domingo, 31 de julio de 2011

LA NIÑA Y LAS SETAS

Dos niñas iban a casa llevando setas.

Tenían que cruzar la vía del tren. Creyeron que la máquina estaba lejos, escalaron el talud y empezaron a atravesar los raíles.

Entonces se oyó el retumbo del tren. La mayor de las niñas volvió atrás corriendo, y la pequeña atravesó la vía.

La mayor se puso a gritar a su hermana:

–¡Quédate donde estás!

Pero el tren llegaba tan cerca y armaba tanto ruido que la pequeña no entendió: creía que le mandaban volver. Se metió entre los raíles, dio un tropezón, las setas se le cayeron y se puso a recogerlas.

El tren se echaba encima, y el maquinista hizo sonar el silbato con todas sus fuerzas.

La niña mayor gritaba:

–¡Deja las setas! –pero la pequeña entendió que le mandaban recoger las setas, y se arrastraba por la vía.

El maquinista no pudo frenar. La máquina se acercó, silbando con toda su fuerza, y atropelló a la niña.

Su hermana chillaba y lloraba. Los pasajeros se asomaron a las ventanillas de los vagones, y el revisor fue corriendo al extremo del tren para ver qué había sido de la niña.

Cuando el tren pasó, todos la vieron, echada entre los raíles, boca abajo e inmóvil.

Después, cuando el tren estaba ya lejos, la niña alzó la cabeza; se puso, dando un brinco, de rodillas, recogió las setas y corrió hacia su hermana.


León Tolstoi

lunes, 18 de julio de 2011

Orgullo en una leyenda guaraní



La flor del Irupé
Entre los jóvenes de la tribu, Pitá era el más valiente, el m
ás fuerte, el más audaz. Y el más enamorado. Todo su coraje se rendía a los pies de la hermosa Morotí.

La muchacha estaba muy orgullosa del amor de Pitá y del poder que tenía sobre él. Se jactaba de la pasión que había inspirado, capaz de transformar al joven guerrero en juguete de sus caprichos.
Cierto día paseaba con sus amigas por las orillas del Paraná. Los vientos y las lluvias recientes habían provocado una peligrosa crecida y las aguas del río bajaban torrenciales. En ese momento Morotí vio que se acercaba su fiel Pitá y quiso demostrar ante las otras muchachas todo lo que el guerrero estaba dispuesto a hacer por ella.

Sin pensarlo dos veces, Morotí se sacó el brazalete y lo a
rrojó a las aguas enfurecidas y turbias.
-¡Pitá, mi brazalete! -dijo.
Y fue suficiente para que el muchacho se lanzara al río detrás del objeto brillante. Pitá podría haber salido airoso de la prueba. Como cualquier guerrero guaraní, era un excelente nadador, conocía muy bien los riesgos y las jugarretas del Paraná y sus aguas traicioneras. Pero Ñandé Yará, el Gran Espíritu, había dispuesto castigar la coquetería de Morotí. Por un momento se vio asomar de las aguas la cabeza de Pitá y después, atrapado por un remolino, volvió a desaparecer. Esta vez, para siempre.
Morotí y sus amigas no podían creer lo que habían visto con sus propios ojos. Recorrieron la orilla río abajo y río arriba, convencidas de que Pitá les estaba hacien
do una broma. Gritaron su nombre con todas sus fuerzas. Después gritaron con desesperación.

Pero no era un juego. Cayó la noche y Pitá no volvió a la tribu.
Morotí estaba enloquecida de dolor. Por su capricho y su tonto orgullo, Pitá había muerto ahogado.

Sin embargo, el chamán de la tribu consultó a los dioses y obtuvo otra respuesta. Pitá no estaba muerto. I Cuñá Payé, la hechicera de las aguas, lo retenía en su palacio del fondo del río, envuelto en sus redes de amor brujo.
Desesperada, arrepentida, Morotí se ató al cuello una
enorme piedra y llevando esa carga se arrojó al río antes del amanecer, cuando nadie podía retenerla. Una de sus amigas la había seguido y alcanzó a verla hundiéndose en el agua revuelta del Paraná. A gritos pidió ayuda.

Los hombres y mujeres del pueblo guaraní vieron entonces salir de las aguas una enorme y extraña flor que jamás habían visto antes. Era hermosa y su perfume, delicioso. Los pétalos del centro eran blancos, como la pureza de la linda Morotí, y los del borde eran rojos, como la sangre bravía y enamorada de Pitá. El Gran Padre Tupá había perdonado su locura de jóvenes y había unido para siempre el alma de los dos enamorados en la flor del irupé.
La leyenda de la flor del irupé es una variante de un motivo que aparece en las culturas más diversas. Se trata del juego entre el Valiente y la Bella, en que la Bella (a v
eces su padre o su captor) impone condiciones al Valiente para conquistar o retener su amor, o para salvarla de un peligro mágico o real. Estas condiciones suelen dar lugar a largas aventuras.

El Valiente es un personaje que aparece siempre igual a sí mismo, sin grandes variantes. Siempre es joven, fuerte, valeroso, esforzado y dispuesto a soportarlo todo. Es casi el mismo personaje que pasa de un cuento al otro. En cambio, de la Bella se puede esperar cualquier cosa. Hay algunas francamente malvadas, como las que mandan a cortar la cabeza de sus pretendientes si fracasan en pasar ciertas pruebas. Otras permanecen a lo largo de la historia dormidas o sentadas en su trono (tal vez un p
oco aburridas) hasta que llega el momento de unirse al Valiente.
Pero también, en historias y leyendas de todos los pueblos y de todas las épocas, hay Bellas tan aventureras como los Valientes, que comparten los riesgos y las emociones. Este es el caso de la Bella Morotí que, arrepentida de su cruel exigencia, participa en la aventura para salvar a su Valiente Pitá.



Egoísmo en una leyenda de la Isla de Pascua


Cómo cayeron las estatuas de Rapa Nui
Las enormes estatuas de la Isla de Pascua, con la intervención del hombre blanco, han vuelto a mirar hoy hacia el mar. Pero durante tantos siglos estuvieron abatidas en tierra que su caída forma parte de la leyenda, tanto como su construcción.
Se cuenta que los primeros intentos de esculpir los moai, las grandes estatuas de piedra, habían fracasado. Solo un anciano escultor guardaba el secreto de la buena escultura. Los jóvenes que intentaban trabajar en los moai fueron a verlo.
Kave Heke, el anciano poseedor del secreto, les dijo que para poder esculpir hermosas estatuas en la piedra debían controlar su deseo sexual durante todo el tiempo que tuvieran que dedicar al trabajo.
Así lograron por fin tener éxito y esculpieron muchas y enormes y bellas estatuas de piedra.

La comida para los escultores de los moai estaba a cargo de una vieja a la que nadie prestaba mucha atención, a pesar de la importancia de su tarea. Preparaba el típico curanto de la isla, que se cocina en un pozo cavado en la tierra, protegiendo la comida en un envoltorio de hojas y cubriéndola con brasas. Los trabajadores eran muchos y día tras día la vieja cocinera trabajaba para alimentarlos.
Un día la buena anciana no llegó a tiempo con su gente para servir la comida. Los hombres abrieron el curanto, que esta vez era de langostas y se lo comieron todo, sin dejarle nada.

Cuando ella se acercó al pozo, vio que había sido abierto y que no sobraba ni un pedacito de langosta. Los hombres habían comido todo sin pensar en su hambre, sin que les importara su esfuerzo de todos los días.
Entonces, la furia le dio fuerzas mágicas. Lloró y gritó hacia los moais:

-¡Muchachos, con todo su peso, caigan al suelo! Y así cayeron las estatuas. Y así permanecieron en tierra por los siglos de los siglos.
El misterio de las enormes estatuas de piedra de Rapa Nui, en la Isla de Pascua, que la llegada del hombre blanco encontró caídas en tierra, no ha sido resuelto todavía. No fue sencillo, aun con los medios de los que se dispone en la actualidad, levantar el peso de los gigantes de piedra y lograr que se mantengan verticales, mirando el mar. Nadie sabe exactamente cómo una cultura primitiva y tan aislada como la de los polinesios que habitaban y habitan la isla (hoy perteneciente a Chile) consiguió en su momento levantar las estatuas o bien las enormes piedras en las que fueron esculpidas. El secreto se perdió con las sucesivas generaciones, y ya no se esculpieron otras.

jueves, 7 de julio de 2011

Camello declarado indeseable

Aceptan todas las solicitudes de paso de frontera, pero Guk, camello, inesperadamente declarado indeseable. Acude Guk a la central de policía donde le dicen nada que hacer, vuélvete a tu oasis, declarado indeseable inútil tramitar solicitud. Tristeza de Guk, retorno a las tierras de infancia. Y los camellos de familia, y los amigos, rodeándolo y que te pasa, y no es posible, por que precisamente tú. Entonces una delegación al Ministerio de Tránsito a apelar por Guk, con escándalo de funcionarios de carrera: esto no se ha visto jamas, ustedes se vuelven inmediatamente al oasis, se hará un sumario.

Guk en el oasis come pasto un día, pasto otro día. Todos los camellos han pasado la frontera, Guk sigue esperando. Así se van el verano, el otoño. Luego Guk de vuelta a la ciudad, parado en una plaza vacía. Muy fotografiado por turistas, contestando reportajes. Vago prestigio de Guk en la plaza. Aprovechando busca salir, en la puerta todo cambia: declarado indeseable. Guk baja la cabeza, busca los ralos pastitos de la plaza. Un día lo llaman por el altavoz y entra feliz en la central. Allí es declarado indeseable. Guk vuelve al oasis y se acuesta. Come un poco de pasto, y después apoya el hocico en la arena. Va cerrando los ojos mientras se pone el sol. De su nariz brota una burbuja que dura un segundo mas que él.

martes, 5 de julio de 2011

Los amigos

En ese juego todo tenía que andar rápido. Cuando el Número Uno decidió que había que liquidar a Romero y que el Número Tres se encargaría del trabajo, Beltrán recibió la información pocos minutos más tarde. Tranquilo pero sin perder un instante, salió del café de Corrientes y Libertad y se metió en un taxi. Mientras se bañaba en su departamento, escuchando el noticioso, se acordó de que había visto por última vez a Romero en San Isidro, un día de mala suerte en las carreras. En ese entonces Romero eta un tal Romero, y él un tal Beltrán; buenos amigos antes de que la vida los metiera por caminos tan distintos. Sonrió casi sin ganas, pensando en la cara que pondría Romero al encontrárselo de nuevo, pero la cara de Romero no tenía ninguna importancia y en cambio había que pensar despacio en la cuestión del café, y del auto. Era curioso que al Número Uno se le hubiera ocurrido hacer matar a Romero en el café de Cochabamba y Piedras, y a esa hora; quizá, si había que creer en ciertas informaciones, el Número Uno ya estaba un poco viejo. De todos modos, la torpeza de la orden le daba una ventaja: podía sacar el auto del garaje, estacionarlo con el motor en marcha por el lado de Cochabamba, y quedarse esperando a que Romero llegara como siempre a encontrarse con los amigos a eso de las siete de la tarde. Si todo salía bien evitaría que Romero entrase en el café, y al mismo tiempo que los del café vieran o sospecharan su intervención. Era cosa de suerte y de cálculo, un simple gesto (que Romero no dejaría de ver, porque era un lince), y saber meterse en el tráfico y pegar la vuelta a toda máquina. Si los dos hacían las cosas como era debido -y Beltrán estaba tan seguro de Romero como de él mismo- todo quedaría despachado en un momento. Volvió a sonreír pensando en la cara del Número Uno cuando más tarde, bastante más tarde, lo llamara desde algún teléfono público para informarle de lo sucedido.

