lunes, 24 de mayo de 2010

Barrio de Belgrano

¡Barrio de Belgrano!
¡Caserón de tejas!
¿Te acordás, hermana,
de las tibias noches
sobre la vereda?
¿Cuando un tren cercano
nos dejaba viejas,
raras añoranzas
bajo la templanza
suave del rosal?

¡Todo fue tan simple!
¡Claro como el cielo!
¡Bueno como el cuento
que en las dulces siestas
nos contó el abuelo!
Cuando en el pianito
de la sala oscura
sangraba la pura
ternura de un vals.

¡Revivió! ¡Revivió!
En las voces dormidas del piano,
y al conjuro sutil de tu mano
el faldón del abuelo vendrá...
¡Llamalo! ¡Llamalo!
Viviremos el cuento lejano
que en aquel caserón de Belgrano
venciendo al arcano nos llama mamá...

¡Barrio de Belgrano!
¡Caserón de tejas!
¿Dónde está el aljibe,
dónde están tus patios,
dónde están tus rejas?
Volverás al piano,
mi hermanita vieja,
y en las melodías
vivirán los días
claros del hogar.

Tu sonrisa, hermana,
cobijó mi duelo,
y como en el cuento
que en las dulces siestas
nos contó el abuelo,
tornará el pianito
de la sala oscura
a sangrar la pura
ternura del vals...


A un naranjo y a un limonero


Naranjo en maceta, ¡qué triste es tu suerte!
Medrosas tiritan tus hojas menguadas.
Naranjo en la corte, ¡qué pena da verte
con tus naranjitas secas y arrugadas!.

Pobre limonero de fruto amarillo
cual pomo pulido de pálida cera,
¡qué pena mirarte, mísero arbolillo
criado en mezquino tonel de madera!

De los claros bosques de la Andalucía,
¿quién os trajo a esta castellana tierra
que barren los vientos de la adusta sierra,
hijos de los campos de la tierra mía?

¡Gloria de los huertos, árbol limonero,
que enciendes los frutos de pálido oro,
y alumbras del negro cipresal austero
las quietas plegarias erguidas en coro;

y fresco naranjo del patio querido,
del campo risueño y el huerto soñado,
siempre en mi recuerdo maduro o florido
de frondas y aromas y frutos cargado!

viernes, 21 de mayo de 2010

Un fenómeno inexplicable


Leopoldo Lugones

Hace de esto once años. Viajaba por la región agrícola que se dividen las provincias de Córdoba y de Santa Fe, provisto de las recomendaciones indispensables para escapar a las horribles posadas de aquellas colonias en formación. Mi estómago, derrotado por los invariables salpicones con hinojo y las fatales nueces del postre, exigía fundamentales refacciones. Mi última peregrinación debía efectuarse bajo los peores auspicios. Nadie sabía indicarme un albergue en la población hacia donde iba a dirigirme. Sin embargo, las circunstancias apremiaban, cuando el juez de paz que me profesaba cierta simpatía. vino en mi auxilio.-Conozco allá -me dijo- un señor inglés viudo y solo. Posee una casa, lo mejor de la colonia, y varios terrenos de no escaso valor. Algunos servicios que mi cargo me puso en situación de prestarle, serán buen pretexto para la recomendación que usted desea, y que si es eficaz le proporcionará excelente hospedaje. Digo si es eficaz, pues mi hombre, no obstante sus buenas cualidades, suele tener su luna en ciertas ocasiones, siendo, además, extraordinariamente reservado. Nadie ha podido penetrar en su casa más allá del dormitorio donde instala a sus huéspedes, muy escasos por otra parte. Todo esto quiere decir que va usted en condiciones nada ventajosas, pero es cuanto puedo suministrarle. El éxito es puramente casual. Con todo, si usted quiere una carta de recomendación...
Acepté y emprendí acto continuo mi viaje, llegando al punto de destino horas después.
Nada tenía de atrayente el lugar. La estación con su techo de tejas coloradas; su andén crujiente de carbonilla; su semáforo a la derecha, su pozo a la izquierda. En la doble vía del frente, media docena de vagones que aguardaban la cosecha. Más allá el galpón, bloqueado por bolsas de trigo. A raíz del terraplén, la pampa con su color amarillento como un pañuelo de yerbas; casitas sin revoque diseminadas a lo lejos, cada una con su parva al costado; sobre el horizonte el festón de humo del tren en marcha, y un silencio de pacífica enormidad entonando el color rural del paisaje.
Aquello era vulgarmente simétrico como todas las fundaciones recientes. Notábase rayas de mensura en esa fisonomía de pradera otoñal. Algunos colonos llegaban a la estafeta en busca de cartas. Pregunté a uno por la casa consabida, obteniendo inmediatamente las señas. Noté en el modo de referirse a mi huésped, que se lo tenía por hombre considerable.
No vivía lejos de la estación. Unas diez cuadras más allá, hacia el oeste, al extremo de un camino polvoroso que con la tarde tomaba coloraciones lilas, distinguí la casa con su parapeto y su cornisa, de cierta gallardía exótica entre las viviendas circundantes; su jardín al frente; el patio interior rodeado por una pared tras la cual sobresalían ramas de duraznero. El conjunto era agradable y fresco; pero todo parecía deshabitado.
En el silencio de la tarde, allá sobre la campiña desierta, aquella casita, no obstante su aspecto de chalet industrioso, tenía una especie de triste dulzura, algo de sepulcro nuevo en el emplazamiento de un antiguo cementerio.
Cuando llegué a la verja, noté que en el jardín había rosas, rosas de otoño, cuyo perfume aliviaba como una caridad la fatigosa exhalación de las trillas. Entre las plantas que casi podía tocar con la mano, crecía libremente la hierba; y una pala cubierta de óxido yacía contra la pared, con su cabo enteramente liado por una guía de enredadera.
Empujé la puerta de reja, atravesé el jardín, y no sin cierta impresión vaga de temor fui a golpear la puerta interna. Pasaron minutos. El viento se puso a silbar en una rendija, agravando la soledad. A un segundo llamado, sentí pasos; y poco después la puerta se abría, con un ruido de madera reseca. El dueño de casa apareció saludándome.
Presenté mi carta. Mientras leía, pude observarlo a mis anchas. Cabeza elevada y calva; rostro afeitado de clergyman; labios generosos, nariz austera. Debía de ser un tanto místico. Sus protuberancias supercialiares, equilibraban con una recta expresión de tendencias impulsivas, el desdén imperioso de su mentón. Definido por sus inclinaciones profesionales, aquel hombre podía ser lo mismo un militar que un misionero. Hubiera deseado mirar sus manos para completar mi impresión, mas sólo podía verlas por el dorso.
Enterado de la carta, me invitó a pasar, y todo el resto de mi permanencia, hasta la hora de comer, quedó ocupado por mis arreglos personales. En la mesa fue donde empecé a notar algo extraño.
Mientras comíamos, advertí que no obstante su perfecta cortesía, algo preocupaba a mi interlocutor. Su mirada invariablemente dirigida hacia un ángulo de la habitación, manifestaba cierta angustia; pero como su sombra daba precisamente en ese punto, mis miradas furtivas nada pudieron descubrir. Por lo demás, bien podía no ser aquello sino una distracción habitual.
La conversación seguía en tono bastante animado, sin embargo. Tratábase del cólera que por entonces azotaba los pueblos cercanos. Mi huésped era homeópata, y no disimulaba su satisfacción por haber encontrado en mí uno del gremio. A este propósito, cierta frase del diálogo hizo variar su tendencia. La acción de las dosis reducidas acababa de sugerirme un argumento que me apresuré a exponer.
-La influencia que sobre el péndulo de Rutter -dije concluyendo una frase-, ejerce la proximidad de cualquier substancia, no depende de la cantidad. Un glóbulo homeopático determina oscilaciones iguales a las que produciría una dosis quinientas o mil veces mayor.
Advertí al momento, que acababa de interesar con mi observación. El dueño de casa me miraba ahora.
-Sin embargo -respondió- Reichenbach ha contestado negativamente esa prueba. Supongo que ha leído usted a Reichenbach.
-Lo he leído, sí; he atendido sus críticas, he ensayado, y mi aparato, confirmando a Rutter, me ha demostrado que el error procedía del sabio alemán, no del inglés. La causa de semejante error es sencillísima, tanto que me sorprende cómo no dio con ella el ilustre descubridor de la parafina y de la creosota.
Aquí, sonrisa de mi huésped: prueba terminante de que nos entendíamos.
-¿Usó usted el primitivo péndulo de Rutter, o el perfeccionado por el doctor Leger?
-El segundo -respondí.
-Es mejor. ¿Y cuál sería, según sus investigaciones, la causa del error de Reichenbach?
-Esta: los sensitivos con que operaba, influían sobre el aparato, sugestionándose por la cantidad del cuerpo estudiado. Si la oscilación provocada por un escrúpulo de magnesia, supongamos, alcanzaba una amplitud de cuatro líneas, las ideas corrientes sobre la relación entre causa y efecto, exigían que la oscilación aumentara en proporción con la cantidad: diez gramos, por ejemplo. Los sensitivos del barón, eran individuos nada versados por lo común en especulaciones científicas; y quienes practican experiencias así, saben cuán poderosamente influyen sobre tales personas las ideas tenidas por verdaderas, sobre todo si son lógicas. Aquí está, pues, la causa del error. El péndulo no obedece a la cantidad, sino a la naturaleza del cuerpo estudiado solamente; pero cuando el sensitivo cree que la cantidad mayor influye, aumenta el efecto, pues toda creencia es una volición. Un péndulo, ante el cual el sujeto opera sin conocer las variaciones de cantidad, confirma a Rutter. Desaparecida la alucinación...
-Oh, ya tenemos aquí la alucinación -dijo mi interlocutor con manifiesto desagrado.
-No soy de los que explican todo por la alucinación, a lo menos confundiéndola con la subjetividad, como frecuentemente ocurre. La alucinación es para mí una fuerza, más que un estado de ánimo, y así considerada, se explica por medio de ella buena porción de fenómenos. Creo que es la doctrina justa.
-Desgraciadamente es falsa. Mire usted, yo conocí a Home, el medium, en Londres, allá por 1872. Seguí luego con vivo interés las experiencias de Crookes, bajo un criterio radicalmente materialista; pero la evidencia se me impuso con motivo de los fenómenos del 74. La alucinación no basta para explicarlo todo. Créame usted, las apariciones son autónomas...
-Permítame una pequeña digresión -interrumpí, encontrando en aquellos recuerdos una oportunidad para comprobar mis deducciones sobre el personaje-: quiero hacerle una pregunta, que no exige desde luego contestación, si es indiscreta. ¿Ha sido usted militar?...
-Poco tiempo; llegué a subteniente del ejército de la India.
-Por cierto, la India sería para usted un campo de curiosos estudios.
-No; la guerra cerraba el camino del Tíbet a donde hubiese querido llegar. Fui hasta Cawnpore, nada más. Por motivos de salud, regresé muy luego a Inglaterra; de Inglaterra pasé a Chile en 1879; y por último a este país en 1888.
-¿Enfermó usted en la India?
-Sí -respondió con tristeza el antiguo militar, clavando nuevamente sus ojos en el rincón del aposento.
-¿El cólera?... -insistí.
Apoyó él la cabeza en la mano izquierda, miró por sobre mí, vagamente. Su pulgar comenzó a moverse entre los ralos cabellos de la nuca. Comprendí que iba a hacerme una confidencia de la cual eran prólogo aquellos ademanes, y esperé. Afuera chirriaba un grillo en la oscuridad.
-Fue algo peor todavía -comenzó mi huésped-. Fue el misterio. Pronto hará cuarenta años y nadie lo ha sabido hasta ahora. ¿Para qué decirlo? No lo hubieran entendido, creyéndome loco por lo menos. No soy un triste, soy un desesperado. Mi mujer falleció hace ocho años, ignorando el mal que me devoraba, y afortunadamente no he tenido hijos. Encuentro en usted por primera vez un hombre capaz de comprenderme.
Me incliné agradecido.
-¡Es tan hermosa la ciencia, la ciencia libre, sin capilla y sin academia! Y no obstante, está usted todavía en los umbrales. Los fluidos ódicos de Reichenbach no son más que el prólogo. El caso que va usted a conocer, le revelará hasta dónde puede llegarse.
El narrador se conmovía. Mezclaba frases inglesas a su castellano un tanto gramatical . Los incisos adquirían una tendencia imperiosa, una plenitud rítmica extraña en aquel acento extranjero.
-En febrero de 1858 -continuó- fue cuando perdí toda mi alegría. Habrá usted oído hablar de los yoghis, los singulares mendigos cuya vida se comparte entre el espionaje y la taumaturgia. Los viajeros han popularizado sus hazañas, que sería inútil repetir. Pero, ¿sabe en qué consiste la base de sus poderes?
-Creo que en la facultad de producir cuando quieren el autosonambulismo, volviéndose de tal modo insensibles, videntes...
-Es exacto. Pues bien, yo vi operar a los yoghis en condiciones que imposibilitaban toda superchería. Llegué hasta fotografiar las escenas, y la placa reprodujo todo, tal cual yo lo había visto. La alucinación resultaba, así, imposible, pues los ingredientes químicos no se alucinan... Entonces quise desarrollar idénticos poderes. He sido siempre audaz, y luego no estaba entonces en situación de apreciar las consecuencias. Puse, pues, manos a la obra.
-¿Por cuál método?
Sin responderme, continuó:
-Los resultados fueron sorprendentes. En poco tiempo llegué a dormir. Al cabo de dos años producía la traslación consciente. Pero aquellas prácticas me habían llevado al colmo de la inquietud. Me sentía espantosamente desamparado, y con la seguridad de una cosa adversa mezclada a mi vida como un veneno. Al mismo tiempo, devorábame la curiosidad. Estaba en la pendiente y ya no podía detenerme. Por una continua tensión de voluntad, conseguía salvar las apariencias ante el mundo. Mas, poco a poco, el poder despertado en mí se volvía más rebelde... Una distracción prolongada, ocasionaba el desdoblamiento. Sentía mi personalidad fuera de mí, mi cuerpo venía a ser algo así como una afirmación del no yo, diré expresando concretamente aquel estado. Como las impresiones se avivaban, produciéndome angustiosa lucidez, resolví una noche ver mi doble. Ver qué era lo que salía de mí, siendo yo mismo, durante el sueño extático.
-¿Y pudo conseguirlo?
-Fue una tarde, casi de noche ya. El desprendimiento se produjo con la facilidad acostumbrada. Cuando recobré la conciencia, ante mí, en un rincón del aposento, había una forma. Y esa forma era un mono, un horrible animal que me miraba fijamente. Desde entonces no se aparta de mí. Lo veo constantemente. Soy su presa. A donde quiera él va, voy conmigo, con él. Está siempre ahí. Me mira constantemente, pero no se le acerca jamás, nose mueve jamás, no me muevo jamás...
Subrayo los pronombres trocados en la última frase, tal como la oí. Una sincera aflicción me embargaba. Aquel hombre padecía, en efecto, una sugestión atroz.
-Cálmese usted -le dije, aparentando confianza-. La reintegración no es imposible.
-¡Oh, sí! -respondió con amargura-. Esto es ya viejo. Figúrese usted, he perdido el concepto de la unidad. Sé que dos y dos son cuatro, por recuerdo; pero ya no lo siento. El más sencillo problema de aritmética carece de sentido para mí, pues me falta la convicción de la cantidad. Y todavía sufro cosas más raras. Cuando me tomo una mano con la otra, por ejemplo, siento que aquélla es distinta, como si perteneciera a otra persona que no soy yo. A veces veo las cosas dobles, porque cada ojo procede sin relación con el otro...
Era, a no dudarlo, un caso curioso de locura, que no excluía el más perfecto raciocinio.
-Pero en fin, ¿ese mono?..., pregunté para agotar el asunto.
-Es negro como mi propia sombra, y melancólico al lado de un hombre. La descripción es exacta, porque lo estoy viendo ahora mismo. Su estatura es mediana, su cara como todas las caras de mono. Pero siento, no obstante, que se parece a mí. Hablo con entero dominio de mí mismo. ¡Ese animal se parece a mí!
Aquel hombre, en efecto, estaba sereno; y sin embargo, la idea de una cara simiesca formaba tan violento contraste con su rostro de aventajado ángulo facial, su cráneo elevado y su nariz recta, que la incredulidad se imponía por esta circunstancia, más aún que por lo absurdo de la alucinación.
Él notó perfectamente mi estado; púsose de pie como adoptando una resolución definitiva:
-Voy a caminar por este cuarto, para que usted lo vea. Observe mi sombra, se lo ruego.
Levantó la luz de la lámpara, hizo rodar la mesa hasta un extremo del comedor y comenzó a pasearse. Entonces, la más grande de las sorpresas me embargó. ¡La sombra de aquel sujeto no se movía! Proyectada sobre el rincón, de la cintura arriba, y con la parte inferior sobre el piso de madera clara, parecía una membrana, alargándose y acortándose según la mayor o menor proximidad de su dueño. No podía yo notar desplazamiento alguno bajo las incidencias de luz en que a cada momento se encontraba el hombre.
Alarmado al suponerme víctima de tamaña locura, resolví desimpresionarme y ver si hacía algo parecido con mi huésped, por medio de un experimento decisivo. Pedíle que me dejara obtener su silueta pasando un lápiz sobre el perfil de la sombra.
Concedido el permiso, fijé un papel con cuatro migas de pan mojado hasta conseguir la más perfecta adherencia posible a la pared, y de manera que la sombra del rostro quedase en el centro mismo de la hoja. Quería, como se ve, probar por la identidad del perfil entre la cara y su sombra (esto saltaba a la vista, pero el alucinado sostenía lo contrario) el origen de dicha sombra, con intención de explicar luego su inmovilidad asegurándome una base exacta.
Mentiría si dijera que mis dedos no temblaron un poco al posarse en la mancha sombría, que por lo demás diseñaba perfectamente el perfil de mi interlocutor; pero afirmo con entera certeza que el pulso no me falló en el trazado. Hice la línea sin levantar la mano, con un lápiz Hardtmuth azul, y no despegué la hoja concluido que hube, hasta no hallarme convencido por una escrupulosa observación, de que mi trazo coincidía perfectamente con el perfil de la sombra, y éste con el de la cara del alucinado.
Mi huésped seguía la experiencia con inmenso interés. Cuando me aproximé a la mesa, vi temblar sus manos de emoción contenida. El corazón me palpitaba, como presintiendo un infausto desenlace.
-No mire usted -dije.
-¡Miraré! -me respondió con un acento tan imperioso, que a pesar mío puse el papel ante la luz.
Ambos palidecimos de una manera horrible. Allí ante nuestros ojos, la raya de lápiz trazaba una frente deprimida, una nariz chata, un hocico bestial. ¡El mono! ¡La cosa maldita!
Y conste que yo no sé dibujar.


