miércoles, 29 de junio de 2011

Un Elefante Ocupa Mucho Espacio


-por Elsa Bornemann-

Que un elefante ocupa mucho espacio lo sabemos todos. Pero que Víctor, un elefante de circo, se decidió una vez a pensar "en elefante", esto es, a tener una idea tan enorme como su cuerpo... ah... eso algunos no lo saben, y por eso se los cuento:

Verano. Los domadores dormían en sus carromatos, alineados a un costado de la gran carpa. Los animales velaban desconcertados. No era para menos: cinco minutos antes el loro había volado de jaula en jaula comunicándoles la inquietante noticia. El elefante había declarado huelga general y proponía que ninguno actuara en la función del día siguiente.
-¿Te has vuelto loco, Víctor?- le preguntó el león, asomando el hocico por entre los barrotes de su jaula. -¿Cómo te atreves a ordenar algo semejante sin haberme consultado? ¡El rey de los animales soy yo!
La risita del elefante se desparramó como papel picado en la oscuridad de la noche:
-Ja. El rey de los animales es el hombre, compañero. Y sobre todo aquí, tan lejos de nuestras selvas...
- ¿De qué te quejas, Víctor? -interrumpió un osito, gritando desde su encierro. ¿No son acaso los hombres los que nos dan techo y comida?
- Tú has nacido bajo la lona del circo... -le contestó Víctor dulcemente. La esposa del criador te crió con mamadera... Solamente conoces el país de los hombres y no puedes entender, aún, la alegría de la libertad...
- ¿Se puede saber para qué hacemos huelga? -gruñó la foca, coleteando nerviosa de aquí para allá.
- ¡Al fin una buena pregunta! -exclamó Víctor, entusiasmado, y ahí nomás les explicó a sus compañeros que ellos eran presos... que trabajaban para que el dueño del circo se llenara los bolsillos de dinero... que eran obligados a ejecutar ridículas pruebas para divertir a la gente... que se los forzaba a imitar a los hombres... que no debían soportar más humillaciones y que patatín y que patatán. (Y que patatín fue el consejo de hacer entender a los hombres que los animales querían volver a ser libres... Y que patatán fue la orden de huelga general...)
- Bah... Pamplinas... -se burló el león-. ¿Cómo piensas comunicarte con los hombres? ¿Acaso alguno de nosotros habla su idioma?
- Sí -aseguró Víctor. El loro será nuestro intérprete -y enroscando la trompa en los barrotes de su jaula, los dobló sin dificultad y salió afuera. En seguida, abrió una tras otra las jaulas de sus compañeros.
Al rato, todos retozaban en los carromatos. ¡hasta el león!
Los primeros rayos de sol picaban como abejas zumbadoras sobre las pieles de los animales cuando el dueño del circo se desperezó ante la ventana de su casa rodante. El calor parecía cortar el aire en infinidad de líneas anaranjadas... (los animales nunca supieron si fue por eso que el dueño del circo pidió socorro y después se desmayó, apenas pisó el césped...)
De inmediato, los domadores aparecieron en su auxilio:
- Los animales están sueltos!- gritaron acoro, antes de correr en busca de sus látigos.
- ¡Pues ahora los usarán para espantarnos las moscas!- les comunicó el loro no bien los domadores los rodearon, dispuestos a encerrarlos nuevamente.
- ¡Ya no vamos a trabajar en el circo! ¡Huelga general, decretada por nuestro delegado, el elefante!
- ¿Qué disparate es este? ¡A las jaulas! -y los látigos silbadores ondularon amenazadoramente.
- ¡Ustedes a las jaulas! -gruñeron los orangutanes. Y allí mismo se lanzaron sobre ellos y los encerraron. Pataleando furioso, el dueño del circo fue el que más resistencia opuso. Por fin, también él miraba correr el tiempo detrás de los barrotes.
La gente que esa tarde se aglomeró delante de las boleterías, las encontró cerradas por grandes carteles que anunciaban: CIRCO TOMADO POR LOS TRABAJADORES. HUELGA GENERAL DE ANIMALES.
Entretanto, Víctor y sus compañeros trataban de adiestrar a los hombres:
- ¡Caminen en cuatro patas y luego salten a través de estos aros de fuego! ¡Mantengan el equilibrio apoyados sobre sus cabezas!
- ¡No usen las manos para comer! ¡Rebuznen! ¡Maúllen! ¡Ladren! ¡Rujan!

- ¡BASTA, POR FAVOR, BASTA! - gimió el dueño del circo al concluir su vuelta número doscientos alrededor de la carpa, caminando sobre las manos-. ¡Nos damos por vencidos! ¿Qué quieren?
El loro carraspeó, tosió, tomó unos sorbitos de agua y pronunció entonces el discurso que le había enseñado el elefante:
- ... Con que esto no, y eso tampoco, y aquello nunca más, y no es justo, y que patatín y que patatán... porque... o nos envían de regreso a nuestras selvas... o inauguramos el primer circo de hombres animalizados, para diversión de todos los gatos y perros del vecindario. He dicho.
Las cámaras de televisión transmitieron un espectáculo insólito aquel fin de semana: en el aeropuerto, cada uno portando su correspondiente pasaje en los dientes (o sujeto en el pico en el caso del loro), todos los animales se ubicaron en orden frente a la puerta de embarque con destino al África.
Claro que el dueño del circo tuvo que contratar dos aviones: En uno viajaron los tigres, el león, los orangutanes, la foca, el osito y el loro. El otro fue totalmente utilizado por Víctor... porque todos sabemos que un elefante ocupa mucho, mucho espacio...

NOTA:Este cuento, junto con todos los incluidos en el libro titulado "Un elefante ocupa mucho espacio" fue prohibido en la época del proceso militar.
Saludos!

viernes, 24 de junio de 2011

La cueva de la mora

I

Frente al establecimiento de baños de Fitero, y sobre unas rocas cortadas a pico, a cuyos pies corre el río Alhama, se ven todavía los restos abandonados de un castillo árabe, célebre en los fastos gloriosos de la reconquista por haber sido teatro de grandes y memorables hazañas, así por parte de los que lo defendieron como de los que valerosamente clavaron sobre sus almenas el estandarte de la cruz. De los muros no quedan más que algunos ruinosos vestigios; las piedras de la atalaya han caído unas sobre otras al foso y lo han cegado por completo; en el patio de armas crecen zarzales y matas de jaramago; por todas partes adonde se vuelven los ojos no se ven más que arcos rotos, sillares oscuros y carcomidos; aquí un lienzo de barbacana, entre cuyas hendiduras nace la yedra; allí un torreón que aún se tiene en pie como por milagro; más allá los postes de argamasa con las anillas de hierro que sostenían el puente colgante.

Durante mi estancia en los baños, ya por hacer ejercicio, que, según me decían, era conveniente al estado de mi salud, ya arrastrado por la curiosidad, todas las tardes tomaba entre aquellos vericuetos el camino que conduce a las ruinas de la fortaleza árabe y allí me pasaba las horas y las horas escarbando el suelo por ver si encontraba algunas armas, dando golpes en los muros para observar si sonaba a hueco y sorprender el escondrijo de un tesoro, y metiéndome por todos los rincones, con la idea de encontrar la entrada de alguno de esos subterráneos que es fama existen en todos los castillos de los moros.

Mis diligentes pesquisas fueron por demás infructuosas.

Sin embargo, uuna tarde en que, ya desesperanzado de hallar algo nuevo y curioso en los alto de la roca sobre la que se asienta el castillo,renuncié a subir a ella, y limité mi paseo a las orillas del río que corre a sus pies, andando a lo largo de la ribera, vi una especie de boquerón abierto en la peña viva y medio oculto por frondosos y espesísimos matorrales. No sin mi poquito de temor, separé el ramaje que cubría la entrada de aquello que me pareció cueva formada por la naturaleza y que, después que anduve algunos pasos, vi era un subterráneo abierto a pico.

No pudiendo penetrar hasta el fondo, que se perdía entre las sombras, me limité a observar cuidadosamente los accidentes de la bóveda y del piso, que me pareció que se elevaba formando como unos grandes peldaños en dirección a la altura en que se halla el castillo de que ya he hecho mención, y en cuyas ruinas recordé entonces haber visto una poterna cegada. Sin duda, había descubierto uno de esos caminos secretos, tan comunes en las obras militares de aquella época, el cual debió servir para hacer salidas falsas o coger, estando sitiados, el agua del río que corre allí inmediato.

Para cerciorarme de la verdad que pudiera haber en mis inducciones, después que salí de la cueva por donde mismo había entrado, trabé conversación con un trabajador que andaba podando unas viñas en aquellos vericuetos, y al cual me acerqué so pretexto de pedirle lumbre para encender un cigarrillo.

Hablamos de varias cosas indiferentes: de las propiedades medicinales de las aguas de Fitero, de la cosecha pasada y la por venir, de las mujeres de Navarra y el cultivo de las viñas; hablamos, en fin, de todo lo que al buen hombre se le ocurrió, primero que de la cueva, objeto de mi curiosidad.

Cuando, por último, la conversación recayó sobre este punto, le pregunté si sabía de alguien que hubiese penetrado en ella y visto su fondo.

—¡Penetrar en la cueva de la Mora! —me dijo, como asombrado al oír mi pregunta—. ¿Quien había de atreverse? ¿No sabe usted que de esa sima sale todas las noches un ánima?

—¡Un ánima! —exclamé yo, sonriéndome—. ¿El ánima de quién?

— El ánima de la hija de un alcaide moro que anda todavía penando por estos lugares, y se la ve todas las noches salir vestida de blanco de esa cueva, y llena en el río una jarrica de agua.

Por explicación de aquel buen hombre vine en conocimiento de que acerca del castillo árabe y del subterráneo que yo suponía en comunicación con él había alguna historieta, y como yo soy muy amigo de oír todas estas tradiciones especialmente de labios de la gente del pueblo, le supliqué me la refiriese, lo cual hizo, poco más o menos, en los mismos términos que yo, a mi vez, se la voy a referir a mis lectores.

II

Cuando el castillo, del que ahora sólo restan algunas informes ruinas, se tenía aún por los reyes moros, y sus torres, de las que no ha quedado piedra sobre piedra, dominaban desde lo alto de la roca en que tienen asiento todo aquel fertilísimo valle que fecunda el río Alhama, tuvo lugar junto a la villa de Fitero una reñida batalla, en la cual cayó herido y prisionero de los árabes un famoso caballero cristiano, tan digno de renombre por su piedad como por su valentía.

