viernes, 27 de mayo de 2011

Después

Te odio con el odio de la ilusión marchita:
¡Retírate! He bebido tu cáliz, y por eso
mis labios ya no saben dónde poner su beso;
mi carne, atormentada de goces, muere ahíta.

Safo, Crisis, Aspasia, Magdalena, Afrodita,
cuanto he querido fuiste para mi afán avieso.
¿En dónde hallar espasmos, en dónde hallar exceso
que al punto no me brinde tu perversión maldita?

¡Aléjate! Me invaden vergüenzas dolorosas,
sonrojos indecibles del mal, rencores francos,
al ver temblar la fiebre sobre tus senos rosas.

No quiero más que vibre la lira de tus flancos:
déjame solo y triste llorar por mis gloriosas
virginidades muertas entre tus muslos blancos.

martes, 24 de mayo de 2011

Córdoba de antaño

Ciudad de mis amores
antigua y religiosa
la de la bella estirpe
y casta doctoral
te conocí asomando
tus crestas al barranco
del pozo que es el centro
vital de la ciudad.

Creciste al impulso
de tus industrias nuevas
dejaste en el recuerdo
la Córdoba de ayer
el corralón de carros
el Abrojal, La Bomba
decile que te cuente
si no es para volver.


Largate hermano mío
contale a tus muchachos
costumbres y leyendas
que yo no olvidare.
Los bailes en lo patios
el mandolín, el arpa,
la chispa del Cabeza
recuerdos de mi ayer,
del corso en San Vicente
del ciego de la flauta
y aquel coche de plaza
que se quedó de a pie.

Recuerdas buena amiga
los años juveniles
la Córdoba de antaño.
de mi primer amor
y aquel tranvía nuestro
que se llevó el progreso
en el que tantas veces
viajábamos los dos.

Alcobas y balcones
de estilos coloniales
romántico escenario
de un tiempo que pasó.
Cuando te demolieron
para ensanchar tus calles
sentí dentro del pecho
golpear mi corazón.

La voz de Edmundo Cartos
cantó tu serenata
y el fuelle de Ciriaco
fue su fondo musical
y la guitarra criolla
de don Cristino Tapia
dejó para mi Córdoba
su vals sentimental.
Y la guitarra criolla
de don Cristino Tapia
dejó para mi Córdoba
su vals sentimental.

lunes, 23 de mayo de 2011

Damiana se casa

Con mis amargos pensares
y con mis desdichas todas,
haré tu ramo de bodas,
que no será de azahares.

Mis ojos, que las angustias
y el continuado velar
encienden, serán dos mustias
antorchas para tu altar.

El llanto que de mi cuita
sin tregua brotando está,
tu frente pura ungirá
como con agua bendita...

-Señor, no penes, tu ceño
me duele como un reproche;
-¡Que pálida estás, mi dueño!
-Es que pasé mala noche,
el amor me quita el sueño...

-¡Y te vas!...
-Me voy, es tarde,
me aguardan; ¡el templo arde
como un sol! Tu mal mitiga,
Señor, ¡y Dios te bendiga!
-Damiana, que Dios te guarde...

domingo, 22 de mayo de 2011

Instrucciones para subir una escalera

Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la derecha en la horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos elementos, se situó un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquiera otra combinación producirá formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un primer piso.
Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie).
Llegando en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los movimientos hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el momento del descenso.

Escribir


Escribo desde chica, diarios íntimos, poesías tristes, cartas interminables a mis amigas, a mi marido, que nunca les entrego. Suelo escribir pequeños cuentitos cuando doy alguna clase, me gusta relatar pequeños momentos de mi vida desde el humor para introducir a los niños en algún tema o simplemente para mí, para que queden encerrados en un cajón de la mesita de luz o en un una carpeta que casi nunca abro en la PC.

Pero siempre, siempre, siento mucha vergüenza que alguien lea lo que escribo, a menudo pienso que quienes no tienen un contacto íntimo con la escritura ajena, no podrán comprender lo que significó en ese momento para mí escribir eso, y que quienes lo tienen considerarán lo mío como algo banal e intrascendente, carente de estética y forma literaria alguna, sin embargo, no puedo dejar de hacerlo, de volcar en un papel lo que pienso, siento y creo.

