viernes, 24 de diciembre de 2010

Los dos reyes y el laberinto

Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de -Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo a1 rey de Babilonia que él en Arabia tenía un laberinto mejor y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribó sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: "¡Oh, rey del tiempo y substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras, que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que te veden el paso."

Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea Aquel que no muere.

jueves, 23 de diciembre de 2010

Calma chica




Esperando que el vientodoble tus ramas
que el nivel de las aguas
llegue a tu arena
esperando que el cielo
forme tu barro
y que a tus pies la tierra
se mueve sola
pueblo
estás quieto
cómo
no sabes
cómo no sabes
todavía
que eres el viento
la marca
que eres la lluvia
el terremoto.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Posmodernidad


Será cuestión de posmodernidad pero ya a nadie le importa nada, ni siquiera escribir con buena ortografía.
Pr k si = nos enTnDmos...

martes, 21 de diciembre de 2010

Puntos de vista de "Patas arriba" - Eduardo Galeano

Desde el punto de vista del sur, el verano del norte es invierno.


Desde el punto de vista de un lombriz,
un plato de espaguetis es una orgía.


Donde los hindúes ven una vaca sagrada,
otros ven una gran hamburguesa.


Desde el punto de vista de Hipócrates, Galeno,
Maimónides y Paracelso existía una enfermedad llamada indigestión,
pero no existía una enfermedad llamada hambre.


Desde el punto de vista de sus vecinos del pueblo de Cardona,
el Toto Zaugg, que andaba con la misma ropa en verano y en invierno,
era un hombre admirable:
-El Toto nunca tiene frío-decían
Èl no decía nada, frío tenía, lo que no tenía era un abrigo.

