenía que volver a matarlos.
Una turbia mañana del mes de julio, la presencia de gente desconocida (no el ruido de la puerta cuando la abrieron) lo despertó. Altos en la penumbra del cuarto, curiosamente simplificados por la penumbra (siempre en los sueños de temor habían sido más claros), vigilantes, inmóviles y pacientes, bajos los ojos como si el peso de las armas los encorvara, Alejandro Villari y un desconocido lo habían alcanzado, por fin. Con una seña les pidió que esperaran y se dio vuelta contra la pared, como si retomara el sueño. ¿Lo hizo para despertar la misericordia de quienes lo mataron, o porque es menos duro sobrellevar un acontecimiento espantoso que imaginarlo aguardarlo sin fin, o -y esto es quizá lo más verosímil- para que los asesinos fueran un sueño, como ya lo habían sido tantas veces, en el mismo lugar, a la misma hora?
En esa magia estaba cuando lo borró la descarga.

domingo, 12 de septiembre de 2010

Las moscas

Vosotras, las familiares,
inevitables golosas,
vosotras, moscas vulgares,
me evocáis todas las cosas.

¡Oh, viejas moscas voraces
como abejas en abril,
viejas moscas pertinaces
sobre mi calva infantil!

¡Moscas del primer hastío
en el salón familiar,
las claras tardes de estío
en que yo empecé a soñar!

Y en la aborrecida escuela,
raudas moscas divertidas,
perseguidas
por amor de lo que vuela,

-que todo es volar-, sonoras
rebotando en los cristales
en los días otoñales...
Moscas de todas las horas,

de infancia y adolescencia,
de mi juventud dorada;
de esta segunda inocencia,
que da en no creer en nada,

de siempre... Moscas vulgares,
que de puro familiares
no tendréis digno cantor:
yo sé que os habéis posado

sobre el juguete encantado,
sobre el librote cerrado,
sobre la carta de amor,
sobre los párpados yertos
de los muertos.

Inevitables golosas,
que ni labráis como abejas,
ni brilláis cual mariposas;
pequeñitas, revoltosas,
vosotras, amigas viejas,
me evocáis todas las cosas.

lunes, 6 de septiembre de 2010

El otro yo

Se trataba de un muchacho corriente: en los pantalones se le formaban rodilleras, leía historietas, hacía ruido cuando comía, se metía los dedos a la naríz, roncaba en la siesta, se llamaba Armando Corriente en todo menos en una cosa: tenía Otro Yo.

El Otro Yo usaba cierta poesía en la mirada, se enamoraba de las actrices, mentía cautelosamente , se emocionaba en los atardeceres. Al muchacho le preocupaba mucho su Otro Yo y le hacía sentirse imcómodo frente a sus amigos. Por otra parte el Otro Yo era melancólico, y debido a ello, Armando no podía ser tan vulgar como era su deseo.

Una tarde Armando llegó cansado del trabajo, se quitó los zapatos, movió lentamente los dedos de los pies y encendió la radio. En la radio estaba Mozart, pero el muchacho se durmió. Cuando despertó el Otro Yo lloraba con desconsuelo. En el primer momento, el muchacho no supo que hacer, pero después se rehizo e insultó concienzudamente al Otro Yo. Este no dijo nada, pero a la mañama siguiente se habia suicidado.

Al principio la muerte del Otro Yo fue un rudo golpe para el pobre Armando, pero enseguida pensó que ahora sí podría ser enteramente vulgar. Ese pensamiento lo reconfortó.

Sólo llevaba cinco días de luto, cuando salió la calle con el proposito de lucir su nueva y completa vulgaridad. Desde lejos vio que se acercaban sus amigos. Eso le lleno de felicidad e inmediatamente estalló en risotadas . Sin embargo, cuando pasaron junto a él, ellos no notaron su presencia. Para peor de males, el muchacho alcanzó a escuchar que comentaban: «Pobre Armando.Y pensar que parecía tan fuerte y saludable».