Vistiéndose despacio, acabó el atado de cigarrillos y se miró un momento al espejo. Después sacó otro atado del cajón, y antes de apagar las luces comprobó que todo estaba en orden. Los gallegos del garaje le tenían el Ford como una seda. Bajó por Chacabuco, despacio, y a las siete menos diez se estacionó a unos metros de la puerta del café, después de dar dos vueltas a la manzana esperando que un camión de reparto le dejara el sitio. Desde donde estaba era imposible que los del café lo vieran. De cuando en cuando apretaba un poco el acelerador para mantener el motor caliente; no quería fumar, pero sentía la boca seca y le daba rabia.

A las siete menos cinco vio venir a Romero por la vereda de enfrente; lo reconoció enseguida por el chambergo gris y el saco cruzado. Con una ojeada a la vitrina del café, calculó lo que tardaría en cruzar la calle y llegar hasta ahí. Pero a Romero no podía pasarle nada a tanta distancia del café, era preferible dejarlo que cruzara la calle y subiera a la vereda. Exactamente en ese momento, Beltrán puso el coche en marcha y sacó el brazo por la ventanilla. Tal como había previsto, Romero lo vio y se detuvo sorprendido.

La primera bala le dio entre los ojos, después Beltrán tiró al montón que se derrumbaba. El Ford salió en diagonal, adelantándose limpio a un tranvía, y dio la vuelta por Tacuarí. Manejando sin apuro, el Número Tres pensó que la última visión de Romero había sido la de un tal Beltrán, un amigo del hipódromo en otros tiempos.

lunes, 4 de julio de 2011

No se culpe a nadie

El frío complica siempre las cosas, en verano se está tan cerca del mundo, tan piel contra piel, pero ahora a las seis y media su mujer lo espera en una tienda para elegir un regalo de casamiento, ya es tarde y se da cuenta de que hace fresco, hay que ponerse el pulóver azul, cualquier cosa que vaya bien con el traje gris, el otoño es un ponerse y sacarse pulóveres, irse
encerrando, alejando. Sin ganas silba un tango mientras se aparta de la ventana abierta, busca el pulóver en el armario y empieza a ponérselo delante del espejo. No es fácil, a lo mejor por culpa de la camisa que se adhiere a la lana del pulóver, pero le cuesta hacer pasar el brazo, poco a poco va avanzando la mano hasta que al fin asoma un dedo fuera del puño de lana azul, pero a la luz del atardecer el dedo tiene un aire como de arrugado y metido para adentro, con una uña negra terminada en punta. De un tirón se arranca la manga del pulóver y se mira la mano como si no fuese suya, pero ahora que está fuera del pulóver se ve que es su mano de siempre y él la deja caer al extremo del brazo flojo y se le ocurre que lo mejor será meter el otro brazo en la otra manga a ver si así resulta más sencillo. Parecería que no lo es porque apenas la lana del pulóver se ha pegado otra vez a la tela de la camisa, la falta de costumbre de empezar por la otra manga dificulta todavía más la operación, y aunque se ha puesto a silbar de nuevo para distraerse siente que la mano avanza apenas y que sin alguna maniobra complementaria no conseguir hacerla llegar nunca a la salida. Mejor todo al mismo tiempo, agachar la cabeza para calzarla a la altura del cuello del pulóver a la vez que mete el brazo libre en la otra manga enderezándola y tirando simultáneamente con los dos brazos y el cuello. En la repentina penumbra azul que lo envuelve parece absurdo seguir silbando, empieza a sentir como un calor en la cara aunque parte de la cabeza ya debería estar afuera, pero la frente y toda la cara siguen cubiertas y las manos andan apenas por la mitad de las mangas. por más que tira nada sale afuera y ahora se le ocurre pensar que a lo mejor se ha equivocado en esa especie de cólera irónica con que reanudó la tarea, y que ha hecho la tontería de meter la cabeza en una de las mangas y una mano en el cuello del pulóver. Si fuese así su mano tendría que salir fácilmente pero aunque tira con todas sus fuerzas no logra hacer avanzar ninguna de las dos manos aunque en cambio parecería que la cabeza está a punto de abrirse paso porque la lana azul le aprieta ahora con una fuerza casi irritante la nariz y la boca, lo sofoca más de lo que hubiera podido imaginarse, obligándolo a respirar profundamente mientras la lana se va humedeciendo contra la boca, probablemente desteñirá y le manchará la cara de azul. Por suerte en ese mismo momento su mano derecha asoma al aire al frío de afuera, por lo menos ya hay una afuera aunque la otra siga apresada en la manga, quizá era cierto que su mano derecha estaba metida en el cuello del pulóver por eso lo que él creía el cuello le está apretando de esa manera la cara sofocándolo cada vez más, y en cambio la mano ha podido salir fácilmente. De todos modos y para estar seguro lo único que puede hacer es seguir abriéndose paso respirando a fondo y dejando escapar el aire poco a poco, aunque sea absurdo porque nada le impide respirar perfectamente salvo que el aire que traga está mezclado con pelusas de lana del cuello o de la manga del pulóver, y además hay el gusto del pulóver, ese gusto azul de la lana que le debe estar manchando la cara ahora que la humedad del aliento se mezcla cada vez más con la lana, y aunque no puede verlo porque si abre los ojos las pestañas tropiezan dolorosamente con la lana, está seguro de que el azul le va envolviendo la boca mojada, los agujeros de la nariz, le gana las mejillas, y todo eso lo va llenando de ansiedad y quisiera terminar de ponerse de una vez el pulóver sin contar que debe ser tarde y su mujer estar impacientándose en la puerta de la tienda. Se dice que lo más sensato es concentrar la atención en su mano derecha, porque esa mano por fuera del pulóver está en contacto con el aire frío de la habitación es como un anuncio de que ya falta poco y además puede ayudarlo, ir subiendo por la espalda hasta aferrar el borde inferior del pulóver con ese movimiento clásico que ayuda a ponerse cualquier
pulóver tirando enérgicamente hacia abajo. Lo malo es que aunque la mano palpa la espalda buscando el borde de lana, parecería que el pulóver ha quedado completamente arrollado cerca del cuello y lo único que encuentra la mano es la camisa cada vez más arrugada y hasta salida en parte del pantalón, y de poco sirve traer la mano y querer tirar de la delantera del pulóver porque sobre el pecho no se siente más que la camisa, el pulóver debe haber pasado apenas por los hombros y estará ahi arrollado y tenso como si él tuviera los hombros demasiado anchos para ese pulóver lo que en definitiva prueba que realmente se ha equivocado y ha metido una mano en el cuello y la otra en una manga, con lo cual la distancia que va del cuello a una de las mangas es exactamente la mitad de la que va de una manga a otra, y eso explica que él tenga la cabeza un poco ladeada a la izquierda, del lado donde la mano sigue prisionera en la manga, si es la manga, y que en cambio su mano derecha que ya está afuera se mueva con toda libertad en el aire aunque no consiga hacer bajar el pulóver que sigue como
arrollado en lo alto de su cuerpo. Irónicamente se le ocurre que si hubiera una silla cerca podría descansar y respirar mejor hasta ponerse del todo el pulóver, pero ha perdido la orientación después de haber girado tantas veces con esa especie de gimnasia eufórica que inicia siempre la colocación de una prenda de ropa y que tiene algo de paso de baile disimulado, que nadie puede reprochar porque responde a una finalidad
utilitaria y no a culpables tendencias coreográficas. En el fondo la verdadera solución sería sacarse el pulóver puesto que no ha podido ponérselo, y comprobar la entrada correcta de cada mano en las mangas y de la cabeza en el cuello, pero la mano derecha desordenadamente sigue yendo y viniendo como si ya fuera ridículo renunciar a esa altura de las cosas, y en algún momento hasta obedece y sube a la altura de la cabeza y tira hacia arriba sin que él comprenda a
tiempo que el pulóver se le ha pegado en la cara con esa gomosidad húmeda del aliento mezclado con el azul de la lana, y cuando la mano tira hacia arriba es un dolor como si le desgarraran las orejas y quisieran arrancarle las pestañas. Entonces más despacio, entonces hay que utilizar la mano metida en la manga izquierda, si es la manga y no el cuello, y para eso con la mano derecha ayudar a la mano izquierda para que pueda avanzar por la manga o retroceder y zafarse, aunque es casi imposible coordinar los movimientos de las dos manos, como si la mano izqulerda fuese una rata metida en una jaula y desde afuera otra rata quisiera ayudarla a escaparse, a menos que en vez de ayudarla la esté mordiendo porque de golpe le duele la mano prisionera y a la vez la otra mano se hinca con todas sus fuerzas en eso que debe ser su mano y que le duele, le duele a tal punto que renuncia a quitarse el pulóver, prefiere intentar un último esfuerzo para sacar la cabeza fuera del cuello y la rata izquierda fuera de la jaula y lo intenta luchando con todo el cuerpo, echándose hacia adelante y hacia atrás, girando en medio de la habitación, si es que está en el medio porque ahora alcanza a pensar que la ventana ha quedado abierta y que es peligroso seguir girando a ciegas, prefiere detenerse aunque su mano derecha siga yendo y viniendo sin ocuparse del pulóver, áunque su mano izquierda le duela cada vez más como si tuviera los dedos mordidos o quemados, y sin embargo esa mano le obedece, contrayendo poco a poco los dedos lacerados alcanza a aferrar a través de la manga el borde del pulóver arrollado en el hombro, tira hacia abajo casi sin fuerza, le duele demasiado y haría falta que la mano derecha ayudara en vez de trepar o bajar inútilmente por las piernas en vez de pellizcarle el muslo como lo está haciendo, arañándolo y pellizcándolo a través de la ropa sin que pueda impedírselo porque toda su voluntad acaba en la mano izquierda, quizá ha caído de rodillas y se siente como colgado de la mano izquierda que tira una vez más del pulóver y de golpe es el frío en las cejas y en la frente, en los ojos, absurdamente no quiere abrir los ojos pero sabe que ha salido fuera, esa materia fria, esa delicia es el aire libre, y no quiere abrir los ojos y espera un segundo, dos segundos, se deja vivir en un tiempo frío y diferente, el tiempo de fuera del pulóver, está de rodillas y es hermoso estar así hasta que poco a poco agradecidamente entreabre los ojos libres de la baba azul de la lana de adentro, entreabre los ojos y ve las cinco uñas negras suspendidas apuntando a sus ojos, vibrando en el aire antes de saltar contra sus ojos, y tiene el tiempo de bajar los párpados y echarse atrás cubriéndose con la mano izquierda que es su mano, que es todo lo que le queda para que lo defienda desde dentro de la manga, para que tire hacia arriba el cuello del pulóver y la baba azul le envuelva otra vez la cara mientras se endereza para huir a otra parte, para llegar por fin a alguna parte sin mano y sin pulóver, donde solamente haya un aire fragoroso que lo envuelva y lo acompañe y lo acaricie y doce pisos.

Bestiario

Entre la última cucharada de arroz con leche -poca canela, una lástima- y los besos antes de subir a acostarse, llamó la campanilla en la pieza del teléfono e Isabel se quedó remoloneando hasta que Inés vino de atender y dijo algo al oído de su madre. Se miraron entre ellas y después las dos a Isabel, que pensó en la jaula rota y las cuentas de dividir y un poco en la rabia de misia Lucera por tocarle el timbre a la vuelta de la escuela. No estaba tan inquieta, su madre e Inés miraban como más allá de ellas, casi tomándola como pretexto; pero la miraban.

-A mí, créeme que no me gusta que vaya -dijo Inés-. No tanto por el tigre, después de todo cuidan bien ese aspecto. Pero la casa tan triste, y ese chico sólo para jugar con ella...

-A mí tampoco me gusta -dijo la madre, e Isabel supo como desde un tobogán que la mandarían a lo de Funes a pasar el verano. Se tiró en la noticia, en la enorme ola verde, lo de Funes, lo de Funes, claro que la mandaban. No les gustaba pero convenía. Bronquios delicados, Mar del Plata carísima, difícil manejarse con una chica consentida, boba, conducta regular con lo buena que es la señorita Tania, sueño inquieto y juguetes por todos lados, preguntas, botones, rodillas sucias. Sintió miedo, delicia, olor de sauces y la u de Funes se le mezclaba con el arroz con leche, tan tarde y a dormir, ya mismo a la cama.