sábado, 4 de diciembre de 2010

Soñó que estaba preso

Aquel preso soñó que estaba preso. Con matices, claro, con diferencias. Por ejemplo, en la pared del sueño había un afiche de París; en la pared real sólo había una oscura mancha de humedad. En el piso del sueño corría una lagartija; desde el suelo verdadero lo miraba una rata. El preso soñó que estaba preso. Alguien le daba masajes en la espalda y él empezaba a sentirse mejor. No podía ver quién era, pero estaba seguro de que se trataba de su madre, que en eso era una experta. Por el amplio ventanal entraba el sol mañanero y él lo recibía como una señal de libertad. Cuando abrió los ojos, no había sol. El ventanuco con barrotes (tres palmos por dos) daba a un pozo de aire, a otro muro de sombra. El preso soñó que estaba preso. Que tenía sed y bebía abundante agua helada. Y el agua le brotaba de inmediato por los ojos en forma de llanto. Tenía conciencia de por qué lloraba, pero no se lo confesaba ni siquiera a sí mismo. Se miraba las manos ociosas, las que antes construyeron torsos, rostros de yeso, piernas, cuerpos enlazados, mujeres de mármol. Cuando despertó, los ojos estaban secos, las manos sucias, las bisagras oxidadas, el pulso galopante, los bronquios sin aire, el techo con goteras. A esa altura, el preso decidió que era mejor soñar que estaba preso. Cerró los ojos y se vio con un retrato de Milagros entre las manos. Pero el no se conformaba con la foto. Quería a Milagros en persona, y ella compareció, con una amplia sonrisa y un camisón celeste. Se arrimó para que él se lo quitara y él, no faltaba más, se lo quitó. La desnudez de Milagros era por supuesto milagrosa y él la fue recorriendo con toda su memoria, con todo su disfrute. No quería despertarse, pero se despertó, unos segundos antes del orgasmo onírico y virtual. Y no había nadie. Ni foto ni Milagros ni camisón celeste. Admitió que la soledad podía ser insoportable. El preso soñó que estaba preso. Su madre había cesado los masajes, entre otras cosas porque hacía años que había muerto. A él invadió la nostalgia de su mirada, de su canto, de su regazo, de sus caricias, de sus reproches, de sus perdones. Se abrazó a sí mismo, pero así no valía. Milagros le hacía adiós, desde muy lejos. A él le pareció que desde un cementerio. Pero no podía ser. Era desde un parque. Pero en la celda o había parque, de modo que, aun dentro del sueño, tuvo conciencia de que era eso: un sueño. Alzó su brazo para también él brindar su adiós. Pero su mano era solo un puño, y, como es sabido, los puños apretados no han aprendido a decir adiós. Cuando abrió los ojos, el camastro de siempre le trasmitió un frío impertinente. Tembloroso, entumecido, trató de calentar sus manos con el aliento. Pero no podía respirar. Allá, en el rincón, la rata lo seguía mirando, tan congelada como él. El movió la mano y la rata adelantó una pata. Eran viejos conocidos. A veces él le arrojaba un trozo de su horrible, despreciable menú. La rata era agradecida. Así y todo, el preso echó de menos a la verde, agilísima lagartija de sus sueños y se durmió para recuperarla. Se encontró con que la lagartija había perdido la cola. Un sueño así, ya no valía la pena de ser soñado. Y sin embargo. Sin embargo empezó a contar con los dedos los años que le faltaban. Uno dos tres cuatro y despertó. En total eran seis y había cumplido tres. Los contó de nuevo, pero ahora con los dedos despiertos. No ten a radio ni reloj ni libros ni lápiz ni cuaderno. A veces cantaba bajito para llenar precariamente el vacío. Pero cada vez recordaba menos canciones. De niño también había aprendido algunas oraciones que le había enseñado la abuela. Pero ahora a quién le iba a rezar?. Se sentía estafado por Dios, pero tampoco él quería estafar a Dios. El preso soñó que estaba preso y que llegaba Dios y le confesaba que se sentía cansado, que padecía insomnio y eso lo agotaba, y que a veces, cuando por fin lograba conciliar el sueño, tenía pesadillas, en las que Jesús le pedía auxilio desde la cruz, pero El estaba encaprichado y no se lo daba. Lo peor de todo, le decía Dios, es que Yo no tengo Dios a quien encomendarme. Soy como un Huérfano con mayúscula. El preso sintió lástima por ese Dios tan solo y abandonado. Entendió que, en todo caso, la enfermedad de Dios era la soledad, ya que su fama de supremo, inmarcesible y perpetuo espantaba a los santos, tanto a los titulares como a los suplentes. Cuando despertó y recordó que era ateo, se le acabó la lástima hacia Dios, más bien sintió lástima de sí mismo, que se hallaba enclaustrado, solitario, sumido en la mugre y en el tedio. Después de incontables sueños y vigilias llegó una tarde en que dormía y fue sacudido sin la brusquedad habitual, y un guardia le dijo que se levantara porque le habían concedido la libertad. El preso sólo se convenció de que no soñaba cuando sintió el frío del camastro y verificó la presencia eterna de la rata. La saludó con pena y luego se fue con el guardia para que le dieran la ropa, algún dinero, el reloj, el bolígrafo, una cartera de cuero, lo poco que le habían quitado cuando fue encarcelado. A la salida no lo esperaba nadie. Empezó a caminar. Caminó como dos días, durmiendo al borde del camino o entre los árboles. En un bar de suburbio comió dos sandwiches y tomó una cerveza en la que reconoció un sabor antiguo. Cuando por fin llegó a casa de su hermana, ella casi se desmayó por la sorpresa. Estuvieron abrazados como diez minutos. Después de llorar un rato ella le preguntó qué pensaba hacer. Por ahora, una ducha y dormir, estoy francamente reventado. Después de la ducha, ella lo llevó hasta un altillo, donde había una cama. No un camastro inmundo, sino una cama limpia, blanda y decente. Durmió más de doce horas de un tirón. Curiosamente, durante ese largo descanso, el ex preso soñó que estaba preso. Con lagartija y todo