El muchacho no tuvo más remedio que dejar de reír y, al mismo tiempo, sintió a la altura del esternón un ahogo que se parecía bastante a la nostalgia. Pero no pudo sentir auténtica melancolía, porque toda la melancolía se la había llevado el Otro Yo.

sábado, 4 de septiembre de 2010

No ha claudicado

Muchas noches había cumplido en sueños esto que ahora hacía: apretar el botón del timbre en la vieja casa de Millán. Siempre se despertaba rencoroso, fastidioso consigo mismo por esa debilidad del subconsciente, dispuesto a reintegrarse cuanto antes al odio de veinticinco años, a la rabia con que, sin poderlo evitar, solía murmurar el nombre de su hermano. Cierto que había evitado las explicaciones -¿de qué sirven en un caso así?- para no enturbiar el recuerdo de la madre con tanta sordidez. Tal vez alguien creyese que él había hecho números sobre el probable valor del anillo todo brillantes, el collar de perlas legítimas, las caravanas de topacios. Mentira. A Pascual sólo le importaba que hubieran pertenecido a la madre, saber que efectivamente la habían acompañado en su época buena, cuando vivía el padre y ella tenía aún color en las mejillas. Hubiera ofrecido en cambio la chacra de Treinta y Tres que le había tocado en el reparto y a la que ni siquiera visitaba.

No había querido pedir explicaciones. Simplemente había cortado el diálogo con Matías. Que se las guardara. Que las vendiese si quería. Y que entregase su alma al diablo también. Había sido una decisión relativamente fácil, no hablar más del asunto; después de todo se sentía cómodo, casi complacido en su silencio.

¿Y Matías? Matías, por supuesto, había aceptado la situación sin buscar la oportunidad de aclararla. Pascual no recordaba quién había evitado a quién. Sencillamente, no se habían hablado más y ninguno de ellos había buscado al otro. Pascual creía entenderlo: «Hace bien, se cura en salud. »

Desde muy temprano se había preparado para esto. Pascual se acordaba con nitidez de la época de la glorieta. Matías tenía entonces catorce y él doce años. A la hora de la siesta, mientras los padres descansaban y llegaba de la cocina el ruido de platos y de ollas y el runrún de las negras que durante el fregado intercambiaban los chismes del día, mientras el aire desidioso y caliente empujaba las hojas y de vez en cuando desprendía de ellas un bichopeludo repugnante y sedoso, Matías y él se tendían sobre los bancos de la glorieta a leer sus libros de vacaciones. Matías -arrollado, menudo, nervioso- miraba con desprecio las lecturas de Pascual (preferentemente, Buffalo Bill y Sandokan).

Pascual, por su parte dirigía algún vistazo reprobatorio a los títulos de ominosa sensiblería que exhibían los libros de su hermano (La hija del vi zconde, Madre y destino, La jíltima lágrima).

Entonces no coincidían en las lecturas; tampoco coincidieron luego en los amigos. Los compañeros de Pascual, que habían llegado trabajosamente hasta segundo de medicina, eran bromistas, enérgicos, desaforados. Los de Matías, que se aburrieron durante años en la misma mesa de café, eran desocupados de vagarosa abulia, tirando flojamente a intelectuales.

También Susana, la parienta pobre, los había separado. Matías fue el primero en enamorarse, y Pascual, que hasta ese momento se había fijado poco o nada en la primita, decidió impresionarla con sus torpes requiebros. Después de todo, un doble fracaso, ya que sorpresivamente Susana atrapó a un vejestorio adinerado y decidió confinarse en un hogar respetable, con razonables miras a una holgada viudez.

En una oportunidad, es cierto, los hermanos se habían unido y hasta regodeado en el asombro de sentirse solidarios: militaron en el mismo partido político y hasta figuraron en la lista del club. A menudo se encontrar ' on discutiendo, hombro a hombro, contra algún descreído, contra algún candidato a tránsfuga que registraba las promesas incumplidas, las fallas individuales de los pronombres. Pascual había pensado que, pese a sus disensiones, acaso no fuera demasiado tarde para sentir un arranque fraterno.

El padre ya había buscado y encontrado su síncope, de modo que noche a noche se quedaban a acompañar a la madre para distraería en lo posible de ese farragoso quebranto que iba a oprimir sin remedio sus últimos años. Después Matías se casó, y Pascual, que todavía hoy se aferraba a su paz de soltero, había dejado que se extinguiera esa modesta camaradería de la que, sin embargo, conservaron ambos un recuerdo agridulce.