Acostada, sin luz, llena de besos y miradas tristes de Inés y su madre, no bien decididas pero ya decididas del todo a mandarla. Antevivía la llegada en break, el primer ayuno, la alegría de Nino cazador de cucarachas, Nino sapo, Nino pescado (un recuerdo de tres años atrás, Nino mostrándole unas figuritas puestas con engrudo en un álbum, y diciéndole grave : "Este es un sapo y éste un pes-ca-do"). Ahora Nino en el parque esperándola con la red de mariposas, y las manos blandas de Rema -las vio que nacían de la oscuridad, estaba con los ojos abiertos y en vez de las cara de Nino zás las manos de Rema, la menor de los Funes. "Tía Rema me quiere tanto", y los ojos de Nino se hacían grandes y mojados, otra vez vio a Nino desgajarse flotando en el aire confuso del dormitorio, mirándola contento. Nino pescado. Se durmió queriendo que la semana pasara esa misma noche, y las despedidas, el viaje en tren, la legua en break, el portón, los eucaliptos del camino de entrada. Antes de dormirse tuvo un momento de horror cuando pensó que podía estar soñando. Estirándose de golpe dio con los pies en los barrotes de bronce, le dolieron a través de las colchas, y en el comedor grande se oía hablar a su madre y a Inés, equipaje, ver al médico por lo de la erupciones, aceite de bacalao y hamamelis virgínica. No era un sueño, no era un sueño.

No era un sueño. La llevaron a Constitución una mañana ventosa, con banderitas en los puestos ambulantes de la plaza, torta en el Tren Mixto y gran entrada en el andén. Número catorce. La besaron tanto entre Inés y su madre que le quedó la cara como caminada, blanda y oliendo a rouge y polvo rachel de Coty., húmeda alrededor de la boca, un asco que el viento le sacó de un manotazo. No tenía miedo de viajar sola porque era una chica grande, con nada menos que veinte pesos en la cartera, Compañía Sansinena de Carnes Congeladas metiéndose por la ventanilla con un olor dulzón, el Riachuelo amarillo e Isabel repuesta ya del llanto forzado, contenta, muerta de miedo, activa en el ejercicio pleno de su asiento, su ventanilla, viajera casi única en un pedazo de coche donde se podía probar todos los lugares y verse en los espejitos. Pensó una o dos veces en su madre, en Inés -ya estarían en el 97, saliendo de Constitución-, leyó prohibido fumar, prohibido escupir, capacidad 42 pasajeros sentados, pasaban por Banfield a toda carrera, ¡vuuuúm! campo más campo más campo mezclado con el gusto del milkibar y las pastilla de mentol. Inés le había aconsejado que fuera tejiendo la mañanita de lana verde, de manera que Isabel la llevaba en lo más escondido de su maletín, pobre Inés con cada idea tan pava.

En la estación le vino un poco de miedo, porque si el break... Pero estaba Ahí, con don Nicanor florido y respetuoso, niña de aquí y niña de allá, si el viaje bueno, si doña Elisa siempre guapa, claro que había llovido -Oh andar del break, vaivén para traerle el entero acuario de su anterior venida a los Horneros. Todo más a menudo, más de cristal y rosa, sin el tigre entonces, con don Nicanor menso canoso, apenas tres años atrás, Nino un sapo, Nino un pescado, y las manos de Rema que daban deseos de llorar y sentirlas eternamente contra su cabeza, en una caricia casi de muerte y de vainillas con crema, las dos mejores cosas de la vida.

Le dieron un cuarto arriba, entero para ella, lindísimo. Un cuarto para grande (idea de Nino, todo rulos negros y ojos, bonito en su mono azul; claro que de tarde Luis lo hacía vestir muy bien, de gris pizarra con corbata colorada) dentro de otro cuarto chiquito con un cardenal enorme y salvaje. El baño quedaba a dos puertas (pero internas, de modo que se podía ir sin averiguar antes dónde estaba el tigre), lleno de canillas y metales, aunque a Isabel no la engañaban fácil y ya en el baño se notaba bien el campo, las cosas no eran tan perfectas como en un baño de ciudad. Olía a viejo, la segunda mañana encontró un bicho de humedad paseando por el lavabo. Lo tocó apenas, se hizo una bolita temerosa, perdió pie y se fue por el agujero gorboteante.

Querida mamá tomo la pluma para - Comían en el comedor de cristales, donde se estaba más fresco. El Nene se quejaba a cada momento del calor, Luis no decía nada pero poco a poco se le veía brotar el agua en la frente y la barba. Solamente Rema estaba tranquila, pasaba los platos despacio y siempre como si la comida fuera de cumpleaños, un poco solemne y emocionante. (Isabel aprendía en secreto su manera de trinchar, de dirigir a las sirvientitas). Luis casi siempre leía, los puños en las sienes y el libro apoyado en un sifón. Rema le tocaba el brazo antes de pasarle el plato, y a veces el Nene lo interrumpía y lo llamaba filósofo. A Isabel le dolía que Luis fuera filósofo, no por eso sino por el Nene tenía pretexto para burlarse y decírselo.

Comían así: Luis en la cabecera, Rema y Nino en un lado, el Nene e Isabel del otro, de manera que había un grande en la punta y a los lados un chico y un grande. Cuando Nino quería decirle algo de veras le daba con el zapato en la canilla. Una vez Isabel gritó y el Nene se puso furioso y le dijo malcriada. Rema se quedó mirándola, hasta que Isabel se consoló en su mirada y la sopa juliana.

Mamita, antes de ir a comer es como en todos los otros momentos, hay que fijarse si - Casi siempre era Rema la que iba a ver si se podía pasar al comedor de cristales. Al segundo día vino al living grande y les dijo que esperaran. Pasó un rato largo hasta que un peón avisó que el tigre estaba en el jardín de los tréboles, entonces Rema tomó a los chicos de la mano y entraron todos a comer. Esta mañana las papas estuvieron resecas, aunque solamente el Nene y Nino protestaron.

Vos me dijiste que no debo andar haciendo - Porque Rema parecía detener, con su tersa bondad, toda pregunta. Estaba tan bien que no era necesario preocuparse por lo de las piezas. Una casa grandísima, y en el pero de los casos había que no entrar en una habitación; nunca más de una, de modo que no importaba. A los dos días Isabel se habituó igual que Nino. Jugaban de la mañana a la noche en el bosque de sauces, y si no se en el bosque de sauces le quedaba el jardín de los tréboles, el parque de las hamacas y las costra del arroyo. En la casa era lo mismo, tenían sus dormitorios, el corredor del medio, la biblioteca de abajo (salvo un jueves en que no se pudo ir ala biblioteca) y el comedor de cristales. Al estudio de Luis no iban porque Luis leía todo el tiempo, a veces llamaba a su hijo y le daba libros con figuras; pero Nino los sacaba de ahí, se iban a mirarlos al living o al jardín del frente. No entraban nunca en el estudio del Nene porque tenían miedo de sus rabias. Rema les dijo que era mejor así, se los dijo como advirtiéndoles; ellos ya sabían leer en sus silencios.

Al fin y al cabo era una vida triste. Isabel se preguntó una noche por qué los Funes la habrían invitado a veranear. Le faltó edad para comprender que no era por ella sino por Nino, un juguete estival para alegrar a Nino. Sólo alcanzaba a advertir la casa triste, que Rema estaba como cansada, que apenas llovía y las cosas tenían, sin embargo, algo de húmedo y abandonado. Después de unos días se habituó al orden de la casa, a la no difícil disciplina de aquel verano en Los Horneros. Nino empezaba a comprender el microscopio que le regalara Luis, pasaron una semana espléndida criando bichos en una batea con agua estancada y hojas de cala, poniendo gotas en la placa de vidrio para mirar los microbios. "Son larvas de mosquito, con ese microscopio no van a ver microbios", les decía Luis desde su sonrisa un poco quemada y lejana. Ellos no podían creer que ese rebullente horror no fuese un microbio. Rema les trajo un caleidoscopio que guardaba en su armario, pero siempre les gustó más descubrir microbios y numerarles las patas. Isabel llevaba una libreta con los apuntes de los experimentos, combinaba la biología con la química y la preparación de un botiquín. Hicieron el botiquín en el cuarto de Nino, después de requisar la casa para proveerse de cosas. Isabel se lo dijo a Luis: "Queremos de todo: cosas". Luis les dio pastillas de Andreu, algodón rosado, un tubo de ensayo. El Nene, una bolsa de goma y un frasco de píldoras verdes con la etiqueta raspada. Rema fue a ver el botiquín, leyó el inventario en la libreta, y les dijo que estaban aprendiendo cosas útiles. A ella o a Nino (que siempre se excitaba y quería lucirse delante de Rema) se le ocurrió montar un herbario. Como esta mañana se podía ir al jardín de los tréboles, anduvieron sacando muestras y a la noche tenían el piso de sus dormitorios lleno de hojas y flores sobre papeles, casi no quedaba donde pisar. Antes de dormirse, Isabel apuntó: "Hoja número 74: verde, forma de corazón, con pintitas marrones". La fastidiaba un poco que casi todas las hojas fueran verdes, casi todas lisas, casi todas lanceoladas.

El día que salieron a cazar las hormigas, vio a los peones de la estancia. Al capataz y al mayordomo los conocía bien porque iban con las noticias a la casa. Pero estos otros peones, más jóvenes, estaban ahí del lado de los galpones con un aire de siesta, bostezando a ratos y mirando jugar a los niños. Uno le dijo a Nino: "Pa que vaj a juntar tó esos bichos", y le dió con dos dedos en la cabeza, entre los rulos. Isabel hubiera querido que Nino se enojara, que demostrase ser el hijo del patrón. Ya estaba con la botella hirviendo de hormigas y en la costa del arroyo dieron con un enorme cascarudo y lo tiraron también adentro para ver. La idea del formicario la habían sacado del Tesoro de la Juventud, y Luis les prestó un largo y profundo cofre de cristal.. Cuando se iban, llevándolo entre los dos, Isabel le oyó decirle a Rema: "Mejor que se estén así quietos en casa". También le pareció que Rema suspiraba. Se acordó antes dormirse, a la hora de las caras en la oscuridad, lo vio otra vez al Nene saliendo a fumar al porche, delgado y canturreando, a Rema que le levaba el café y él que tomaba la taza equivocándose, tan torpe que apretó los dedos de Rema al tomar la taza, Isabel había visto desde el comedor que Rema tiraba la mano atrás y el Nene salvaba apenas la taza de caerse, y se reían con la confusión. Mejor hormigas negras que coloradas: más grandes, más feroces. Soltar después un montón de coloradas, seguir la guerra detrás del vidrio, bien seguros. Salvo que no se pelearan. Dos hormigueros, uno en cada esquina de la caja de vidrio. Se consolarían estudiando las distintas costumbres, con una libreta especial para cada clase de hormigas. Pero casi seguro que se pelearían, guerra sin cuartel para mirar por los vidrios, y una sola libreta.

A Rema no le gustaba espiarlos, a veces pasaba delante de los dormitorios y los veía con los formicarios al lado de la ventana, apasionados e importantes. Nino era especial para señalar en seguida las nuevas galerías, e Isabel ampliaba el plano trazado con tinta a doble página. Por consejo de Luis terminaron aceptando hormigas negras solamente, y el formicario ya era enorme, las hormigas parecían furiosas y trabajaban hasta la noche, cavando y removiendo con mil órdenes y evoluciones, avisado frotar de antenas y patas, repentinos arranques de furor o vehemencia, concentraciones y desbandes sin causa visible. Isabel ya no sabía que apuntar, dejó poco a poco la libreta, dejó poco a poco la libreta y se pasaban estudiando y olvidándose los descubrimientos. Nino empezaba a querer volver al jardín, aludía a las hamacas y a los petisos. Isabel lo despreciaba un poco. El formicario valía más que todo Los Horneros, y a ella le encantaba pensar que las hormigas iban y venían sin miedo a ningún tigre, a veces le daba por imaginarse un tigrecito chico como una goma de borrar, rondando las galerías del formicario; tal vez por eso los desbandes, las concentraciones. Y le gustaba repetir el mundo grande en el de cristal, ahora que se sentía un poco presa, ahora que estaba prohibido bajar al comedor hasta que Rema les avisara.