martes, 18 de mayo de 2010

La fe en un cuento popular de los mapuches

La bolsa de plata
Este es el cuento de un hombre muy pobre. Su señora trabajaba y se esforzaba mucho: lavaba, buscaba leña, ¡qué no hacía! El hombre pasaba la vida sentado, muy tranquilo, sin hacer nada, ni el menor esfuerzo por ganarse un peso.
-Ya estoy cansada de esto -le dijo un día su mujer.
-Qué le vamos a hacer -contestó el hombre-. Para qué vamos a trabajar. Si Dios nos quiere dar, que nos dé. Somos hijos de Dios y Él nos va a cuidar.
-¿Cómo nos va a dar sin trabajar? -dijo la señora. -Eso no lo puede decir usted -dijo el hombre-. Si Dios quiere darme, me va a dar.
Un día el hombre agarró el hacha y se fue a cortar un chacay, un arbusto muy grande.

La mujer, muy contenta, pensó que él había estado considerando lo que hablaron y se había decidido a trabajar.
Cuando estaba por empezar a hachar, el hombre vio una bolsa tirada al pie del árbol. Abrió la bolsa y se la encontró llena de monedas de plata. Inmediatamente se volvió a su casa y le contó a su mujer lo que había pasado.
-¿Y dónde está la bolsa? -preguntó ella-. La habrás traído.
-No, cómo la voy a traer. Si Dios quiere que sea para mí, que me la traiga acá -dijo el hombre, que era muy creyente.
-Vamos, viejo, vamos ya mismo a buscarla. ¿Cómo pretendes que te la traiga acá? Si no te animas, busco al compadre para que me ayude a traerla.
Y dicho y hecho, se fue a buscar al compadre, arreglaron dividir la plata entre los dos y se pusieron en camino. Cuando llegaron al y (chacay), la bolsa estaba, pero en vez de monedas de plata estaba llena de culebras.

-¡Qué porquería! Su marido es un mentiroso -dijo el compadre-. Yo lo voy a fastidiar, para que aprenda.
Como pudo, arrastró la bolsa y a la noche fue y la puso en la cabecera del hombre creyente, que dormía muy tranquilo.
Cuando amaneció, el hombre se despertó, encontró la bolsa, la abrió y estaba otra vez llena de plata. -Te lo dije, mujer. Si Dios quiere, la va a traer -dijo el hombre.

Y con esa bolsa de plata fueron ricos. Por eso, es bueno creer en Dios y si Él nos quiere dar, dondequiera que estemos lo hará.
Los araucanos o mapuches fueron temibles guerreros, los últimos indígenas de América en ser controlados por el así llamado hombre blanco, ya avanzado el siglo XX. Hoy están confinados a ciertas zonas de la Patagonia, en Argentina y Chile.

Esta historia, cuyo original fue tomado en 1992 de boca de un narrador mapuche, expresa el sincretismo cultural que combina elementos del cristianismo con un fatalismo digno del Islam. Es posible que de mapuche solo le quede el paisaje. Muchos cuentos de Las mil y una noches exhiben esta forma de fe absoluta a la que el pensamiento occidental suele llamar pereza, todo lo contrario del "Ayúdate que Dios te ayudará".


lunes, 17 de mayo de 2010

Retornos de una sombra maldita

¿Será difícil, madre, volver a ti? Feroces
somos tus hijos. Sabes
que no te merecemos quizás, que hoy una sombra
maldita nos desune, nos separa
de tu agobiado corazón, cayendo
atroz, dura, mortal, sobre sus telas,
como un oscuro hachazo.
No, no tenemos manos, ¿verdad?, no las tenemos,
que no lo son, ay, ay, porque son garras,
zarpas siempre dispuestas
a romper esas fuentes que coagulan
para ti sola en llanto.
No son dientes tampoco, que son puntas,
fieras crestas limadas incapaces
de comprender tus labios y mejillas.
Han pasado desgracias,
han sucedido, madre, verdaderas
noches sin ojos, albas que no abrían
sino para cerrarse en ciega muerte.
Cosas que no acontecen,
que alguien pensó más lejos,
más allá de las lívidas fronteras del espanto,
madre, han acontecido.
Y todavía por si acaso hubieras,
por si tal vez hubieras soñado en un momento
que en el olvido puede calmar el mar sus olas,
un incesante acoso
un ceñido rodeo
te aprietan hasta hacerte
subir vertida y sin final en sangre.
Júntanos, madre. Acerca
esa preciosa rama
tuya, tan escondida, que anhelamos
asir, estrechar todos, encendiéndonos
en ella como un único fruto
de sabor dulce, igual. Que en ese día,
desnudos de esa amarga corteza, liberados
de ese hueso de hiel que nos consume,
alegres, rebosemos
tu ya tranquilo corazón sin sombra.

Paraíso perdido( Haikus )

35
Silencio. Más silencio.
Inmóviles los pulsos
del sinfín de la noche.

45
¡Oh boquete de sombras!
¡Hervidero del mundo!
¡Qué confusión de siglos!

5
Sola,
sin muebles y sin alcobas,
deshabitada.

9
Alma en pena:
el resplandor sin vida,
tu derrota.

11
Ángeles buenos o malos,
que no sé,
te arrojaron a mi alma.

16
¡Paraíso perdido!
Perdido por buscarte,
yo, sin luz para siempre.

25
A través de los siglos,
por la nada del mundo,
yo, sin sueño, buscándote.

10
Ciudades sin respuesta,
ríos sin habla, cumbres
sin ecos, mares mudos.

Pamplinas

De lona y níquel, peces de las nubes,
bajan al mar periódicos y cartas.
(Los carteros no creen en las sirenas
ni en el vals de las olas, sí en la muerte.

Y aún hay calvas marchitas a la luna
y llorosos cabellos en los libros.
Un polisón de nieve, blanqueando
las sombras, se suicida en los jardines.

¿Qué será de mi alma, que hace tiempo
bate el récord continuo de la ausencia?
¿Qué de mi corazón, que ya ni brinca,
picado ante el azar y el accidente?

Exploradme los ojos, y, perdidos,
os herirán las ansias de los náufragos,
la balumba de nortes ya difuntos,
el solo bamboleo de los mares.