Lo que más me gusta es esa ambigüedad que me provoca escribir, la angustia de mi mediocridad matizada con el placer plasmarlo.

Esto es de manera resumida lo que me pasa a mí, una mujer adulta con la escritura, ahora me pregunto: ¿Cómo canaliza estos sentimientos un niño en edad escolar?

Cuando les dije a mis alumnos de segundo grado que escriban una rima que después entre todos íbamos a armar una poesía, uno me contesto: “Seño, nosotros no podemos hacer eso, ni siquiera vos. No somos escritores”

Tal vez, nos cuesta desterrar, sobre todo a mí, que solo los otros escriben.

Bon soir

"¡Donc bon soir, mon mignon et a demain!"

( Palabras que Ana me dejó escritas una noche
en que tuvimos que separarnos. )
¡Buenas noches, mi amor, y hasta mañana!
Hasta mañana, sí, cuando amanezca,
y yo, después de cuarenta años
de incoherente soñar, abra y estriegue
los ojos del espíritu,
como quien ha dormido mucho, mucho,
y vaya lentamente despertando,
y, en una progresiva lucidez,
ate los cabos del ayer de mi alma
( antes de que la carne la ligara )
y del hoy prodigioso
en que habré de encontrarme, en este plano
en que ya nada es ilusión y todo
es verdad...
¡Buenas noches, amor mío,
buenas noches! Yo quedo en las tinieblas
y tú volaste hacia el amanecer...
¡Hasta mañana, amor, hasta mañana!
Porque, aun cuando el destino
acumulara lustro sobre lustro
de mi prisión por vida, son fugaces
esos lustros; sucédense los días
como rosarios, cuyas cuentas magnas
son los domingos...
Son los domingos, en que, con mis flores
voy invariablemente al cementerio
donde yacen tus formas adoradas.
¿Cuántos ramos de flores
he llevado a la tumba? No lo sé.
¿Cuántos he de llevar? Tal vez ya pocos.
¡Tal vez ya pocos! ¡Oh, que perspectiva
deliciosa!
¡Quizás el carcelero
se acerca con sus llaves resonantes
a abrir mi calabozo para siempre!
¿Es por ventura el eco de sus pasos
el que se oye, a través de la ventana,
avanzar por los quietos corredores?
¡Buenas noches, amor de mis amores!
Hasta luego, tal vez..., o hasta mañana.

sábado, 21 de mayo de 2011

Diálogo sobre un diálogo

Jorge Luis Borges

A- Distraídos en razonar la inmortalidad, habíamos dejado que anocheciera sin encender la lámpara. No nos veíamos las caras. Con una indiferencia y una dulzura más convincentes que el fervor, la voz de Macedonio Fernández repetía que el alma es inmortal. Me aseguraba que la muerte del cuerpo es del todo insignificante y que morirse tiene que ser el hecho más nulo que puede sucederle a un hombre. Yo jugaba con la navaja de Macedonio; la abría y la cerraba. Un acordeón vecino despachaba infinitamente la Cumparsita, esa pamplina consternada que les gusta a muchas personas, porque les mintieron que es vieja... Yo le propuse a Macedonio que nos suicidáramos, para discutir sin estorbo.
Z (burlón)- Pero sospecho que al final no se resolvieron
A (ya en plena mística)- Francamente no recuerdo si esa noche nos suicidamos.

jueves, 12 de mayo de 2011

Autobiografía

¿Versos autobiográficos ? Ahí están mis canciones,
allí están mis poemas: yo, como las naciones
venturosas, y a ejemplo de la mujer honrada,
no tengo historia: nunca me ha sucedido nada,
¡oh, noble amiga ignota!, que pudiera contarte.

Allá en mis años mozos adiviné del Arte
la armonía y el ritmo, caros al musageta,
y, pudiendo ser rico, preferí ser poeta.
-¿Y después?