Pero llegó la muerte de la madre, el único afecto estable que habían sostenido y del que Pascual no convalecería tan fácilmente. No hubo, en ninguno de sus frecuentes sueños, pesadilla más oprimente que esa visión de la pobre vieja queriendo desesperadamente irse de este mundo, con los gastados ojos llenos de zozobra cada vez que un bienintencionado le inventaba esperanzas. Pascual hubiera preferido una enfermedad con un síndrome y un foco precisos; no podía sobreponerse a la idea de que ella se hubiera muerto pura y exclusivamente de ganas de morir, de enrarecido hastío, de no querer aferrarse a noa. Sin embargo, a la compungiva sensación de no haberse hecho indispensable, de no haber conseguido que la madre desease, por lo menos, vivir por él, Pascual no podía, empero, rodearla de vergüenza. En él pesaba más la piedad, forzosamente deslumbrada por aquellos labios que no querían hablar, por aquellos ojos que no tenían ni siquiera tristeza.

Cuando ella terminó de morir, Matías y Susana tuvieron que ocuparse de todo, porque él estaba desquiciado, en un estado de semipostración y de sorpresa que no le dejaba mirarse a sí mismo sin compadecerse. Durantt- muchos días tuvo horror de que le hablaran de cifras, de intereses, de títulos. Una sola pregunta esperaba con ansia. Si Matías le hubiera ofrecido las joyas, las habría aceptado. Estaba dispuesto a entregar todo en cambio; se le había convertido en una estéril obsesión el guardar para sí aquel tesoro que cabía en una mano. No sabía exactamente por qué, pero le parecía lo más cercano a la madre, lo único que podía contenerla con mayor propiedad que aquel pobre cuerpo de los últimos meses. Ese collar, ese anillo, esos pendientes, eran aún la madre que sonreía, que todavía iba a fiestas, que daba el brazo al padre y lo invitaba a recorrer el jardín en remotas tardes de sombra vacilante.

Pero Matías no tocaba el tema. Intentó hablar de acciones; de tierras, de depósitos. Nada de las joyas. Pascual asentía: «Arreglalo corno quieras. Me da lo mismo.» Un pudor infrangible le vedaba extorsionar a Matías con su propio desamparo. Se sentía toscamente un pobre huérfano, tan desvalido como si hubiera tenido siete años, pero con la tediosa sensación de su chocante madurez, de que en adelante el llanto sólo iba a valer como un débil con uro de la piedad ajena.

Un día el hermano no vino a la entrevista concertada. «No quiere hablar. Mejor. Todo está claro.» En la conciencia de Pascual quedó definitivarnente confirmada la trampa de Matías, y cuando, dos meses más tarde, se cruzó con él en Mercedes y Piedad, ignoró provocativamente el pasito corto, la galera impecable, el habano legítimo, detalles que conocía tan bien como sus propios tics, como sus opacos y metódicos vicios.

No obstante, algo había que admitir. Gracias a la tenacidad de ese odio flamante, lleno en verdad de posibilidades, Pascual había logrado sobreponerse a la parálisis en que tendió a sumirle su autolástima. El odio a Matías lo había revivido, había dado pábulo a su diaria cavilación, creado el impulso útil para reintegrarle a su mundo de pocos estallidos, de esperadas y lentas repeticiones. Las joyas y su anhelada posesión terminaron por retroceder, por hacerse recuerdo, por conformarse con exaltar la bilis y apuntalar aquel ritual de abominación y de desprecio.

El collar, el anillo, los pendientes, que constituían el último nexo con la madre, y que, de todos modos, parecían afirmar su recuerdo, habían pasado a ser la imagen prócer que sostenía una oscura tradición, tan sólo eso.