Acercó la nariz a uno de los libros, de pronto atenta porque le gustaba que la consideraran; oyó a Rema detenerse en la puerta, callar, mirarla. Esas cosas las oía con tan nítida claridad cuando era Rema.

-¿Por qué así sola?
-Nino se fue a las hamacas. Me parece que ésta debe ser una reina, es grandísima.

El delantal de Rema se reflejaba en el vidrio. Isabel le vio una mano levemente alzada, con el reflejo en el vidrio parecía como si estuviera dentro del formicario, de pronto pensó en la misma mano dándole la taza de café al Nene, pero ahora eran las hormigas que le andaban por los dedos, las hormigas en vez de la taza y la mano del Nene apretándole las yemas.

-Saque la mano, Rema -pidió.
-¿La mano?
-Ahora está bien. El reflejo asusta a las hormigas.
-Ah. Ya se puede bajar al comedor.
-Después. ¿El Nene está enojado con usted, Rema?

La mano pasó sobre el vidrio como un pájaro por una ventana. A Isabel le pareció que las hormigas se espantaban de veras, que huían de reflejo. Ahora ya no se veía nada, Rema se había ido, andaba por el corredor como escapando de algo. Isabel sintió miedo de su pregunta, un miedo sordo y sin sentido, quizá no de la pregunta como se verla irse así a Rema, del vidrio otra vez límpido donde las galerías desembocaban y se torcían como crispados dedos dentro de la tierra.

Una tarde hubo siesta, sandía, pelota a paleta en la red que miraba al arroyo, y Nino estuvo espléndido sacando tiros que parecían perdidos y subiéndose al techo por la glicina para desenganchar la pelota metida entre dos tejas. Vino un peoncito del lado de los sauces y los acompañó a jugar, pero era lerdo y se le iban los tiros. Isabel olía hojas de aguaribay y en un momento, al devolver con un revés una pelota insidiosa que Nino le mandaba baja, sintió como muy adentro la felicidad del verano. Por primera vez entendía su presencia en Los Horneros, las vacaciones, Nino. Pensó en el formicario, allá arriba, y era una cosa muerta y rezumante, un horror de patas buscando salir, un aire vaciado y venenoso. Golpeó la pelota con rabia, con alegría, cortó un tallo de aguaribay con los dientes y lo escupió asqueada, feliz, por fin de veras bajo el sol del campo.

Los vidrios cayeron como granizo. Era en el estudio del Nene. Lo vieron asomarse en mangas de camisa, con los anchos anteojos negros.

-¡Mocosos de porquería!
El peoncito escapaba. Nino se puso al lado de Isabel, ella lo sintió temblar con el mismo viento que los sauces.
-Fue sin querer, tío.
-De veras, Nene, fué sin querer.
Ya no estaba.

Le había pedido a Rema que se llevara el formicario y Rema se lo prometió. Después charlando mientras la ayudaba a colgar su ropa y a ponerse el piyama, se olvidaron. Isabel sintió la cercanía de las hormigas cuando Rema le apagó la luz y se fue por el corredor a darle las buenas noches a Nino todavía lloroso y dolido, pero no se animó a llamarla de nuevo, Rema hubiera pensado que era una chiquilina. Se propuso dormir en seguida, y se desveló como nunca. Cuando fue el momento de las caras en la oscuridad, vio a su madre y a Inés mirándose con un sonriente aire de cómplices y poniéndose unos guantes de fosforescente amarillo. Vio a Nino llorando, a su madre y a Inés con los guantes que ahora eran gorros violeta que les giraban y giraban en la cabeza, a Nino con ojos enormes y huecos -tal vez por haber llorado tanto- y previó que ahora vería a Rema y a Luis, deseaba verlos y no al Nene, pero vio al Nene sin los anteojos, con la misma cara contraída que tenía cuando empezó a pegarle a Nino y Nino se iba echando atrás hasta quedar contra la pared y lo miraba como esperando que eso concluyera, y el Nene volvía a cruzarle la cara con un bofetón suelto y blando que sonaba a mojado, hasta que Rema se puso delante y él se rió con la cara casi tocando la de Rema, y entonces se oyó volver a Luis y decir desde lejos que ya podían ir al comedor de adentro. Todo tan rápido, todo porque Nino estaba ahí y Rema vino a decirles que no se movieran del living hasta que Luis verificara en qué pieza estaba el tigre, y se quedó con ellos mirándolos jugar a las damas. Nino ganaba y Rema lo elogió, entonces Nino se puso tan contento que le pasó los brazos por el talle y quiso besarla. Rema se había inclinado, riéndose, y Nino la besaba en los ojos y la nariz, los dos se reían y también Isabel, estaban tan contentos jugando así. No vieron acercarse al Nene, cuando estuvo al lado arrancó a Nino de un tirón, le dijo algo del pelotazo al vidrio de su cuarto y le empezó a pegar, miraba a Rema cuando pegaba, parecía furioso contra Rema y ella lo desafió un momento con los ojos, Isabel asustada la vio que lo encaraba y se ponía delante para proteger a Nino. Toda la cena fue un disimulo, una mentira, Luis creía que Nino lloraba por un porrazo, el nene miraba a Rema como mandándola que se callara, Isabel lo veía ahora con la boca dura y hermosa, de labios rojísimos; en la tiniebla los labios eran todavía más escarlata, se le veía un brillo de dientes naciendo apenas. De los dientes salió una nube esponjosa, un triángulo verde, Isabel parpadeaba para borrar las imágenes y otra vez salieron Inés y su madre con guantes amarillos; las miró un momento y pensó en el formicario: eso estaba ahí y no se veía; los guantes amarillos no estaban y ella los veía en cambio como a pleno sol. Le pareció casi curioso, no podía hacer salir el formicario, más bien lo alcanzaba como un peso, un pedazo de espacio denso y vivo. Tanto lo sintió que se puso a buscar los fósforos, la vela de noche. El formicario saltó de la nada envuelto en penumbra oscilante. Isabel se acercaba llevando la vela. Pobres hormigas, iban a creer que era el sol que salía. Cuando pudo mirar uno de los lados, tuvo miedo; en plena oscuridad las hormigas habían estado trabajando. Las vio ir y venir, bullentes, en un silencio tan visible, tan palpable. Trabajan allí adentro, como si no hubieran perdido todavía la esperanza de salir.

Casi siempre era el capataz el que avisaba de los movimientos del tigre; Luis le tenía la mayor confianza y como se pasaba casi todo el día trabajando en su estudio, no salía nunca no dejaba moverse a los que venían del piso alto hasta que don Roberto mandaba su informe. Pero también tenían que confiar entre ellos. Rema, ocupada en los quehaceres de adentro, sabía bien lo que pasaba en la planta alta y arriba. Otras veces nada, pero sin don Roberto los encontraba afuera les marcaba el paradero del tigre y ellos volvían a avisar. A Nino le creían todo, a Isabel menos porque era nueva y podía equivocarse. Después, como andaba siempre con Nino pegado a sus polleras, terminaron creyéndole lo mismo. Eso, de mañana y tarde; por la noche era el Nene quien salía a verificar si los perros estaban atados o sin no habían quedado rescoldo cerca de las casas. Isabel vio que llevaba el revólver y a veces un bastón con puño de plata.

A Rema no quería preguntarle porque Rema parecía encontrar en eso algo tan obvio y necesario; preguntarle hubiera sido pasar por tonta, y ella cuidaba su orgullo delante de otra mujer. Nino era fácil, hablaba y refería. Todo tan claro y evidente cuando él lo explicaba. Sólo por la noche, si quería repetirse esa claridad y esa evidencia, Isabel se deba cuenta de que la razones importantes continuaban faltando. Aprendió pronto lo que de veras importaba: verificar previamente si de veras se podía salir de la casa o bajar al comedor de cristales, al estudio de Luis, a la biblioteca. "Hay que fiar en don Roberto", había dicho Rema. También en ella y en Nino. A Luis no le preguntaba porque pocas veces sabía. Al Nene que sabía siempre, no le preguntó jamás. Y así todo era fácil, la vida se organizaba para Isabel con algunas obligaciones más del lado de los movimientos, y en algunas menos del lado de la ropa , de las comidas, la hora de dormir. Un veraneo de veras, como debería ser el año entero.

... verte pronto. Ellos están bien. Con Nino tenemos un formicario y jugamos y llevamos un herbario muy grande. Rema te manda beso, está bien. Yo la encuentro triste, lo mismo a Luis que es muy bueno. Yo creo que Luis tiene algo, y eso que estudia tanto. Rema me dio unos pañuelos de colores preciosos, a Inés le van a gustar. Mamá esto es lindo y yo me divierto con Nino y don Roberto, es el capataz y nos dice cuando podemos salir y adónde, una tarde casi se equivoca y nos manda a la costa del arroyo, en eso vino un peón a decir que no, vieras qué afligido estaba don Roberto y después Rema, lo alcanzó a Nino y lo estuvo besando, y a mí me apretó tanto. Luis anduvo diciendo que la casa no era para chicos, y Nino le preguntó quiénes eran los chicos y se rieron, hasta el Nene se reía. Don Roberto es el capataz.

Si vinieras a buscarme te quedarías unos días y podrías estar con Rema y alegrarla. Yo creo que ella...

Pero decirle a su madre que Rema lloraba de noche, que la había oído llorar pasando por el corredor a pasos titubeantes, pararse en la puerta de Nino, seguir, bajar la escalera (se estaría secando los ojos) y la voz de Luis, lejana: "¿Qué tenés Rema? ¿No estás bien?", un silencio, toda la casa como una inmensa oreja, después de un murmullo y otra vez la voz de Luis: "Es un miserable, un miserable...", casi como comprobando fríamente un hecho, una filiación, tal vez un destino.

...está un poco enferma, le haría bien que vinieras y las acompañaras. Tengo que mostrarte el herbario y unas piedras del arroyo que me trajeron los peones. Decile a Inés...

Era una noche como le gustaba a ella, con bichos, humedad, pan recalentado y flan de sémola con pasas de corinto. Todo el tiempo ladraban los perros sobre las costa del arroyo, un mamboretá enorme se plantó de un vuelo en el mantel y Nino fue a buscar una lupa, lo taparon con un vaso ancho y lo hicieron rabiar para que mostrase los colores de las alas.

-Tirá ese bicho -pidió Rema-. Les tengo un asco.
-Es un buen ejemplar -admitió Luis-. Miren como sigue mi mano con los ojos. El único insecto que gira la cabeza.
-Qué maldita noche- dijo el Nene detrás de su diario. Isabel hubiera querido decapitar al mamboretá , darle un tijeretazo y ver qué pasaba.
-Déjalo dentro del vaso -pidió a Nino-. Mañana lo podríamos meter en el formicario y estudiarlo.

El calor subía, a las diez y media no se respiraba. Los chicos se quedaron con Rema en el comedir de adentro, los hombres estaban en sus estudios. Nino fue el primero en decir que tenía sueño.

-Subí solo, yo voy después de verte. Arriba está todo bien. -y Rema lo ceñía por la cintura, con un gesto que a él le gustaba tanto.
-¿Nos contás un cuento, tía Rema? -
Otra noche.

Se quedaron solas, con el mamboretá que las miraba. Vino Luis a darles las buenas noches, murmuró algo sobre la hora en que los chicos debían irse a la cama, Rema les sonrió al besarlo.