Cascos de chispa y pólvora, jinetes
sin alma y sin montura entre los trigos;
basílicas de escombros, levantadas
trombas de fuego, sangre, cal, ceniza.

Pero también, un sol en cada brazo,
el alba aviadora, pez de oro,
sobre la frente un número, una letra,
y en el pico una carta azul, sin sello.

Nuncio -la voz, eléctrica, y la cola-
del aceleramiento de los astros,
del confín del amor, del estampido
de la rosa mecánica del mundo.

Sabed de mí, que dije por teléfono
mi madrigal dinámico a los hombres:
¿Quién eres tú, de acero, estaño y plomo?
-Un relámpago más, la nueva vida.

Nocturno

Cuando tanto se sufre sin sueño y por la sangre
se escucha que transita solamente la rabia,
que en los tuétanos tiembla despabilado el odio
y en las médulas arde continua la venganza,

las palabras entonces no sirven son palabras.
Manifiestos, artículos, comentarios, discursos,
humaredas perdidas, neblinas estampadas,
qué dolor de papeles que ha de barrer el viento,

qué tristeza de tinta que ha de borrar el agua!
Ahora sufro lo pobre, lo mezquino, lo triste,
lo desgraciado y muerto que tiene una garganta

cuando desde el abismo de su idioma quisiera
gritar que no puede por imposible, y calla.
Siento esta noche heridas de muerte las palabras.

Madrigal al billete de tranvía

Adonde el viento, impávido, subleva
torres de luz contra la sangre mía,
tú, billete, flor nueva,
cortada en los balcones del tranvía.

Huyes, directa, rectamente liso,
en tu pétalo un nombre y un encuentro
latentes, a ese centro
cerrado y por cortar del compromiso.

Y no arde en ti la rosa ni en ti priva
el finado clavel, sí la violeta
contemporánea, viva,
del libro que viaja en la chaqueta.

Los dos ángeles

Ángel de luz, ardiendo,
¡oh, ven!, y con tu espada
incendia los abismos
donde yace
mi subterráneo ángel de las nieblas.

¡Oh espadazo en las sombras!
Chispas
múltiples,
clavándose en mi cuerpo,
en mis alas sin plumas,
en lo que nadie ve,
vida.

Me estas quemando vivo.
Vuela ya de mí, oscuro
Lucifer
de las canteras sin auroras,
de los pozos sin agua,
de las simas
sin sueño,
ya carbón del espíritu,
sol, luna.

Me duelen los cabellos
y las ansias
¡Oh, quémame!
¡Más, más, sí, sí, más! ¡:Quémame!

¡Quémalo, ángel de luz,
custodio mío,
tú que andabas llorando por las nubes,
tú, sin mí, tú, por mí,
ángel frío de polvo, ya sin gloria,
volcado
en las tinieblas!

¡Quémalo, ángel de luz,
quémame y huye!

Los ángeles vengativos

No, no te conocieron
las almas conocidas.
Sí la mía.

¿Quién eres tú, dinos, que no te recordamos
ni de la tierra ni del cielo?

Tu sombra, dinos, ¿de qué espacio?
¿Qué luz la prolongó, habla,
hasta nuestro reinado?

¿De dónde vienes, dinos,
sombra sin palabras,
que no te recordamos?
¿Quién te manda?
Sí relámpago fuiste en algún sueño,
relámpagos se olvidan, apagados.

Y por desconocida
las almas conocidas te mataron.
No la mía.

Los ángeles sonámbulos

1
Pensad en aquella hora:
cuando se rebelaron contra un rey en tinieblas
los ojos invisibles de las alcobas.
Lo sabéis, lo sabéis. ¡Dejadme!
Si a lo largo de mí se abren grietas de nieve,
tumbas de aguas paradas
nebulosas de sueños oxidados,
echad la llave para siempre a vuestros párpados.
¿Qué queréis?
Ojos invisibles, grandes, atacan.
Púas incandescentes se hunden en los tabiques.
Ruedan pupilas muertas,
sábanas.
Un rey es un erizo de pestañas.

2
También,
también los oídos invisibles de las alcobas,
contra un rey en tinieblas.
Ya sabéis que mi boca es un pozo de nombres
de números y letras difuntos.
Que los ecos se hastían sin mis palabras
y lo que jamás dije desprecia y odia al viento.
Nada tenéis que oír.
¡Dejadme!
Pero oídos se agrandan contra el pecho.
De escayola, fríos,
bajan a la garganta,
a los sótanos lentos de la sangre,
a los tubos de los huesos.
Un rey es un erizo sin secreto.
Como yo, como todos.
Y nadie espera ya la llegada del expreso,
la visita oficial de la luz a los mares necesitados,
la resurrección de las voces en los ecos que se calcinan.

Los ángeles muertos

Buscad, buscadlos:
en el insomnio de las cañerías olvidadas,
en los cauces interrumpidos por el silencio de las basuras.
No lejos de los charcos incapaces de guardar una nube,
unos ojos perdidos,
una sortija rota
o una estrella pisoteada.
Porque yo los he visto:
en esos escombros momentáneos que aparecen en las
neblinas.
Porque yo los he tocado:
en el destierro de un ladrillo difunto,
venido a la nada desde una torre o un carro.
Nunca más allá de las chimeneas que se derrumban
ni de esas hojas tenaces que se estampan en los zapatos.
En todo esto.
Mas en esas astillas vagabundas que se consumen sin fuego,
en esas ausencias hundidas que sufren los muebles
desvencijados,
no a mucha distancia de los nombres y signos que se
enfrían en las paredes.

Buscad, buscadlos:
debajo de la gota de cera que sepulta la palabra de un libro
o la firma de uno de esos rincones de cartas
que trae rodando el polvo.
Cerca del casco perdido de una botella,
de una suela extraviada en la nieve,
de una navaja de afeitar abandonada al borde de un
precipicio.

Los ángeles mudos

Inmóviles, clavadas, mudas mujeres de los zaguanes
y hombres sin voz, lentos, de las bodegas,
quieren, quisieran, querrían preguntarme.
-¿Cómo tú por aquí y en otra parte?
Querrían hombres y mujeres, mudos, tocarme,
saber si mi sombra, si mi cuerpo andan sin alma
por otras calles.
Quisieran decirme:
-Si eres tú, párate.
Hombres, mujeres, mudos, querrían ver claro,
asomarse a mi alma,
acercarle una cerilla
por ver si es la misma.
Quieren, quisieran...
-Habla.
Y van a morirse, mudos,
sin saber nada.

Los ángeles mohosos

Hubo luz que trajo
por hueso una almendra amarga.
Voz que por sonido,
el fleco de la lluvia,
cortado por un hacha.

Alma que por cuerpo,
la funda de aire
de una doble espada.

Venas que por sangre,
Y el de mirra y de retama
Cuerpo que por alma,
el vacío, nada.

Los ángeles feos

Vosotros habéis sido,
vosotros que dormís en el vaho sin suerte de los pantanos
para que el alba más desgraciada os reanime en una gloria de estiércol,
vosotros habéis sido la causa de ese viaje.
Ni un solo pájaro es capaz de beber en una alma
cuando sin haberlo querido un cielo se entrecruza con otro
y una piedra cualquiera levanta a un astro una calumnia.
Ved.
La luna cae mordida por el ácido nítrico
en las charcas donde el amoníaco aprieta la codicia de los alacranes.
Si os atrevéis a dar un paso,
sabrán los siglos venideros que la bondad de las aguas es aparente
cuantas más hoyas y lodos ocultan los paisajes.
La lluvia me persigue atirantando cordeles.
Será lo más seguro que un hombre se convierta en estopa.
Mirad esto:
ha sido un falso testimonio decir que una soga al cuello no es agradable
y que el excremento de la golondrina exalta al mes de mayo.
Pero yo os digo:
una rosa es más rosa habitada por las orugas
que sobre la nieve marchita de esta luna de quince años.
Mirad esto también, antes que demos sepultura al viaje:
cuando una sombra se entrecoge las uñas en las bisagras de las puertas
o el pie helado de un ángel sufre el insomnio fijo de una piedra,
mi alma sin saberlo se perfecciona.
Al fin ya vamos a hundimos.
Es hora de que me dierais la mano
y me arañarais la poca luz que coge un agujero al cerrarse
y me matarais esta mala palabra que voy a pinchar sobre las tierras que se derriten.

Lo que dejé por ti

Dejé por ti mis bosques, mi perdida
arboleda, mis perros desvelados,
mis capitales años desterrados
hasta casi el invierno de la vida.

Dejé un temblor, dejé una sacudida,
un resplandor de fuegos no apagados,
dejé mi sombra en los desesperados
ojos sangrantes de la despedida.

Dejé palomas tristes junto a un río,
caballos sobre el sol de las arenas,
dejé de oler la mar, dejé de verte.

Dejé por ti todo lo que era mío.
Dame tú, Roma, a cambio de mis penas,
tanto como dejé para tenerte.

Lloraba recio, golpeando, oscuro...

Lloraba recio, golpeando, oscuro,
las humanas paredes sin salida.
Para marcarlo de una sacudida,
Lo esperaba la luz fuera del muro.

Grito en la entraña que lo hincó, futuro,
Desventuradamente y resistida
Por la misma cerrada, abierta herida
Que ha de exponerlo al primer golpe duro.

¡Qué desconsolación y qué ventura!
Monstruo batido en sangre, descuajado
De la cueva carnal del sufrimiento.

Mama la luz y agótala, criatura,
Tabícala en tu ser iluminado,
Que mamas con la leche el pensamiento.

Hace falta estar ciego...

Hace falta estar ciego,
tener como metidas en los ojos raspaduras de vidrio,
cal viva,
arena hirviendo,
para no ver la luz que salta en nuestros actos,
que ilumina por dentro nuestra lengua,
nuestra diaria palabra.

Hace falta querer morir sin estela de gloria y alegría,
sin participación de los himnos futuros,
sin recuerdo en los hombres que juzguen el pasado sombrío de la tierra.

Hace falta querer ya en vida ser pasado,
obstáculo sangriento,
cosa muerta,
seco olvido.

Guerra a la guerra por la guerra. Vente...

Guerra a la guerra por la guerra. Vente.
Vuelve la espalda. El mar. Abre la boca.
Contra una mina una sirena choca
Y un arcángel se hunde, indiferente.

Tiempo de fuego. Adiós. Urgentemente.
Cierra los ojos. Es el monte. Toca.
Saltan las cumbres salpicando roca
Y un arcángel se hunde, indiferente.

¿Dinamita a la luna también? Vamos.
Muerte a la muerte por la muerte: guerra.
En verdad, piensa el toro, el mundo es bello

Encendidos están, amor, los ramos.
Abre la boca. (El mar. El monte.) Cierra
Los ojos y desátate el cabello.

El cuerpo deshabitado

Yo te arrojé de mi cuerpo,
yo, con un carbón ardiendo.

-Vete.

Madrugada.
La luz, muerta en las esquinas
y en las casas.
Los hombres y las mujeres
ya no estaban.

-Vete.

Quedó mi cuerpo vacío,
negro saco, a la ventana.

Se fue.

Se fue, doblando las calles.
Mi cuerpo anduvo, sin nadie.

