jueves, 17 de noviembre de 2011

El ángel bueno 3

Vino el que yo quería,
el que yo llamaba.

No aquel que barre cielos sin defensas,
luceros sin cabañas,
lunas sin patria,
nieves.
Nieves de esas caídas de una mano,
un nombre,
un sueño,
una frente.

No aquel que a sus cabellos
ató la muerte.

El que yo quería.
Sin arañar los aires,
sin herir hojas ni mover cristales.

Aquel que a sus cabellos
ató el silencio.

Para, sin lastimarme,
cavar una ribera de luz, dulce en mi pecho,
y hacerme el alma navegable.

El ángel bueno 2

Dentro del pecho se abren
corredores anchos, largos,
que sorben todas las mares.

Vidrieras,
que alumbran todas las calles.

Miradores,
que acercan todas las torres.
Ciudades deshabitadas
se pueblan, de pronto. Trenes
descarrilados, unidos
marchan.

Naufragios antiguos flotan.
La luz moja el pie en el agua.

¡Campanas!

Gira más de prisa el aire.
El mundo, con ser el mundo,
en la mano de un niña cabe.

¡Campanas!

Una carta del cielo bajó un ángel.

El ángel bueno

Un año, ya dormido,
alguien que no esperaba
se paró en mi ventana.

¡Levántate! Y mis ojos
vieron plumas y espadas.

Atrás montes y mares,
nubes, picos y alas,
los ocasos, las albas.

‹¡Mírala ahí! Su sueño,
pendiente de la nada.

¡Oh anhelo, fijo mármol,
fija luz, fijas aguas
movibles de mi alma!

Alguien dijo: ¡Levántate!
Y me encontré en tu estancia.