Conducido a la fortaleza y cargado de hierros por sus enemigos, estuvo algunos días en el fondo de un calabozo luchando entre la vida y la muerte, hasta que, curado casi milagrosamente de sus heridas, sus deudos le rescataron a fuerza de oro.

Volvió el cautivo a su hogar; volvió a estrechar entre sus brazos a los que le dieron el ser. Sus hermanos de armas y sus hombres de guerra se alborozaron al verle, creyendo llegada la hora de emprender nuevos combates; pero el alma del caballero se había llenado de una profunda melancolía, y ni el cariño paterno ni los esfuerzos de la amistad eran parte a disipar su estraña melancolía.

Durante su cautiverio logró ver a la hija del alcaide moro, de cuya hermosura tenía noticias por la fama antes de conocerla; pero que cuando la hubo conocido la encontró tan superior a la idea que de ella se había formado, que no pudo resistir a la seducción de sus encantos y se enamoró perdidamente de un objeto para él imposible.

Meses y meses pasó el caballero forjando los proyectos más atrevidos y absurdos: ora imaginaba un medio de romper las barreras que lo separaban de aquella mujer, ora hacía los mayores esfuerzos por olvidarla, y ya se decidía por una cosa, ya se mostraba partidario de otra absolutamente opuesta, hasta que, al fin, un día reunió a sus hermanos y compañeros de armas, hizo llamar a sus hombres de guerra y, después de hacer con el mayor sigilo todos los aprestos necesarios, cayó de improviso sobre la fortaleza que guardaba a la hermosura objeto de su insensato amor.

Al partir a esta expedición, todos creyeron que sólo movía a su caudillo el afán de vengarse de cuanto le habían hecho sufrir arrojándole en el fondo de sus calabozos; pero después de tomada la fortaleza, no se ocultó a ninguno la verdadera causa de aquella arrojada empresa, en que tantos buenos cristianos habían perecido para contribuir al logro de una pasión indigna.

El caballero, embriagado en el amor que, al fin, logró encender en el pecho de la hermosísima mora, no hacía caso de los consejos de sus amigos, ni paraba mientes en las murmuraciones y las quejas de sus soldados. Unos y otros clamaban por salir cuanto antes de aquellos muros, sobre los cuales era natural que habían de caer nuevamente los árabes, repuestos del pánico de la sorpresa.

Y, en efecto, sucedió así: el alcaide allegó de los lugares comarcanos y una mañana el vigía que estaba puesto en la atalaya de la torre bajó a anunciar a los enamorados amantes que por toda la sierra que desde aquellas rocas se descubre se veía bajar tal nublado de guerreros, que bien podía asegurarse que iba a caer sobre el castillo la morisma entera.

La hija del alcaide se quedó al oírlo pálida como la muerte; el caballero pidió sus armas a grandes voces y todo se puso en movimiento en la fortaleza. Los soldados salieron en tumulto de sus cuadras; los jefes comenzaron a dar órdenes; se bajaron los rastrillos, se levantó el puente colgante y se coronaron de ballesteros las almenas.

Algunas horas después comenzó el asalto.

El castillo podía llamarse con razón inexpugnable. Solo por sorpresa, como se apoderaron de él los cristianos, era posible rendirlo. Resistieron, pues, sus defensores una, dos y hasta diez embestidas.

Los moros se limitaron, viendo la inutilidad de sus esfuerzos, a cercarlo estrechamente para hacer capitular a sus defensores por hambre.

El hambre comenzó, en efecto, a hacer estragos horrorosos entre los cristianos; pero sabiendo que, una vez rendido el castillo, el precio de la vida de sus defensores era la cabeza de su jefe, ninguno quiso hacerle traición, y los mismos que habían reprobado su conducta juraron perecer en su defensa.

Los moros impacientes, resolvieron dar un nuevo asalto al mediar la noche. La embestida fue rabiosa, la defensa desesperada y el choque horrible. Durante la pelea, el alcaide, partida la frente de un hachazo cayó al foso desde lo alto del muro, al que había logrado subir con la ayuda de una escala, al mismo tiempo que el caballero recibía un golpe mortal en la brecha de la barbacana, en donde unos y otros combatían cuerpo a cuerpo entre las sombras.

Los cristianos comenzaron a cejar y a replegarse. En este punto la mora se inclinó sobre su amante, que yacía en el suelo, moribundo, y tomándolo en sus brazos con unas fuerzas que hacían mayores la desesperación y la idea del peligro, lo arrastró hasta el patio de armas. Allí tocó a un resorte, se levantó una piedra como movida de un impulso sobrenatural y por la boca que dejó ver al levantarse, desapareció con su preciosa carga y comenzó a descender hasta llegar al fondo del subterráneo.

III

Cuando el caballero volvió en sí, tendió a su alrededor una mirada llena de extravío, y dijo:

—¡Tengo sed! ¡Me muero! ¡Me abraso!

Y en su delirio precursor de la muerte, de sus labios secos, al pasar por los cuales silbaba la respiración sólo se oían salir estas palabras angustiosas:

—¡Tengo sed! ¡Me abraso! ¡Agua! ¡Agua!

La mora sabía que aquel subterráneo tenía una salida al valle por donde corre el río. El valle y todas las alturas que lo coronan estaban llenos de soldados moros, que, una vez rendida la fortaleza, buscaban en vano por todas partes al caballero y a su amada para saciar en ellos su sed de exterminio. Sin embargo, no vaciló un instante, y tomando el casco del moribundo, se deslizó como una sombra por entre los matorrales que cubrían la boca de la cueva y bajó a la orilla del río.

Ya había tomado el agua, ya iba a incorporarse para volver de nuevo al lado de su amante, cuando silbó una saeta y exhaló un grito.

Dos guerreros moros que velaban alrededor de la fortaleza habían disparados sus arcos en la dirección en que oyeron moverse las ramas.

La mora, herida de muerte, logró, sin embargo, arrastrarse a la entrada del subterráneo y penetrar hasta el fondo, donde se encontraba el caballero. Éste, al verla cubierta de sangre y próxima a morir, volvió en su razón y, conociendo la enormidad del pecado que tan duramente expiaban, volvió sus ojos al cielo, tomó el agua que su amante le ofrecía y, sin acercársela a los labios, preguntó a la mora:

—¿Quieres ser cristiana? ¿Quieres morir en mi religión y, si me salvo, salvarte conmigo?

La mora, que había caído al suelo desvanecida con la falta de sangre, hizo un movimiento imperceptible con la cabeza, sobre la cual derramó el caballero el agua bautismal invocando el nombre del Todopoderoso.

Al otro día, el soldado que disparó la saeta vio un rastro de sangre a la orilla del río, y siguiéndolo entró en la cueva, donde encontró los cadáveres del caballero y su amada, que aún vienen por las noches a vagar por estos contornos.

El puente del Inca

Cuenta la leyenda que hace muchos, muchísimos años, el heredero del trono del Imperio Inca, se debatía entre la vida y la muerte, siendo víctima de una extraña y misteriosa enfermedad.

Las curas, rezos y recursos de los hechiceros nada lograban y desesperaban por no poder devolverle la salud.

El pueblo amaba intensa y entrañablemente al Príncipe de los Incas. Invocaba a sus Dioses y realizaba sacrificios en su honor.

Fueron convocados los más grandes sabios del reino, quienes afirmaron que sólo podría sanarlo el maravilloso poder del agua de una vertiente, ubicada en una lejana comarca.

Partieron en numerosa caravana, vencieron infinidad de dificultades, marcharon durante meses en que veían agotadas sus fuerzas, y un día se detuvieron ante una profunda quebrada, en cuyo fondo corrían las aguas de un tempestuoso río.

Enfrente, en el lado opuesto, se observaba el codiciado manantial, pero... ¿cómo hacer para llegar a ese inaccesible lugar?

Meditaron durante mucho tiempo, tratando de buscar una forma de llegar hasta las milagrosas aguas, pero todo era en vano.

Cuando ya la desesperación los dominaba: aconteció un hecho extraordinario: de pronto se oscureció el cielo, tembló el piso granítico y vieron caer, desde las altas cimas, enormes moles de piedra que producían un estrépito aterrador.

Pasado el estruendo, y más calmado el ánimo, los indígenas divisaron asombrados, un puente que les permitía llegar sin dificultad hasta la fuente maravillosa. Transportaron hacia ella al Príncipe, quien bebió de sus aguas y pronto recuperó la salud.

La omnipotencia del Dios Inti, el Sol, y de Mama-Quilla, la Luna, habían realizado el milagro.

Así surgió ese arco monumental de piedra, que recibió el nombre de “Puente del Inca”, que se levanta custodiado por el Aconcagua, rodeado por la imponente belleza de los Andes.

LOS CAZADORES DE RATAS - Horacio Quiroga

Una siesta de invierno, las víboras de cascabel, que dormían extendidas sobre la greda, se arrollaron bruscamente al oír insólito ruido. Como la vista no es su agudeza particular, las víboras mantuviéronse inmóviles, mientras prestaban oído.

-Es el ruido que hacían aquéllos...-murmuró la hembra.

-Sí, son voces de hombres; son hombres -afirmó el macho.

Y pasando una por encima de la otra se retiraron veinte metros. Desde allí miraron. Un hombre alto y rubio y una mujer rubia y gruesa se habían acercado y hablaban observando los alrededores. Luego, el hombre midió el suelo a grandes pasos, en tanto que la mujer clavaba estacas en los extremos de cada recta. Conversaron después, señalándose mutuamente distintos lugares, y por fin se alejaron.

-Van a vivir aquí -dijeron las víboras-. Tendremos que irnos.

En efecto, al día siguiente llegaron los colonos con un hijo de tres años y una carreta en que había catres, cajones, herramientas sueltas y gallinas atadas a la baranda. Instalaron la carpa, y durante semanas trabajaron todo el día. La mujer interrumpíase para cocinar, y el hijo, un osezno blanco, gordo y rubio, ensayaba de un lado a otro su infantil marcha de pato.

Tal fue el esfuerzo de la gente aquella, que al cabo de un mes tenían pozo, gallinero y rancho prontos. -aunque a éste le faltaban aún las puertas. Después, el hombre ausentose por todo un día, volviendo al siguiente con ocho bueyes, y la chacra comenzó.

Las víboras, entretanto, no se decidían a irse de su paraje natal. Solían llegar hasta la linde del pasto carpido, y desde allí miraban la faena del matrimonio. Un atardecer en que la familia entera había ido a la chacra, las víboras, animadas por el silencio, se aventuraron a cruzar el peligroso páramo y entraron en el rancho. Recorriéndolo, con cauta curiosidad, restregando su piel áspera contra las paredes.