El ángel tonto

Ese ángel,
ése que niega el limbo de su fotografía
y hace pájaro muerto
su mano.
Ese ángel que terne que le pidan las alas,
que le besen el pico,
seriamente,
sin contrato.
Si es del cielo y tan tonto,
¿por qué en la tierra? Dime.
Decidme.
No en las calles, en todo,
indiferente, necio,
me lo encuentro.
¡El ángel tonto!
¡Si será de la tierra!
-Sí, de la tierra sólo.
El ángel del misterio
Un sueño sin faroles y una humedad de olvidos,
pisados por un nombre y una sombra.
No sé si por un nombre o muchos nombres,
si por una sombra o muchas sombras.
Reveládmelo.
Sé que habitan los pozos frías voces,
que son de un solo cuerpo o muchos cuerpos,
de un alma sola o muchas almas.
No sé.
Decídmelo.
Que un caballo sin nadie va estampando
a su amazona antigua por los muros.
Que en las almenas grita, muerto, alguien
que yo toqué, dormido, en un espejo,
que yo, mudo, le dije...
No sé.
Explicádmelo.

martes, 11 de mayo de 2010

La luna se cayó - Laura Devetach

La Luna se cayó
Un día el granjero de la granja puso un melón sobre el techo para que madurase al sol.
Allí estaba el melón, madurando. Y era tan redondo que parecía una luna.
Una luna color melón, brillando en medio de la mañana.
El viento del verano iba y venía sobre la casa, sobre el techo y sobre el melón.
“Din don, campanón”, se hamacaba el viento. “Din don, campanón”, se hamacaba el melón con el viento. Y era como si la luna se hamacase en el techo.
Por el lado más verde del campito, galopando y caracoleando, llegó el burro de la granja y frenó el trote cuando vio el melón hamacándose sobre el techo. Lo miró, lo miró, y dijo muy preocupado:
–¡La luna se descolgó del cielo! ¡Esta noche la granja se quedará sin luna!
“Din don, campanón”, se hamacaba muy tranquilo el melón.
–¡Quieta, luna, que te caes! –gritó el burro estirando el cogote
para que la luna lo escuchara.
“Din don, campanón”, se hamacaba el melón.
Y hamacándose, hamacándose... ¡pácate! cayó a los pies del burro y se quedó con el cabo para arriba.
–¡Firuletes! –dijo el burro muy afligido–. La luna se descolgó y solito no la cuelgo yo. Voy a llamar al chivo para que me ayude a colgarla del cielo.
Y el chivo vino sacudiendo su cabezota con cuernos y moviendo la cola como un molinete.
–La luna se descolgó y solito no la cuelgo yo –dijo el burro–. Te llamé para que subas sobre mi lomo y me ayudes a colgarla en el cielo.
Y el chivo, tomando el melón por el cabo, subió sobre el burro y se estiró y se estiró para llegar al cielo. Pero no llegó.
–¡Firuletes! –dijo–. Llamaré el perro para que nos ayude.
Y el perro vino corriendo y husmeando todo lo que encontraba con su nariz brillante.
–La luna se ha descolgado y buen trabajo nos ha dado. Te llamé para que subas sobre mi lomo y nos ayudes a colgarla –le dijo el chivo.
Y el perro trepó y se estiró y se estiró, pero al cielo no llegó.
–¡Firuletes! –dijo–. Llamaré al gato para que nos ayude.
Y el gato vino haciendo rulos con su hermoso lomo.
–La luna se ha descolgado y buen trabajo nos ha dado. Te llamé para que subas sobre mi lomo y nos ayudes a colocarla –dijo el perro.
Y el gato trepó y se estiró y se estiró, pero al cielo no llegó.
–¡Firuletes! –dijo muy afligido–. Llamaré al pato.
Y el pato vino dando vueltas y vueltas como una calesita.
–La luna se ha descolgado y buen trabajo nos ha dado –dijo el gato–.
Te llamé para que subas sobre mi lomo y nos ayudes a colgarla.
Y el pato trepó y se estiró y se estiró, pero al cielo no llegó.
–¡Firuletes! –dijo–. Llamaré al granjero, que tiene una escalera muy alta.
–La luna se ha descolgado y buen trabajo nos ha dado –dijo el pato al granjero–. Queremos que con tu escalera nos ayudes a colgarla otra vez.
Y el granjero apoyó la escalera y trepó y trepó hasta llegar al pato que sostenía el melón por el cabito, allá arriba. Y lo miró y se puso a reír como loco y el pato también miró y se echó a reír como loco.
Y el pato sobre el gato y el gato sobre el perro y el perro sobre el chivo y el chivo sobre el burro, todos, miraron de nuevo. Y se echaron a reír.
–¡Es un melón, es un melón!
El granjero puso de nuevo el melón sobre el techo para que siguiera madurando. Y mientras todos seguían riéndose, el melón se hamacaba sobre el techo.
Esa noche la granja tuvo dos lunas.

Laura Devetach.

domingo, 9 de mayo de 2010

La pradera - Ray Bradbury

1
-George, me gustaría que le echaras un ojo al cuarto de jugar de los niños.

-¿Qué le pasa?

-No lo sé.

-Pues bien, ¿y entonces?

-Sólo quiero que le eches un ojeada, o que llames a un sicólogo para que se la eche él.

-¿Y qué necesidad tiene un cuarto de jugar de un sicólogo?

-Lo sabes perfectamente -su mujer se detuvo en el centro de la cocina y contempló uno de los fogones, que en ese momento estaba hirviendo sopa para cuatro personas-. Sólo es que ese cuarto ahora es diferente de como era antes.

-Muy bien, echémosle un vistazo.

Atravesaron el vestíbulo de su lujosa casa insonorizada cuya instalación les había costado treinta mil dólares, una casa que los vestía y los alimentaba y los mecía para que se durmieran, y tocaba música y cantaba y era buena con ellos. Su aproximación activó un interruptor en alguna parte y la luz de la habitación de los niños parpadeó cuando llegaron a tres metros de ella. Simultáneamente, en el vestíbulo, las luces se apagaron con un automatismo suave.

-Bien -dijo George Hadley.

Se detuvieron en el suelo acolchado del cuarto de jugar de los niños. Tenía doce metros de ancho por diez de largo; además había costado tanto como la mitad del resto de la casa. "Pero nada es demasiado bueno para nuestros hijos", había dicho George.

La habitación estaba en silencio y tan desierta como un claro de la selva un caluroso mediodía. Las paredes eran lisas y bidimensionales. En ese momento, mientras George y Lydia Hadley se encontraban quietos en el centro de la habitación, las paredes se pusieron a zumbar y a retroceder hacia una distancia cristalina, o eso parecía, y pronto apareció un sabana africana en tres dimensiones; por todas partes, en colores que reproducían hasta el último guijarro y brizna de paja. Por encima de ellos, el techo se convirtió en un cielo profundo con un ardiente sol amarillo.

George Hadley notó que la frente le empezaba a sudar.

-Vamos a quitarnos del sol -dijo-. Resulta demasiado real. Pero no veo que pase nada extraño.

-Espera un momento y verás -dijo su mujer.

Los ocultos olorificadores empezaron a emitir un viento aromatizado en dirección a las dos personas del centro de la achicharrante sabana africana. El intenso olor a paja, el aroma fresco de la charca oculta, el penetrante olor a moho de los animales, el olor a polvo en el aire ardiente. Y ahora los sonidos: el trote de las patas de lejanos antílopes en la hierba, el aleteo de los buitres. Una sombra recorrió el cielo y vaciló sobre la sudorosa cara que miraba hacia arriba de George Hadley.

-Alimañas asquerosas -le oyó decir a su mujer.

-Los buitres.

-¿Ves? Allí están los leones, a lo lejos, en aquella dirección. Ahora se dirigen a la charca. Han estado comiendo -dijo Lydia-. No sé qué.

-Algún animal -George Hadley alzó la mano para defender sus entrecerrados ojos de la luz ardiente-. Una cebra o una cría de jirafa, a lo mejor.

-¿Estás seguro? -la voz de su mujer sonó especialmente tensa.

-No, ya es un poco tarde para estar seguro -dijo él, divertido-. Allí lo único que puedo distinguir son unos huesos descarnados, y a los buitres dispuestos a caer sobre lo que queda.

-¿Has oído ese grito? -preguntó ella.

-No.

-¡Hace un momento!

-Lo siento, pero no.

Los leones se acercaban. Y George Hadley volvió a sentirse lleno de admiración hacia el genio mecánico que había concebido aquella habitación. Un milagro de la eficacia que vendían por un precio ridículamente bajo. Todas las casas deberían tener algo así. Claro, de vez en cuando te asustaba con su exactitud clínica, hacía que te sobresaltases y te producía un estremecimiento, pero qué divertido era para todos en la mayoría de las ocasiones; y no sólo para su hijo y su hija, sino para él mismo cuando sentía que daba un paseo por un país lejano, y después cambiaba rápidamente de escenario. Bien, ¡pues allí estaba! Y allí estaban los leones, a unos metros de distancia, tan reales, tan febril y sobrecogedoramente reales que casi notabas su piel áspera en la mano, la boca se te quedaba llena del polvoriento olor a tapicería de sus pieles calientes, y su color amarillo permanecía dentro de tus ojos como el amarillo de los leones y de la hierba en verano, y el sonido de los enmarañados pulmones de los leones respirando en el silencioso calor del mediodía, y el olor a carne en el aliento, sus bocas goteando.

Los leones se quedaron mirando a George y Lydia Hadley con sus aterradores ojos verde-amarillentos.

-¡Cuidado! -gritó Lydia.

Los leones venían corriendo hacia ellos.

Lydia se dio la vuelta y echó a correr. George se lanzó tras ella. Fuera, en el vestíbulo, después de cerrar de un portazo, él se reía y ella lloraba y los dos se detuvieron horrorizados ante la reacción del otro.

-¡George!

-¡Lydia! ¡Oh, mi querida, mi dulce, mi pobre Lydia!

-¡Casi nos atrapan!

-Unas paredes, Lydia, acuérdate de ello; unas paredes de cristal, es lo único que son. Claro, parecen reales, lo reconozco... África en tu salón, pero sólo es una película en color multidimensional de acción especial, supersensitiva, y una cinta cinematográfica mental detrás de las paredes de cristal. Sólo son olorificadores y acústica, Lydia. Toma mi pañuelo.

-Estoy asustada -Lydia se le acercó, pego su cuerpo al de él y lloró sin parar-. ¿Has visto? ¿Lo has notado? Es demasiado real.

-Vamos a ver, Lydia...

-Tienes que decirles a Wendy y Peter que no lean nada más sobre África.

-Claro que sí... Claro que sí -le dio unos golpecitos con la mano.

-¿Lo prometes?

-Desde luego.

-Y mantén cerrada con llave esa habitación durante unos días hasta que consiga que se me calmen los nervios.

-Ya sabes lo difícil que resulta Peter con eso. Cuando lo castigué hace un mes a tener unas horas cerrada con llave esa habitación..., ¡menuda rabieta cogió! Y Wendy lo mismo. Viven para esa habitación.

-Hay que cerrarla con llave, eso es todo lo que hay que hacer.

-Muy bien -de mala gana, George Hadley cerró con llave la enorme puerta-. Has estado trabajando intensamente. Necesitas un descanso.

-No lo sé... No lo sé -dijo ella, sonándose la nariz y sentándose en una butaca que inmediatamente empezó a mecerse para tranquilizarla-. A lo mejor tengo pocas cosas que hacer. Puede que tenga demasiado tiempo para pensar. ¿Por qué no cerramos la casa durante unos cuantos días y nos vamos de vacaciones?

-¿Te refieres a que vas a tener que freír tú los huevos?

-Sí -Lydia asintió con la cabeza.

-¿Y zurcirme los calcetines?

-Sí -un frenético asentimiento, y unos ojos que se humedecían.

-¿Y barrer la casa?

-¡Sí, sí... , claro que sí!

-Pero yo creía que por eso habíamos comprado esta casa, para que no tuviéramos que hacer ninguna de esas cosas.

-Justamente es eso. No siento como si ésta fuera mi casa. Ahora la casa es la esposa y la madre y la niñera. ¿Cómo podría competir yo con una sabana africana? ¿Es que puedo bañar a los niños y restregarles de modo tan eficiente o rápido como el baño que restriega automáticamente? Es imposible. Y no sólo me pasa a mí. También a ti. Últimamente has estado terriblemente nervioso.

-Supongo que porque he fumado en exceso.

-Tienes aspecto de que tampoco tú sabes qué hacer contigo mismo en esta casa. Fumas un poco más por la mañana y bebes un poco más por la tarde y necesitas unos cuantos sedantes más por la noche. También estás empezando a sentirte innecesario.

-¿Y no lo soy? -hizo una pausa y trató de notar lo que de verdad sentía interiormente.

-¡Oh, George! -Lydia lanzó una mirada más allá de él, a la puerta del cuarto de jugar de los niños-. Esos leones no pueden salir de ahí, ¿verdad que no pueden? Él miró la puerta y vio que temblaba como si algo hubiera saltado contra ella por el otro lado.

-Claro que no -dijo.


2

Cenaron solos porque Wendy y Peter estaban en un carnaval plástico en el otro extremo de la ciudad y habían televisado a casa para decir que se iban a retrasar, que empezaran a cenar. Con que George Hadley se sentó abstraído viendo que la mesa del comedor producía platos calientes de comida desde su interior mecánico.

-Nos olvidamos del ketchup -dijo.

-Lo siento -dijo un vocecita del interior de la mesa, y apareció el ketchup. En cuanto a la habitación, pensó George Hadley, a sus hijos no les haría ningún daño que estuviera cerrada con llave durante un tiempo. Un exceso de algo a nadie le sienta nunca bien. Y quedaba claro que los chicos habían pasado un tiempo excesivo en África. Aquel sol. Todavía lo notaba en el cuello como una garra caliente. Y los leones. Y el olor a sangre. Era notable el modo en que aquella habitación captaba las emanaciones telepáticas de las mentes de los niños y creaba una vida que colmaba todos sus deseos. Los niños pensaban en leones, y aparecían leones. Los niños pensaban en cebras, y aparecían cebras. Sol... sol. Jirafas... jirafas. Muerte y muerte.