domingo, 13 de noviembre de 2011

Espérame en el día del santo fundador

Año 1831
El capitán Joaquín de la Torre era un mozo apuesto, moreno y audaz, seductor 
de ingenuas y amigo de meterse en problemas. Nadie dudaba de su valor en batalla, y
los negros lo creían capiango, uno de aquellos soldados  - tigre que acompañaban en sus 
correrías al General Quiroga. 
Además de su carácter violento, Joaquín era puntilloso en el cumplimiento de
sus promesas, y le había hecho una a su prima, Inés de Quirós, a quien pretendía más 
allá de lo cuerdo. 
Todos aquellos años, mientras guerreaba, comía charqui agusanado y lo vencía
el cansancio de interminables cabalgatas, había resistido por el tenaz pensamiento de
volver a Córdoba con algún grado más en el ejército para casarse con ella. La madre de 
Inés, que lo detestaba, ya no podría impedirlo, pues había muerto tiempo atrás. 
Pero cuando entró en Córdoba, acompañando a las fuerzas de ocupación del
general Echagüe, después que bolearon al general Paz en Calchín, se encontró con que 
Inés llevaba algún tiempo de casada. 
Fue desconcertante en principio, y luego se le volvió insoportable, encontrarla
casada, y además, rota aquella relación que los unía desde niños, cuando ella, con su
expresión de ángel, mentía por él y lo protegía aún sabiendo que la castigarían. Ahora lo 
eludía de todas formas, se negaba a escucharlo y estaba cercada por una suegra
inclaudicable en su empeño de proteger a su hijo y a su nuera de aquel loco: él.Entre las virtudes de Joaquín no estaban la paciencia y menos aún la
consideración, y pronto lo que había sido proyecto, se le volvió despecho, así que un
domingo, fuera de sí, se había presentado a la salida de Misa Mayor y delante de todos, 
había jurado a su prima: “En el día del Santo Patrono, esté donde esté, vendré a
buscarte.”
Por eso, en San Jerónimo, cuando lo despertó la primera campanada de las
completas, se enderezó, atontado de sueño y de cansancio y se ordenó ponerse de pie 
recordando que era la fiesta del Santo. Le costó comprender dónde se hallaba, hasta que 
el olor a asado, las zafadurías y las risas de los soldados, amén las órdenes que repartían 
a destajo los oficiales santafesinos, le hizo saber que estaba en el campamento que
habían levantado más allá del Pueblito. 
Luego de sacudirse la chaquetilla y los pantalones, y pasarse los dedos por el
pelo alborotado, echó un vistazo a su alrededor y comenzó a atravesar el terreno por la 
parte más oscura de la  noche: la orilla bordeada de árboles que mantenían sus sombras 
en movimiento, facilitándole la retirada.
Esquivando a la guardia, saltó la pirca y dejó atrás el acantonamiento, con sus
tiendas y corrales improvisados. No tomaría montura de ellos, temiendo que su mala
suerte le pusiera un oficial superior al paso, de los que tenían orden de vigilarlo para que 
no bajara a la ciudad, pues se le había ordenado dejar en paz a los Quirós. 
Un viento helado le sacudió la fatiga y caminó hasta la primera pulpería,  donde 
se apropió de un caballo, y con la tristeza de la sangre pesándole en los miembros,
costeó La Toma entre acequias y ranchos de indios. Sentía necesidad de bebidas y
emociones fuertes, pero el recuerdo de Inés lo obligó a emprender el galope que sólo 
menguó al entrar en las calles empedradas.
Una vez allí, esquivó borrachos, se descubrió ante unas beatas desveladas en
caridades, olisqueó los jazmines tras los tapiales y se condolió de un negro castigado,
acurrucado en un portal, adormecido de tristeza  por no haber podido acudir al jolgorio 
de los suyos. Oyó retazos de música, risas y rezos, amén del susurro de alguna pareja, 
en un baldío, dispuesta a engendrar, a pesar de la matanza, un mestizo, un mulato, un
cuarterón.
Las calles mejoraban y a treinta  metros de la casa de los Quirós, desmontó y ató 
firmemente las riendas al palenque de un vecino, pensando en tener el caballo a mano 
por si conseguía robarse a su prima.
Luego de olfatear la noche como un cazador nocturno, caminó por la vereda,
frente a la casa donde vivía Inés, distinguiendo por las ventanas de la sala al absurdo 