Pero allí había ratas; y desde entonces tomaron cariño a la casa. Llegaban todas las tardes hasta el límite del patio y esperaban atentas a que aquella quedara sola. Raras veces tenían esa dicha. Y a más, debían precaverse de las gallinas con pollos, cuyos gritos, si las veían, delatarían su presencia.

De este modo, un crepúsculo en que la larga espera habíalas distraído, fueron descubiertas por una gallineta, que, después de mantener un rato el pico extendido, huyó a toda ala abierta, gritando. Sus compañeras comprendieron el peligro sin ver, y la imitaron.

El hombre, que volvía del pozo con un balde, se detuvo al oír los gritos. Miró un momento, y dejando el balde en el suelo se encaminó al paraje sospechoso. Al sentir su aproximación, las víboras quisieron huir, pero únicamente una tuvo el tiempo necesario, y el colono halló sólo al macho. El hombre echó una rápida ojeada alrededor, buscando un arma y llamó -los ojos fijos en el gran rollo oscuro:

-¡Hilda! ¡Alcanzáme la azada, ligero! ¡Es una serpiente de cascabel!

La mujer corrió y entregó ansiosa la herramienta a su marido.

Tiraron luego lejos, más allá del gallinero, el cuerpo muerto, y la hembra lo halló por casualidad al otro día. Cruzó y recruzó cien veces por encima de él, y se alejó al fin, yendo a instalarse como siempre en la linde del pasto, esperando pacientemente a que la casa quedara sola.

La siesta calcinaba el paisaje en silencio; la víbora había cerrado los ojos amodorrada, cuando de pronto se replegó vivamente: acababa de ser descubierta de nuevo por las gallinetas, que quedaron esta vez girando en torno suyo, gritando todas a contratiempo. La víbora mantúvose quieta, prestando oído. Sintió al rato ruido de pasos -la Muerte. Creyó no tener tiempo de huir, y se aprestó con toda su energía vital a defenderse.

En la casa dormían todos, menos el chico. Al oír los gritos de las gallinetas, apareció en la puerta, y el sol quemante le hizo cerrar los ojos. Titubeó un instante, perezoso, y al fin se dirigió con su marcha de pato a ver a sus amigas las gallinetas. En la mitad del camino se detuvo, indeciso de nuevo, evitando el sol con el brazo. Pero las gallinetas continuaban en girante alarma, y el osezno rubio avanzó.

De pronto lanzó un grito y cayó sentado. La víbora, presta de nuevo a defender su vida, deslizóse dos metros y se replegó. Vio a la madre en enaguas correr hacia su hijo, levantarlo y gritar aterrada.

-¡Otto, Otto! ¡Lo ha picado una víbora!

Vio llegar al hombre, pálido, y lo vio llevar en sus brazos a la criatura atontada. Oyó la carrera de la mujer al pozo, sus voces. Y al rato, después de una pausa, su alarido desgarrador:

-¡Hijo mío...!


Nota: Horacio Quiroga nació en Salto, República Oriental del Uruguay. Sin embargo, por sus muchos años de residencia argentina, por haber publicado casi todos sus libros en Buenos Aires y por el ambiente y los temas de sus obras, puede legítimamente ser considerado escritor argentino.


Fuente: QUIROGA, HORACIO, Anaconda. El salvaje. Pasado amor. Buenos Aires, Sur, 1960 (págs. 173-174)

EXISTE UN HOMBRE QUE TIENE LA COSTUMBRE DE PEGARME CON UN PARAGUAS EN LA CABEZA - Fernando Sorrentino

Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza. Justamente hoy se cumplen cinco años desde el día en que empezó a pegarme con el paraguas en la cabeza. En los primeros tiempos no podía soportarlo; ahora estoy habituado.

No sé cómo se llama. Sé que es un hombre común, de traje gris, levemente canoso, con un rostro vago. Lo conocí hace cinco años, en una mañana calurosa. Yo estaba leyendo el diario, a la sombra de un árbol, sentado pacíficamente en un banco del bosque de Palermo. De pronto, sentí que algo me tocaba la cabeza. Era este mismo hombre que, ahora, mientras estoy escribiendo, continúa mecánicamente e indiferentemente pegándome paraguazos.

En aquella oportunidad me di vuelta lleno de indignación (me da mucha rabia que me molesten cuando leo el diario): el siguió tranquilamente aplicándome golpes. Le pregunté si estaba loco: ni siquiera pareció oírme. Entonces lo amenace con llamar a un vigilante: e imperturbable y sereno, continuó con su tarea. Después de unos instantes de indecisión y viendo que no desistía de su actitud, me puse de pie y le di un terrible puñetazo en el rostro. Sin duda, es un hombre débil: sé que, pese al ímpetu que me dictó mi rabia, yo no pego tan fuerte. Pero el hombre, exhalando un tenue quejido, cayó al suelo. En seguida, y haciendo al parecer, un gran esfuerzo, se levantó y volvió silenciosamente a pegarme con el paraguas en la cabeza. La nariz le sangraba, y, en ese momento, no sé por qué, tuve lástima de ese hombre y sentí remordimientos por haberle pegado de esa manera. Porque, en realidad, el hombre no me pegaba lo que se llama paraguazos; más bien me aplicaba unos leves golpes, totalmente indoloros. Claro está que esos golpes son infinitamente molestos. Todos sabemos que, cuando una mosca se nos posa en la frente, no sentimos dolor alguno: sentimos fastidio. Pues bien, aquel paraguas era una gigantesca mosca que, a intervalos regulares, se posaba, una y otra vez, en mi cabeza. O, si se quiere, una mosca del tamaño de un murciélago.

De manera que yo no podía soportar ese murciélago. Convencido de que me hallaba ante un loco, quise alejarme. Pero el hombre me siguió en silencio, sin dejar de pegarme. Entonces empecé a correr (aquí debo puntualizar que hay pocas personas tan veloces como yo). Él salió en persecución mía, tratando infructuosamente de asestarme algún golpe. Y el hombre jadeaba, jadeaba, jadeaba y resoplaba tanto, que pensé que, si seguía obligándolo a correr así, mi torturador caería muerto allí mismo.

Por eso detuve mi carrera y retomé la marcha. Lo miré. En su rostro no había gratitud ni reproche. Sólo me pegaba con el paraguas en la cabeza. Pensé en presentarme en la comisaría, decir: "Señor oficial, este hombre me está pegando con un paraguas en la cabeza." Sería un caso sin precedentes. El oficial me miraría con suspicacia, me pediría documentos, comenzaría a formularme preguntas embarazosas, tal vez terminaría por detenerme.

Me pareció mejor volver a casa. Tomé el colectivo 67. Él, sin dejar de golpearme, subió detrás de mí. Me senté en el primer asiento. Él se ubicó, de piel, a mi lado: con la mano izquierda se tomaba del pasamanos; con la derecha blandía implacablemente el paraguas. Los pasajeros empezaron por cambiar tímidas sonrisas. El conductor se puso a observarnos por el espejo. Poco a poco fue ganando al pasaje una gran carcajada, una carcajada estruendosa, interminable. Yo, de la vergüenza, estaba hecho un fuego. Mi perseguidor, más allá de las risas, siguió con sus golpes.

Bajé -bajamos- en el puente del Pacífico. Íbamos por la avenida Santa Fé. Todos se daban vuelta estúpidamente para mirarnos. Pensé en decirles: "¿Qué miran, imbéciles? ¿Nunca vieron a un hombre que le pegue a otro con un paraguas en la cabeza?" Pero también pensé que nunca habrían visto tal espectáculo. Cinco o seis chicos nos empezaron a seguir, gritando como energúmenos.

Pero yo tenía un plan. Ya en mi casa, quise cerrarle precipitadamente la puerta en las narices. No pude: él, con mano firme, se anticipó, agarró el picaporte, forcejeo un instante y entró conmigo.

Desde entonces, continúa golpeándome con el paraguas en la cabeza. Que yo sepa, jamás durmió ni comió nada. Simplemente se limita a pegarme. Me acompaña en todos mis actos, aun en los más íntimos. Recuerdo que, al principio, los golpes me impedían conciliar el sueño; ahora, creo que, sin ellos, me sería imposible dormir.

Con todo, nuestras relaciones no siempre has sido buenas. Muchas veces le he pedido, en todos los tonos posibles, que me explicara su proceder. Fue inútil: calladamente seguía golpeándome con el paraguas en la cabeza. En muchas ocasiones le he propinado puñetazos, patadas y -Dios me perdone- hasta paraguazos. Él aceptaba los golpes mansamente, los aceptaba como una parte más de su tarea. Y este hecho es justamente lo más alucinante de su personalidad: esa suerte de tranquila convicción en su trabajo, esa carencia de odio. Esa, en fin, certeza de estar cumpliendo con una misión secreta y superior.

Pese a su falta de necesidades fisiológicas, sé que, cuando lo golpeo, siente dolor, sé que es débil, sé que es mortal. Sé también que un tiro me libraría de él. Lo que ignoro es si, cuando los dos estemos muertos, no seguirá golpeándome con el paraguas en la cabeza. Tampoco sé si el tiro debe matarlo a él o matarme a mí. De todos modos, este razonamiento es inútil: reconozco que no me atrevería a matarlo ni a matarme.

Por otra parte, últimamente he comprendido que no podría vivir sin sus golpes. Ahora, cada vez con mayor frecuencia, tengo un presentimiento horrible. Una profunda angustia me corroe el pecho: la angustia de pensar que, acaso cuando más lo necesite, este hombre se irá y yo ya no sentiré esos suaves paraguazos que me hacían dormir tan profundamente.


Fuente: SORRENTINO, FERNANDO, Imperios y servidumbres. Barcelona, Seix Barral, 1972 (págs. 11-14)

DEL QUE NO SE CASA - Roberto Arlt

Yo me hubiera casado. Antes sí, pero ahora no. ¿Quién es el audaz que se casa con las cosas como están hoy?

Yo hace ocho años que estoy de novio. No me parece mal, porque uno antes de casarse "debe conocerse" o conocer al otro, mejor dicho, que el conocerse uno no tiene importancia, y conocer al otro, para embromarlo, sí vale.

Mi suegra, o mi futura suegra, me mira y gruñe, cada vez que me ve. Y si yo le sonrío me muestra los dientes como un mastín. Cuando está de buen humor lo que hace es negarme el saludo o hacer que no distingue la mano que le extiendo al saludarla, y eso que para ver lo que no le importa tiene una mirada agudísima.

A los dos años de estar de novio, tanto "ella" como yo nos acordamos que para casarse se necesita empleo, y si no empleo, cuando menos trabajar con capital propio o ajeno.