-He sufrido, como todos, y he amado.

¿Mucho?

-Lo suficiente para ser perdonado...

sábado, 7 de mayo de 2011

La mendiga

La mendiga bajaba siempre a la misma hora y se situaba en el mismo tramo de la escalinata, con la misma enigmática expresión de filósofo del siglo diecinueve. Como era habitual, colocaba frente a ella su paltillo de porcelana de Sérves pero no pedía nada a los viandantes. Tampoco tocaba quena ni violín, o sea que no desafinaba brutalmente como los otros mendigos de la zona.

A veces abría su bolsón de lona remendada y extraía algún libro de Hölderlin o de Kierkegaard o de Hegel y se concentraba en su lectura sin gafas.

Curiosamente, los billetes y hasta algún cheque al portador, no se sabe si en reconocimiento a su afinado silencio o sencillamente porque comprendían que la pobre se había equivocado de época.

viernes, 6 de mayo de 2011

El Silencio de las sirenas

Franz Kafka

Existen métodos insuficientes, casi pueriles, que también pueden servir para la salvación. He aquí la prueba:
Para protegerse del canto de las sirenas, Ulises tapó sus oídos con cera y se hizo encadenar al mástil de la nave. Aunque todo el mundo sabía que este recurso era ineficaz, muchos navegantes podían haber hecho lo mismo, excepto aquellos que eran atraídos por las sirenas ya desde lejos. El canto de las sirenas lo traspasaba todo, la pasión de los seducidos habría hecho saltar prisiones más fuertes que mástiles y cadenas. Ulises no pensó en eso, si bien quizá alguna vez, algo había llegado a sus oídos. Se confió por completo en aquel puñado de cera y en el manojo de cadenas. Contento con sus pequeñas estratagemas, navegó en pos de las sirenas con alegría inocente.
Sin embargo, las sirenas poseen un arma mucho más terrible que el canto: su silencio. No sucedió en realidad, pero es probable que alguien se hubiera salvado alguna vez de sus cantos, aunque nunca de su silencio. Ningún sentimiento terreno puede equipararse a la vanidad de haberlas vencido mediante las propias fuerzas.
En efecto, las terribles seductoras no cantaron cuando pasó Ulises; tal vez porque creyeron que a aquel enemigo sólo podía herirlo el silencio, tal vez porque el espectáculo de felicidad en el rostro de Ulises, quien sólo pensaba en ceras y cadenas, les hizo olvidar toda canción.
Ulises (para expresarlo de alguna manera) no oyó el silencio. Estaba convencido de que ellas cantaban y que sólo él estaba a salvo. Fugazmente, vio primero las curvas de sus cuellos, la respiración profunda, los ojos llenos de lágrimas, los labios entreabiertos. Creía que todo era parte de la melodía que fluía sorda en torno de él. El espectáculo comenzó a desvanecerse pronto; las sirenas se esfumaron de su horizonte personal, y precisamente cuando se hallaba más próximo, ya no supo más acerca de ellas.
Y ellas, más hermosas que nunca, se estiraban, se contoneaban. Desplegaban sus húmedas cabelleras al viento, abrían sus garras acariciando la roca. Ya no pretendían seducir, tan sólo querían atrapar por un momento más el fulgor de los grandes ojos de Ulises.
Si las sirenas hubieran tenido conciencia, habrían desaparecido aquel día. Pero ellas permanecieron y Ulises escapó.
La tradición añade un comentario a la historia. Se dice que Ulises era tan astuto, tan ladino, que incluso los dioses del destino eran incapaces de penetrar en su fuero interno. Por más que esto sea inconcebible para la mente humana, tal vez Ulises supo del silencio de las sirenas y tan sólo representó tamaña farsa para ellas y para los dioses, en cierta manera a modo de escudo.