marido de su prima  - se decía que no eran las mujeres precisamente de su gusto  - y a la 
madre de éste - doña Jacoba -, que parecía un marimacho en tocado de viudas. 
Ambos muy en dueños de ganado ajeno, pensó con furia. 
 Caminando en un silencio cauteloso, se acercó a una casa que, contrario al resto 
de las de la cuadra, mantenía sus puertas y ventanas cerradas. Allí se disimuló en el
portal, embargado de una vaga inquietud, pero  sabiendo que la puerta no se abriría: el
crespón negro anunciaba que estaban de duelo, pero cerrados al velatorio. En aquellos 
tiempos de guerra, seguramente aún no les habían entregado el cuerpo. Nadie, por lo
tanto, saldría a importunarlo. Todas las diligencias se harían por la puerta de servicios.    
 En la oscuridad, Joaquín armó un cigarrillo mientras discurría el modo de llegar 
a Inés sin que lo detuvieran. El chispazo del yesquero le iluminó el rostro (hermoso,
cruel y algo pálido después del combate) y al levantar los ojos se sintió mareado: la
noche, sobre él, parecía atraerlo con el  movimiento de las constelaciones.
De pronto, por la ventana de los Quirós se oyó el sonido de una guitarra, y como 
una caricia, la voz de Inés entonó un cielito que  hablaba de amores desdeñados ycorazones impregnados de tristezas. Mientras cada nota lo traspasaba como un puñal,
apareció por la esquina una delegación de estudiantes del Monserrat, con togas, birretes 
y cencerros, además de un chifle de caña disimulado  entre las ropas. Entonaban
estribillos maliciosos y trepaban a las rejas solicitando “una contribución forzosa”, so
pena de airear los pecados de los remisos en caso de que no los complacieran.
Inés, reclamada por sus coplas y requiebros, se asomó a la reja, y por unos 
minutos el capitán pudo observar en ella esa inconsolable coquetería de las mujeres
virtuosas por decreto.
En el tumulto que provocó el tintineo de las monedas que ella les arrojó, Joaquín 
aplastó el cigarro con la bota, cruzó la calzada y se metió en el zaguán de su prima sin 
que Bartolo, el negro que vigilaba la entrada, pudiera nombrar a Cristo.
Ya dentro de la fortaleza, dejó el sombrero en el poyo, se acomodó el cuchillo a 
la cintura y se asomó, al reparo de la penumbra, a la sala iluminada. Y aunque de reojo 
distinguió en el patio del aljibe a un criado, que al verlo se santiguó mientras retrocedía 
hacia los fondos, no se inmutó.
En la sala, los dueños de casa ignoraban lo que los servidores ya sabían: que el
capitán estaba en el solar,  dispuesto a cumplir su malhadada promesa. Porque si en los 
círculos de “ilustrados” lo mentaban “piel de Judas y carne de horca”, descansaban en la 
certeza de que, entre el Obispo y el General habían de meterlo en cauce. 
Pero en los últimos patios de esas mismas moradas, los domésticos sabían que el 
capitán había jurado, con la mano donde correspondía, que por sus partes viriles
conseguiría el amor o tomaría la vida de su prima. Y entre la gente que come junto al
fuego, que duerme sobre el piso, que corta  el pan con la mano y mata la gallina sin usar 
el filo, aquello era mucho jurar. Eso, sin sumarle lo que ellos creían como artículo de fe 
y los señores rechazaban como superstición de ignorantes: que Joaquín era capiango
desde la batalla de La Tablada, por  haber “chupado” el ánima de un soldado  - tigre que 
expiró en sus brazos.
Por entonces Bartolo, que muy en prudente había dado la vuelta por los fondos, 
comunicó a quien quisiera escucharlo que había visto al capitán cerrar los dedos sobre la 
empuñadura del cuchillo, donde había hecho grabar unos días atrás: “En la Muerte serás 
Mía”.
 Joaquín, entre tanto, entró en la sala, donde tanto buen ciudadano se divertía
decorosamente entre murmullos importados, tintineo de copas y gemido de caireles.
Varios negros  con sus violines tocaban aires ligeros a los que conseguían dar un ritmo 
alegre e interminable, y los caballeros, de levita y lazo, se mantenían de pie mientras las 
damas, enjoyadas y escotadas, disimulaban la hendidura entre los senos con algún