Empecé a buscar empleo. Puede calcularse un término medio de dos años la busca de empleo. Si tiene suerte, usted se coloca al año y medio, y si anda en la mala, nunca. A todo esto, mi novia y la madre andaban a la greña. Es curioso: una, contra usted, y la otra, a su favor, siempre tiran a lo mismo. Mi novia me decía:

-Vos tenés razón, pero ¿cuándo nos casamos, querido?

Mi suegra, en cambio:

-Usted no tiene razón de protestar, de manera que haga el favor de decirme cuándo se puede casar.

Yo, miraba. Es extraordinariamente curiosa la mirada del hombre que está entre una furia amable y otra rabiosa. Se me ocurre que Carlitos Chaplín nació de la conjunción de dos miradas así. E1 estaría sentado en un banquito, la suegra por un lado lo miraba con fobia, por el otro la novia con pasión, y nació Charles, el de la dolorosa sonrisa torcida.

Le dije a mi suegra (para mí una futura suegra está en su peor fase durante el noviazgo), sonriendo con melancolía y resignación, que cuando consiguiera empleo me casaba y un buen día consigo un puesto, ¡qué puesto ... ! ¡ciento cincuenta pesos!

Casarse con ciento cincuenta pesos significa nada menos que ponerse una soga al cuello. Reconocerán ustedes con justísima razón, aplacé el matrimonio hasta que me ascendieran. Mi novia movió la cabeza aceptando mis razonamientos (cuando son novias, las mujeres pasan por un fenómeno curioso, aceptan todos los razonamientos; cuando se casan el fenómeno se invierte, somos los hombres los que tenemos que aceptar sus razonamientos). Ella aceptó y yo tuve el orgullo de afirmar que mi novia era inteligente.

Me ascendieron a doscientos pesos. Cierto es que doscientos pesos son más que ciento cincuenta, pero el día que me ascendieron descubrí que con un poco de paciencia se podía esperar otro ascenso más, y pasaron dos años. Mi novia puso cara de "piola", y entonces con gesto digno de un héroe hice cuentas. Cuentas. claras y más largas que las cuentas griegas que, según me han dicho, eran interminables. Le demostré con el lápiz en una mano, el catálogo de los muebles en otra y un presupuesto de Longobardi encima de la mesa, que era imposible todo casorio sin un sueldo mínimo de trescientos pesos, cuando menos, doscientos cincuenta. Casándose con doscientos cincuenta había que invitar con masas podridas a los amigos.

Mi futura suegra escupía veneno. Sus ímpetus llevaban un ritmo mental sumamente curioso, pues oscilaban entre el homicidio compuesto y el asesinato simple. Al mismo tiempo que me sonreía con las mandíbulas, me daba puñaladas con los ojos. Yo la miraba con la tierna mirada de un borracho consuetudinario que espera "morir por su ideal". Mi novia, pobrecita, inclinaba la cabeza meditando en las broncas intestinas, esas verdaderas batallas de conceptos forajidos que se largan cuando el damnificado se encuentra ausente.

Al final se impuso el criterio del aumento. Mi suegra estuvo una semana en que se moría y no se moría; luego resolvió martirizar a sus prójimos durante un tiempo más y no se murió. Al contrario, parecía veinte años más joven que cuando la conociera. Manifestó deseos de hacer un contrato treintanario por la casa que ocupaba, propósito que me espeluznó. Dijo algo entre dientes que me sonó a esto: "Le llevaré flores". Me imagino que su antojo de llevarme flores no llegaría hasta la Chacarita. En fin, a todas luces mi futura suegra reveló la intención de vivir hasta el día que me aumentaran el sueldo a mil pesos.

Llegó el otro aumento. Es decir, el aumento de setenta y cinco pesos.

Mi suegra me dijo en un tono que se podía conceptuar de irónico si no fuera agresivo y amenazador:

-Supongo que no tendrá intención de esperar otro aumento.

Y cuando le iba a contestar estalló la revolución.

Casarse bajo un régimen revolucionario sería demostrar hasta la evidencia que se está loco. O cuando menos que se tienen alteradas las facultades mentales.

Yo no me caso. Hoy se lo he dicho:

-No, señora, no me caso. Esperemos que el gobierno convoque a elecciones y a que resuelva si se reforma la constitución o no. Una vez que el Congreso esté constituido y que todas las instituciones marchen como deben yo no pondré ningún inconveniente al cumplimiento de mis compromisos. Pero hasta tanto el Gobierno Provisional no entregue el poder al Pueblo Soberano, yo tampoco entregaré mi libertad. Además que pueden dejarme cesante.

Fuente: ARLT, ROBERTO, Aguafuertes porteñas. Buenos Aires, Futuro, 1950 (págs. 160-162)

Regreso al cuadrilátero

Como periodista especializado en el viril deporte de los puños, pienso que ha llegado el momento de explicar al público las causas que ocasionaron la suspensión de la tan esperada pelea Inolfo Soroeta – Félix Durán Iguri. El tiempo ha pasado y la diferente óptica que aporta el devenir de los días puede hacer más comprensible aquel suceso, lejanas ya la emoción y la euforia.
Debo reconocer, ahora, que yo no estaba muy convencido de la vuelta al ring de Félix Durán Iguri “El sibarita del cuadrilátero”. Había pasado mucho tiempo desde que el muchacho de Villa Ángela decidiera abandonar el boxeo, para ser más precisos, desde aquella noche en que, combatiendo con el panameño naturalizado irlandés Dely McNally, no lograra visualizar los números que marcaban el paso de los rounds.
–Los números eran bien grandes –me reconocería Félix años después– para que pudieran ser vistos desde las últimas filas cuando los mostraban desde el ring las pibas. Pero yo no alcanzaba a divisarlos.
Comprendí, allí, que mi visión no era la mejor para un pugilista.
Esa disminución óptica, sumada al golpe que sufrió Félix al enredarse en la primera cuerda cuando subió al cuadrilátero, apresuraron su retiro.
Y allí pareció cerrarse la proficua y exitosa campaña del noble pegador chaqueño, uno de los campeones argentinos y sudamericanos más brillantes que hayamos tenido.
Lo encontré un par de veces más luego de su retiro y hallé a un hombre conforme con su destino, habituado a la comodidad de la vida de hogar, lejos de los fragores del combate y la exigencia desmedida de los gimnasios. En un pequeño negocio de su barrio, vendía esponjas, vendas y hasta aserrín que su espíritu previsor lo había llevado a recolectar durante su prolongado paso por los rings del mundo.
Pero de pronto estalló la noticia: “Félix Durán Iguri vuelve a pelear”, “El sibarita de Villa Ángela regresa al ring”. Confieso que me resistí a creerlo y hasta llegué a pensar que se trataba sólo de alguna delirante versión sin asidero lanzada por alguna publicación sensacionalista. Recurrí al medio más directo para confirmar tal especie: llamé a Félix.
–Es verdad, Gordo, vuelvo –me saludó desde el otro extremo de la línea telefónica–. Tenés que comprenderme, extraño el olor a aceite verde, los ruidos del gimnasio, el salto de la soga y aquellos trompadones fulminantes que solían pegarme en la ceja izquierda.
Corté sin contestarle. Intuí que Félix también añoraba, aun ocultándolo, el clamor de las multitudes gritando su nombre, su apellido en letras de molde, la gloria tras cada victoria sobre el cuadrilátero. Para colmo, otros púgiles, por esos días, habían regresado a la lid tras largo ostracismo con evidente éxito, y cito los casos de Ray “Sugar” Leonard, Juan Domingo “Martillo” Roldán, Esteban “Neófito” Higgams y Santos Benigno Laciar.
El periodismo todo se hizo eco de la decisión de Durán Iguri, saludando su pronta vuelta. Sólo la revista católica Esquiú puso algún reparo a su intento, publicando una plegaria extensa bajo el título de “Ofrenda adelantada por quien volará a tus manos, Señor”. Y también el quincenario médico Tiroides arriesgó una crítica sutil, advirtiendo sobre los riesgos ciertos que corren las personas empecinadas en acusar el peso correcto en la báscula, procurando dar la categoría. Pero, en líneas generales, el ambiente deportivo celebró el retorno del ídolo.
Mi preocupación se tornó completo malestar cuando me enteré de que la Asociación de Box había elegido como rival de Félix en su combate de reaparición a Inolfo “Carpincho” Soroeta, un joven famélico de fama y con dos puños que encerraban la potencia destructiva de los proyectiles antitanques.
No quise asistir a los entrenamientos de Durán Iguri, previos al combate. Supe, eso sí, que en los primeros días de gimnasio, sus articulaciones rechinaban con sonidos que hacían mal a los dientes y que sus flexiones de cintura consistían en agacharse y luego agacharse un poco más, dado que le era imposible recuperar la vertical. Que se había mostrado desenvuelto, sin embargo, cuando gateaba hacia las duchas. Tampoco quise leer los diarios anticipando el encontronazo. Pero no pude evitar ir a ver la pelea, la noche del evento, ese 15 de mayo de 1978. Y aguzaré mi memoria para contar con la mayor precisión posible los detalles que fueron conduciendo los hechos a ese final imprevisible.
El Luna, recuerdo, tenía el aspecto de los grandes acontecimientos y vino a mi mente, repetidas veces, aquella otra inolvidable velada de la pelea Gatica Prada, cuando Alfredo fracturó la mandíbula del recordado Mono. Y también aquella noche de la presentación de “Holiday on Ice” cuando la primera patinadora se estrelló contra la valla de contención.
Yo estaba prácticamente sobre el ring, ya que me había agenciado una cámara fotográfica para poder acercarme a los gladiadores. Pude apreciar, entonces, el rostro imberbe y reconcentrado de Inolfo “Carpincho” Soroeta, aguardando la llegada al tapiz del antiguo campeón. En su bailoteo, no dejaba de observar el pasillo que traería los pasos de Durán Iguri, el hombre que ya era una leyenda para el boxeo latinoamericano, el púgil sobre quien él seguramente había escuchado hablar desde la primera vez que entrara a un gimnasio. Para colmo, Félix Durán Iguri tardó una eternidad en llegar al ring. Saludado por una ovación impresionante, se demoró estrechando manos dejando un saludo acá y un frase allá, a todo aquel que quisiera verlo de cerca, tocarlo, darle su voz de aliento en el trayecto hacia el encordado. Allí pensé que quizás ese solo hecho, ese cálido recibimiento al ídolo de otrora, podría justificar el esfuerzo sobrehumano de Félix por recuperar la gloria de otros tiempos. Lo cierto es que Félix Durán Iguri llegó a pisar la lona, no sin dificultad, y se encaminó hacia el centro del ring. A la luz despiadada de los focos pude apreciar su cutis ajado, la calvicie que iba descubriendo un cabello frágil y un ligero temblequeo de su barbilla, producto, quizá, de los nervios.
De cualquier modo, Félix no dio tiempo a nada y sucedió lo que yo tanto temía. Se acercó a su joven oponente que lo miraba con una mezcla de respeto y reverencia, lo tomó del brazo y le dijo:
–En este mismo ring, pibe, cuando yo tenía tu edad, me acuerdo que peleé con Tito “Azafrán” Piacenza, pobrecito, que ya murió. Mirá, tendría más o menos tu mismo físico, algo más retacón, pero rubio, porque era rubio Piacenza. ¿Sabés cómo le decían a Piacenza? “El cartucho de Las Varillas”, porque parecía un cartucho de municiones cuando golpeaba. Tiraba en todas direcciones y sin embargo, esa noche a mí no me llegó a pegar una sola trompada. Mirá, acá está el Gordo Santamaría que no me deja mentir. ¿No es cierto, Gordo? Mi manager, que en ese entonces era don Eusebio Colomina, me dijo en el descanso del cuarto round: “Dejá que te pegue alguna trompada, porque tira tanto aire cuando erra que ya me lo resfrió al Juancito”. Juancito era Juancito Etcheverría, un pan de Dios Juancito, que siempre nos ayudaba en el rincón. Acá, don Ismael, se debe acordar. Ismael Arias, el árbitro del encuentro, asintió con la cabeza.
–Y también solía venir Luisito Higueras –siguió Félix–, el pibe que me hacía de esparring, hoy finado también, pobrecito Luis, tan buen chico. Y me acuerdo que Luisito se iba al almacén que había al lado de “La Triunfal” y se aparecía con un paquetón de galletitas “La Violeta”. Todas las tardes se aparecía con un paquete de galletitas, Luisito. Eran unas galletitas medias ovaladas, dulces, muy ricas con manteca o mermelada. No había tarde en que no apareciera con las galletitas “La Violeta” cuando todavía Venezuela era mano para acá, no como ahora. Y en el gimnasio estaban Corpúsculo Beitía, Armandito Lucchón, Isidro Soroeta... ¿no era nada tuyo ese Soroeta, pibe?
–Mi viejo.
Pude ver cómo se transfiguraba de emoción el rostro de Félix.
–¡¿Tu viejo?! ¿Isidro era tu viejo, pibe? –repetía incrédulo, mirándolo con mayor detención, a su rival–. ¿Vos sos hijo de Isidro Soroeta? ¡Pero mirá lo que son las cosas! Con tu viejo fuimos grandes, pero grandes amigos. ¡Isidro Soroeta! Gran muchacho, un caballero del deporte... ¡Mirá pibe... –Félix, siempre tomando al muchacho por el brazo, señaló hacia un rincón del Luna–. Tu viejo siempre se sentaba allá, en aquella punta; cuando no peleaba, lógicamente, ahí donde está ese cartel de zapatillas que en aquel entonces era de “Bragueros Patria”. Y, desde ahí, yo lo escuchaba gritar, alentándome “¡Vaaaamos Félix!”, porque él me decía Félix, con ese vozarrón que tenía...
–Sí, tenía voz fuerte.
–Un vozarrón tenía tu viejo. ¡Pero mirá vos que alegría! ¡El pibe Soroeta! Y había días que, con tu viejo... Vení, vení sentate...
Todos, con una confusión de sentimientos, vimos cómo Félix Durán Iguri conducía a “Carpincho” Soroeta hasta su propio rincón y lo sentaba en el banquito. Luego, se ponía en cuclillas junto a él y continuaba el relato.
–...y con el Vasco Miguelito... ¿lo alcanzaste a conocer al Vasco Miguelito?
–Sí, sí, ¿cómo no?... Nos íbamos a cenar, después de las peleas, a “El Fideo Fino”, de Pasco y Roca, que ya no está más, y fijate, pibe, que el Vasco no nos dejaba pagar, porque decía que guardáramos la guita para nuestras viejas, mirá vos la bondad de ese hombre... ¡Se murió el vasquito! Una tarde me llamó y lo fui a ver al hospital Centenario y me dijo “Félix –porque me decía Félix– Félix, cuidalo al Tolo.
Cuidalo al Tolo”. El Tolo era un perro que él tenía, un salchicha. Y se estaba muriendo el vasquito, pobrecito, de leucemia. Y fijate vos que tu viejo, pibe, tu viejo, Isidro, tu Isidro, nuestro Isidro, fue el que le sacó al Vasco, ya muerto, el protector bucal para conservarlo de recuerdo. Ese era tu padre, pibe. Había tardes en que nos íbamos al cine a ver tres de cowboys...
Fue a esa altura del relato que Inolfo “Carpincho” Soroeta rompió a llorar, estrujado su corazón por aquella catarata de recuerdos y memorias. No nos sorprendió ya que, desde casi cuarto de hora atrás, lloraban el árbitro, los jurados, quien esto les cuenta y hasta gente que había parado la oreja desde el ring-side.
Cuando la campana llamó para el primer round, todavía Félix estaba evocando la figura de “Chamuyito”, un canillita que fuera amigo de todos los púgiles de entonces, hasta la negra noche en que lo atropelló un trolebús. Y ambos, Félix y el pibe Soroeta, lloraban como dos niños, como si no tuvieran nada que ver con los dos combatientes, los dos gladiadores, los dos leones que todos reconocíamos en la pelea.