Aquello no se iba. Masticó sin saborearla la carne que les había preparado la mesa. La idea de la muerte. Eran terriblemente jóvenes, Wendy y Peter, para tener ideas sobre la muerte. No, la verdad, nunca se era demasiado joven. Uno le deseaba la muerte a otros seres mucho antes de saber lo que era la muerte. Cuando tenías dos años y andabas disparando a la gente con pistolas de juguete. Pero aquello: la extensa y ardiente sabana africana, la espantosa muerte en las fauces de un león... Y repetido una y otra vez.

-¿Adónde vas?

No respondió a Lydia. Preocupado, dejó que las luces se fueran encendiendo delante de él y apagando a sus espaldas según caminaba hasta la puerta del cuarto de jugar de los niños. Pegó la oreja y escuchó. A lo lejos rugió un león.

Hizo girar la llave y abrió la puerta. Justo antes de entrar, oyó un chillido lejano. Y luego otro rugido de los leones, que se apagó rápidamente. Entró en África. Cuántas veces había abierto aquella puerta durante el último año encontrándose en el País de las Maravillas, con Alicia y la Tortuga Artificial, o con Aladino y su lámpara maravillosa, o con Jack Cabeza de Calabaza del País de Oz, o el doctor Doolittle, o con la vaca saltando una luna de aspecto muy real -todas las deliciosas manifestaciones de un mundo simulado-. Había visto muy a menudo a Pegasos volando por el cielo del techo, o cataratas de fuegos artificiales auténticos, u oído voces de ángeles cantar. Pero ahora, aquella ardiente África, aquel horno con la muerte en su calor. Puede que Lydia tuviera razón. A lo mejor necesitaban unas pequeñas vacaciones, alejarse de la fantasía que se había vuelto excesivamente real para unos niños de diez años. Estaba muy bien ejercitar la propia mente con la gimnasia de la fantasía, pero cuando la activa mente de un niño establecía un modelo... Ahora le parecía que, a lo lejos, durante el mes anterior, había oído rugidos de leones y sentido su fuerte olor, que llegaba incluso hasta la puerta de su estudio. Pero, al estar ocupado, no había prestado atención. George Hadley se mantenía quieto y solo en el mar de hierba africano. Los leones alzaron la vista de su alimento, observándolo. El único defecto de la ilusión era la puerta abierta por la que podía ver a su mujer, al fondo, pasado el vestíbulo, a oscuras, como cuadro enmarcado, cenando distraídamente.

-Largo -les dijo a los leones.

No se fueron.

Conocía exactamente el funcionamiento de la habitación. Emitías tus pensamientos. Y aparecía lo que pensabas.

-Que aparezcan Aladino y su lámpara maravillosa -dijo chasqueando los dedos. La sabana siguió allí; los leones siguieron allí.

-¡Venga, habitación! ¡Que aparezca Aladino! -repitió.

No pasó nada. Los leones refunfuñaron dentro de sus pieles recocidas.

-¡Aladino!

Volvió al comedor.

-Esa estúpida habitación está averiada -dijo-. No quiere funcionar.

-O...

-¿O qué?

-O no puede funcionar -dijo Lydia-, porque los niños han pensado en África y leones y muerte tantos días que la habitación es víctima de la rutina.

-Podría ser.

-O que Peter la haya conectado para que siga siempre así.

-¿Conectado?

-Puede que haya manipulado la maquinaria, tocado algo.

-Peter no conoce la maquinaria.

-Es un chico listo para sus diez años. Su coeficiente de inteligencia es...

-A pesar de eso...

-Hola, mamá. Hola, papá.

Los niños habían vuelto. Wendy y Peter entraron por la puerta principal, con las mejillas como caramelos de menta y los ojos como brillantes piedras de ágata azul. Sus monos de salto despedían un olor a ozono después de su viaje en helicóptero.

-Llegan justo a tiempo de cenar -dijeron los padres.

-Nos hemos atiborrado de helado de fresa y de perritos calientes -dijeron los niños, cogidos de la mano-. Pero nos sentaremos un rato y miraremos.

-Sí, vamos a hablar de vuestro cuarto de jugar -dijo George Hadley. Ambos hermanos parpadearon y luego se miraron uno al otro.

-¿El cuarto de jugar?

-De lo de África y de todo lo demás -dijo el padre con una falsa jovialidad.

-No te entiendo -dijo Peter.

-Mamá y yo hemos estado viajando por África; Tom Swift y su león eléctrico - explicó George Hadley.

-En el cuarto no hay nada de África -dijo sencillamente Peter.

-Oh, vamos, Peter. Lo sabemos perfectamente.

-No me acuerdo de nada de África -le comentó Peter a Wendy-. ¿Y tú?

-No.

-Vayan corriendo a ver y vuelvan a contarnos.

La niña obedeció.

-Wendy, ¡vuelve aquí! -dijo George Hadley, pero la niña ya se había ido. Las luces de la casa la siguieron como una bandada de luciérnagas. Demasiado tarde, George Hadley se dio cuenta de que había olvidado cerrar con llave la puerta después de su última inspección.

-Wendy mirará y vendrá a contarnos -dijo Peter.

-Ella no me tiene que contar nada. Yo mismo lo he visto.

-Estoy seguro de que te has equivocado, padre.

-No me he equivocado, Peter. Vamos

Pero Wendy volvía ya.

-No es África -dijo sin aliento.

-Ya lo veremos -comentó George Hadley, y todos cruzaron el vestíbulo juntos y abrieron la puerta de la habitación.

Había un bosque verde, un río encantador, una montaña púrpura, cantos de voces agudas, y Rima acechando entre los árboles. Mariposas de muchos colores volaban, igual que ramos de flores animados, en torno a su largo pelo. La sabana africana había desaparecido. Los leones habían desaparecido. Ahora sólo estaba Rima, entonando una canción tan hermosa que llenaba los ojos de lágrimas. George Hadley contempló la escena que había cambiado.

-Vayan a la cama -les dijo a los niños.

Éstos abrieron la boca.

-Ya me escucharon -dijo el padre.

Salieron a la toma de aire, donde un viento los empujó como a hojas secas hasta sus dormitorios.

George Hadley anduvo por el sonoro claro y agarró algo que yacía en un rincón cerca de donde habían estado los leones. Volvió caminando lentamente hasta su mujer.

-¿Qué es eso? -preguntó ella.

-Una vieja cartera mía -dijo él.

Se la enseñó. Olía a hierba caliente y a león. Había gotas de saliva en ella: la habían mordido, y tenía manchas de sangre en los dos lados. Cerró la puerta de la habitación y echó la llave.

En plena noche todavía seguía despierto, y se dio cuenta de que su mujer lo estaba también.

-¿Crees que Wendy la habrá cambiado? -preguntó ella, por fin, en la habitación a oscuras.

-Naturalmente.

-¿Ha cambiado la sabana africana en un bosque y ha puesto a Rima allí en lugar de los leones?

-Sí.

-¿Por qué?

-No lo sé. Pero seguirá cerrada con llave hasta que lo averigüe.

-¿Cómo ha llegado allí tu cartera?

-Yo no sé nada -dijo él-, a no ser que estoy empezando a lamentar que hayamos comprado esa habitación para los niños. Si los niños son neuróticos, una habitación como ésa...

-Se suponía que les iba a ayudar a librarse de sus neurosis de un modo sano.

-Es lo que me estoy empezando a preguntar -George Hadley clavó la vista en el techo.

-Les hemos dado a los niños todo lo que quieren. Y ésta es nuestra recompensa... ¡Secretos, desobediencia!

-¿Quién fue el que dijo que los niños son como alfombras a las que hay que sacudir de vez en cuando? Nunca les levantamos la mano. Son insoportables..., admitámoslo. Van y vienen según les apetece; nos tratan como si los hijos fuéramos nosotros. Están echados a perder y nosotros estamos echados a perder también.

-Llevan comportándose de un modo raro desde que hace unos meses les prohibiste ir a Nueva York en cohete.

-No son lo suficientemente mayores para ir solos. Lo expliqué.

-Da igual. Me he fijado que desde entonces se han mostrado claramente fríos con nosotros.

-Creo que deberíamos hacer que mañana viniera David McClean para que le echara un ojo a África.

Unos momentos después, oyeron los gritos.

Dos gritos. Dos personas que gritaban en el piso de abajo. Y luego, rugidos de leones.

-Wendy y Peter no están en sus dormitorios -dijo su mujer. Siguió tumbado en la cama con el corazón latiéndole con fuerza.

-No -dijo él-. Han entrado en el cuarto de jugar.

-Esos gritos... suenan a conocidos.

-¿De verdad?

-Sí, muchísimo.

Y aunque sus camas se esforzaron a fondo, los dos adultos no consiguieron sumirse en el sueño durante otra hora más. Un olor a felino llenaba el aire nocturno.


3

-¿Padre? -dijo Peter.

-¿Qué?

Peter se observó los zapatos. Ya no miraba nunca a su padre, ni a su madre.

-Vas a cerrar con llave la habitación para siempre, ¿verdad?

-Eso depende.

-¿De qué? -soltó Peter.

-De ti y de tu hermana. De que mezclen África con otras cosas... Con Suecia, tal vez, o Dinamarca o China...

-Yo creía que teníamos libertad para jugar a lo que quisiéramos.

-La tienen, con unos límites razonables.

-¿Qué pasa de malo con África, padre?

-Vaya, de modo que ahora admites que has estado haciendo que aparezca África, ¿es así?

-No quiero que el cuarto de jugar esté cerrado con llave -dijo fríamente Peter-. Nunca.

-En realidad estamos pensando en pasar un mes fuera de casa. Libres de esta especie de existencia despreocupada.

-¡Eso sería espantoso! ¿Tendría que atarme los cordones de los zapatos yo en lugar de dejar que me los ate el atador? ¿Y lavarme los dientes y peinarme y bañarme?

-Sería divertido un pequeño cambio, ¿no crees?

-No, sería horripilante. No me gustó que quitaras el pintador de cuadros el mes pasado.

-Es porque quería que aprendieras a pintar por ti mismo, hijo.

-Yo no quiero hacer nada excepto mirar y oír y oler. ¿Qué otra cosa se puede hacer?

-Muy bien, vete a jugar a África.

-¿Cerrarás la casa pronto?

-Lo estamos pensando.

-Creo que será mejor que no lo piensen más, padre.

-¡No voy a consentir que me amenace mi propio hijo!

-Muy bien -y Peter penetró en el cuarto de jugar.


4

-¿Llego a tiempo? -dijo David McClean.

-¿Quieres desayunar? -preguntó George Hadley.

-Gracias, tomaré algo. ¿Cuál es el problema?

-David, tú eres sicólogo.

-Eso espero.

-Bien, pues entonces échale una mirada al cuarto de jugar de nuestros hijos. Ya lo viste hace un año cuando viniste por aquí. ¿Entonces no notaste nada especial en esa habitación?

-No podría decir que lo notara: la violencia habitual, cierta tendencia hacia una ligera paranoia acá y allá, lo normal en niños que se sienten perseguidos constantemente por sus padres; pero, bueno, de hecho nada. Cruzaron el vestíbulo.

-Cerré la habitación con llave -explico el padre-, y los niños entraron en ella por la noche. Dejé que estuvieran dentro para que pudieran formar los modelos y así tú los pudieras ver.

De la habitación salían gritos terribles.

-Ahí lo tienes -dijo George Hadley-. Veamos lo que consigues. Entraron sin llamar.

-Salgan afuera un momento, chicos -dijo George Hadley-. No, no cambien la combinación mental. Dejen las paredes como están.

Con los niños fuera, los dos hombres se quedaron quietos examinando a los leones agrupados a lo lejos que comían con deleite lo que habían cazado.

-Me gustaría saber de qué se trata -dijo George Hadley-. A veces casi lo consigo ver. ¿Crees que si trajese unos prismáticos potentes y...?

David McClean se rió.

-Difícilmente -se volvió para examinar las cuatro paredes-. ¿Cuánto hace que pasa esto?

-Algo más de un mes.

-La verdad es que no me causa ninguna buena impresión.

-Yo quiero hechos, no impresiones.

-Mira, George querido, un sicólogo nunca ve un hecho en toda su vida. Sólo presta atención a las impresiones, a cosas vagas. Esto no me causa buena impresión, te lo repito. Confía en mis corazonadas y mi intuición. Me huelo las cosas malas. Y ésta es muy mala. Mi consejo es que desmontes esta maldita cosa y lleves a tus hijos a que me vean todos los días para someterlos a tratamiento durante un año entero.