Caramba y lástima

Inclinado sobre los canelones a la crema, segundo plato del menú fijo, Ortega vio venir la pelota de miga y tuvo tiempo de echarse atrás. El proyectil rebotó en la frente de Silva; olvidado de todas las pelotas de miga que él había arrojado en incontables despedidas de soltero, Silva se puso furioso y respondió con la mitad de un marsellés. En el otro extremo de la mesa se derramó el vino y Canales se levantó de un salto, con los pantalones a la miseria.
Por ese entonces, ya se tiraba la manteca al techo y el Flaco había recurrido a una honda para arrojar las aceitunas.
-¡Que hable Gómez! -dijo alguien que no era Gómez.
-¡Que hable! -confirmó el coro, exhalando un débil hipo de vino chileno, mientras un mozo rubio, de ojos descoloridos, llenaba por cuarta vez todas las copas.
Gómez, en una esquina, se puso de pie y lo bajaron de un servilletazo. El maitre cara-de-garbanzo sonrió comprensivo.
-¡Déjenlo! ¡Déjenlo hablar! -gritó Canales, y lo dejaron, satisfechos del tácito armisticio que les permitía a todos terminar el corderito.
Gómez, ingenuo, rechoncho y siempre fatigado, creía aún que era posible tomar en serio sus aires de orador y desde la mañana había preparado un complicado brindis, que era, con pocas variantes, cuanto su memoria había podido conservar de su propia despedida de soltero.
-Yo...- bueno... en realidad... ¿qué voy a decir.. y no me creo el más indicado... que no sea desearle aquí al amigo Ruiz la mejor de las felicidades... y que... al comenzar esta nueva etapa... junto a la compañera que ha elegido...
-¡Bien, gordo, bien! -gritó el coro-. ¡Así se habla!
Pese a las palmaditas en la espalda y a los frenéticos aplausos, Gómez quería seguir. Frente al peligro, Ortega optó por levantarse; tosió, se puso serio, y en medio de las risas contenidas de aquellos pocos que ya sabían lo que venía, habló lentamente, con tono solemne y ceremonioso.
-Las palabras del compañero, tan sinceras y humanas, sin falsos oropeles, han logrado una vez más conmoverme. Sé que el amigo Ruiz, feliz destinatario de las mismas, es todo modestia, todo corazón. Pero yo, si estuviera en su lugar, y creo que con esto no hago más que interpretar su sentir, le hubiera respondido con aquella vieja canción del Sur. (Aquí se detuvo, tieso aún; de pronto, como impulsado por un resorte y con su mejor expresión de energúmeno, se puso a berrear.)
¡Andacagaar aandacagaar!
La explosión fue unánime. En tanto que la risa y los eructos lo permitieron, todos coreaban la vieja canción del Sur. Gonzalito, tomándose el estómago y quejándose como una parturienta, se recostaba en el pecho traspirado de Silva, que tampoco podía con su propia risa. Canales, a quien el chiste había sorprendido mientras bebía, se había atorado y distribuía vino chileno mediante una tos seca, eléctrica, en tanto que Valdés había encontrado un -buen pretexto para darle trompadas entre los hombros. G-ómez, el pobre, se había sentado y movía los labios como si rezara. Pero no rezaba.
Lo cierto era que nadie se ocupaba en ese momento de Ruiz, quien de todos modos era el festejado. Cuando Gómez había empezado su discurso, cuatro o cinco cabezas se volvieron para mirarle y él se puso encarnado, no por el vino, ya que sólo bebía agua mineral. Después lo olvidaron. Mejor, a él no le gustaba este modo ruidos o de ponerse alegre. Tenía veintitrés años, se casaba mañana y llevaba consigo el secreto de su virginidad. Hacía siete años se había cruzado con Emilia y había prometido dedicarle esa ofrenda: iría puro al matrimonio. Era, naturalmente, tímido, y eso lo había ayudado a cumplir. A veces no se daba cuenta de que para él hubiera sido mayor sacrificio abordar una mujer que evitarla.
«¡Contate el de la sirvientita!», le pidió Gonzalito a Ortega, sobre los últimos despojos de su copa melba. Y Ortega contó también el de la sirvientita. Cuando concluyó: « ¡No, vieja, que estoy con la barra! », unos pocos golpearon la mesa y otros se echaron hacia atrás en las sillas buscando escape a una risa incontenible. Todo un éxito.
Emilia. Tenía diecinueve años y parecía más joven aún. La nariz respingada y las mejillas lisas, sin lunares ni pecas. Ojos gris verde. Linda. Sobre todo fresca.
-Che, Ruiz, tenés que tomar algo.
Se habían acordado de él. Mala pata. Estaba tan tranquilo.
-Me hace mal.
-¿Qué te va a hacer? Pero, ¿qué sos ... ? ¿una florcita?
-Vos sabés que nunca tomo... Por el hígado.
-Pero, viejo, si hoy no te echás la cana al aire... no sé para cuándo. Te queda poco.
Emilla. Una cosita frágil. Reía, sonreía, lagrimeaba en el cine, siempre parecía digna de piedad. A él le gustaba pasarle un brazo por los hombros y a ella le gustaba sentirse protegida. Hija natural; el padrastro, un energúmeno, siempre la había castigado. Mañana: la liberación. Él había repasado varias veces los pormenores de su futuro tratamiento de ternura.