-Oso gruñón- dijo, e Isabel inclinada sobre el vaso del mamboretá pensó que nunca había visto a Rema besando al Nene y a un mamboretá de un verde tan verde. Le movía un poco el vaso y el mamboretá rabiaba. Rema se acercó para pedirle que fuera a dormir.

-Tirá ese bicho, es horrible.
-Mañana, Rema.


Le pidió que subiera a darle las buenas noches. El Nene tenía entornada la puerta de su estudio y estaba paseándose en mangas de camisa, con el cuello suelto. Le silbó al pasar.

- Me voy a dormir, Nene.
- Oíme: decíle a Rema que me haga una limonada bien fresca y me la traiga aquí. Después subís no más a tu cuarto.

Claro que iba a subir a su cuarto, no veía por qué tenía él que mandárselo. Volvió al comedor para decirle a Rema, vio que vacilaba.

-No subás todavía. Voy a hacer la limonada y se la llevás vos misma.
-El dijo que ...
- Por favor. Isabel se sentó al lado de la mesa. Por favor. Había nubes de bichos girando bajo la lámpara de carburo, se hubiera quedando horas mirando la nada y repitiendo: Por favor, por favor. Rema, Rema. Cuánto la quería, y esa voz de tristeza sin fondo, sin razón posible, la voz de la tristeza. Por favor. Rema, Rema... Un calor de fiebre le ganaba la cara, un deseo de tirarse a los pies de Rema, de dejarse llevar en los brazos por Rema, una voluntad de morirse mirándola y que Rema le tuviera lástima, le pasara finos dedos frescos por el pelo, por los párpados...

Ahora le alcanzaba una jarra verde llena de limones partidos y hielo.

-Llevásela...
-Rema ...


Le pareció que temblaba, que se ponía de espaldas a la mesa para que ella no le viese los ojos.

-Ya tiré el mamboretá, Rema.

Se duerme mal con el calor pegajoso y tanto zumbar de mosquitos. Dos veces estuvo a punto de levantarse, salir al corredor o ir al baño a mojarse las muñecas y la cara. Pero oía andar a alguien, abajo, alguien se paseaba de un lado al otro del comedor, llegaba al pie de la escalera, volvía... No eran los pasos oscuros y espaciados de Luis, no era el andar de Rema. Cuánto calor tenía esa noche el Nene, cómo se habría bebido a sorbos la limonada. Isabel lo veía bebiendo de la jarra, las manos sosteniendo la jarra verde con rodajas amarillas oscilando en el agua bajo la lámpara; pero a la vez estaba segura de que el Nene no había bebido la limonada, que estaba aún mirando la jarra que ella le llevara hasta le mesa como alguien que mora una perversidad infinita. No quería pensar en la sonrisa del Nene, su hasta la puerta como para asomarse al comedor, su retorno lento.

-Ella tenía que traérmela. A vos te dije que subieras a tu cuarto.

Y no ocurrírsele más que una respuesta tan idiota:

-Está bien fresca, Nene.
Y la jarra verde como el mamboretá.

Nino se levantó el primero y le propuso ir a buscar caracoles al arroyo. Isabel casi no había dormido, recordaba salones con flores, campanillas, corredores de clínica, hermanas de caridad, termómetros en bocales con bicloruro, imágenes de primera comunión, Inés, la bicicleta rota, el tren Mixto, el disfraz de gitana de los ocho años. Entre todo eso, como delgado aire entre hojas de álbum, se veía despierta, pensando en tantas cosas que no eran flores, campanillas, corredores de clínica. Se levantó de mala gana, se lavó duramente las orejas. Nino dijo que eran las diez y que el tigre estaba en la sala del piano, de modo que podía irse en seguida al arroyo. Bajaron juntos, saludando apenas a Luis y al Nene que leían con las puertas abiertas. Los caracoles quedaban en la costa sobre los trigales. Nino anduvo quejándose de la distracción de Isabel, la trató de mala compañera y de que no ayudaba a formar la colección. Ella lo veía de repente tan chico, tan un muchachito entre sus caracoles y su hojas.

Volvió la primera, cuando en la casa izaban la bandera para el almuerzo. Don Roberto venía de inspeccionar e Isabel le preguntó como siempre. Ya Nino se acercaba despacio, cargando la caja de los caracoles y los rastrillos, Isabel lo ayudó a dejar los rastrillos en el porch y entraron juntos. Rema estaba ahí, blanca y callada. Nino le puso un caracol azul en la mano.

-Para vos, el más lindo.

El Nene ya comía, con el diario al lado, a Isabel le quedaba apenas sitio para apoyar el brazo. Luis vino el último de su cuarto, contento como siempre a mediodía. Comieron, Nino hablaba de los caracoles, los huevos de caracoles en las cañas, la colección por tamaños o colores. Él los mataría solo, porque a Isabel le daba pena, los pondría a secar contra una chapa de cinc. Después vino el café y Luis los miró con la pregunta usual, entonces Isabel se levantó la primera para buscar a don Roberto, aunque don Roberto ya le había dicho antes. Dio vuelta al porch y cuando entró otra vez, Rema y Nino tenían las cabezas juntas sobre los caracoles, estaban como en una fotografía de familia, solamente Luis la miró y ella dijo: "Está en el estudio del Nene", se quedó viendo como el Nene alzaba los hombros, fastidiado, y Rema que tocaba un caracol con la punta del dedo, tan delicadamente que también su dedo tenía algo de caracol. Después Rema se levantó para ir a buscar más azúcar, e Isabel fue detrás de ella charlando hasta que volvieron riendo por una broma que habían cambiado en la antecocina. Como a Luis le faltaba tabaco y mandó a Nino a su estudio, Isabel lo desafió a que encontraba primero los cigarrillos y salieron juntos. Ganó Nino, volvieron corriendo y empujándose, casi chocan con el Nene que se iba a leer el diario a la biblioteca, quejándose por no poder usar su estudio. Isabel se acercó a mirar los caracoles, y Luis esperando que le encendiera como siempre el cigarrillo la vio perdida, estudiando los caracoles que empezaban despacio a asomar y moverse, mirando de pronto a Rema, pero saliéndose de ella como una ráfaga, y obsesionada por los caracoles, tanto que no se movió al primer alarido del Nene, todos corrían ya y ella estaba sobre los caracoles como si no oyera el grito ahogado del Nene, los golpes de Luis en la puerta de la biblioteca, don Roberto que entraba con perros, y Luis repitiendo: "¡Pero si estaba en el estudio de él! ¡Ella dijo que estaba en el estudio de él!", inclinada sobre los caracoles esbeltos como dedos, quizá como los dedos de Rema, o era la mano de Rema que le tomaba el hombro, le hacía alzar la cabeza para mirarla, para estarla mirando una eternidad, rota por su llanto feroz contra la pollera de Rema, su alterada alegría, y Rema pasándole la mano por el pelo, calmándola con un suave apretar de dedos y un murmullo contra su oído, un balbucear como de gratitud, de innombrable aquiescencia.

Como un ladrón

Yo vivía relativamente cómodo, acaso porque no se me había ocurrido creer en Dios. Ahora sé que muy pocos están en condiciones de aceptar esto que de tan sencillo es casi estúpido. Los más se imaginan que cada uno tiene la obligación de nacer con su pequeño dios. También se tiene el deber de nacer de cabeza y sin embargo siempre hay algún díscolo que nace de trasero.

Entonces no me gustaba enfrentarme a ciertos problemas ni tampoco tenía necesidad de hacerlo. No discutía el prestigio de la muerte y sentía por ella un miedo insignificante, sin escolta de libros, solitario. Después supe que mi miedo privado era sólo una variante del terror general. Y ésta fue la primera vergüenza de mi vida: que los otros usaran el mismo miedo que yo. Algo así como la rabia inexplicable que nos acomete cuando vemos a otro individuo con nuestros calcetines, con nuestros lunares o con nuestra calva.

Gracias a la muerte se liquidaba la aventura y era preciso renunciar definitivamente a los espejos, a los amaneceres, a la sed; retroceder hasta caer de espaldas, con todo el peso de la vida en las sienes, sin cuerpo, sin tacto, sin luz. Naturalmente, desaparecer así me llenaba de asco. Pero era un asco mórbido, que al fin de cuentas resultaba una invención, una especie de tanteo, casi una profecía particular.

A los treinta años yo era un tipo mediocre. Había fracasado como corredor de seguros, como periodista, como amante, creo que como hijo. De estos cuatro fiascos sólo llegó a preocuparme el primero. En realidad pensaba que mi vocación podía ser ésa: asegurar, es decir, hacer que los otros se aseguraran. Por otra parte, me encantaba -tal vez me encantaría aún- hallar a una persona verdaderamente segura. Para mí era un espectáculo tan absurdo ver a un pobre hombre tomando sus prudentes y espléndidas medidas para que su muerte beneficiase a alguien, que no podía evitar la risa, una risa increíblemente generosa y sin burla. Pero ¿qué medidas? Pero ¿medidas en dónde, hasta cuándo, en nombre de quién? Cuando uno adquiere la costumbre de la muerte, se habitúa también a que el futuro carezca de sentido, de posibilidad, hasta de espacio. ¿Acaso pueden tener significado una esposa o unos hijos cobrando el precio de algo que no existe? Por eso fracasé. Los presuntos clientes acababan por mirarme angustiados, espiando la menor posibilidad de evasión para abandonarnos, a mí y al formulario.

No sé si hará de esto siete u ocho meses. Una tarde vino a verme Aguirre a la pensión. Cuando abrió la puerta, yo me estaba secando la cara. Recuerdo esto porque al principio me pareció que la toalla tenía olor a axila. Después me di cuenta que venía de Aguirre. Era un olor agrio, penetrante, en medio del cual, Aguirre me dijo pomposamente que había hallado un Maestro de Compasión. Yo pensé que hubiera sido mejor que hallara un desodorante. Pero él insistió y me dio un nombre: Rosales, Eduardo Rosales. Era un chileno de unos cuarenta años, con barba y con discípulos, una especie de filósofo casero. Tres veces por semana reunía en su casa a gente como Aguirre: entusiasta, supersticiosa, no muy avispada. Precisamente, por no ser Aguirre muy avispado, no entendí un cuerno de la doctrina de Rosales. Porque el tipo tenía su doctrina: algo de herencia kármica, de evolución mental, de caridad sui géneris. En resumen: una mezcolanza inofensiva de teosofía y rosacrucismo.

Aguirre quería que yo fuese a las reuniones. Me sorprendí pensando que no estaría mal; un rato después, diciéndole que sí. Entonces me dedicó una mirada tan torpe como incrédula. Luego se iluminó. Le resultaba difícil admitir que me había convencido, que podría ¡por fin! llevar su neófito. Además, yo debía tener algún prestigio para él. Era, en cierto modo, un intelectual, es decir, un tipo que había escrito algún artículo para los diarios y que a veces trabajaba en traducciones.

Intenté imaginar el color de las reuniones. Viejos ex teósofos que conocerían a Blavatsky sólo de oído, algún espiritista que aún no se atrevería a proponer la aventura que aquietase algún escozor de su confortable conciencia, y mujeres, muchas mujeres esmirriadas y sin ovarios, que disfrutarían su placer supersticioso zambulléndose graciosamente en un lenguaje de meditación y esoterismo.

La realidad no alcanzó a defraudarme. Simplemente era eso. Con el complemento de algún enfermero jubilado que disfrutaba lo indecible al codearse con gente de otra clase, de una dama de pasado glorioso, que cumplía allí su cantada vocación de misericordia; de un jovencito casi miope, dotado de un convincente tic afirmativo que parecía representar la aceptación tácita de la modesta muchedumbre. Pero además estaba Rosales. A pesar de mi poco entusiasmo, tuve que reconocer que me impresionaba. Tenía una voz grave, sonora; quizá por eso sentí que mi pensamiento se distendía. Sin embargo, no expuso nada nuevo, es decir, presentó como nuevo lo que había dicho Krishnamurti o Eliphas Leví o el remoto Gautama. Naturalmente, yo tenía mis lecturas, pero nunca había sentido nada de esto en una voz. Quizá resulte inexplicable, pero lo cierto es que me venció sin convencerme.