-¿Es tan mala?

-Me temo que sí. Uno de los usos originales de estas habitaciones era que pudiéramos estudiar los modelos que dejaba la mente del niño en las paredes, y de ese modo estudiarlos con toda comodidad y ayudar al niño. En este caso, sin embargo, la habitación se ha convertido en un canal hacia... ideas destructivas, en lugar de una liberación de ellas.

-¿Ya has notado esto con anterioridad?

-Lo único que he notado es que has echado a perder a tus hijos más que la mayoría. Y ahora los has degradado de algún modo. ¿De qué modo?

-No les dejé que fueran a Nueva York.

-¿Y qué más?

-He quitado algunos de los aparatos de la casa y los amenacé, hace un mes, con cerrar el cuarto de jugar como no hicieran los deberes del colegio. Lo tuve cerrado unos cuantos días para que aprendieran.

-Vaya, vaya.

-¿Significa algo eso?

-Todo. Donde antes tenían a un Papá Noel, ahora tienen a un ogro. Los niños prefieren a Papá Noel. Dejaste que esta casa los reemplazara a ti y a tu mujer en el afecto de sus hijos. Esta habitación es su madre y su padre, y es mucho más importante en sus vidas que sus padres auténticos. Y ahora vas y la quieres cerrar. No me extraña que aquí haya odio. Se nota que brota del cielo. Se nota en ese sol. George, tienes que cambiar de vida. Lo mismo que otros muchos, la has construido en torno a las comodidades. Mañana te morirías de hambre si en la cocina funcionara algo mal. Deberías saber cascar un huevo. Sin embargo, desconéctalo todo. Empieza de nuevo. Llevará tiempo. Pero conseguiremos obtener unos niños buenos a partir de los malos dentro de un año, espera y verás.

-Pero ¿no será un choque excesivo para los niños cerrar la habitación bruscamente, para siempre?

-Lo que yo no quiero es que profundicen más en esto, eso es todo.

Los leones estaban terminando su festín rojo. Se mantenían al borde del claro observando a los dos hombres.

-Ahora estoy sintiendo que me persiguen -dijo McClean-. Salgamos de aquí. Nunca me gustaron estas malditas habitaciones. Me ponen nervioso.

-Los leones no son reales, ¿verdad? -dijo George Hadley-. Supongo que no habrá ningún modo de...

-¿De qué?

-... ¡De que se vuelvan reales!

-No, que yo sepa.

-¿Algún fallo en la maquinaria, una avería o algo?

-No.

Se dirigieron a la puerta.

-No creo que a la habitación le guste que la desconecten -dijo el padre.

-A nadie le gusta morir... Ni siquiera a una habitación.

-Me pregunto si me odia por querer desconectarla.

-La paranoia abunda por aquí hoy -dijo David McClean-. Puedes utilizar esto como pista. Mira -se agachó y recogió un pañuelo de cuello ensangrentado-. ¿Es tuyo?

-No -la cara de George Hadley estaba rígida-. Pertenece a Lydia. Fueron juntos a la caja de fusibles y quitaron el que desconectaba el cuarto de jugar.

Los dos niños estaban histéricos. Gritaban y pataleaban y tiraban cosas. Aullaban y sollozaban y soltaban tacos y daban saltos por encima de los muebles.

-¡No le puedes hacer eso al cuarto de jugar, no puedes!

-Vamos a ver, chicos.

Los niños se arrojaron en un sofá, llorando.

-George -dijo Lydia Hadley-, vuelve a conectarla, sólo unos momentos. No puedes ser tan brusco.

-No.

-No seas tan cruel.

-Lydia, está desconectada y seguirá desconectada. Y toda la maldita casa morirá dentro de poco. Cuanto más veo el lío que nos ha originado, más enfermo me pone. Llevamos contemplándonos nuestros ombligos electrónicos, mecánicos, demasiado tiempo. ¡Dios santo, cuánto necesitamos una ráfaga de aire puro!

Y se puso a recorrer la casa desconectando los relojes parlantes, los fogones, la calefacción, los limpiazapatos, los restregadores de cuerpo y las fregonas y los masajeadores y todos los demás aparatos a los que pudo echar mano. La casa estaba llena de cuerpos muertos, o eso parecía. Daba la sensación de un cementerio mecánico. Tan silenciosa. Ninguna de la oculta energía de los aparatos zumbaba a la espera de funcionar cuando apretaran un botón.

-¡No los dejes hacerlo! -gritó Peter al techo, como si hablara con la casa, con el cuarto de jugar-. No dejes que mi padre lo mate todo -se volvió hacia su padre-. ¡Te odio!

-Los insultos no te van a servir de nada.

-¡Quisiera que estuvieses muerto!

-Ya lo estamos, desde hace mucho. Ahora vamos a empezar a vivir de verdad. En lugar de que nos manejen y nos den masajes, vamos a vivir.

Wendy todavía seguía llorando y Peter se unió a ella.

-Sólo un momento, sólo un momento, sólo otro momento en el cuarto de jugar -gritaban.

-Oh, George -dijo la mujer-. No les hará daño.

-Muy bien... muy bien, siempre que se callen. Un minuto, ténganlo en cuenta, y luego desconectada para siempre.

-Papá, papá, papá -dijeron alegres los chicos, sonriendo con la cara llena de lágrimas.

-Y luego nos iremos de vacaciones. David McClean volverá dentro de media hora para ayudarnos a recoger las cosas y llevarnos al aeropuerto. Me voy a vestir. Conecta la habitación durante un minuto. Lydia, sólo un minuto, tenlo en cuenta.

Y los tres se pusieron a parlotear mientras él dejaba que el tubo de aire le aspirara al piso de arriba y empezaba a vestirse por sí mismo. Un minuto después, apareció Lydia.

-Me sentiré muy contenta cuando nos vayamos -dijo suspirando.

-¿Los has dejado en el cuarto?

-También yo me quería vestir. Oh, esa espantosa África. ¿Qué le pueden encontrar?

-Bueno, dentro de cinco minutos y pico estaremos camino de Iowa. Señor, ¿cómo se nos ocurrió tener esta casa? ¿Qué nos impulsó a comprar una pesadilla?

-El orgullo, el dinero, la estupidez.

-Creo que será mejor que baje antes de que esos chicos vuelvan a entusiasmarse con esas malditas fieras.

Precisamente entonces oyeron que llamaban los niños.

-Papá, mamá, vengan enseguida... ¡enseguida!

Bajaron al otro piso por el tubo de aire y atravesaron corriendo el vestíbulo. Los niños no estaban a la vista.

-¿Wendy? ¡Peter!

Corrieron al cuarto de jugar. En la sabana africana no había nadie a no ser los leones, que los miraban.

-¿Peter, Wendy?

La puerta se cerró dando un portazo.

-¡Wendy, Peter!

George Hadley y su mujer dieron la vuelta y corrieron a la puerta.

-¡Abran esta puerta! -gritó George Hadley, tratando de hacer girar el picaporte-. ¡Han cerrado por fuera! ¡Peter! -golpeó la puerta-. ¡Abran!

Oyó la voz de Peter afuera, pegada a la puerta.

-No los dejen desconectar la habitación y la casa -estaba diciendo.

George Hadley y su mujer daban golpes en la puerta.

-No sean absurdos, chicos. Es hora de irse. El señor McClean llegará en un momento y...

Y entonces oyeron los sonidos.

Los leones los rodeaban por tres lados. Avanzaban por la hierba amarilla de la sabana, olisqueando y rugiendo.

Los leones.

George Hadley miró a su mujer y los dos se dieron la vuelta y volvieron a mirar a las fieras que avanzaban lentamente, encogiéndose, con el rabo tieso. George Hadley y su mujer gritaron.

Y de repente se dieron cuenta del motivo por el que aquellos gritos anteriores les habían sonado tan conocidos.


5

-Muy bien, aquí estoy -dijo David McClean a la puerta del cuarto de jugar-. Oh, hola -miró fijamente a los niños, que estaban sentados en el centro del claro merendando. Más allá de ellos estaban la charca y la sabana amarilla; por encima había un sol abrasador. Empezó a sudar-. ¿Dónde están sus padres?

Los niños alzaron la vista y sonrieron.

-Oh, estarán aquí enseguida.

-Bien, porque nos tenemos que ir -a lo lejos, McClean distinguió a los leones peleándose. Luego vio cómo se tranquilizaban y se ponían a comer en silencio, a la sombra de los árboles.

Lo observó con la mano encima de los ojos entrecerrados.

Ahora los leones habían terminado de comer. Se acercaron a la charca para beber.

Una sombra parpadeó por encima de la ardiente cara de McClean. Parpadearon muchas sombras. Los buitres bajaban del cielo abrasador.

-¿Una taza de té? -preguntó Wendy en medio del silencio.

viernes, 7 de mayo de 2010

Conducta en los velorios

No vamos por el anís, ni porque hay que ir. Ya se habrá sospechado: vamos porque no podemos soportar las formas más solapadas de la hipocresía. Mi prima segunda, la mayor, se encarga de cerciorarse de la índole del duelo, y si es de verdad, si se llora porque llorar es lo único que les queda a esos hombres y a esas mujeres entre el olor a nardos y a café, entonces nos quedamos en casa y los acompañamos desde lejos. A lo sumo mi madre va un rato y saluda en nombre de la familia; no nos gusta interponer insolentemente nuestra vida ajena a ese dialogo con la sombra. Pero si de la pausada investigación de mi prima surge la sospecha de que en un patio cubierto o en la sala se han armado los trípodes del camelo, entonces la familia se pone sus mejores trajes, espera a que el velorio este a punto, y se va presentando de a poco pero implacablemente.

En Pacífico las cosas ocurren casi siempre en un patio con macetas y música de radio. Para estas ocasiones los vecinos condescienden a apagar las radios, y quedan solamente los jazmines y los parientes, alternándose contra las paredes. Llegamos de a uno o de a dos, saludamos a los deudos, a quienes se reconoce fácilmente porque lloran apenas ven entrar a alguien, y vamos a inclinarnos ante el difunto, escoltados por algún pariente cercano. Una o dos horas después toda la familia esta en la casa mortuoria, pero aunque los vecinos nos conocen bien, procedemos como si cada uno hubiera venido por su cuenta y apenas hablamos entre nosotros. Un método preciso ordena nuestros actos, escoge los interlocutores con quienes se departe en la cocina, bajo el naranjo, en los dormitorios, en el zaguan, y de cuando en cuando se sale a fumar al patio o a la calle, o se da una vuelta a la manzana para ventilar opiniones políticas y deportivas. No nos lleva demasiado tiempo sondear los sentimientos de los deudos más inmediatos, los vasitos de caña, el mate dulce y los Particulares livianos son el puente confidencial; antes de media noche estamos seguros, podemos actuar sin remordimientos. Por lo común mi hermana la menor se encarga de la primera escaramuza; diestramente ubicada a los pies del ataúd, se tapa los ojos con un pañuelo violeta y empieza a llorar, primero en silencio, empapando el pañuelo a un punto increíble, después con hipos y jadeos, y finalmente le acomete un ataque terrible de llanto que obliga a las vecinas a llevarla a la cama preparada para esas emergencias, darle a oler agua de azahar y consolarla, mientras otras vecinas se ocupan de los parientes cercanos bruscamente contagiados por la crisis. Durante un rato hay un amontonamiento de gente en la puerta de la capilla ardiente, preguntas y noticias en voz baja, encogimientos de hombros por parte de los vecinos. Agotados por un esfuerzo en que han debido emplearse a fondo, los deudos amenguan en sus manifestaciones, y en ese mismo momento mis tres primas segundas se largan a llorar sin afectación, sin gritos, pero tan conmovedoramente que los parientes y vecinos sienten la emulación, comprenden que no es posible quedarse así descansando mientras extraños de la otra cuadra se afligen de tal manera, y otra vez se suman a la deploración general, otra vez hay que hacer sitio en las camas, apantallar a señoras ancianas, aflojar el cinturón a viejitos convulsionados. Mis hermanos y yo esperamos por lo regular este momento para entrar en la sala mortuoria y ubicarnos junto al ataúd. Por extraño que parezca estamos realmente afligidos, jamás podemos oír llorar a nuestras hermanas sin que una congoja infinita nos llene el pecho y nos recuerde cosas de la infancia, unos campos cerca de Villa Albertina, un tranvía que chirriaba al tomar la curva en la calle General Rodríguez, en Bánfield, cosas asi, siempre tan tristes. Nos basta ver las manos cruzadas del difunto para que el llanto nos arrase de golpe, nos obligue a taparnos la cara avergonzados, y somos cinco hombres que lloran de verdad en el velorio, mientras los deudos juntan desesperadamente el aliento para igualarnos, sintiendo que cueste lo que cueste deben demostrar que el velorio es el de ellos, que solamente ellos tienen derecho a llorar así en esa casa. Pero son pocos, y mienten (eso lo sabemos por mi prima segunda la mayor, y nos da fuerzas). En vano acumulan los hipos y los desmayos, inutilmente los vecinos más solidarios los apoyan con sus consuelos y sus reflexiones, llevándolos y trayéndolos para que descansen y se reincorporen a la lucha. Mis padres y mi tío el mayor nos reemplazan ahora, hay algo que impone respeto en el dolor de estos ancianos que han venido desde la calle Humboldt, cinco cuadras contando desde la esquina, para velar al finado.