ramillete  de jazmines o madreselvas. Las ancianas que acompañaban a doña Jacoba,
sobre el estrado, pespunteaban, con agujas de palabras, los próximos enlaces de sus
vástagos sin prestar atención a las jóvenes casadas, que se distinguían por una especie 
de melancolía  que flotaba entre la última enfermedad de sus niños, la preocupación de 
una nueva gravidez y la obsesión de algún galán disimulado que, en misa, la seguía con
los ojos.
Apartada de todas ellas, Joaquín distinguió a Inés, sentada ante la reja; se la veía 
muy bella, con sus hombros descubiertos y el peinado despejándole el perfil angélico,
envuelta en un remoto misterio, con la vista prendida en el crespón negro de la puerta de 
enfrente. ¿Quizás lo había vislumbrado entre las sombras? ¿Habría tenido una de
aquellas intuiciones que los unieran desde la niñez? Y, ¿qué pensaría aquella “virgen de 
vestir”? La envolvía un enigmático aire de abandono, como si estuviera en la Torre de 
Babel, ignorante de todos los idiomas que se hablaban a su alrededor.Con estas preguntas, Joaquín se dirigió hacia ella, atravesando la sala sin que
nadie se desmayara al verlo. Cuando ya estaba cerca de ella, Inés se volvió y dibujó una 
sonrisa en sus ojos del color de las algas que aparecen después de las crecidas. Y él, 
enternecido,  ignorando que aquella sonrisa no le estaba destinada - no había sido
reconocido por ella, pues no llevaba sus graciosos quevedos  -, quitó la mano del puñal y 
se le acercó sin apuro: no era cuestión de rendir sus banderas por una simple sonrisa...
Se detuvo frente a ella y se observaron. La mirada de la joven se trocó en
espanto y volvió el rostro hacia los invitados como pidiendo auxilio, pero nadie se fijaba 
en ellos. Sonriendo, Joaquín tendió la mano y sin acertar a resistirse, su prima le entregó 
la suya. Y con el intangible poder del varón en celo, rodeó la cintura de Inés
transmitiéndole una languidez helada.
Comenzaron a bailar, él guiándola hacia el zaguán, con la intención de ganar la 
calle, todo sin cruzar palabra; porque esa noche, se había jurado, o se la llevaba con él, o 
la mataba. Hubiera deseado hablarle - sabía que era uno de sus encantos aquella voz
suya, viril y persuasiva  - pero temió romper el hechizo que lo hacía a él invisible entre 
los invitados y a Inés, obediente. 
Sin poder contenerse, apoyó la barbilla sobre la frente de ella, deseando  aquel
cuerpo prohibido, hambriento de su virtud que, con el marido que le habían impuesto,  
aguardaba por un amor como el suyo. 
La joven bailaba, en tanto, como si no tuviera conciencia de sus cuerpos y él
imaginó la pagana belleza de su pelo, esa cabellera que delataba en ella una naturaleza 
más sensual que candorosa, derramándose sobre la almohada. Y perdido en aquella
ensoñación, anheló el lecho matrimonial en las noches de tormenta, el amoroso
adormecimiento del alba, los besos debidos al amor atestiguado ante dos firmas y una 
bendición; anheló especialmente dormir con ella sobre la misma sábana, y cruzar las
habitaciones como dueño y señor, encender las lámparas al atardecer, escuchar las voces 
familiares repitiendo el Santo Rosario y ayunar cuando ella lo ordenara. 
En el recuerdo, añoró las escapadas a la siesta, a mojarse en el arroyo que
cruzaba la vieja estancia de Salsipuedes, donde habían jugado, en lejanos veranos, con
sus primos, los Maldonado, los Ceballos, los Loza.
Volvió en sí cuando Inés le transmitió, seguramente sin quererlo, aquel dulce
abandono de la infancia, cuando él la sustraía del cuidado de la niñera para embarcarla 
en juegos peligrosos y sus madres terminaban inevitablemente riñendo. Y no supo por 
qué, en vez de besarla, apoyó la mejilla en la cabellera de ella, que olía a sándalo y no a 
incienso.
Afuera, en la noche de San Jerónimo, petardos, tambores, coplas y campanas
daban a la ciudad un aire festivo, haciéndole olvidar  las muertes y los agravios de
aquellos días de guerra.
En el segundo patio, una de las mulatas hizo llamar al marido de Inés y deslizó 
en su oído el secreto de la presencia del capitán; el estupor y la consternación