jueves, 5 de mayo de 2011

Cobardía

Pasó con su madre. ¡Qué rara belleza!
¡Qué rubios cabellos de trigo garzul!
¡Qué ritmo en el paso! ¡Qué innata realeza
de porte! ¡Qué formas bajo el fino tul...!
Pasó con su madre. Volvió la cabeza:
¡me clavó muy hondo su mirar azul!
Quedé como en éxtasis...
Con febril premura,
«¡Síguela!», gritaron cuerpo y alma al par.
...Pero tuve miedo de amar con locura,
de abrir mis heridas, que suelen sangrar,
¡y no obstante toda mi sed de ternura,
cerrando los ojos, la deje pasar!

miércoles, 4 de mayo de 2011

Esta mañana

Lo han arrojado del sueño con la piel estirada, los ojos desmesuradarnente abiertos a la luz inmóvil que aletarga el cuarto. Puede reconocerse, sin embargo, nombrarse en alta voz. No bien dice «Jorge», retrocede el hechizo. Entonces le es dado adivinar relativamente lejos su propio pie sosteniendo la sábana, y, más cerca, su mano izquierda, sola, dormida aún, abandonada sobre el pecho, junto a La estancia vacía, de Morgan, abierto en la página ciento cincuenta y tres. Cuando la otra mano, la derecha, vuelve a tomar el libro entre sus dedos -el pulgar inmiscuido entre las hojas como otro lector- Jorge prueba a leer: «Se lo dije porque las palabras estaban llenas de vida para mí. ¿No ha escrito usted nunca una carta sin la intención de mandarla, y la ha puesto en un sobre sin la intención de mandarla, y ha salido con ella... todavía sin el propósito de enviarla; y entonces ha oído cómo caía en el buzón?» Sí, esto puede entenderse. Él sabe por qué se ha detenido allí y aceptado el tema. Además, se conoce resistente y lúcido, lo suficiente como para aplazar hasta hoy, si no la interpretación, al menos la continuación de cierto anhelo de la víspera.

Todavía sin plan, todavía desordenado y hosco, aparta la sábana con un ademán lento y se sienta en la cama, los pies apoyados sobre el piso desnudo, lejos de la alfombra. Es el momento oportuno para acercar los zapatos, los arqueados zapatos negros. Pero no acaba de decidirse. Mientras el frío de las baldosas va piernas arriba, caderas arriba, hasta lamer el vaho tibio de la cama, que aún perdura en su espalda, en su pecho, en sus hombros, conserva todavía en la cabeza -no tanto en la memoria- el sonido y el olor de anteayer, el olor y el sonido de la figura aborrecida y admirada, del hombre alto, calvo y afeitado, con el enorme vientre desafiante y las piernas firmes, un poco separadas. Aborrecido y admirado, no. Ni aborrecer ni admirar. Más bien sentir en la conciencia... menos que eso, en la boca, en las manos, en los ojos, la justificación del propio pudor, el asco indiferente hacia el hombre alto.

Quién sabe hasta dónde puede, podría obstinarse el pudor. Subsiste, pese al retroceso de los pensamientos, pese al estancamiento o la deformación de la vergüenza. El pudor tira hacia sí, porque es una especie de raíz de la raíz. Acaso, finalmente, el único camino hacia el altruismo.

Uno toma los calcetines de la víspera -pasos, umbrales, escalones-, uno toma los calcetines e introduce en cada uno de ellos el pie frío, violáceo de varices pequeñas, endurecido. Si comienza a vestirse es porque ha resuelto esquivar el baño matinal, por un inexplicable temor supersticioso a quedarse limpio de todo lo maquinado hasta ayer. Quedarse limpio, ¿por qué?, ¿de qué? Uno no tiene mayormente dudas sobre el fondo, sobre el origen, sobre el color moral del asunto. Las dudas -no vacilaciones: uno puede vacilar en dudar o lanzarse de lleno a la duda-, las dudas sólo son acerca del procedimiento, de detalles del procedimiento.