Entonces supe que hacía mal en obstinarme, en ocultar mi rostro a Dios, en hundirme en el aburrimiento. Gracias a Rosales, o mejor, la voz de Rosales, un día me encontré creyendo. Hasta hallé razones para cambiar de vida. No es lo mismo una vida sin Dios que una vida con Dios. El secreto tal vez consistía- en que yo lo tomaba como un juego. Rosales tenía una frase encantadoramente tonta: «Cada alma es una partícula de Dios. » Mentalmente yo jugaba a sentirme partícula, pero era notoria mi incapacidad para establecer contacto con el Todo.

Fue en una de esas reuniones que conocí a Valentina. Generalmente nos íbamos juntos y yo la acompañaba hasta su casa, un conventillo inverosímilmente limpio de la Ciudad Vieja. Ella solía decir que sólo gracias a la existencia nueva que Rosales nos descubría, podía parecerle soportable ese mezquino ambiente familiar. Yo la conformaba con un «Sí, es tremendo» o cualquier otra simpleza, a fin de que ella no interrumpiera la confidencia. Siempre que se ponía patética me tomaba del brazo, y eso a mí me gustaba. Un martes se puso más patética que de costumbre y entonces la besé. Pero el viernes siguiente Rosales habló de la concupiscencia y echó mano de tales símiles, de tales amenazas, que parecía un nuevo San Pablo amonestando a sus nuevos Gentiles. De ahí en adelante me sentí concupiscente cada vez que Valentina se ponía patética y, como no quise besarla más, ella abandonó las confidencias.

Después de eso me dio por cavilar acerca de que mi nuevo estado no era en realidad tan cómodo ni tan feliz como yo había esperado. Pensaba que de no haber sido por la arenga de Rosales, habría podido desear moderadamente a Valentina, besarla de vez en cuando y quizá algo más, exactamente como hubiera hecho con cualquier otra muchacha que me pusiera al tanto de sus infortunios. A los treinta años uno sabe que las mujeres hacen eso a fin de llevar a cabo su conquista pasiva por la vía conmovedora. Yo nunca dejé que me conmovieran, pero siempre tuve el prudente cuidado de aparentar lo contrario, de modo que tanto ellas como yo, quedáramos conformes y orgullosos.

Fuera de estas molestias, yo conseguía sobrellevar pasablemente mi fondo religioso de mediana tortura, sin que, por otra parte, pudiera acomodarlo a un dogma en particular. Sentía duramente que no podría hallarme a solas con el mundo, como isla en el tiempo, entre los confines mediatos de mi nacimiento y de mi muerte; que, por el contrario, debía ir más allá. Llegado el momento, me quitaría o me quitarían el cuerpo como una caparazón inútil y podría ingresar en otra ronda de existencia, acaso a la espera de otras caparazones. Seguro de mi vergonzosa inmortalidad e incómodo ante la prerrogativa de no ignorarla, llegaba a pensar que el secreto tal vez residiera en algo así como un desprendimiento del cepo somático. Si era egoísta con mi cuerpo, si quería a mi cuerpo, me costaría desprenderme de él, y desde el momento en que mutuamente nos necesitáramos -mi cuerpo y yo- hasta sernos el uno al otro casi indispensables, no podría abandonarlo y acaso me destruyese en su destrucción. Pero si soportaba a mi cuerpo como se sufre una costumbre, como se tolera un vicio menor, podría depositarlo en el pasado y acaso llegase también a olvidarlo.

Algo de esto le dije a Rosales en la primera oportunidad que se me presentó. Me contestó que, evidentemente, yo había aprovechado su enseñanza. Recuerdo que pensé que todo eso tenía muy poco que ver con ella, pero le dije, en cambio, que efectivamente sus palabras me habían servido de mucho. Entonces lo vi iniciar un gesto de menosprecio y obtuve la imprudente seguridad de que se trataba de un tipo increíblemente sórdido.

Lo natural hubiera sido que de inmediato me evadiera de su engranaje. Me quedé, sin embargo. No podía tolerarme a mí mismo pronunciando mentalmente -basado en un solo gesto- el juicio definitivo acerca de alguien.

Me hallaba dispuesto, pues, a investigar sus procedimientos, cuando una noche me encontré con Aguirre. Ya hacía unos dos meses que éste no aparecía por lo de Rosales. Mostrando ahora la misma exaltación con que antes lo había puesto por las nubes, me arrastró a un café y me contó todo. El chileno era sencillamente un vividor. Aguirre se había enterado, gracias a una imprevista relación, de que en Buenos Aires el Maestro había iniciado unas reuniones semejantes a las que organizaba aquí, para concluir fundando un Instituto Esotérico y escaparse más tarde con el fondo común. Se le acusaba además de bigamia y falsificación. Toda una alhaja, en fin. Pero había algo más. Según la versión de Aguirre, un viernes en que la reunión había estado poco concurrida (yo mismo había faltado), los escasos adeptos se habían retirado muy temprano. Aguirre, que también se había ido, volvió después a retirar un libro. Pero cuando fue a entrar en el despacho de Rosales, se halló con un espectáculo inesperado: el Maestro apretujaba a Valentina, sin mayor resistencia por parte de ella. «Usted perdone que le informe con tanta claridad», agregó Aguirre, «conozco cuáles son sus sentimientos respecto a la muchacha».

Estuve por preguntarle cuáles eran esos sentimientos, puesto que yo mismo los ignoraba, pero ya Aguirre había cerrado el paréntesis y seguía relatando el enojo con que Rosales lo había echado. «Es un demonio», concluyó, «yo estoy dispuesto a hacerle todo el mal que pueda». Inevitablemente me encontré pensando bien acerca de Rosales. Tal era la poca confianza que me inspiraba su antiguo iniciado.

El martes, sin embargo, al salir de la reunión, me las arreglé para acompañar a Valentina. Me parece recordar que la tomé del brazo. Ella me dejó hacer. Pero yo dudaba. Francamente, no sabía si la necesitaba, si la necesitaría. No obstante, me sentí seguro; seguro de la duda, naturalmente. Y eso era bastante. Me contó un sueño. Creo que lo había inventado. Siempre inventaba los sueños y yo no aparecía en ellos. Tal vez por eso los inventaba.

De pronto le pregunté si se acordaba de Aguirre. Esto la tomó de sorpresa y sólo rezongó: «Ya te fue con el cuento.» Unicamente por llenar las formalidades, le pregunté si era cierto. Dijo que sí, y que no tenía vergüenza de confesarlo, que Rosales era decididamente un hombre, un hombre inteligente; que yo mismo, en vez de gastarme los ojos haciendo traducciones, bien podría aprender de él, que con sólo unas palabritas convencía y estafaba a unos pobres estúpidos como Aguirre y -¿por qué no decirlo?- como yo.

Lo más lamentable de todo esto era su exactitud. Por cierto no precisaba que ella me hiciera propaganda a favor de Rosales: yo le reconocía atributos de vileza que siempre había considerado inalcanzables, hasta como utópico ideal. Con todo, nunca deja de interesar el verse comentado, el ser objeto de una opinión, por más hiriente que ésta pueda ser. Se adquiere conciencia del mediocre existir, gracias a los ecos vulgares que despierta la palabra de uno, gracias a las miradas -asombradas o compasivas- que despierta la presencia de uno. Se llega a vivir como reacción de los otros, como muro donde las impresiones ajenas aprenden a rebotar. Así, cuando yo escuchaba cómo Valentina me trataba de estápido, no podía dejar de apreciar la razón urgente que la asistía, desde que yo me quedaba tranquilo -lo peor de todo: sin abofetearla- como si ella estuviera haciendo mi apología en lugar de reducirme a cero. Creo que cualquier palabra mía hubiera estado de más. Por eso me callé. Fue necesario que me limitase al gesto persuasivo, casi conmovedor, ese que suele introducirse en la caricia. A la media hora había hecho ante Valentina iguales o mejores méritos que Rosales. Y esta vez respiré aliviado al no sentirme concupiscente, tan luego ahora, cuando sin duda había llegado a serio.

Después, habiendo dejado a Valentina relativamente conforme, tuve conciencia de ser un tipo razonable, tan razonable como no lo había sido en muchos años. Vi claramente que no la necesitaba para nada. Entonces me encaminé a casa de Rosales. Era muy tarde ya, pero la luz del despacho estaba encendida. Me animé a llamar. Sin demostrar asombro, por el contrario, con un gesto amable, Rosales abrió la puerta y me hizo entrar. últimamente nuestras entrevistas habían menudeado. Servían, entre otras cosas, para que él me tomara confianza y yo se la perdiera. Afortunadamente, no había hecho de él un ídolo. Me sentía convicto de soledad. En rigor, si nunca había menospreciado a los felices, tampoco había ostentado mi propia infelicidad como un honor, como una dignidad concedida por Dios a sus selectas minorías. De ahí que la posibilidad de hablarle a Rosales poniendo las cartas sobre la mesa, fuera para mí un asunto de vital importancia.

Como primera medida, me hizo sentar en un sillón exageradamente bajo, de esos que acentúan, hasta hacerla insoportable, la propia inferioridad. Al mismo tiempo, él se puso de pie. Por primera vez me di cuenta del porqué de la barba. Visto desde allí abajo, su rostro aparecía como realmente era: repugnante. Pero la barba permitía un aplazamiento de esa repugnancia.

«Ayer estuve con Aguirre», dije aquí también. Sin prestarme mayor atención, Rosales se dio vuelta hacia la biblioteca. Me pareció que buscaba algo. Cuando lo encontró, vi que era la Biblia. De pronto se dirigió hacia mí con premeditada brusquedad y dijo que yo tenía una expresión incómoda. Un minuto antes yo había estado pensando justamente en mi incomodidad. Después gritó: «Diga de una vez, ¿qué le pasa? » Yo iba a recurrir al tradicional «Oh, usted lo sabe mejor que yo», pero él agregó: «Vamos, sea franco, hace un mes todavía creía que yo era un sabio, casi un Maestro, algo así como la salvación de la humanidad. Ahora ya. no cree.... ahora está seguro de que soy un ladrón. » Le confesé que me había evitado la violencia de decírselo. Aparentemente conservaba la calma, esa calma elástica que sabía estirar hasta la desesperación. Pero ni siquiera había suavizado el tono, cuando dijo: «Tiene razón. Soy lo que usted piensa. Pero no se alegre. » Le aclaré que no me alegraba en absoluto. Entonces me preguntó por qué no me iba y lo dejaba tranquilo. «No pida demasiados, dije. Rosales sonrió, como quien se decide a tomar la iniciativa, como quien vuelve por fin a su lugar después de una larga simulación, y me alcanzó la Biblia. Había un versículo marcado con lápiz rojo. «Lea», ordenó. Yo no tenía inconveniente en jugar un rato a la obediencia y empecé a murmurar: «Acuérdate de lo que has recibido y has oído, y guárdalo y arrepiéntete. Y si no velares, vendré a ti como ladrón y no sabrás en qué hora vendré a ti. » Cuando terminé la breve lectura, vi que él había adoptado una expresión casi regocijada. De ahí en adelante, yo sabía que iba a estar seguro de sí mismo. Y empezó: « ¿No se le ocurre que acaso usted no haya velado, que tal vez sea por eso que yo vengo a usted como ladrón? Pero voy a ayudarle en sus razonamientos. Usted es un temperamento religioso, tiene respeto por la palabra de Dios. Ahora fíjese bien: si la palabra de Dios le recuerda que Él vendrá como ladrón, ¿de qué modo podrá reconocer usted en cuál de los ladrones está Dios? ¿Y si en este ladrón que soy YO, estuviera Dios? No sabrás en qué hora vendré a ti. ¿No puede ser ésta la hora? » Pensé que, efectivamente, podría ser. Mas, a pesar de todo, me sentí con la calma suficiente como para fingir cierta repentina nerviosidad. Incitado por ésta, Rosales se decidió a tranquilizarme con un ademán generoso. Después, inopinadamente me despidió, no sin antes recordarme que lo viera al día siguiente, «a fin de hablar -así dijo- de algunos planes que tengo para un futuro próximo, en el que usted podrá convertirse en mi mano derecha».