descompusieron el rostro del joven, que  ordenó a la muchacha fuera por un gendarme 
mientras él corría a conseguirse un arma.
Algunos invitados ya se despedían y Joaquín comprendió que la magia llegaba a 
su fin: desde el salón, alguien observaba, curioso, la penumbra del zaguán, donde él
había llevado a Inés.
Debía partir; el episodio, tan perfecto, no debía ser arruinado por escándalo
alguno. Sin soltar la mano de la joven se la llevó a los labios y la besó larga, tierna,
fervorosamente, sintiendo que a él se le humedecían los ojos y a ella se le encendía la 
piel.  Comenzó a retroceder hacia la salida, cada vez más pálido, cada vez más
desgarrado y en el momento en que sus dedos iban a separarse, Inés, con aquel
entendimiento que los unía desde niños, comprendió algo (que quizás no era lo que
Joaquín esperaba que comprendiese) y sus dedos se ciñeron a la muñeca de su primo, 
atrayéndolo hacia ella. Empinándose en sus zapatos de baile, apoyó la diestra sobre el
corazón de él y rozó los labios del capitán con los suyos, que ardían. Luego, asustada 
pero no arrepentida, retrocedió unos pasos.
Joaquín desfalleció y vio en los ojos de ella aquella expresión de quien conoce 
un secreto que el otro ignora y vislumbró un sentimiento profundo, teñido de una
desesperación tan reveladora, que se sintió morir. Y  bañado en aquel afecto, su egoísmo 
cedió y se dijo que debía irse para siempre y vivir el resto de su existencia con el
resplandor del beso concedido y no robado.  
De pronto, como perdido en una batalla, escuchó en su interior ayes, lamentos y 
suspiros de muerte y el oscuro conocimiento de las sombras le despertó una inútil
vehemencia en las venas...
En tanto, el invitado receloso se acercó al umbral de la sala, temiendo
encontrarse con el mismísimo Joaquín de la Torre quién, contrariando leyes sociales y
jurídicas, mandatos de generales y el poder de la Iglesia, hubiera recorrido las cientos de 
leguas que creía lo separaban de Córdoba y de Inés, para dar gusto a su perfidia. 
El buen señor, asustado pero sintiendo la inalienable debilidad de defender a la 
dama, señaló hacia la sombra de Joaquín como lanzando un vade retro: 
_Espere usted. ¿Quién le ha...?
Pero la sombra de Joaquín desapareció en las sombras de la calle y el comedido, 
al llegar junto a la joven, sorprendió tal infelicidad en su rostro, tal desmadejamiento en 
sus miembros, que dio un grito y la sostuvo a tiempo que aparecía Alejandro  –ya con 
sus pistolas- para recibir a su mujer en brazos.
_¿Era el maldito? _ preguntó, pero no era necesario que le respondieran pues el 
estado de Inés proclamaba la infamia.
Alejandro entregó aquel cuerpo sin fuerzas a su madre quien, asistida por otras 
matronas, la cargaron hasta el sillón mayor y allí la recostaron con frases susurradas y
cortas exclamaciones de indignación, rodeándola como un enjambre encargado de
protegerla.
El joven y sus amigos, entre tanto, recorrieron las calles, con pistolas y sables en 
la mano. Entraron a los templos por si se había guarecido en ellos, buscando la
inmunidad de  lo sagrado, interrogaron paseantes y zamarreando a negros bebidos que 
festejaban alegremente su día festivo. Y creyendo en lo que no creían, espiaron,
aterrados, las cumbreras de los techos, las copas de los árboles, esperando que desde allí 
el capiango saltara a devorarlos.
Largo rato después volvieron de la incursión y al entrar a la sala, encontraron a 
Inés reclinada sobre almohadones, sola en el sillón; con la excusa de sus ahogos, había 
conseguido alejar a las mujeres. Alejandro se acercó a interrogarla, pero no pudo
hacerlo: por primera vez desde que se conocían, intuyó el resignado afecto con que lo 
observó al levantar sus increíbles ojos. 
_¡Querida!_ murmuró y arrodillándose a su lado, incapaz de soportar la culpa de 
tenerla atada a él irremediablemente, la abrazó, le acarició el cuello y abrigó con su
levita los desnudos hombros de Inés, consciente de realizar un rito amoroso pero inútil.
La música había cesado y todos hablaban quedo. 
Afuera, frente a los arcos del cabildo, con la brisa de medianoche inquietando las 