Roberto Fontanarrosa, en El mayor de mis defectos y otros cuentos,
©1990 by Ediciones de la Flor S.R.L. Buenos Aires, Ediciones de La Flor, 1990.

jueves, 23 de junio de 2011

Árboles


¡Árboles!
¿Habéis sido flechas
caídas del azul?
¿Qué terribles guerreros os lanzaron?
¿Han sido las estrellas?

Vuestras músicas vienen del alma de los pájaros,
de los ojos de Dios,
de la pasión perfecta.
¡Arboles!
¿Conocerán vuestras raíces toscas
mi corazón en tierra?

miércoles, 22 de junio de 2011

Adaptación del cuento "La sentencia" de Wu Ch'eng- en

"Aquella noche, en la hora de la rata, el emperador soñó que había salido de su palacio y que en la oscuridad caminaba por el jardín, bajo los árboles en flor. Algo se arrodilló a sus pies y le pidió amparo. El emperador accedió; el suplicante dijo que era un dragón y que los astros le habían revelado que al día siguiente, antes de la caída de la noche, Wei Cheng, ministro del emperador, le cortaría la cabeza. En el sueño, el emperador juró protegerlo.
A la mañana siguiente el emperador relató su sueño a Wei Cheng, éste reaccionando con estupor dijo:
- Señor Emperador: ¿usted no leyó “La interpretación de los sueños” de Sigmund Freud? Según este libro lo que usted tiene es un serio conflicto con su madre, el dragón la simboliza y su inconsciente me sentencia a mí, que soy su hombre de confianza, a que le corte la cabeza, es decir, que la convenza de dejar de meterse en su matrimonio o la emperatriz se va a ir con el primer samurái que la mire dos veces…
Pero yo, Wei Cheng, gran conocedor de la ancestral escuela freudiana, voy a liberarlo de ese problema.
A medida que pasaban los días, la madre del emperador iba retirándose discretamente del palacio, dejó de opinar acerca de la vestimenta de la emperatriz, de cómo cocinaba, incluso ignoró el polvo que se amontonaba en las figuritas de origami que pululaban por el palacio, más aún, se dedicó de lleno al fen shui y solo iba al palacio de cuando en cuando.
Una de esas noches el emperador volvió a soñar con el dragón, esta vez se presentaba sin cabeza y le decía:
- ¡Oh mi amado Señor! Juraste protegerme, y no solo lo has cumplido, sino que me has liberado. A tu pies mi cabeza y mi gratitud eterna. - Dicho esto, el dragón abrió sus enormes y fantásticas alas doradas y voló. Lejos, muy lejos.
Cavilaba el emperador su sueño durante la mañana cuando de pronto vio en la bandeja de la correspondencia un sobre que decía: “Haber perdido mi cabeza hizo que encuentre mi corazón”.
Tomo el sobre y lo abrió, dentro, una pequeña esquela rezaba así:
Amado hijo mío: decidí que era hora de tomarme unas vacaciones, en este preciso momento estoy con un mojito cubano en la mano navegando en un crucero de lujo por las costas caribeñas, espero que lo entiendas y que te encuentres muy bien.
Tu madre que te adora.
P.D.: Debes buscar otro fiel ministro ya que Wei Cheng se encuentra conmigo. Nos casamos ayer.

Palabrejas

Amores que se disfrazan de amores, amores con faltas de ortografía, mal de amor, amor con mayúscula, amores eternos, platónicos, agónicos. Amores enfermos. Amor con culpas, amor con factura, amor en deudas, deudas de amor, amores con baches, amores en huelga, amores presos y presos de amor, amor de mentira, pequeña rutina, amor inconcluso, amor de verdad...

Instrucciones para llorar. Julio Cortázar


Instrucciones para llorar. Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza. El llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y un sonido espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente. Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca. Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos con la palma hacia adentro. Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media del llanto, tres minutos.