En los últimos diez minutos la tensión había sido exagerada, al menos para mis pocas fuerzas, y había llegado a sentirme molesto.. De modo que fue un alivio encontrarme otra vez en la calle,. sin nadie a quien saludar ni eludir ni reconocer.

Pero en seguida tuve que pensar en Valentina; como última defensa, la deseé. No estaba errado al recurrir a ese deseo. Pero mi cansancio era mayor que mi habilidad para engañarlo y ya no fue posible evitar el careo conmigo mismo.

Él lo había dicho. Yo poseía un temperamento religioso. Un año atrás no lo hubiera creído, pero era así. Ya no podía imaginarme viviendo sin Dios. Hasta el momento de hablar con Rosales, eran para mí innegables el equilibrio y la justicia integral de¡ universo' Por eso debía admitir la posibilidad de varias existencias para una sola alma. Las condiciones favorables o desfavorables en que nacía cada uno, eran para mí el saldo acreedor o deudor de la última existencia. Sí, el hombre se heredaba a sí mismo, y se heredaba a sí mismo porque había justicia. Pero ¿y la cita del Apocalipsis? ¿Había justicia en que tuviéramos que reconocer a Dios entre ladrones? No era tan complicado, sin embargo. Si la palabra ladrón era allí una metáfora, una traslación de significados a través de una imagen («vendré a ti como ladrón», es decir, como viene un ladrón, subrepticiamente, sin que nadie lo advierta), entonces la emboscada de Rosales no tenía efecto. Él no venía como ladrón sino que era un ladrón, y yo lo hubiera podido matar sin violentar mis escrúpulos ni torturar mi conciencia religiosa. Se trataría simplemente de eliminar a un anticristo. Personalmente, prefería esa interpretación. Pero estaba la otra: que el sentido no fuese metafórico sino literal, es decir, que Dios avisara realmente que vendría como ladrón. De ser así, mi concepto de justicia universal amenazaba derrumbarse sin remedio. Si Dios nos enfrentaba a todos los ladrones del mundo para que reconociéramos Quién era Él, dejaba de ser justo, dejaba de jugar con recursos leales; sencillamente, se convertía en un tramposo. Claro que este Dios no me interesaba ni merecía que le amase, y, por lo tanto, aunque Rosales fuese el mismo Dios, también podría matarlo.

Era necesario preguntarse qué remediaba uno con esto. Imposible decir a sus discípulos quién era Rosales. Nadie me hubiera creído. Además, su delito -el del robo, al menos-, no podía demostrarse. El único documento que entregaba a cambio del dinero ajeno, era su confianza, y ésta no servía como testimonio. Si yo decidía finalmente eliminarlo, lo rodearían de un prestigio de mártir. Pero acaso esto les ayudase a vivir. Por otra parte, él ya no estaría para destruirles la fe con su realidad inmunda, con ese golpe brutal y revelador que podía convertirlos repentinamente de cruzados del bien en miserias humanas.

Mientras tanto, yo había llegado a la Plaza, a sólo dos cuadras de la pensión. Recuerdo que me senté en un banco; apoyé la desguanecida nuca en el respaldo y miré hacia el cielo, por primera vez en varios meses. Entonces me sentí aplastado, inocente, infeliz. Comprendí que estaba a punto de llorar, pero también que iba a ser un llanto vano, que nada me haría adelantar en la busca de una escapatoria. Estaba todo demasiado claro; no había excusa posible.

No quiero relatar cómo lo maté. Decididamente me repugna. Resultó en realidad más atroz que lo más atroz que yo había imaginado. Me esperaba para hablarme del futuro... Pero su futuro no existe ya. Lo he convertido en una cosa absurda.

Dicen que su gente creyó reconocer una última bendición en su boca milagrosamente muda, felizmente sellada por mi crimen. Cuando me interrogaron, no tuve inconveniente en confirmarlo. Entonces me pidieron que les transmitiera exactamente sus palabras finales. En realidad, sus palabras finales fueron tres veces «mierda», pero yo traduje: « Paz.» Creo que estuve bien.

LA MUERTE

Conviene que te prepares para lo peor.
Así, en la entonación preocupada y amiga de Octavio, no sólo médico sino sobre todo ex compañero de liceo, la frase socorrida, casi sin detenerse en el oído de Marlano, había repercutido en su vientre, allí donde el dolor insistía desde hacía cuatro semanas. En aquel ins~ tante había disimulado, había sonreído amargamente, y hasta había dicho: «no te preocupes, hace mucho que estoy preparado». Mentira, no lo estaba, no lo había estado nunca. Cuando le había pedido encarecidamente a Octavio que, en mérito a su antigua amistad («te juro que yo sería capaz de hacer lo mismo contigo»), le dijera el diagnóstico verdadero, lo había hecho con la secreta esperanza de que el viejo camarada le dijera la verdad, sí, pero que esa verdad fuera su salvación y no su condena. Pero Octavio había tomado al pie de la letra su apelación al antiguo afecto que los unía, le había consagrado una hora y media de su acosado tiempo para examinarlo y reexaminarlo, y luego, con los ojos inevitablemente húmedos tras los gruesos cristales, había empezado a dorarle la píldora: «Es imposible decirte desde ya de qué se trata. Habrá que hacer análisis, radiografías una completa historia clínica. Y eso va a demorar un poco. Lo único que podría decirte es que de este primer examen no saco una buena impresión. Te descuidaste mucho. Debías haberme visto no bien sentiste la primera molestia.» Y luego el anuncio del primer golpe directo: «Ya que me pedís, en nombre de nuestra amistad, que sea estrictamente sincero contigo, te diría que, por las dudas ... » Y se había detenido, se había quitado los anteojos, y los había limpiado con el borde de la túnica. lJn gesto escasamente profiláctico, había alcanzado a pensar Marlano en medio de su desgarradora expectativa. «Por las dudas ¿qué?», preguntó, tratando de que el tono fuera sobrio, casi indiferente. Y ahí se desplomó el cielo: «Conviene que te prepares para lo peor. »
De eso hacía nueve días. Después vino la serie de análisis, radiografias, etc. Había aguantado los pinchazos y las propias desnudeces con una entereza de la que no se creía capaz. En una sola ocasión, cuando volvió a casa y se encontró solo (Agueda había salido con los chicos, su padre estaba en el Interior), había perdido todo dominio de sí mismo, y allí, de pie, frente a la ventana abierta de par en par, en su estudio inundado por el más espléndido sol de otoño, había llorado como una criatura, sin molestarse siquiera por enjugar sus lágrimas. Esperanza, esperanzas, hay esperanza, hay esperanzas, unas veces en singular y otras en plural; Octavio se lo había repetido de cien modos distintos, con sonrisas, con bromas, con piedad, con palmadas amistosas, con semiabrazos, con recuerdos del liceo, con saludos a Agueda, con ceño escéptico, con ojos entornados, con tics nerviosos, con preguntas sobre los chicos. Seguramente estaba arrepentido de haber sido brutalmente sincero y quería de algún modo amortiguar los efectos del golpe. Seguramente. Pero ¿y si hubiera esperanzas? 0 una sola. Alcanzaba con una escueta esperanza, un a diminuta esperancita en mínimo singular. ¿Y si los análisis, las placas, y otros fastidios, decían al fin en su lenguaje esotérico, en su profecía en clave, que la vida tenía permiso para unos años más? No pedía mucho: cinco años, mejor diez. Ahora que atravesaba la Plaza Independencia para encontrarse con Octavio y su dictamen final (condena o aplazamiento o absolución), sentía que esos singulares y plurales de la esperanza habían, pese a todo, germinado en él. Quizá ello se debía a que el dolor había disminuido considerablemente, aunque no se le ocultaba que acaso tuvieran algo que ver con ese alivio las pastillas recetadas por Octavio e ingeridas puntualmente por él. Pero, mientras tanto, al acercarse a la meta, su expectativa se volvía casi insoportable. En determinado momento, se le aflojaron las piernas; se dijo que no podía llegar al consultorio en ese estado, y decidió sentarse en un banco de la plaza. Rechazó con la cabeza la oferta del lustrabotas (no se sentía con fuerzas como para entablar el consabido diálogo sobre el tiempo y la inflación), y esperó a tranquilizarse. Agueda y Susana. Susana y Agueda. ¿Cuál sería el orden preferencial? ¿Ni siquiera en este instante era capaz de decidirlo? ÿgueda era la comprensión y la incomprensión ya estratificadas; la frontera ya sin litigios; el presente repetido (pero también había una calidez insustituible en la repetición); los años y años de pronosticarse mutuamente, de saberse de memoria; los dos hijos, los dos hijos. Susana era la clandestinidad, la sorpresa (pero también la sorpresa iba evolucionando hacia el hábito), las zonas de vida desconocida, no compartidas, en sombra; la reyerta y la reconciliación conmovedoras; los celos conservadores y los celos revolucionarios; la frontera indecisa, la caricia nueva (que insensiblemente se iba pareciendo al gesto repetido), el no pronosticarse sino adivinarse, el no saberse de memoria sino de intuición. Agueda y Susana, Susana y ÿgueda. No podía decidirlo. Y no podía (acababa de advertirlo en el preciso instante en que debió saludar con la mano a un antiguo compañero de trabajo), sencillamente porque pensaba en ellas como cosas suyas, como sectores de Mariano Ojeda, y no como vidas independientes, como seres que vivían por cuenta y propios. Agueda y Susana, Susana y Agueda, eran en este instante partes de su organismo, tan suyas como esa abyecta, fatigada entraña que lo amenazaba. Además estaban Coco y sobre todo Selvita, claro, pero él no quería, no, no quería, no, no quería ahora pensar en los chicos, aunque se daba cuenta de que en algún momento tendría que afrontarlo, no quería pensar porque entonces sí se derrumbaría y ni siquiera tendría fuerzas para llegar al consultorio. Había que ser honesto, sin embargo, y reconocer de antemano que allí iba a ser menos egoísta, más increíblemente generoso, porque si se destrozaba en ese pensamiento (y seguramente se iba a destrozar) no sería pensando en sí mismo sino en ellos, o por lo menos más en ellos que en sí mismo, más en la novata tristeza que los acechaba que en la propia y veterana noción de quedarse sin ellos. Sin ellos, bah, sin nadie, sin nada. Sin los hijos, sin la mujer, sin la amante. Pero también sin el sol, este sol; sin esas nubes flacas, esmirriadas, a tono con el país; sin esos pobres, avergonzados, legítimos restos de la Pasiva; sin la rutina (bendita, querida, dulce, afrodisíaco, abrigada, perfecta rutina) de la Cala Núm. 3 y sus arqueos y sus largamente buscadas pero siempre halladas diferencias; sin su minuciosa lectura del diario en el café, junto al gran ventanal de Andes; sin su cruce de bromas con el mozo; sin los vértigos dulzones que sobrevienen al mirar el mar y sobre todo al mirar el cielo; sin esta gente apurada, feliz porque no sabe nada de si misma, que corre a mentirse, a asegurar su butaca en la eternidad o a comentar el encantador heroísmo de los otros; sin el descanso como bálsamo; sin los libros como borrachera; sin el alcohol como resorte; sin el sueño como muerte; sin la vida como vigilia; sin la vida, simplemente.
Ahí tocó fondo su desesperación, y, paradójicamente, eso mismo le permitió rehacerse. Se puso de pie, comprobó que las piernas le respondían, y acabó de cruzar la plaza. Entró en el café, pidió un cortado, lo tomó lentamente, sin agitación exterior ni interior, con la mente poco menos que en blanco. Vio cómo el sol se debilitaba, cómo iban desapareciendo sus últimas estrías. Antes de que se encendieran los focos del alumbrado, pagó su consumición, dejó la propina de siempre, y caminó cuatro cuadras, dobló por Río Negro a la derecha, y a mitad de cuadra se detuvo, subió hasta un quinto piso, y oprimió el botón del timbre 'unto a la chapita de bronce: Dr. Octavio Massa, médico.
-Lo que me temía.
Lo que me temía era, en estas circunstancias, sinónimo de lo peor. Octavio había hablado larga, calmosamenre, había recurrido sin duda a su mejor repertorio en materia de consuelo y confortación, pero Mariano lo había oído en silencio, incluso con una sonrisa estable que no tenía por objeto desorientar a su amigo, pero que con seguridad lo había desorientado. «Pero si estoy bien», dijo tan sólo, cuando Octavio lo interrogó, preocupado. «Además», dijo el médico, con el tono de quien extrae de la manga un naipe oculto, «además vamos a hacer todo lo que sea necesario, y estoy seguro, entendés, seguro, que una operación sería un éxito. Por otra parte, no hay demasiada urgencia. Tenemos por lo menos un par de semanas para fortalecerse con calma, con paciencia, con regularidad. No te digo que debas alegrarte, Mariano, ni despreocuparte, pero tampoco es para tomarlo a la tremenda. Hoy en día estamos mucho mejor armados para luchar contra ... » Y así sucesivamente Mariano sintió de pronto una implacable urgencia en abandonar el consultorio, no precisamente para volver a la desesperación. La seguridad del diagnóstico le había provocado, era increíble, una sensación de alivio, pero también la necesidad de estar solo, algo así como una ansiosa curiosidad por disfrutar la nueva certeza. Así, mientras Octavio seguía diciendo: «... y además da la casualidad que soy bastante amigo del médico de tu Banco, así que no habrá ningún inconveniente para que te tomes todo el tiempo necesario y.. », Mariano sonreía, y no era la suya una sonrisa amarga, resentida, sino (por primera vez en muchos días) de algún modo satisfecha, conforme.
Desde que salió del ascensor y vio nuevamente la calle, se enfrentó a un estado de ánimo que le pareció una revelación. Era de noche, claro, pero ¿por qué las luces quedaban tan lejos? ¿Por qué no entendía, ni quería entender, la leyenda móvil del letrero luminoso que estaba frente a él? La calle era un gran canal, sí, pero ¿por qué esas figuras, que pasaban a medio metro de su mano, eran sin embargo imágenes desprendidas, como percibidas en un film que tuviera color pero que en cambio se beneficiara (porque en realidad era una mejora) con una banda sonora sin ajuste, en la que cada ruido llegaba a él como a través de infinitos intermediarios, hasta dejar en sus oídos sólo un amortiguado eco de otros ecos amortiguados? La calle era un canal cada vez más ancho, de acuerdo, pero ¿por qué las casas de enfrente se empequeñecían hasta abandonarlo, hasta dejarlo enclaustrado en su estupefacción? Un canal, nada menos que un canal, pero ¿por qué los focos de los autos que se acercaban velozmente, se iban reduciendo, reduciendo, hasta parecer linternas de bolsillo? Tuvo la sensación de que la baldosa que pisaba se convertía de pronto en una isla, una baldosa leprosa que era higiénicamente discriminada por las baldosas saludables. Tuvo la sensación de que los objetos se iban, se apartaban locamente de él pero sin admitir que se apartaban. Una fuga hipócrita, eso mismo. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? De todos modos, aquella vertiginosa huida de las cosas y de los seres, del suelo y del cielo, le daba una suerte de poder. ¿Y esto podía ser la muerte, nada más ue esto?, pensó con inesperada avidez. Sin embargo estaba vivo. Ni Agueda, ni Susana, ni Coco, ni Selvita, ni Octavio, ni su padre en el Interior, ni la Caja Núm. 3. Sólo ese foco de luz, enorme, es decir enorme al principio, que venía quién sabe de dónde, no tan enorme después, valía la pena dejar la isla baldosa, más chico luego, valía la pena afrontarlo todo en medio de la calle, pequeño, más pequeño, sí, insignificante, aquí mismo, no importa que los demás huyan, si el foco, el foquito, se acerca alejándose, aquí mismo, aquí mismo, la linternita, la luciérnaga, cada vez más lejos y más cerca, a diez kilómetros y también a diez centímetros de unos ojos que nunca más habrán de encandilarse.