Sentirse vestido es, en cierto modo, acabar de despertarse. Ayuda a ayudarse, a desalojar la inseguridad, a ser. Uno se siente vestido y se halla listo para gobernar la mirada, para encerrarse en uno o para salir de uno, para agonizar irremediablemente o para estallar en la rutina. Percibe cómo la sangre reconoce su mundo y corre y vive. Y uno se siente vivir al ritmo de la sangre: aunque parezca mentira, uno se siente vivir al ritmo de la propia sangre. Aunque parezca mentira, la sangre también conserva el sonido y el olor de anteayer, cuando el hombre alto, calvo y afeitado que se llama Gálvez irrumpió en la sala de escritorios verdes y metálicos (todos estaban comentando el último partido y la original y atrevida tesis de Menéndez acerca del sistema M-W se basaba enteramente en la sabiduría de un comentarista de radio) y nadie supo que estaba allí, a tal punto que Silva le rozó el vientre enorme y desafiante al intentar reproducir la ejecución de un córner. Pero él quiso apoyarse, él, Gálvez, quiso apoyarse, antes de hablar, en un poco de desprecio, y para ello sonrió. Y estuvo bien, porque los otros oyeron la sonrisa y entendieron que debían sentarse cada uno detrás de su escritorio verde. Jorge le vio mover las cejas, que Gálvez movió porque Jorge lo miraba. Y cuando dijo «Ayolas», Jorge no dijo nada y los demás miraron y nada más. Era algo inexplicable, porque los otros pensaban: «Éste es Jorge Ayolas y no dice nada. » Y entonces Gálvez se irguió de veras y el vientre grande se estiró un poco al aumentar la distancia entre los muslos y las costillas. Y preguntó: «¿Por qué no vino ayer?» pero más bien preguntaba: «¿Usted se ha dado cuenta?», aunque en rigor él dijo lo otro y casi todos entendieron lo otro. Jorge sí podía entender, porque conocía al hombre alto, calvo y afeitado, y cuando estaba con él en el despacho, se olvidaba a veces de Jorge y actuaba y hablaba y pensaba como si Jorge no estuviera a sus espaldas, escribiendo o simplemente mirando la máquina.

Como ahora mira la taza blanca. Desde que desayuna con té-con-leche, siente el placer fácil de contemplar la taza blanca, rodeada de platillos con manteca, queso, dulce, pan tostado. Es un momento de intimidad, de soledad provechosa y desnuda. Se trata de algo simplemente creador, esto de acomodar la manteca en la rebanada, esto de dejar penetrar lentamente en el líquido los terrones de azúcar que sostiene la cucharilla. Ahora, con la taza a la altura de la boca y a través de su aureola humeante, puede verse la ventana de cielo, puede verse la ventana de nubes. Uno tiene en las manos el color de su día: rutina o estallido. Mas, para empezar, uno tiene en las manos el olor y el sonido de anteayer, cuando el hombre alto, calvo y afeitado preguntó: «¿Por qué no vino ayer?» Nada había para responder. Porque Gálvez se dirigía a Jorge Ayolas y --claro-- había olvidado que cuando entró en la sala ellos comentaban el último partido. Jorge entonces hizo eso. Se levantó y pasó frente a Gálvez sin decirle nada y salió hacia el despacho. Allí estaban los dos correveidiles: uno contador y otro periodista. Teclas importantes del teclado de Gálvez. Sabían conseguir. El contador conseguía mujeres. El periodista conseguía noticias. Solían desmedrarse con un odio recíproco y Gálvez extraía de la callada competencia un beneficio al margen: que a veces el contador consiguiera noticias, que a veces el periodista consiguiera mujeres. Cuando Gálvez regresó al despacho, los saludó --contra su costumbre- por encima del hombro. Ambos sintieron, cada uno a su modo, tímida nostalgia por la amistosa palmadita de siempre, por el alegre «¿Cómo va eso?», por el interesado «¿Qué novedades?» con que el jefe indicaba que podían comenzar. Se abstuvieron. Algo lamentable, porque el contador sabía de una rubia de órdago, probablemente de no imposible acceso, y para mayores garantías, casada. Algo lamentable, porque el periodista traía la buena nueva de que el Ministro aceptaba la modificación del artículo tercero, exigiendo solamente la participación de un inesperadamente módico treinta-por-ciento de los beneficios que el cambio proporcionaría a Gálvez. El periodista pensaba que el Ministro hacía mal en pedir ahora un porcentaje tan por debajo del tácito arancel, pero la verdad era que el Ministro «no quería comprometerse demasiado».