Pascual soportaba la integridad de sus rencores. Reconocía que eran cuenta pendiente entre él y su hermano, nada más. No tenía por qué hablarlo con sienta, el abogado de Matías, ni con Sus cada vez menos amigos personales, ni siquiera con Susana, que una o dos veces por mes venía a tomar el té a, su apartamento de soltero (él la dejaba invitarse) y soltaba siempre, como al descuido, alguna preguntita destinada a averiguar qué misteriosa afrenta había ocasionado la ruptura. La confianza de tantos años autorizaba a Pascua¡ a contener la arremetedora curiosidad de la prima con un «qué te importa», que, sin llegar a molestarla, estaba visto que tampoco la saciaba, ya que en el té siguiente volvía a la carga con renovados bríos.

Susana se había convertido en una cincuentona costosamente vestida, pero el buen pasar de su viudez no había alcanzado para aligerarla de grasas ni menos aún para postergar una vejatorio y hombruna calvicie que, fuera de toda duda y bajo cualquier peluca, constituía el infranqueable martirio, la compensación abyecta de su buena vida. A veces Pascua¡, hombre de pocas y olvidadas pasiones, la contemplaba atento, como si no pudiera dar crédito a sus ojos, que inevitablemente tendían a compararla con la agradable coqueta de otrora, aquella buena pieza que en bailes y paseos, en carnavales de carruajes y flores, los había hecho suspirar a Matías y a él, por la posesión de su adorable cuerpecito.

Pero, francamente, ¿por qué iba a hablar con ella? Susana visitaba también a Matías y a su mujer. Los domingos generalmente almorzaba con ellos, después iban al Parque Rodó, a caminar por el borde del lago, a soportar sin comentarios el escándalo de los chicos en la calesita, para volver a eso de las siete, llenos de buen aire, sobre el vaivén del mismo tranvía. Susana no hallaba palabras para encarecerle a Pascual los deliciosos platos de Isoldita, la mujer de Matías, que hasta los cincuenta y tres años se había indignado puntualmente cada vez que alguien la llamaba con el diminutivo, pero que luego, cansada de su propia defensa, se había resignado -ya con dentadura postiza y reumatismo- a sentirse Isoldita.

Pascual no se conocía demasiado a sí mismo; en cambio conocía por experiencia los sorpresivos arranques de su prima. Una sola vez que hubiera hablado con ella de las joyas, habría bastado para asegurar la inmediata trasmisión a Matías de la equívoca, casi hedionda querella. En resumidas cuentas, Pascual había cortado el diálogo cori su hermano y no tenía intención de renovarlo.

¿No tenía esa intención? Muchas. veces había cumplido en sueños esto que ahora hacía: apretar el botón del timbre en la vieja casa de Millán. Siempre se había despertado rencoroso, pero ahora... ahora estaba implacablemente despierto, ahora no claudicaba sólo en el subconsciente, ahora estaba creando, en la realidad y con sus manos, su propia y necesaria humillación.

Todavía no podía creerlo. No lo había creído la tarde en que, al regresar del sepelio de Susana, se encontró con la notita de Sienta. No lo había creído una semana más tarde, cuando decidió llamar al abogado y éste le dijo que Matías quería hablarle, que (palabras de Matías) se trataba de algo impostergable, que fuera en seguida por la casa de Millán, porque él no podía salir, estaba enfermo. No lo había creído en el momento en que Sienta le arrancó la promesa y ahora, sin embargo, estaba aquí, desorientado, todavía indeciso, cuando en rigor ya de nada servía la indecisión. Había cedido, el timbre sonaba adentro y su corazón estaba viejo. Susana, la pobre y cargante Susana, se había ido, con peluca y todo, al fondo de la tierra. A Pascual le parecía sentir que en toda existencia, como en la diaria jornada, también llegaba una hora del Angelus, y que él estaba viviendo esa hora. Susana era ya un recuerdo inescrutable, que él no amaba ni nunca hubiera podido amar, pero que había dejado un módico vacío circundante.

Tanteó la puerta de hierro, sabiendo lo que hacía, y comprobó que estaba abierta. La empujó suavemente para que no rechinara, y penetró, después de veinticinco años, en el jardín de siempre. A la derecha, el cantero de malvones blancos y la estatua con los tres angelitos que seguían orinando. Después la piedra larga, donde en las mañanas de verano había jugado interminables solitarios de payana. Luego el abeto del Cáucaso, que había llegado en su cajoncito de procedencia europea, aunque no precisamente del Cáucaso, y que todos anunciaron que se iba a secar. Allá atrás, medio oculta por la casa, la glorieta; uno de los bancos se había roto, y las hojas -quién sabe- parecían más débiles y oscuras.