Los vecinos más coherentes empiezan a perder pie, dejan caer a los deudos, se van a la cocina a beber grapa y a comentar; algunos parientes, extenuados por una hora y media de llanto sostenido, duermen estertorosamente. Nosotros nos relevamos en orden, aunque sin dar la impresión de nada preparado; antes de las seis de la mañana somos los dueños indiscutidos del velorio, la mayoria de los vecinos se han ido a dormir a sus casas, los parientes yacen en diferentes posturas y grados de agotagamiento, el alba nace en el patio. A esa hora mis tías organizan enérgicos refrigerios en la cocina, bebemos café hirviendo, nos miramos brillantemente al cruzarnos en el zaguán o los dormitorios; tenemos algo de hormigas yendo y viniendo, frotándose las antenas al pasar. Cuando llega el coche fúnebre las disposiciones estan tomadas, mis hermanas llevan a los parientes a despedirse del finado antes del cierre del ataúd, los sostienen y confortan mientras mis primas y mis hermanos se van adelantando hasta desalojarlos, abreviar el ultimo adiós y quedarse solos junto al muerto. Rendidos, extraviados, comprendiendo vagamente pero incapaces de reaccionar, los deudos se dejan llevar y traer, beben cualquier cosa que se les acerca a los labios, y responden con vagas protestas inconsistentes a las cariñosas solicitudes de mis primas y mis hermanas.

Cuando es hora de partir y la casa está llena de parientes y amigos, una organización invisible pero sin brechas decide cada movimiento, el director de la funeraria acata las órdenes de mi padre, la remoción del ataúd se hace de acuerdo con las indicaciones de mi tío el mayor. Alguna que otra vez los parientes llegados a último momento adelantan una reivindicación destemplada; los vecinos, convencidos ya de que todo es como debe ser, los miran escandalizados y los obligan a callarse. En el coche de duelo se instalan mis padres y mis tíos, mis hermanos suben al segundo, y mis primas condescienden a aceptar a alguno de los deudos en el tercero, donde se ubican envueltas en grandes pañoletas negras y moradas. El resto sube donde puede, y hay parientes que se ven precisados a llamar un taxi. Y si algunos, refrescados por el aire matinal y el largo trayecto, traman una reconquista en la necrópolis, amargo es su desengaño. Apenas llega el cajón al peristilo, mis hermanos rodean al orador designado por la familia o los amigos del difunto, y fácilmente reconocible por su cara de circunstancias y el rollito que le abulta el bolsillo del saco.

Estrechándole las manos, le empapan las solapas con sus lágrimas, lo palmean con un blando sonido de tapioca, y el orador no puede impedir que mi tío el menor suba a la tribuna y abra los discursos con una oración que es siempre un modelo de verdad y discreción. Dura tres minutos, se refiere exclusivamente al difunto, acota sus virtudes y da cuenta de sus defectos, sin quitar humanidad a nada de lo que dice; está profundamente emocionado, y a veces le cuesta terminar. Apenas ha bajado, mi hermano el mayor ocupa la tribuna y se encarga del panegírico en nombre del vecindario, mientras el vecino designado a tal efecto trata de abrirse paso entre mis primas y hermanas que lloran colgadas de su chaleco. Un gesto afable pero imperioso de mi padre moviliza al personal de la funeraria; dulcemente empieza a rodar el catafalco, y los oradores oficiales se quedan al pie de la tribuna, mirándose y estrujando los discursos en sus manos húmedas. Por lo regular no nos molestamos en acompañar al difunto hasta la bóveda o sepultura, sino que damos media vuelta y salimos todos juntos, comentando las incidencias del velorio. Desde lejos vemos cómo los parientes corren desesperadamente para agarrar alguno de los cordones del ataúd y se pelean con los vecinos que entre tanto se han posesionado de los cordones y prefieren llevarlos ellos a que los lleven los parientes.

jueves, 6 de mayo de 2010

Los posatigres

Mucho antes de llevar nuestra idea a la práctica sabíamos que el posado de los tigres planteaba un doble problema, sentimental y moral. El primero no se refería tanto al posado como al tigre mismo, en la medida en que a estos felinos no les agrada que los posen y acuden a todas sus energías, que son enormes, para resistirse. ¿Cabía en esas circunstancias arrostrar la idiosincrasia de dichos animales? Pero la pregunta nos trasladaba al plano moral, donde toda acción puede ser causa o efecto de esplendor o de infamia. De noche, en nuestra casita de la calle Humboldt, meditábamos frente a los tazones de arroz con leche, olvidados de rociarlos con canela y azúcar. No estábamos verdaderamente seguros de poder posar un tigre, y nos dolía.

Se decidió por último que posaríamos uno, al solo efecto de ver jugar el mecanismo en toda su complejidad, y que más tarde evaluaríamos los resultados. No hablaré aquí de la obtención del primer tigre: fue un trabajo sutil y penoso, un correr por consulados y droguerías, una complicada urdimbre de billetes, cartas por avión y trabajo de diccionario. Una noche mis primos llegaron cubiertos de tintura de yodo: era el éxito. Bebimos tanto nebiolo que mi hermana la menor acabó destendiendo la mesa con el rastrillo. En esa época éramos más jóvenes.

Ahora que el experimento ha dado los resultados que conocemos, puedo facilitar detalles del posado. Quizá lo más difícil sea todo lo que se refiere al ambiente, pues se requiere una habitación con el mínimo de muebles, cosa rara en la calle Humboldt. En el centro se coloca el dispositivo: dos tablones cruzados, un juego de varillas elásticas y algunas jarras de barro con leche y agua. Posar el tigre no es demasiado difícil, aunque puede ocurrir que la operación fracase y haya que repetirla; la verdadera dificultad empieza en el momento en que ya posado, el tigre recobra la libertad y opta -de múltiples maneras posibles- por ejercitarla. En esta etapa, que llamaré intermedia, las reacciones de mi familia son fundamentales; todo depende de cómo se conduzcan mis hermanas, de la habilidad con que mi padre vuelva a posar el tigre, utilizándolo al máximo como un alfarero su arcilla. La menor falla sería la catástrofe, los fusibles quemados, la leche por el suelo, el horror de unos ojos fosforescentes rayando las tinieblas, los chorros tibios a cada zarpazo; me resisto a imaginarlo siquiera, puesto que hasta ahora hemos posado el tigre sin consecuencias peligrosas. Tanto el dispositivo como las diferentes funciones que debemos desempeñar todos, desde el tigre hasta mis primos segundos, parecen eficaces y se articulan armoniosamente. Para nosotros el hecho en sí de posar el tigre no es importante, sino que la ceremonia se cumpla hasta el final sin transgresión. Es preciso que el tigre acepte ser posado, o que lo sea de manera tal que su aceptación o su rechazo carezcan de importancia. En los instantes que uno sentiría la tentación de llamar cruciales -quizá por los dos tablones, quizá por mero lugar común-, la familia se siente poseída de una exaltación extraordinaria; mi madre no disimula las lágrimas y mis primas carnales tejen y destejen convulsivamente los dedos. Posar el tigre tiene algo de total encuentro, de alineación frente a un absoluto; el equilibrio depende de tan poco y lo pagamos a un precio tan alto, que los breves instantes que siguen al posado y que deciden de su perfección nos arrebatan como de nosotros mismos, arrasan con la tigredad y la humanidad en un solo movimiento inmóvil que es vértigo, pausa y arribo. No hay tigre, no hay familia, no hay posado. Imposible saber lo que hay: un temblor que no es de esta carne, un tiempo central, una columna de contacto. Y después salimos todos al patio cubierto, y nuestras tías traen la sopa como si algo cantara, como si fuéramos a un bautismo.

miércoles, 5 de mayo de 2010

La vereda alta

Si yo hubiera tenido padre y madre, todo habría sido diferente. Pero mi familia era una abuela materna, y una abuela materna no alcanza para nada. Además, a ésta le faltaban casi todos los dientes y siempre, cuando hablaba, uno creía que iba a escupir el último. Es probable que su odio hacia mí haya empezado en eso. Ella se daba cuenta de lo mal que me impresionaban sus encias inermes y balbucientes. Pero yo no podía evitarlo, así como ella no evitaba el odio.

Sin embargo, en un pueblo como éste, que nunca había sido demasiado benigno, constituíamos un binomio abuela-nieto de tal ejemplaridad que las madres lo señalaban a sus hijos y a sus propias madres para estimular a unos y a otras al mutuo entendimiento.

Era en verdad conmovedor vernos salir por la tarde, a la abuela y a mí, mi mano en su mano, sonrientes y simpáticos, deteniéndonos en la plaza para saludar al zapatero que hablaba de crímenes mientras remendaba, y también en la farmacia para que el boticario me llenara el bolsillo derecho con caramelos de miel o de menta. Era conmovedor escuchar a la abuela preguntándome si quería dar una vuelta en el único autobús de la localidad, para brindarme así el placer de contemplar la chiva que estaba siempre, aburrida y soñolienta, un poco antes de la última curva. Y era conmovedor escucharme decir que no, que hoy no tenía ganas, cuando en realidad todos sabían que yo me sacrificaba para que ella economizara diez centésimos.

Entonces la abuela sonreía comprensiva, comprensiva y sin dentadura, y me invitaba a ir hasta la vereda alta. A esto ya no me negaba, porque no costaba dinero y el sacrificio hubiera sido ridículo y además porque la vereda alta era mi mejor experiencia de ese entonces.

La vereda alta estaba cerca del molino. Sé que tenía un borde de ladrillos muy rojos y que estaba como dos metros por encima de la calle de barro. Cuando los días sin lluvia se prolongaban demasiado, la calle de barro era entonces de polvo y mi abuela no me quería llevar porque el polvo se le metía en las orejas. A mí se me metía en las narices, pero eso lo arreglaba yo con un par de estornudas.

Todavía hoy no comprendo bien el atractivo sin muchas razones que esa vereda tenía para mí. Recuerdo que allá abajo, en el barro, cuatro o cinco muchachos aprendían a no tenerse piedad y se tiraban con lo que encontraban más a mano, ya fuera un cascote o un aro de barríca. Cierta vez uno de éstos suspendió su vuelo en el moño de mi abuela y luego de vacilar un poco, se decidió a caer sobre ella, quedando humildemente a sus pies luego de brindarle una serie de abrazos rápidos y estertorosos. Yo reí en cuanto me dejó libre la sorpresa, y los muchachos de abajo también rieron y por un rato no se pelearon más.

Cuando pasaba una cosa así, mi abuela castigaba en mí la travesura ajena y yo me quedaba sin vereda por un par de días. Esa vez sucedió lo mismo. Fue entonces cuando inauguré oficialmente mis meditaciones. Ya antes de eso las había tenido,, pero simplemente como aficionado. Frecuentemente había pensado en mi oficio de huérfano y en las venta'as y desventajas que me acarreaba el ejercerlo. Yo no lo había elegido, estaba claro, pero tampoco lo comprendía del todo. No obstante, cuando me decidí a meditar en serio, tuve que elegir un tema de mayor enjundia y con suficiente material de dudas como para llenar las horas sin vereda.

Así, pues, cuando terminaba mi composición sobre tema libre (las moscas, mi rodilla, la bocina), yo me sentaba frente al gallinero a comer galleta y a pensar en la muerte. Ése sí era un tema, tan grande que no cabía en las composiciones, tan fuerte que me dejaba siempre un poco pálido. Yo cerraba los ojos. También el día cerraba los suyos y el gallinero se quedaba en paz. Entonces se podía meditar. Como el tema era la muerte, era preciso ante todo llegar a concebirla. Para concebirla, nada mejor que no pensar en nada. No pensando en nada, llegaría a no ser, que era la muerte. Era evidente. Así, al menos, lo creía. Pero cuando me parecía estar alcanzando el vacío completo, la total desaparición de mí mismo, hallaba que, finalmente, estaba pensando en no pensar. Y aunque fuese nada mi único pensamiento, por eso solo ya resultaba todo. Claro que esto es únicamente la traducción aproximada de aquella suerte de dialecto infantil en que entonces me llegaban las sensaciones. Pero en esencia, no era mucho más que eso.