domingo, 3 de julio de 2011

El sexo de los ángeles

Una de las más lamentables carencia de información que han padecido los hombres y mujeres de todas las épocas se relaciona con el sexo de los ángeles. El dato nunca confirmado de que los ángeles no hacen el amor, quizás signifique que no lo hacen de la misma manera que los mortales. Otra versión, tampoco confirmada, pero más verosímil sugiere que, si bien los ángeles no hacen el amor con sus cuerpos por la mera razón que carecen de erotismo lo celebran, en cambio, con palabras, vale decir, con las orejas. Así, cada vez que Angel y Angela se encuentran en el cruce de dos transparencias, empiezan por mirarse, seducirse y sentarse mediante el intercambio de miradas, que, por supuesto, son angelicales. Y si Angel para abrir el fuego dice "Semilla", Angela para atizarlo responde "Surco". El dice "Alud" y ella tiernamente "Abismo". Las palabras se cruzan vertiginosas como meteoritos o acariciantes como copos, Angel dice "Madero" y Angela "Caverna". Aletean por ahí un ángel de la guarda misógino y silente y un ángel de la muerte viudo y tenebroso. Pero el par amatorio no se interrumpe. Sigue silabeando su amor. El dice "Manantial" y ella " Cuenca". Las sílabas se impregnan de rocío y aquí y allá, entre cristales de nieve, circula en el aire, sus expectativas. Angel dice "Estoqueo" y Angela radiante, "Herida", el dice "Tañido" y ella dice "Relato". Y en el preciso instante del orgasmo intraterreno, los cirros y los cúmulos, los estratos y nimbos se estremecen, entremolan, estallan y el amor de los ángeles llueve copiosamente sobre el mundo.

Su amor no era sencillo

Los detuvieron por atentado al pudor. Y nadie les creyó cuando el hombre y la mujer trataron de explicarse. En realidad, su amor no era sencillo. Él padecía claustrofobia, y ella, agorafobia. Era sólo por eso que fornicaban en los umbrales.

REPORTAJE ENDIABLADO - Roberto J. Payró

I
-¡Váyase usted al infierno!
-Inmediatamente, señor Director.
II
En la antesala no había nadie, y profundo silencio reinaba en las oficinas infernales. Me atreví a asomar las narices por la puerta de una especie de alcoba, y quedé estupefacto: Satanás dormía la siesta a las dos de la tarde, como cualquier funcionario del interior. Debí hacer ruido porque mi hombre despertó, y, restregándose los ojos y en medio de un bostezo, preguntó malhumorado:
-¿Quién es? ¿Qué se le ofrece? ¿A quién busca?
-¿Tengo el honor de hablar con el señor Satanás en persona? Soy repórter... y venía...
-Sí, sí: reporter; ya sé... Tengo muchos aquí. Me aburren todo el día a fuerza de preguntas...Son un verdadero suplicio... Usted también querrá preguntarme,
¿no?
-En efecto, y si usted permite...El lugar que ocupa, la importancia de sus funciones y la trascendencia que tendrá su actitud en las actuales circunstancias, tan erizadas de dificultades y peligros...
-Ta, ta, ta, señor repórter. Está usted muy atrasado de noticias, cuando no sabe que me he retirado a la vida privada. Sí, amigo, sólo quiero silencio y olvido, y que se me deje gozar en paz de mis rentas... ¡Bastante he trabajado en esta última cincuentena de siglos...!
A todo esto, Satanás se había sentado a la orilla del catre, y se abrochaba los botines de suela angosta y larga, una de sus grandes invenciones.
-Sin embargo -exclamé-, su opinión es tan decisiva, influirá tanto en la marcha ulterior de los sucesos, que sería un triunfo conseguir esa primicia y darla a publicidad. Además, usted está en el deber de decir una palabra y el director sabe muy bien cuándo debe mandarnos al diablo...
-¡Pues, amigo! -contestó Satanás, desperezándose hasta descoyuntarse-, viene usted mal. No sé nada de lo que ocurre, y no estoy para ocuparme de tonterías.
-Pero ¿no dicen que maneja usted el mundo en compañía de la carne?
-Eso fue, hace siglos... por inexperiencia. Siéntese.
Él se tendió en un sofá, ofreciéndome una silla.
-¿Y ahora? -inquirí.
-Ahora, la humanidad se maneja a su antojo, y, como anda dada al diablo, y la vida es un infierno, poco tengo que preocuparme de ella. Ella se lo guisa, ella se lo come, y las zahúrdas de Plutón, como llamó Quevedo a nuestra residencia, están más pobladas que nunca...
-¿Ha modernizado usted los sistemas?
-En efecto: he adoptado el de las sociedades anónimas y he convertido mi gran establecimiento en una compañía de que soy el principal accionista. Le presto mi nombre, maneja mis capitales y me da mi parte de los dividendos sin exigir nada de mi.
-Pero las tentaciones...
-La gente se tienta sola, amigo. Antes, me daba un trabajo de todos los demonios para hacer pecar a unos cuantos pobres diablos que no me dejaban tiempo para nada. Muchas veces tenía que pasarme días enteros en una miserable tentación, que solía fracasar porque, por atender a éste, descuidaba a aquéllos, y todo iba como el diablo. Hasta estuve por hacer bancarrota en una ocasión...
-¿Los gastos son muchos?
-Ahora no. El sistema moderno tiene grandes ventajas: sin riesgos, sin alternativas graves; no tengo sino una responsabilidad limitada, y la empresa prospera a vista de ojo. El costo del funcionamiento es pequeño, porque los hornos eléctricos son muy económicos, exigen poco personal y sustituyen con ventaja a las calderas de pez hirviendo, sucias, antihigiénicas y de un gasto bárbaro. Pero Botero lo maneja todo por medio de conmutadores, desde su oficina, y los tres condenados del motor y las dínamos, que trabajan como unos ángeles, están hoy en el Paraíso gracias a la sencillez de la maquinaria.
¡Oh!, el infierno, confortable y bien alumbrado, está limpio como una patena, y da envidia a los conservadores retrógrados del Cielo, que ni siquiera tienen pavimentos de asfalto...
-Muy bien. Pero ¿qué hace usted para que no disminuya la inmigración?
-Nada.
-¡Cómo así! -exclamé con asombro.
-La gente se ha hecho muy desconfiada, y no hay que despertar sospechas con ofrecimientos de ninguna especie.
-No comprendo.
-¡Inocente! Si usted ofrece algo a su prójimo, así, de buenas a primeras, le hace temer que haya trampa, y se malogra el negocio. Ahora dejo que mis competidores ofrezcan el Cielo, con estrellas y todo; yo me callo, y, como es natural, la clientela toma el camino de mi casa convencida de que no le daremos aquí gato por liebre.
Y Satanás se levantó, dando por terminada la entrevista.
-Pero ¿y los pactos con el diablo? -pregunté al despedirme.
-¡Oh! ¡Antigualla!, vieux jeu, engañabobos contraproducente. ¡Cuantos he tenido que protestar, al divino botón, porque no me han pagado ni por ésas! Melmoth se reconcilió. El mismo Fausto, a quien di plata, juventud, una linda moza y qué se yo qué más, me estafó al fin, me hizo el cuento del tío...Ahora no doy, ni prometo nada... Los ricos vienen porque tienen dinero, los pobres porque quieren tenerlo... Y yo paso tranquilamente mi eternidad. Buenas tardes.
-Para servir a usted.
-Cuando esté desocupado, véngase a mis five o´clock. Tenemos canto llano, y un predicador estupendo...


Fuente: PAYRÓ, ROBERTO J., Violines y toneles. Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1968
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