Entonces la puerta se abrió y Pascual vio algo así como la madre de Isoldita, o la tía, o acaso una parienta vieja, que no sabía exactamente qué decir. Pero la sonrisa conservaba su nombre. «¿Cómo le va, Isoldita?», dijo con cierta vergüenza. Ella le tendió la mano y él sintió la obligación de entrar, la horrible curiosidad de intrc>ducirse en la sala y enfrentarse al gran retrato al óleo de la madre, hecho por aquel pintor vasco que había cobrado trescientos pesos por olvidar el tiempo y las arrugas. No se detuvo allí, pasó rápidamente siguiendo a Isoldita, pero la ojeada le bastó para comprobar qué poco recordaba de aquel rostro. La cuñada llevaba luto, por Susana, claro, y toda la casa estaba a oscuras, las persianas cerradas y hasta un toldo corrido. «Matías está arriba», dijo ella, como disculpándose. Pascual se sintió levemente mareado. En rigor le vino una bocanada de asco al sentir un dolor agudo en las coyunturas por el esfuerzo de subir esa misma escalera que antes había trepado en cuatro saltos.

Isoldita abrió la puerta y con las cejas le indicó que entrara. Era el antiguo dormitorio de la madre pero estaba él -¿era «eso» Matías?- en el lado izquierdo de la cama con una bufanda grisácea, los ojos abo;agados y el cabello en mechones. Pascual se acercó, cada paso costándole una,vida, y Matías dijo, sin esfuerzo aparente: «Sentate allí, por favor. » Se sentó, no había abierto la boca y el otro ya agregaba: «Mirá, tenía que hablarte. Ha habido un mal entendido ¿sabés?» Pascual sintió un repentino calor en las sienes y movió los labios: « ¿Te parece?» Matías estaba nervioso, con las manos estrujaba la colcha y no hallaba acomodo.

De pronto empezó a hablar, lo dijo todo casi de un tirón. Más tarde Pascual iba a recordar confusamente que él había querido interrumpir la explicación, pero que de nada había servido. Matías, aflebrado, incrustando las palabras en su propia tos, gritando a veces, acomodando maquinalmente la almohada que siempre tendía a resbalársele detrás de la cabeza, parecía afanoso por llegar al final, por convencerse de que el otro entendía: «Voy a serte franco. Claro, quizás ya no sea tiempo de ser franco. Pensarás así y tendrás razón, toda la razón del mundo. Lo cierto es que cuando murió mamá... el quince hizo veinticinco años, parece mentira... yo dejé de verte, de hablarte... te juro que habías terminado para mí... Sí, ya sé, no viniste a verme, me negaste el saludo, eso fue lo peor, porque yo creía que no querías hablarme de las joyas... Claro, claro... Ya sé que no, pero entonces lo ignoraba todo. Sólo comprendía que no querías-hablarme porque te habías llevado el collar, los anillos, los pendientes... Para mí eso era indiscutible, porque habían desaparecido y vos no hablabas de ese tema prohibido. Yo no sé qué habrán representado para vos; para mí, al ínenos, eran la presencia de mamá. Por eso no podía perdonarte, ¿me entendés? No podía perdonarte que no quisieras hablar del asunto, y, a la vez (aquí está mi necedad), no quería hablarte yo. Comprendé que yo no podía pedirte nada. Esperé que vinieras, no sabés con qué ansia esperé que vinieras. ¡Pero cómo te odiaba! Durante veinticinco años, día por día, ¿no te parece francamente horrible? Quién sabe hasta cuándo se hubiera estirado ese rencor si no muere Susana... Nos llamó hace unos días, ¿sabés? Apenas podía hablar, pero nos dio las joyas. Era ella, la cretina. Se las había llevado cuando la muerte de mamá. Ella, la inmunda Isoldita la miraba y no podía creerlo. Veinticinco años... ¿te das cuenta? Y yo sin hablarte... yo sin verte ... »

Sólo entonces parece aflojarse y relajar un poco músculos y nervios. Pero en seguida recuerda lo demás y se apoya en la mesita de noche. Las manos le tiemblan un poco, pero abre ruidosamente uno de los cajones y saca un paquete verde y alargado. «Tomá», dice, y lo tiende a Pascual. «Tomá, te digo. Quiero castigarme por mi necedad, por mi desconfianza. Ahora que al fin tengo las joyas, quiero que te las lleves. ¿Entendés?»