Fue después de la novena o décima meditación que me convencí de dos cosas bastante importantes. La primera, que no poclía existir la muerte como nada total y absoluta. La segunda, que la única forma de saberlo era morirse. En realidad, yo pensaba que esto era un negocio redondo, porque si me moría y después resultaba que no había Nada, poco me importaba perder contra mí mismo y no estaría, por otra parte, en condiciones de lamentarlo; si, por el contrario, había Algo, no sólo ganaba sino que sabría. Y esto me resultaba más importante que todos los otros argumentos. Sabría. Yo era mucho más curioso que cobarde. Por lo tanto, decidí morir a corto plazo.

Una noche mi abuela me besó con su baba de costumbre y como esta vez yo me porté bien y no me limpié el beso con la manga, me anunció que a la mañana siguiente iríamos de nuevo a la vereda alta. Yo estaba decidido a morir y un paseo más o menos era muy poco para conmover a quien iba a emprender el más largo ---o el más corto, ya se vería- de todos los viajes. Sin embargo, en ese momento se me ocurrió que no estaría mal aprovechar la vereda. Después de todo, era lo que más quería, más aún que un disco que había sido de mi padre y en el cual serruchaban la Barcarola de Offenbach, más aún que una ca'a de soldados de plomo sin pintar, a quienes hacía desfilar en la cocina y cuya monotonía me volvió finalmente antimilitarista.

Al otro día me desperté temprano. Lo miré todo sin melancolía. Una muerte experimental no era para llorar ni para despedirse. Antes de salir, me di el gusto de hacer la composición sobre el tema La abuela.

Salimos a las diez. Pacientemente aguanté la visita al zapatero y hasta chupé un caramelo de los usuales en lo del boticario. Así el buen hombre tendría motivo para decir después: « ¡Pensar que el pobrecito se fue hoy chupando una de mis golosinas! »

La vereda alta estaba más linda que de costumbre. Como había llovido la noche anterior, el barro estaba fresco y los ladrillos rozagantes. Los muchachos de siempre jugaban abajo a la guerra de siempre. Un aro de barrica cortó el aire y aunque a mi abuela se le estremeció el moño, cayó muy lejos de nosotros.

Sin que yo se lo pidiera, ella soltó mi mano. Yo di algunos pasos preparatorios. Miré hacia abajo y me extrañé de no sentir vértigo. Después de varias miradas prolijas, elegí la piedra sobre la que pensaba caer de cabeza.

Mi abuela estaba mascullando un no sé qué aviso, cuando yo simulé un paso en falso y me tiré. Un látigo de imágenes azotó mis ojos y enseguida sentí un dolor tremendamente intenso.

Naturalmente, todo quedó en una pierna rota y un arañazo de ladrillo. Pero en aquel momento yo creía que estaba muerto. Que la muerte era algo. Que ese Algo era espantoso. Y que desde la altísima vereda hasta esa muerte mía de dolor y de barro, el odio de mi abuela llegaba en bofetadas.

martes, 4 de mayo de 2010

Puntero izquierdo

A Carlos Real de Azúa

Vos sabés las que se arman en cualquier cancha más allá de Propios. Y si no acordate del campito del Astral, donde mataron a la vieja Ulpiana. Los años que estuvo hinchándola desde el alambrado y, la fatalidad, justo esa tarde, no pudo disparar por la uña encarnada. Y si no acordate de aquella canchita de mala muerte, creo que la del Torricelli, donde le movieron el esqueleto al pobre Cabeza, un negro de mano armada, puro pamento, que ese día le dio la j.oca de escupir cuando ellos pasaban con la bandera. Y si no acordate de los menores de Cuchilla Grande, que mandaron al nosocomio al back del Catamarca, y todo porque le habían hecho al capitán de ellos la mejor i . ugada recia de la tarde. No es que me arrepienta, ¿sabés? de estar aquí en el hospital, se lo podés decir con todas las letras a la barra del Wilson. Pero para poder jugar más allá de Propios hay que tenerlas bien puestas. ¿O qué te parece haber ganado aquella final contra el Corrales, jugando nada menos que nueve contra once? Hace ya dos años y me parece ver al Pampa, que todavía no había cometido el afane pero lo estaba germinando, correrse por la punta y escupir el centro, justo a los cuarenta y cuatro de la segunda etapa, y yo que la veo venir y la coloco tan al ángulo que el golerito no la pudo ni pellizcar y ahí quedó despatarrado, mandándose la parte porque los de Progreso le habían echado el ojo. ¿O qué te parece haber aguantado hasta el final en la cancha del Deportivo Yi, donde ellos tenían el juez, los línema y una hinchada piojosa que te escupía hasta en los minutos adicionados por suspensiones de juego, y eso cuando no entraban al fiel y te gritaban: ¡Yi! ¡Y¡! ¡Yi! como si estuvieran llorando, pero refregándole de paso el puño por la trompa? Y uno haciéndose el etcétera porque si no te tapaban. Lo que yo digo es que así no podemos seguir. 0 somos amater o somos profesional. Y si somos profesional que vengan los fasules. Aquí no es el Estadio, con protección policial y con esos mamitas que se revuelcan en el área sin que nadie los toque. Aquí si te hacen un penal no te despertás hasta el jueves a más tardar. Lo que está bien. Pero no podés pretender que te maten y después ni se acuerden de vos. Yo sé que para todos estuve horrible y no preciso que me pongas esa cara de Rosigna y Moretti. Pero ni vos ni don Amílcar entienden ni entenderán nunca lo que pasa. Claro, para ustedes es fácil ver la cosa desde el alambrado. Pero hay que estar sobre el pastito, allí te olvidás de todo, de las instrucciones del entrenador y de lo que te paga algún mafloso. Te viene una cosa de adentro y tenés que llevar la redonda. Lo ves venir al jalva con su carita de rompehueso y sin embargo no podés dejársela. Tenés que pasarlo, tenés que pasarlo siempre, como si te estuvieran dirigiendo por control remoto. Si te digo que yo sabía que esto no iba a resultar, pero don Amílcar que empieza a inflar y todos los días a buscarme a la fábrica. Que yo era un puntero izquierdo de condiciones, que era una lástima que ganara tan poco, y que cuando perdiéramos la final él me iba arreglar el pase para el Everton. Ahora vos calculá lo que representa un pase para el Everton, donde además de don Amílcar que después de todo no es más que un cafisho de putas pobres, está nada menos que el doctor Urrutia, que ése sí es Director de Ente Autónomo y ya colocó en Talleres al entreala de ellos. Especialmente por la vieja, sabés, otra seguridad, porque en la fábrica ya estoy viendo que en la próxima huelga me dejan con dos manos atrás y una adelante. Y era pensando en esto que fui al café Industria a hablar con don Amílcar. Te aseguro que me habló como un padre, pensando, claro, que yo no iba a aceptar. A mí me daba risa tanta delicadeza. Que si ganábamos nosotros iba a ascender un club demasiado díscolo, te juro que dijo díscolo, y eso no convenía a los sagrados intereses del deporte nacional. Que en cambio el Everton hacía dos años que ganaba el premio a la corrección deportiva y era justo que ascendiera otro escalón. En la duda, atenti, pensé para mi entretela. Entonces le dije el asunto es grave y el coso supo con quien trataba. Me miró que parecía una lupa y yo le aguanté a pie firme y le repetí que el asunto es grave. Ahí no tuvo más remedio que reírse y me hizo una bruta guiñada y que era una barbaridad que una inteligencia como yo trabajase a lo bestia en esa fábrica. Yo pensé te clavaste la foja y le hice una entradita sobre Urrutia y el Ente Autónomo. Después, para ponerlo nervioso, le dije que uno también tiene su condición social. Pero el hombre se dio cuenta que yo estaba blando y desembuchó las cifras. Graso error. Allí no más le saqué sesenta. El reglamento era éste: todos sabían que yo era el hombre gol, así que los pases vendrían a mí como un solo hombre. Yo tenía que eludir a dos o tres y tirar apenas desviado o pegar en la tierra y mandarme la parte de la bronca. El coso decía que nadie se iba a dar cuenta que yo corría pa los italianos. Dijo que también iban a tocar a Murias, porque era un tipo macanudo y no lo tomaba a mal. Le pregunté solapadarnente si también Murias iba a entrar en Talleres y me contestó que no, que ese puesto era diametralmente mío. Pero después en la cancha lo de Murias fue una vergüenza. El pardo no disimuló ni medio: se tiraba como una mula y siempre lo dejaban en el suelo. A los veintiocho minutos ya lo habían expulsado porque en un escrimaye le dio al entreala de ellos un codazo en el hígado. Yo veía de lejos tirándose de palo a palo al meyado Valverde que es de esos idiotas que rechazan muy pitucos cualquier oferta como la gente, y te juro por la vieja que es un amater de órdago, porque hasta la mujer, que es una milonguita, le mete los cuernos en todo sector. Pero la cosa es que el meyado se rompía y se le tiraba a los pies nada menos que a Bademian, ese armenio con patada de burro que hace tres años casi mata de un tiro libre al golero del Cardona. Y pasa que te contaglás y sentís algo dentro y empezás a eludir y seguís haciendo dribles en la línea del córner como cualquier mandrake y no puede ser que con dos hombres menos (porque al Tito también lo echaron, pero por bruto) nos perdiéramos el ascenso. Dos o tres veces me la dejé quitar, pero, ¿sabés?, me daba un dolor bárbaro porque el jalva que me marcaba era más malo que tomar agua sudando y los otros iban a pensar que yo había disminuido mi estándar de juego, Allí el entrenador me ordenó que jugara atrasado para ayudar a la defensa y yo pensé que eso me venía al trome porque jugando atrás ya no era el hombre-gol y no se notaría tanto si tiraba como la mona. Así y todo me mandé dos boleos que pasaron arañando el palo y estaba quedando bien con todos. Pero cuando me corrí y se la pasé al ñato Silveira para que entrara él y ese tarado me la pasó de nuevo, a mí que estaba solo, no tuve más remedio que pegar en la tierra porque si no iba a ser muy bravo no meter el gol. Entonces mientras yo hacía que me arreglaba los zapatos el entrenador me gritó a lo Tittarufo: «¿Qué tenés en la cabeza? ¿Moco?» Esto, te juro, me tocó aquí adentro, porque yo no tengo moco y si no preguntale a don Amílcar, él siempre dijo que soy un puntero inteligente porque juego con la cabeza levantada. Entonces ya no vi más, se me subió la calabresa y le quise demostrar al coso ése que cuando quiero sé mover la guinda y me saqué de encima a cuatro o cinco y cuando estuve solo frente al golero le mandé un zapatillazo que te lo vogliodire y el tipo quedó haciendo sapitos pero exclusivamente a cuatro patas. Miré hacia el entrenador y lo encontré sonriente como aviso de R'der y recién entonces me di cuenta que me había enterrado hasta el ovario. Los otros me abrazaban y gritaban: «¡Pa los contras! », y yo no quería d'rigir la visual hacia donde estaba don Amílcar con el doctor Urrutia, o sea justo en la banderita de mi córner, pero en seguida empezó a ¡legarme un kilo de putiadas, en las que reconocí el tono mezzosoprano del delegado y la ronquera con bíter de mi fuente de recursos. Allí el partido se volvió de trámite intenso porque entró la hinchada de ellos y le llenaron la cara de dedos a más de cuatro. A mí no me tocaron porque me reservaban de postre. Después quise recuperar puntos y pasé a colaborar con la defensa, pero no marcaba a nadie y me pasaban otro. Dificil, dijo Cañete. 1, enfermera que me trata como al rey Farú y que tiene como ya lo habrás jalviado, su bruta plataforma electoral, dice que tengo para un semestre. Por ahora no está mal, porque ella me sube aúpa para lavarme ciertas ocasiones y yo voy disfrutando con vistas al futuro. Pero la cosa va a ser después; el período de pases ya se acaba, sintetizando, que estoy colgado. En la fábrica ya le dijeron a la vieja que ni sueñe que me vayan a esperar. Así que no tendré más remedio que bajar el cogote y apersonarme con ese chitrulo de Urrutia, a ver si me da el puesto en Talleres como me había prometido.
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