Ahora que Jorge va en ómnibus, por la Avenida, el espectáculo lo distrae de nuevo, mejor dicho, lo trae de su distracción. En la plataforma, la gente arracimada grita, bromea, maldice. Más adentro, Jorge hunde irremediablemente su nariz en la plétora de unos senos horizontales. Delante suyo. Jorge ve una cruz. Es la cruz que teóricamente debería colgar del pescuezo de la señora y que prácticamente se apoya en la meseta de carne hundible, de carne de sudor y agua colonia. Cuando en la Plaza Independencia bajen veinticinco o treinta pasajeros, acaso quede entonces espacio suficiente como para mover un poco la cabeza, a tiempo todavía para ver al guarda eructando provechosamente sobre la calvicie total de un viejo breve y deslomado. Mientras tanto (todavía está en Dieciocho y Paraguay) uno puede probar a apartarse de la obsesión de esta cruz que no es la de Cristo. La de Cristo estaba erguida y acusaba al cielo. La de la señora está echada y apunta al húmedo gaznate. Uno puede probar a apartar la atención de la cruz obsesionante, uno puede probar a rehallar el sonido y el olor de anteayer bajo las capas actuales del freno chirriante, del olor a sudoraguacolonia. Uno puede probar y ver a Gálvez revisando las cuentas, aparentemente revisando las cuentas y realmente pensando en que Jorge Ayolas está a sus espaldas, en que Jorge Ayolas sabe que él pasó dos noches con Celeste, que el periodista le consiguió a Celeste, que él pasó dos noches con Celeste, que el periodista le mintió a Celeste, dos noches con Celeste... Probar y ver a Gálvez levantándose y abriendo un cajoncito lateral que siempre está con doble llave y dejarlo esta vez un poco abierto y ver asomar por la rendija una culata de revólver y una novela de Pitigrilli. Probar y ver a Gálvez extrayendo del cajón un frasco con pastillas y luego cerrarlo sin pasar la llave. (Dos noches con Celeste.) Gálvez era amable, tibio, campechano (frío, egoísta, indiferente). Sabía serio (no lo sabía). Pero esta vez estaba tieso; sincera, inevitablemente tieso. Jorge podía mirarle la nuca, la nuca desnuda y sin coraje (... sin pasar la llave ... ), no sabía qué miedo trémulo sobre los hombros, qué antigua incertidumbre en las manos junto a aquel expediente que nadie lee. (Dos noches con Celeste.)

Ahora Jorge camina por Sarandí. «Soy otro», dice. Y lo es. El hombre que le precede, el hombre de gacho verde y traje gris, el hombre y él tienen algo para oír en común. Un chico que habla detrás de ellos. La voz del chico parece la de un grande que imita a un chico. Naturalmente, inhábil. Naturalmente, tonto. «Soy otro», dice. Y lo es (... sin pasar la llave ... ), La muchacha de adelante tiene piernas bonitas, bien torneadas, algo de timidez en las caderas. Tiene su propia dignidad. Uno puede pensar a capricho, puede formularse alguna invitación, puede hacer lo corriente. Pero esta mujer joven tiene su propia dignidad. Uno debe limitarse a mirar el pelo casi suelto rozándole la espalda, es decir, rozándole el saquito celeste, el saquito de lana celeste. Celeste. Celeste tiene mejores piernas, Celeste no tiene caderas tímidas. Uno no sabe si Celeste tiene su propia dignidad. La simpatía es, naturalmente, otra cosa. Uno se siente a gusto en la simpatía. Pero, naturalmente, es otra cosa. (Dos noches con Celeste.) Uno tiene que decidir. La dignidad pesa. La simpatía también pesa. Uno tiene que saber lo que hace «... y ha salido con ella... todavía sin el propósito de enviarla». Eso decía el libro de Morgan. De todas maneras, Celeste era algo. A veces, por la tarde, Jorge salía con ella, y hablaban. Alguna vez, la llevaba a la confitería y hablaban. Él no podía confiarse ni confiar. Tenía fe sin embargo en lo que ella no decía, en lo que ella ocultaba pensando que debía tener vergüenza y mientras pronunciaba correctas tonterías, impúdicamente correctas tonterías. Jorge tenía fe en su sinceridad -la de Celeste-, había apostado a favor de esa sinceridad débil y embrionario, contra la hipocresía robusta y evidente. Claro que si ella era hipócrita, la hipocresía era su sinceridad. No obstante, él creía creer que la sinceridad era su sinceridad.