martes, 21 de junio de 2011

3015 - Isaac Asimov

Ya hacía más de una semana que había empezado a mirar aquel video libro y cada vez le tenía más atrapado. Después de varios años trabajando de minero nunca había estado tan entretenido. La tarea de todo minero supone un trabajo tedioso para cualquiera y más en una atmósfera donde no queda más remedio que hacerlo a través de una máquina. Lo que le llamo la atención sobre el video libro fue su titulo este coincidía con el año en que se encontraban. Una vez lo empezó se dedicó a buscar las similitudes de las que hablaba con su mundo. No entendía porque aquel se encontraba dentro de la sección de ciencia ficción. Aquel video libro hablaba de cómo se comportaba la sociedad a la que pertenecía. De cómo la humanidad había ido abandonado la tierra para conocer otros mundos, como había explotado estos en busca de recursos, como nada había sido freno a su afán de conquista y como cada vez ansiaba más. En el video libro se hablaba de un pequeño planeta donde los humanos habían perdido el contacto con sus compañeros durante un periodo de varias generaciones y habían tenido que sobrevivir con los pocos recursos a los que tenían acceso. Este grupo al volver a entrar en contacto con la sociedad descubrió que tenían una visión más espiritual y que no llegaban a comprender aquel anhelo por poseer más y más cosas. Por lo que decidieron hacer un pequeño estudio del comportamiento de sus congéneres para una vez finalizado explicarles que estaban equivocados y que se estaban perdiendo las cosas más importantes que les podían aportar la vida en un entorno tan grande.
Comenzaron a explicar que si en un planeta hay grandes, verdes y hermosas praderas casi sin fauna no es bueno inundar el planeta con ganado ya que a lo mejor con el paso de los años este planeta podría convertirse en un gran desierto. En este punto Fonso no pudo más que echarse a reír ya que enseguida le vino a la cabeza el planeta Foxis que ahora era un desierto con altas concentraciones de abono animal donde ya no iba nadie más que para recoger parte del gas producido por la continua descomposición.
Explicaban que por muy bonitas que fueran las vistas de un planeta y sus bosques no se podía superpoblar con turistas pues estos no siempre son conscientes del daño que pueden llegar a producir. Otra similitud, el planeta Ictor, antiguamente era el centro del turismo de la clase alta pero al levantar tantos hoteles, spas, muelles de amarres,… habían superpoblado y cambiado tanto la faz de este que ya no era diferente al resto de complejos hoteleros de otros planetas y dejo de ser ni interesante ni elitista. Entonces llego la avalancha de las clases medias y con ellas el declive del planeta fue tal que pasados varios años acabo convirtiéndose en un planeta prisión casi olvidado por todos.
Seguían explicando que tampoco era bueno una explotación constante de los recursos minerales ya que el cambio de ecosistemas puede generar que la vida animal y vegetal puede llegar a verse alterada. Aquí le fue realmente sencillo entender las razones y encontrar la similitud. Había estado trabajando en varios planetas, los exprimían hasta que no quedaba nada que fuese de valor y después los habían abandonado semihuecos y casi vacíos de vida. No fue el momento más agradable del video libro pues recordó cosas que tenía muy escondidas, recordó el mal sabor de boca cada vez que tenía que talar un bosque completo para iniciar la extracción del metal. El frió en el corazón cuando veía a los animales que vivían en él.
De un manotazo paso por los capítulos que hacían referencia a este tema ya que le disgustaba y lo olvidó rápidamente recordando la frase que la compañía le había enseñado a repetir una y otra vez. La empresa te quiere y te cuida. Cuida y quiere tú a la empresa porque siempre sabe lo que hace. Y lo que hace lo hace por ella y sobre todo por TI. De esta manera llego antes de lo que esperaba al final del video libro.
Esto hizo que tuviese curiosidad por saber quiénes eran estos seres que lo habían escrito para poder hablar con ellos y hacerle preguntas que ahora le habían venido a la cabeza. Cosas sobre si estábamos haciendo lo correcto, si en realidad éramos tan destructivos como parecíamos, si las cosas podían mejorar, etc. Como no sabía por dónde empezar fue al sitio donde lo cogió. El encargado le dijo que ese era un video libro que rara vez se leía y que el archivo que poseía la información era tan antiguo que el programa que lo leía ya no existía.
Empeñado en conocer la historia del video libro busco en todas las redes de información conocida pero no encontraba nada. Así que después de varios meses sin conseguir nada decidió volver a leerlo hasta el final. Al menos si lo releía podría esperar que no se le pasara nada por alto como pasa cuando uno lee rápido.
Lo terminó por segunda vez pero esta vez en vez de pararlo llegado el punto final lo dejó encendido ya que nada había cambiado y se sentía tan frustrado que no tenía ni fuerzas para apagarlo. Lo que no contaba es que en los video libros antiguos al final aparece cierta información, como la editorial y la fecha de edición.
La fecha de edición supuso un duro golpe pues era el 2518 lo cual ya era sorprendente. Pero el impacto más fuerte fue cuando descubrió que era una reedición de lo que antiguamente se llamaba libros. De golpe comprendió porque estaba en ciencia ficción aquel “libro” se había escrito en el año 2010…