Pascual no dice nada. Tiene sobre las rodillas el paquetito verde y se siente como nunca ridículo. Trata de pensar: «De modo que Susana ... », pero ya Matías ha arrancado de nuevo y habla a los tirones: «Hay que recuperar el tiempo perdido. Quiero tener otra vez un hermano. Quiero que vengas a vivir con nosotros, aquí, en tu casa. Isoldita también te lo pide. »

Pascual balbucea que lo va a pensar, que ya habrá tiempo para discutirlo con calma. No puede más, eso es lo grave. Quiere salir de la sorpresa, saber a ciencia cierta qué piensa de esto, pero la voz del otro lo acorrala, le exige -como el más adecuado recibo de las joyas- el fétido perdón.

Matías tiene ahora otro acceso de tos, mucho más violento que los anteriores, y Pascual aprovecha la tregua para ponerse de pie, murmurar cualquier evasiva, prometiendo volver, y estrechar el sudor de aquella mano que parece gemela de la suya. " cuñada que ha asistido, sin pronunciarse, a todo el arrepentimiento, lo acompaña otra vez hasta la puerta. «Adiós, Isolda», dice, y ella, agradecida, no le exige que vuelva.

Mira sin nostalgia la piedra larga y los angelitos, cierra la puerta de hierro de modo que rechine, y de nuevo se encuentra en la calle. A decir verdad, no ha claudicado. La mano izquierda sigue apretando el paquete y él siente de pronto unas ganas irrefrenables de fumar. Entonces se detiene en la esquina, enciende un cigarrillo, y al sentir en el paladar la vieja fruición del humo, ve repentinamente todo claro. Ahora las joyas ya no importan, el odio hacia Matías sigue intacto; la prima Susana que en paz descanse.

La higuera

Porque es áspera y fea,
porque todas sus ramas son grises
yo le tengo piedad a la higuera.

En mi quinta hay cien árboles bellos,
ciruelos redondos,
limoneros rectos
y naranjos de brotes lustrosos.

En las primaveras
todos ellos se cubren de flores
en torno a la higuera.
Y la pobre parece tan triste
con sus gajos torcidos, que nunca
de apretados capullos se viste...

Por eso,
cada vez que yo paso a su lado
digo, procurando
hacer dulce y alegre mi acento:
"Es la higuera el mas bello
de los árboles todos del huerto".

Si ella escucha,
si comprende el idioma en que hablo,
¡Que dulzura tan honda hará nido
en su alma sensible de árbol!

Y tal vez, a la noche,
cuando el viento abanique su copa,
embriagada de gozo le cuente:
"Hoy a mí me dijeron hermosa".

viernes, 3 de septiembre de 2010

Lingüistas

Tras la cerrada ovación que puso término a la sesión plenaria del congreso internacional de lingüítica y afines, la hermosa taquígrafa regogió sus lápices y sus papeles y se dirigó a la salida abiéndose paso entre un centenar de lingüistas, filólogos, eniólogos, críticos estructuralistas y deconstruccionalistas, todos los cuales siguieron su barboso desplazamiento con una admiración rallana en la grosemática. De pronto, las diversas acuñaciones cerebrales adquirieron vigencia fónica: ¡Qué sintagma, qué polisemia, qué significante, qué diacronía, qué centrar ceterorum, qué zungespitze, qué morfema! La hermosa taquígrafa desfiló impertérrita y adusta entre aquella selva de fonémas. Solo se la vió sonreír, alagada y, tal vez, vulnerable, cuando el jóven ordenanza, antes de abrirle la puerta, murmuró casi en su oído: ¡Cosita linda!
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