El reloj de la Matriz da las nueve. Jorge dice: «Soy otro.» Y lo es. Hay algo manso y a la vez definido en su ser de ahora. (Dos noches con Celeste.) Había esperado moldearla de nuevo, mejor aún, poner su contenido en otro molde. Los elementos eran buenos, eran queridos, podían ser amados. Sólo faltaba hallar otra combinación. Una combinación que no fatigara al pudor. Al pudor de Jorge, dato. Tal vez por eso no la había besado nunca. Antes debía educarla para el beso. Para que no se engaña inconscientemente. Para que no besara sólo con los labios. Había esperado en sí mismo la emoción del esfuerzo, el conflicto entre educador y autoeducador. Cuántas veces había deseado oprimir la cintura imprudente. Cuántas veces lo había deseado sin deseo. Pero ella no tenía un talle tímido. Había esperado hacerla menos deseable, para desearla. Había querido aligerarla de un lastre inútil, de un inútil sobrante de sexualidad. En rigor, había querido dejarle su sexo a solas, un sexo puro sobre el que levantar el sentimiento. Había esperado amarla en lo que creía creer que era, y nada más. Que ella no inventara, que ella no agregara algo -pensando que era sexo- a su sexo a secas. La quería sin suburbios, sin sexo de pensamiento, sin sexo de imaginación, con su sexo a secas.

Ahora la oficina está un poco agitada. Todos creen saber algo. Aunque hablan del próximo paro del transporte, todos creen saber algo. Lo del paro es el recurso a que se echa mano cuando viene Gálvez, cuando se acerca Ayolas. Lo del paro es un tema de urgencia para cuando no se habla de Gálvez o de Ayolas. Los expedientes llegan, pero no se trabaja con los expedientes. Hay temas, hay asunto, hay comidilla. El clan moviliza sus veedores, el clan formula sus teorías, el clan divídese en varios clanes. «Gálvez sabe lo que hace. » «Ayolas cayó en desgracia.» «Es un inadaptado.» «Gálvez tiene la sartén por el mango.» «Al otro no lo cazan así nomás.» «¿Será a causa de Celeste?» Ellos están suaves con Ayolas. No quieren comprometerse. No le discuten. Él dice «Soy otro». Y lo es. (Dos noches con Celeste.) Frente al escritorio verde, frente al escritorio verde percibe, se siente cercado por el sonido y el olor de anteayer, cuando Gálvez quiso hablarle sereno, en el despacho, quiso serenamente entrar en su papel de cínico de afición, y por eso mismo tanto más admirable. Y le dijo: «¿Qué tal va eso, Ayolas? ¿Cómo van esas conquistas? A su edad -¡qué carajo!-, a su edad yo solía ... » Pero no solía porque "vez no tuvo jamás la edad de Jorge, porque no tuvo nunca el pudor de la edad de Jorge Ayolas. «A su edad, yo solía atraer a las mujercitas -las buenas inclusive- como la miel sus moscas. A su edad... (... el cajón cerrado, sin pasar la llave ... ). Ahora me he tranquilizado. Soy un hombre de hogar.» (Dos noches con Celeste.) El periodista y el contador habían sonreído, habían hallado a Jorge realmente cómico en su papel de callado dueño de Celeste, habían recogido íntegramente la abultada ironía del jefe.