El silencio Blanco

Jack London
-Carmen no durará más de un par de días.
Mason escupió un trozo de hielo y observó compasivamente al pobre animal. Luego se llevó una de sus patas a la boca y comenzó a arrancar a bocados el hielo que cruelmente se apiñaba entre los dedos del animal.
-Nunca vi un perro de nombre presuntuoso que valiera algo -dijo, concluyendo su tarea y apartando a un lado al animal-. Se extinguen y mueren bajo el peso de la responsabilidad. ¿Viste alguna vez a uno que acabase mal llamándose Cassiar, Siwash o Husky? ¡No, señor! Échale una ojeada a Shookum, es...
¡Zas! El flaco animal se lanzó contra él y los blancos dientes casi alcanzaron la garganta de Mason.
-Conque sí, ¿eh?
Un hábil golpe detrás de la oreja con la empuñadura del látigo tendió al animal sobre la nieve, temblando débilmente, mientras una baba amarilla le goteaba por los colmillos.
-Como iba diciendo, mira a Shookum, tiene brío. Apuesto a que se come a Carmen antes de que acabe la semana.
-Yo añadiré otra apuesta contra ésa -contestó Malemute Kid, dándole la vuelta al pan helado puesto junto al fuego para descongelarse . Nosotros nos comeremos a Shookum antes de que termine el viaje. ¿Qué te parece, Ruth?
La india aseguró la cafetera con un trozo de hielo, paseó la mirada de Malemute Kid a su esposo, luego a los perros, pero no se dignó responder. Era una verdad tan palpable, que no requería respuesta. La perspectiva de doscientas millas de camino sin abrir, con apenas comida para seis días para ellos y sin nada para los perros, no admitía otra alternativa. Los dos hombres y la mujer se agruparon en torno al fuego y empezaron su parca comida. Los perros yacían tumbados en sus arneses, pues era el descanso de mediodía, y observaban con envidia cada bocado.
-A partir de hoy no habrá más almuerzos -dijo Malemute Kid-. Y tenemos que mantener bien vigilados a los perros... Se están poniendo peligrosos. Si se les presenta oportunidad, se comerán a uno de los suyos en cuanto puedan.
-Y pensar que yo fui una vez presidente de una congregación metodista y enseñaba en la catequesis... -habiéndose desembarazado distraídamente de esto, Mason se dedicó a contemplar sus humeantes mocasines, pero Ruth lo sacó de su ensimismamiento al llevarle el vaso-. ¡Gracias a Dios tenemos té en abundancia! Lo he visto crecer en Tenesí. ¡Lo que daría yo por un pan de maíz caliente en estos momentos! No hagas caso, Ruth; no pasarás hambre por mucho tiempo más, ni tampoco llevarás mocasines.
Al oír esto, la mujer abandonó su tristeza y sus ojos se llenaron del gran amor que sentía por su señor blanco, el primer hombre blanco que había visto..., el primer hombre que había conocido que trataba a una mujer como algo más que un animal o una bestia de carga.
-Sí, Ruth -continuó su esposo, recurriendo a la jerga macarrónica en la que sólo se podían entender-. Espera a que recojamos y partamos hacia El Exterior. Tomaremos la canoa del Hombre Blanco e iremos al Agua Salada. Sí, malas aguas, tempestuosas..., grandes montañas que danzan subiendo y bajando todo el tiempo. Y tan grande, tan lejos, tan lejos... viajas diez jornadas, veinte jornadas, cuarenta jornadas -enumeró gráficamente los días con sus dedos-; siempre agua, malas aguas. Entonces llegas a un gran poblado, mucha gente, tanta como los mosquitos del próximo verano. Tiendas tan altas... como diez, veinte pinos. ¡Hi yu skookum!1
Se detuvo impotente, echándole una mirada suplicante a Malemute Kid, y laboriosamente colocó por señas los veinte pinos, punta sobre punta. Malemute Kid sonrió con alegre cinismo; pero los ojos de Ruth se abrieron con asombro y placer; creía a medias que la estaba engañando, y tal condescendencia halagaba su pobre corazón de mujer.
-Y luego entras en una... caja, y ¡zas!, subes hacia arriba -lanzó su taza vacía al aire para ilustrarlo, y mientras la cogía hábilmente gritó-: Y ¡paf!, bajas de nuevo. ¡Ah, grandes hechiceros! Tú vas a Fuerte Yukón, yo voy a Ciudad Ártica... veinticinco jornadas... Entre los dos cable muy largo, todo seguido... cojo el cable... Yo digo: «¡Hola, Ruth! ¿Cómo estás?»... y tú dices: «¿Eres mi buen esposo?»... y yo digo: «Sí»... y tú dices: «No puedo hacer buen pan, no queda levadura.» Entonces digo: «Mira en el escondrijo, bajo la harina; adiós.» Tú miras y encuentras mucha levadura. Todo el tiempo tú en Fuerte Yukón y yo en Ciudad Ártica. ¡Gran hechicero!
Ruth sonrió tan ingenuamente con el cuento de hadas, que los hombres estallaron en carcajadas. Una pelea entre los perros vino a cortar por lo sano las maravillas de El Exterior, y para cuando separaron a los combatientes, Ruth había amarrado los trineos y estaba lista para el camino.
-¡Arre! ¡Baldy! ¡Arre!
Mason restalló diestramente el látigo y, mientras los perros aullaban débilmente en sus correas, abrió la marcha tirando de la vara del trineo. Ruth lo seguía con el segundo grupo de perros, dejando a Malemute Kid, que la había ayudado a partir, cerrar la marcha. Un hombre fuerte, una bestia, capaz de derrumbar a un buey de un golpe, no podía soportar pegar a los pobres animales, y los mimaba como raramente hace un conductor de perros..., es más, casi lloraba con ellos en su miseria.
-¡Venga, adelante, pobres bestias doloridas! -murmuró, después de varios intentos infructuosos por arrancar. Pero su paciencia se vio recompensada al fin, y, aunque gimiendo de dolor, se apresuraron a reunirse con sus compañeros.
Ya no hubo más conversación; la dificultad del camino no permite tales lujos. Y entre todas las faenas, la de la ruta del Norte es la peor. Dichoso el hombre que puede soportar una jornada de viaje a base de silencio, y eso en una ruta ya abierta. Pues de todas las descorazonadoras tareas, la de abrir camino es la peor. A cada paso las grandes raquetas se hunden hasta que la nieve llega a la altura de las rodillas. Luego, hacia arriba, derecho hacia arriba, pues la desviación de una fracción de pulgada es anuncio cierto del desastre; la raqueta se eleva hasta que la superficie queda limpia; luego adelante, abajo, el otro pie se eleva perpendicular a media yarda. El que lo intenta por primera vez puede sentirse feliz, si evita colocar las botas en esa peligrosa cercanía y caer sobre la traicionera superficie, se rendirá exhausto después de cien yardas; el que puede mantenerse alejado de los perros por un día entero puede muy bien meterse en su saco de dormir con la conciencia tranquila y un orgullo fuera de toda comprensión. Y el que viaja veinte jornadas sobre la larga ruta es un hombre que merece la envidia de los dioses.
La tarde pasó, y con el respeto nacido del silencio blanco, los silenciosos viajeros se aplicaron a su trabajo. La naturaleza tiene muchas artimañas para convencer al hombre de su finitud -el incesante fluir de las mareas, la furia de la tormenta, la sacudida del terremoto, el largo retumbar de la artillería del cielo-, pero la más tremenda, la más sorprendente de todas es la fase pasiva del silencio blanco. Cesa todo movimiento, el aire se despeja, los cielos se vuelven de latón; el más pequeño susurro parece un sacrilegio, y el hombre se torna tímido, asustado del sonido de su propia voz. Única señal de vida que viaja a través de las espectrales inmensidades de un mundo muerto, tiembla ante su propia audacia, se da cuenta de que su vida no vale más que la de un gusano. Surgen extraños pensamientos no llamados, y el misterio de todas las cosas pugna por darse a conocer. Y el temor a la muerte, a Dios, al universo, se apodera de él, la esperanza en la resurrección y la vida, su deseo de inmortalidad, la lucha vana de la esencia aprisionada. Entonces, si alguna vez ocurre, el hombre camina solo con Dios.
Así pasó lentamente el día. El río trazaba un gran meandro y Mason dirigió su partida hacia él a través del estrecho cuello de tierra. Pero los perros retrocedieron ante la empinada ribera. Una y otra vez, a pesar de que Ruth y Malemute Kid empujaban el trineo, resbalaban de nuevo hasta el fondo. Entonces vino el esfuerzo supremo. Las miserables criaturas, debilitadas por el hambre, reunieron sus últimas fuerzas. Arriba, arriba... El trineo se detuvo en la cima de la ladera, pero el perro que iba a la cabeza giró toda la reata hacia la derecha, enredando las raquetas de Mason. El resultado fue desastroso. Mason cayó de repente al suelo; uno de los perros se derrumbó sobre sus arneses; y el trineo se volcó hacia atrás, arrastrando de nuevo todo hasta el fondo.
¡Zas! El látigo cayó sobre los perros salvajemente, sobre todo en el que había tropezado.
-¡No, Mason! -suplicó Malemute Kid-. El pobre diablo no puede más. Espera y engancharemos mis perros.
Mason retuvo el látigo intencionadamente hasta que se apagó la última palabra, entonces restalló el largo látigo, rodeando completamente el cuerpo de la criatura culpable. Carmen -porque de Carmen se trataba- se agazapó en la nieve, lloró lastimosa y se volvió sobre el costado.
Era un momento trágico, un patético incidente del camino: un perro agonizante y dos compañeros enfurecidos. Ruth miró ansiosamente de un hombre al otro. Pero Malemute Kid se contuvo, aunque había un mundo de reproche en sus ojos, e inclinándose sobre el perro cortó las correas. No pronunciaron ni una palabra. Ataron a los perros en doble hilera y superaron la dificultad; los trineos estaban de nuevo en camino, con el perro moribundo arrastrándose detrás. Mientras el animal pueda viajar no se le sacrifica, se le ofrece esta última oportunidad, arrastrarse hasta el campamento si puede, con la esperanza de que allí se mate un alce.
Arrepentido ya de su ataque de ira, pero demasiado terco para enmendarse, Mason faenaba a la cabeza de la cabalgata, sin imaginarse que el peligro flotaba en el aire. La leña caída se apilaba densamente en el protegido suelo, y a través de ella se abrieron paso. A cincuenta pies o más del camino se alzaba un alto pino. Durante generaciones había permanecido allí, y durante generaciones el destino había tenido este único fin previsto. Quizás se había decretado lo mismo para Mason.
Se agachó para atarse el cordón del mocasín. Los trineos se detuvieron y los perros se tumbaron en la nieve sin un gemido. La quietud era extraña; ni un soplo hacía crujir el bosque cubierto de escarcha. El frío y el silencio del espacio habían helado el corazón y apagado los temblorosos labios de la naturaleza. Un suspiro latió en el aire. No lo oyeron, más bien lo sintieron, como la premonición de un movimiento en el vacío inmóvil. Entonces el gran árbol, cargado con su peso de años y nieve, representó su papel en la tragedia de la vida. Oyó el estrépito de advertencia e intentó saltar, pero, casi en pie, recibió el golpe de lleno en el hombro.
El súbito peligro, la muerte repentina... ¡Cuán a menudo se había enfrentado a ella Malemute Kid! Las ramas del pino aún temblaban mientras daba órdenes y entraba en acción. Tampoco se desmayó ni elevó la voz en lamentos inútiles la muchacha india, como podían haber hecho sus hermanas blancas. Cumpliendo las órdenes del hombre, echó su peso sobre el extremo de una palanca improvisada, aliviando el peso y escuchando los gemidos de su esposo, mientras Malemute Kid atacaba el árbol con el hacha. El acero repicaba alegremente al morder el tronco helado, cada golpe acompañado por una respiración audible y forzada, el «¡huh!» «¡huh!» del leñador.
Al fin Kid tendió sobre la nieve a la lastimosa criatura que una vez fuera hombre. Pero peor que el dolor de su compañero era la muda angustia reflejada en la cara de la mujer, la mirada mezcla de esperanza y desesperación. Se cruzaron pocas palabras. Los de las tierras del Norte aprenden pronto la futilidad de las palabras y el valor inestimable de los hechos. Con la temperatura a sesenta y cinco bajo cero, un hombre no puede permanecer tumbado en la nieve por muchos minutos y sobrevivir. Por tanto, cortaron las correas del trineo y tendieron a la víctima, envuelta en pieles, en un lecho de ramas. Ante él ardía un fuego, hecho de la misma madera que había provocado la desgracia. Detrás de él, y cubriéndolo parcialmente, estaba extendido un toldo primitivo, un trozo de lona que captaba las radiaciones de calor y las devolvía hacia él, un truco que conocen los hombres que estudian física en sus fuentes.
Los hombres que han compartido su lecho con la muerte saben cuándo les llama. Mason estaba terriblemente machacado. El examen más superficial así lo revelaba. Tenía rotos el brazo derecho, la pierna y la espalda; sus miembros estaban paralizados desde las caderas; y la probabilidad de heridas internas era grande. El único signo de vida era un gemido ocasional.
Ninguna esperanza; no había nada que hacer. La noche implacable se deslizó lentamente sobre ellos. Ruth sufría con el desesperado estoicismo de su raza, y nuevas arrugas acudían al rostro de bronce de Malemute Kid. De hecho, Mason sufría menos que ninguno, pues estaba al este de Tenesí, en las grandes montañas Smokey, reviviendo escenas de su niñez. Y lo más patético era la melodía de su ya olvidado nativo dialecto sureño, mientras deliraba sobre las charcas en que nadaba, las cazas de mapache y robos de sandías. A Ruth le sonaba a chino, pero Kid comprendía, y sentía, sentía como sólo puede sentir alguien aislado durante años de la civilización.
La mañana devolvió la consciencia al hombre postrado, y Malemute Kid se inclinó sobre él para captar sus susurros.
-¿Recuerdas cuando nos encontramos en el Tanana, hará cuatro años en el próximo deshielo? No me importaba mucho entonces. Creo más bien que era bonita, y había un toque de emoción en todo ello. Pero, sabes, he llegado a tenerle un gran afecto. Ha sido una buena esposa para mí, siempre a mi lado en las dificultades. Y cuando llega la hora de comerciar, no hay otra igual. ¿Recuerdas aquella vez que disparó a los rápidos de Moosehorn para sacarnos a ti y a mí de esa roca, y las balas azotaban el agua como granizo? ¿Y cuando el hambre en Nukluyeto? ¿O cuando se adelantó al deshielo para traernos la noticia? Sí, ha sido una buena esposa para mí, mejor que la otra. ¿No sabías que antes estuve casado? Nunca te lo dije, ¿verdad? Pues lo ensayé otra vez, en Estados Unidos. Por eso estoy aquí. Habíamos crecido juntos. Me vine para. darle una oportunidad de que le concedieran el divorcio. Lo consiguió.
»Pero eso no tiene nada que ver con Ruth. Pensé en recoger todo y salir para El Exterior el año que viene, ella y yo, pero es demasiado tarde. No la mandes de nuevo con su gente, Kid. Es muy duro tener que volver. ¡Piénsalo! Casi cuatro años a base de nuestra tocineta, judías, harina y fruta seca, y volver a su pescado y caribú. No es bueno que haya conocido nuestras costumbres, llegar a ver que son mejores que las de su pueblo, y luego volver a ellas. Cuida de ella, Kid, ¿lo harás? No, no lo harás. Tú siempre la eludiste. Y nunca me dijiste por qué viniste a estas tierras. Sé bueno con ella, y mándala a Estados Unidos en cuanto puedas. Pero arréglalo de manera que pueda volver, quizás eche esto de menos.
»Y el niño... Nos ha acercado más, Kid. Espero que sea un chico. ¡Piénsalo! Carne de mi carne, Kid. No debe quedarse en este país. Y, si es una chica, pues tampoco. Vende mis pieles; conseguirás al menos cinco mil, y tengo otras tantas en la compañía. Y administra mis intereses junto con los tuyos. Creo que se resolverá la demanda del tribunal. Cuida de que reciba una buena educación; y Kid, sobre todo, no le dejes volver. Este país no es para hombres blancos.
»Soy un hombre perdido, Kid. Tres o cuatro jornadas más a lo sumo. ¡Ustedes deben seguir! Recuerda, es mi mujer, es mi hijo... ¡Dios mío! ¡Espero que sea un chico! No puedes permanecer a mi lado... Y yo, un moribundo, te ordeno seguir.
-Dame tres días -suplicó Malemute Kid-. Puedes mejorar; algo puede pasar.
-No.
-Sólo tres días.
-Deben seguir.
-Dos días.
-Son mi mujer y mi hijo, Kid. Tú no lo pedirías.
-Un día.
-¡No, no! Te ordeno...
-Sólo un día, lo podemos ahorrar de la comida, y quizás mate un alce.
-No. Bueno, un día, pero ni un minuto más. Y Kid, no, no me dejes solo para enfrentarme a ella. Sólo un disparo, un apretón de gatillo. Tú lo entiendes. ¡Piénsalo! ¡Carne de mi carne, y no viviré para verle!
»Mándame a Ruth. Quiero despedirme y decirle que piense en el niño y que no espere a que me muera. De lo contrario, podría negarse a marchar contigo. Adiós, amigo, adiós.
»Kid, quería decir... Cava un hoyo por encima de la señal, cerca de la falla. Saqué unos cuarenta centavos de oro con mi pala allí.
»Y ¡Kid! -se agachó aún más para oír sus últimas palabras, la rendición del orgullo de un moribundo-. Siento lo de..., ya sabes..., lo de Carmen.
Dejó a la muchacha llorando suavemente sobre su hombre. Malemute Kid se puso la parka y las raquetas de nieve, guardó el rifle bajo el brazo y silenciosamente salió al bosque. No era ningún novato en las severas penas de las tierras del Norte, pero nunca se había enfrentado a un problema como éste. En lo abstracto estaba claro, tres posibles vidas contra una ya condenada. Pero dudaba. Durante cinco años, hombro con hombro, en los ríos y en los caminos, en los campamentos y en las minas, haciendo frente a la muerte por congelación, inundaciones y hambre, habían atado los lazos de su compañerismo. Tan apretado era el nudo, que a menudo se había dado cuenta de unos vagos celos de Ruth, desde la primera vez que entró entre ellos. Y ahora tenía que cortarlo con sus propias manos.
Aunque rezó por un alce, un solo alce, toda la caza parecía haber abandonado la tierra, y el anochecer halló al hombre exhausto, arrastrándose hacia el campamento, con las manos vacías y un gran peso en el corazón. Un alboroto de los perros y los gritos agudos de Ruth le hicieron apresurarse.
Al irrumpir en el campamento, vio a la muchacha, en medio de la jauría aullante, golpeando con el hacha. Los perros habían roto el férreo mandato de sus dueños y devoraban la comida. Se unió a la contienda con la culata del rifle, y el antiguo proceso de la selección natural tuvo lugar de nuevo con la brutalidad de aquel primitivo ambiente. Rifle y hacha subían y bajaban, acertaban o fallaban con una regularidad monótona; cuerpos elásticos destellaron, con ojos salvajes y fauces babosas; y hombre y bestia lucharon por la supremacía hasta el más amargo término.. Luego, las apaleadas bestias se arrastraron hasta el borde de la luz de la hoguera, lamiéndose las heridas, elevando sus quejas a las estrellas.
Habían devorado toda la provisión de salmón seco, y quizás quedasen cinco libras de harina para sostenerlos a lo largo de doscientas millas de páramos. Ruth regresó junto a su esposo, mientras Malemute Kid cortaba en pedazos el cuerpo caliente de uno de los perros, cuyo cráneo había sido aplastado por el hacha. Guardó cada trozo cuidadosamente, excepto la piel y las entrañas, que echó a los que momentos antes fueran sus compañeros.
La mañana trajo nuevos problemas. Los animales se volvían unos contra otros. Carmen, que aún se aferraba a su delgado hilo de vida, acabó devorada por la jauría. El látigo cavó sin miramientos sobre ellos. Se agachaban y aullaban bajo los golpes, pero se negaron a dispersarse hasta que el último miserable trozo hubo desaparecido: huesos, piel, pelo, todo.
Malemute Kid realizó sus tareas, escuchando a Mason que estaba de nuevo en Tenesí, pronunciando discursos enredados y violentas exhortaciones a sus hermanos de otros tiempos.
Aprovechando los pinos cercanos, trabajó rápidamente, y Ruth lo observó mientras construía un escondrijo parecido a los que a veces utilizan los cazadores para guardar la carne fuera del alcance de lobos y perros. Una tras otra dobló las copas de los pinos pequeños acercándolas casi hasta el suelo y atándolas con correas de piel de alce. Entonces sometió a golpes a los perros y los amarró a dos de los trineos, cargando éstos con todo menos las pieles que cubrían a Mason. Las envolvió y sujetó con fuerza en torno a su cuerpo, atando cada extremo de sus vestimentas a los pinos doblados. Un solo golpe con el cuchillo de caza enviaría el cuerpo a lo alto.
Ruth había recibido la última voluntad de su esposo y no ofreció resistencia. ¡Pobre muchacha, había aprendido bien la lección de obediencia! Desde niña se había inclinado y había visto a todas las mujeres inclinarse ante los señores de la creación, y no parecía natural que una mujer se resistiera. Kid le permitió una sola expresión de dolor, mientras besaba a su esposo (su pueblo no tenía esa costumbre), luego la condujo al primer trineo y la ayudó a ponerse las raquetas de nieve. Ciega, instintivamente, tomó la vara y el látigo y azuzó a los perros hacia el camino. Entonces volvió junto a Mason, que había entrado en coma, y, mucho después de que ella se perdiera de vista, agazapado junto al fuego, esperando, deseando, rezando para que muriera su compañero.
No es agradable estar solo con pensamientos lúgubres en el silencio blanco. El sonido de la oscuridad es piadoso, amortajándole a uno como para protegerle, y exhalando mil consuelos intangibles: pero el brillante silencio blanco, claro y frío bajo cielos de acero, es despiadado.
Pasó una hora, dos horas, pero el hombre no moría. A media tarde el sol, sin elevar su cerco sobre el horizonte meridional, lanzó una insinuación de fuego a través de los cielos, y rápidamente la retiró. Malemute Kid se levantó y se arrastró al lado de su compañero. Lanzó una mirada a su alrededor. El silencio blanco pareció burlarse y un gran temor se apoderó de él. Sonó un disparo agudo: Mason voló a su sepulcro aéreo, y Malemute Kid obligó a los perros a latigazos a emprender una salvaje carrera mientras huía veloz sobre la nieve.
FIN
1. Hi yu skookum: Expresión chinook del oeste canadiense que significa «muy bueno».