-Así me gusta... No faltaba menos. ¿Qué somos? ¿Machos o renacuajos?
-Renacuajos -chilló alguien.
-Tomá otra copita, que para un estreno este chilenito es lo más apropiado.
Sentía calor en las mejillas y un absurdo optimismo. Emilia. Viva Emilia. Todos eran simpáticos, generosos, alegres; eran sus compañeros, sus hermanos, su vida. Otra copita, así me gusta.
-Ahora mandate las recomendaciones, Flaco -dijo Gonzalito.
-Sí, las recomendaciones -confirmó el otro.
Nadie las ignoraba, pero estaban dispuestos a reírse de nuevo, estaban dispuestos a cualquier sacrificio con tal de reírse. Ortega, por ejemplo, ya había vomitado sobre una silla desocupada. El Flaco sacó un papel del bolsillo, y así, sentado nomás, con las letras que le bailaban frente a los lentes, leyó el famoso decálogo.
-El matrimonio es una institución a la que es preciso entrar con cuidado, lubricando el ardiente deseo con el mágico ungüento de la ternura y de la comprensión...
Ruiz, desde luego mareado, quitó para sí mismo de un manotazo el velo de corrección que cubría aquella vieja obscenidad. Festejó con los otros y entre las carcajadas le salió algún gallo, como si estuviera cambiando la risa.
Entonces alguien lo tomó de un brazo, uno de sus hermanos generosos y alegres, viva Emilia. Otra botella que se rompe. «Nos vamos.» En buena hora. Pasaron a los tumbos entre las sillas vacías, frente al maitre con cara de garbanzo, que ya no sonreía, más bien parecía decirle al mozo rubio, de ojos claros: «Estos taraditos toman cuatro copas y ya se creen obligados a vomitar. »
Mañana la liberación. Por primera vez recuerda a Emilia en términos de sexo. ¿Cómo será ella? ¿Cómo será todo? Él, precavido, había leído a Van de Velde, los tres volúmenes. Nadie va a sufrir.
-A mí los bravos -dijo Ortega, ya repuesto del vómito. -Vamos a la ruleta.
-Si te dejan entrar.
-Vayan ustedes -dijo Silva-. Nosotros vamos a mostrar a este niño lo que es un cabaret.
Se apuntaron el Flaco y Gonzalito. Gómez se escurrió disculpándose con cara de hogar.
Entraron a duras penas en el autito de Silva. Ruiz lo veía manejar por Colonia, siguiendo la milonga de la radio, pero lo hallaba natural, una pavada de tan fácil. Hasta él hubiera podido empuííar el volante. Era tan sencillo.
No cabían en la mesa. Cuatro hombres y cuatro mujeres. El sentía los pelos rubios y gruesos de la muchacha en su mentón semilampiño. El Flaco bailaba con la más petisa, en el centro mismo de la pista, un dedo en alto y haciéndose el nene. Silva arrimaba su aliento fogoso al rostro impávido de la pardita y a toda costa quería emprenderla con el seno izquierdo. Gonzalito, en cambio, catequizaba a la suya en un lenguaje inesperado: «¿A vos no te explicó nadie el misterio de la Santísima Trinidad? La virginidad de María se originó en un error de traducción. »
La bofetada sonó como un tiro. «A mí no me insultés, podridito. »
Entonces Ruiz, que empuñaba la copa de champagne como si fuera un cetro, lo vio al fin todo claror. Su virginidad era un error de traducción. La cintura de la mujer, desnuda bajo el vestidito y que podía ser palpada sin desperdicio, le había ayudado mucho a comprenderlo. Era un error. Gonzalito, su fiel hermano, su viejo camarada, se lo había revelado.
El Flaco discutía ahora con un diputado de la catorce sobre las cuatro épocas de Gardel. La petisa se aburría y él, para conformarla, le palmeaba las nalgas y le daba whisky. Silva, menos ensimismado, había desaparecido con la pardita.
De pronto Ruiz se encontró bailando. A la mujer le faltaban dos dientes cuando sonreía. Si se ponía seria, no estaba mal. La espalda de ella sudaba en su mano derecha. Emilia.
-¿Qué te parece si levantamos campamento? -preguntó el Flaco-. Yo voy a establecerme por ahí con la petisa. ¿Y vos?
¿Cuándo y cómo habían entrado? La muchacha, de frente a él, tenía en el vientre una cicatriz profunda pero antigua.
-¿Cómo te la hiciste?
-¡Ufa! Qué pesado. jugando a la escoba me la hice.
Vestida parecía más delgada. Pero no; había donde agarrarse. El espejo le mostraba, además, una franja de urticaria a la altura del riñón. Veinte años, acaso veintiuno. Emilia tenía diecinueve.
-Decime... ¿Estás borracho perdido o de veras sos nuevito? ¡Qué changa! Voy a recomendarte a mi tía, que es educacionista...
Claro que es nuevo. Justamente. Emilia merece esta pureza.
Con el peso de la mujer, el elástico suena lánguidamente. El brazo de ella por poco lo asfixia. Era nuevo. Caramba.
-¿Qué hora es? -dijo en voz alta para sí y estaba despejándose.
Por entre los dientes que mordían un alfiler de gancho, la mujer dijo algo que podía ser: «Las tres».
Las tres del día primero. Horrible, todo perdido, nada para ofrecer. Emilia. Emilia. Emilla. La liberación, precisamente hoy. Nada más que hoy. Sólo queda hoy. Pucha qué lástima.
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