Jorge Ayolas está nuevamente en el despacho. Solo. «Soy otro», dice. Y lo es. Uno puede pensar fríamente. Uno puede pensar fríamente en todo esto. Hay dos hechos. El hecho Gálvez y el hecho Celeste. Aunque le afecte, el hecho Celeste puede quedar así. Ella seguirá trabajando en la Oficina. Acaso Gálvez la traslade a su despacho y a él lo mande al Archivo. Ella resultó sincera en su hipocresía. Uno sólo puede culparse a sí mismo. Basta. El hecho Gálvez no le afecta. Lo ve con serenidad. Sin duda, es un brote epidémico. No le odia, sin embargo. ¿Por qué va a odiarle? ¿Porque pasó dos noches con Celeste? No, por cierto. ¿Porque anteayer se burló de él frente a los adulones? No, por cierto. El burlado fue Gálvez. Ayer Jorge no vino, para pensarlo mejor. Ayer lo pensó bien. Hoy lo sabe. «¿No ha escrito usted nunca una carta sin la intención de mandarla, y la ha puesto en un sobre sin la intención de mandarla, y ha salido con ella... todavía sin el propósito de enviarla, y entonces ... » Ahora es la voz de Gálvez, del hombre alto, calvo y afeitado, con un enorme vientre desafiante y las piernas firmes, un poco separadas. (Dos noches con Celeste.) Escasamente a un metro de su mano, a medio metro quizá, está el cajón sin llave. Está el cajón sin llave. Está el revólver. Uno piensa en lo que uno pensó, en lo que uno pensaba. Que la religión puede ser útil y perjudicial, según el temperamento de cada uno. Que la religión es útil cuando no puede hallarse la conciencia, cuando es un sucedáneo de la conciencia. Esto... abrir el cajón... esto Esto ESTO ¿es la conciencia? ("vez.) ¿Hay Dios? (Cayó.) ¿Es la conciencia? (Cayó de espaldas.) ¿Hay Dios? ( ... «y entonces ha oído cómo caía en el buzón»)... ¿Es la conciencia? (Sangra. Naturalmente, sangra.) ¿Dios? (Las piernas no están ya firmes ni separadas.) ¿La conciencia? (Bueno.) ¿Dios? (Bueno, está hecho.) ¿La conciencia? (El pudor. Sí. El pudor.)

Entran. Ya entran. Son todos ellos. Menéndez, el primero. Tiene una teoría sobre... Ella está también. Son veinte. Treinta. Ella está también... Ella. Celeste. Mueve los labios. Pero él lo sabe. Ella dijo: «Asesino.» Ella pensó: «Asesino.» Mejor. Algo menos para que uno rumie. Algo menos para que uno extrañe. Algo menos, sin duda... Mejor. Así nadie se da cuenta que uno está llorando, que uno no se da cuenta que uno está llorando.

lunes, 2 de mayo de 2011

Amiga, mi larario esta vacío...

Amiga, mi larario esta vacío:
desde que el fuego del hogar no arde,
nuestros dioses huyeron ante el frío;
hoy preside en sus tronos el hastío
las nupcias del silencio y de la tarde.

El tiempo destructor no en vano pasa;
los aleros del patio están en ruinas;
ya no forman allí su leve casa,
con paredes convexas de argamasa
y tapiz del plumón, las golondrinas.

¡Qué silencio el del piano! Su gemido
ya no vibra en los ámbitos desiertos;
los nocturnos y scherzos han huido...
¡Pobre jaula sin aves! ¡Pobre nido!
¡Misterioso ataúd de trinos muertos!

¡Ah, si vieras tu huerto! Ya no hay rosas,
ni lirios, ni libélulas de seda,
ni cocuyos de luz, ni mariposas...
Tiemblan las ramas del rosal, medrosas;
el viento sopla, la hojarasca rueda.

Amiga, tu mansión está desierta;
el musgo verdinegro que decora
los dinteles ruinosos de la puerta,
parece una inscripción que dice: ¡Muerta!
El cierzo pasa, y suspirando: ¡Llora!
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