Necrofilia - Marco Denevi

Cuenta el mitólogo Patulio: “Al regreso de la guerra contra los mirmidones, Barión sorprendió a su mujer, Casiomera, en brazos de un mozalbete llamado Cástor. Ahí mismo estranguló al intruso y luego arrojó el cadáver al mar. Noches después estando Barión deleitándose con Casiomera, se le apareció en la alcoba Castor pálido como lo que era, un muerto, y lo conminó a ir al templo de Plutón de Trézene y sacrificarle dos machos cabríos para expirar su crimen. Barión, aterrado y no menos pálido, obedeció. Mientras tanto el fantasma de Cástor reanudaba sus amores con Casiomera, quien no se atrevió a negarle nada a un ser venido del otro mundo. Varias veces Barión debió ceder su lecho al cuerpo astral de Cástor sin una protesta, porque el joven lo amenazaba, si se resistía, con llevarlo con él a la tenebrosa región del infierno”. El mitólogo Patulio agrega que Cástor tenía un hermano gemelo, de nombre Polux, pero de este Polux nada dice.
Marco Denevi Argentino (1922-1998) Cuentos: Falsificaciones, El jardín de las delicias, Novelas: Rosaura a las diez, Los asesinos de los días de fiesta.

Estados de ánimo - Mario Benedetti

A veces me siento como un águila en el aire ...
(A propósito de una canción de de Pablo Milanés)

Unas veces me siento
como pobre colina,
y otras como montaña
de cumbres repetidas,
unas veces me siento
como un acantilado,
y en otras como un cielo
azul pero lejano,
a veces uno es
manantial entre rocas,
y otras veces un árbol
con las últimas hojas,
pero hoy me siento apenas
como laguna insomne,
con un embarcadero
ya sin embarcaciones,
una laguna verde
inmóvil y paciente
conforme con sus algas
sus musgos y sus peces,
sereno en mi confianza
confiando en que una tarde,
te acerques y te mires..
te mires al mirarme.

La oveja negra - Augusto Monterrosso


En un lejano país existió hace muchos años una Oveja negra.

Fue fusilada.

Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque.

Así, en los sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura.

Los animales del arca - Marco Denevi

Sí, Noé cumplió la orden divina y embarcó en el arca un macho y una hembra de cada especie animal. Pero durante los cuarenta días y las cuarenta noches del diluvio ¿qué sucedió? Las bestias ¿resistieron las tentaciones de la convivencia y del encierro forzoso? Los animales salvajes, las fieras de los bosques y de los desiertos ¿se sometieron a las reglas de la urbanidad? La compañía, dentro del mismo barco, de las eternas víctimas y de los eternos victimarios ¿no desataría ningún crimen? Estoy viendo al león, al oso y a la víbora mandar al otro mundo, de un zarpazo o de una mordedura, a un pobre animalito indefenso. ¿Y quiénes serían los más indefensos sino los más hermosos? Porque los hermosos no tienen otra protección que su belleza. ¿De qué les serviría la belleza en un navío colmado de pasajeros de todas clases, todos asustados y malhumorados, muchos de ellos asesinos profesionales, individuos de mal carácter y sujetos de avería? Sólo se salvarían los de piel más dura, los de carne menos apetecible, los erizados de púas, de cuernos, de garras y de picos, los que alojan el veneno, los que se ocultan en la sombra, los más feos y los más fuertes. Cuando al cabo del diluvio Noé descendió a tierra, repobló el mundo con los sobrevivientes. Pero las criaturas más hermosas, las más delicadas y gratuitas, los puros lujos con que Dios, en la embriaguez de la Creación, había adornado el planeta, aquellas criaturas al lado de las cuales el pavorreal y la gacela son horribles mamarrachos y la liebre una fiera sanguinaria, ay, aquellas criaturas no descendieron del arca de Noé.

martes, 14 de junio de 2011

Pegue la estampilla en el ángulo superior derecho del sobre

Un fama y un cronopio son muy amigos y van juntos al correo a despachar unas cartas a sus esposas que viajan por Noruega gracias a la diligencia de Thos. Cook & Son. El fama pega sus estampillas con prolijidad, dándoles golpecitos para que se fijen bien, pero el cronopio lanza un grito terrible sobresaltando a los empleados, y con inmensa cólera declara que las imágenes de los sellos son repugnantes de mal gusto y que jamás podrán obligarlo a prostituir sus cartas de amor conyugal con semejantes tristezas. El fama se siente muy incómodo porque ya ha pegado sus estampillas, pero como es muy amigo del cronopio, quisiera solidarizarse y aventura que en efecto la vista de la estampilla de veinte centavos es más bien vulgar y repetida, pero que la de un peso tiene un color borra de vino sentador. Nada de esto calma al cronopio, que agita su carta y apostrofa a los empleados que lo contemplan estupefactos. Acude el jefe de correos, y apenas veinte segundos más tarde el cronopio está en la calle, con la carta en la mano y una gran pesadumbre. El fama, que furtivamente ha puesto la suya en el buzón, acude a consolarlo y le dice:

-Por suerte nuestras esposas viajan juntas, y en mi carta anuncié que estabas bien, de modo que tu señora se enterará por la mía.
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