acequias, una patrulla avanzaba al trote, hacia la cuadra de los Quirós; con la manoenguantada sosteniéndole el corazón que naufragaba en sinrazones, el oficial al mando
buscaba las palabras que debía pronunciar, sin encontrarlas en todo el Manual de
Protocolo que le venía a la memoria
En la casona aún iluminada, entre las infusiones que iban y venían y los licores 
hurtados al ojo de doña Jacoba, alguien los oyó llegar y se asomó a la reja.
_Debe haberse notado en el cuartel la escapada del capitán, pues una patrulla se 
ha detenido en la casa de su madre.
 _Esta vez lo fusilan. Echagüe no se anda en chiquitas_ dijo el que lo había
descubierto en el zaguán.
_No han de pillarlo_ dijo otro invitado. _Yo estaba aquí mismo cuando gritaste y 
por esa puerta no entró. No está en su casa.
Alejandro se acercó a la ventana, pero Inés continuó bebiendo su tisana con
reservada serenidad, sin padecer ni un sobresalto.
En los fuertes golpes del aldabón sobre la puerta – vivían frente a frente los
Quirós y los de la Torre – hubo como un tartamudeo del Destino.
El  miradero de la puerta se abrió y después del “¿Quién es?” de la criada, y a la 
contestación del oficial, se abrió una de las hojas con mucho ruido de cerrojo y apareció 
la madre de Joaquín, de luto y con el rosario en la mano, el rostro cubierto con una gasa 
negra.
_¿Qué quieren ahora? _ amonestó al edecán y señaló a los mirones que
balconeaban desde el frente. _¿Es que esos Quirós han vuelto a mentir que mi pobrecito 
Joaquín los anda molestando? ¿Es que no saben, con tanta jarana que llevan festejando 
al Santo, que estamos de duelo, y aún sin el cuerpo? ¿Ni en la tumba lo han de dejar en 
paz? ¡Mi hijo muerto y ellos de convite! _ sollozó la matrona.
_Señora_ se descubrió la cabeza el militar. _Lamento el trance por el que usted a 
pasado. Pero ha sucedido... un milagro, madam. Me disponía yo a traerle el cuerpo de su 
hijo, cuando el capitán de la Torre ha vuelto en sí, diciendo que el beso de la Virgen lo 
había arrancado del infierno. Viene hacia acá, señora, en la sopanda del general. He
querido adelantarme para hacérselo saber, pues temí que su corazón de madre no
resistiera la impresión.
En la barahúnda de desmayos y exclamaciones de espanto, Alejandro se volvió y
observó a Inés que seguía bebiendo de la taza en santo recogimiento. Y entonces
comprendió que el secreto de ella era doblemente secreto, pues en la sonrisa vagamente 
insinuada, en la mirada satisfecha de su esposa, supo él que ella sabía que el que se
había introducido en su casa era un espectro y que con el beso le había devuelto el
aliento.
Con la última negrura que precede al alba, Alejandro escapó de la tiranía de su
madre, mientras su intocada esposa dormía en paz   - quizás soñando los mismos sueños 
que, del otro lado de la calle, soñaba el capiango redimido- y con su más querido amigo 
galopó hasta reunirse con las huestes del general Lamadrid, que se aprestaba a cruzar el 
calvario de las salinas del oeste.
Mucho después, el amigo aquél les hizo saber que había muerto de extenuación
y frío, mientras intentaban cruzar la cordillera de los Andes para buscar refugio en
Chile. 
Transcurrido un tiempo prudencial  – avalado por el señor Obispo  -, libre ya Inés 
de su gentil marido y cerrando cancelas a Doña Jacoba, se unió la joven a su primo, con 
las debidas dispensas, y ni las beatas opusieron rima al desposorio ya que Joaquín
resucitado, dejó las armas y se volvió hacendado – duro oficio por aquellos años -, pagando diezmo a la Curia y regalías al Cabildo, sosteniendo, además, la Casa de
Huérfanas.
Decían que era de verlo, algo menos sombrío, pero siempre muy guapo, asistir a 
misa sin faltar un domingo, en erguida devoción hacia el Misericordioso y hacia la
mujer tan largamente amada y de la que por fin era – hay quien aseguró que
apasionadamente – amado. 
Los negros aseguraban, sin embargo, que  una vez al año, por San Jerónimo,
dormía un día entero para que el capiango que llevaba adentro vagara por las sombras 
invisibles buscando matar con una necesidad tan descarnada, que el Señor de los
Ejércitos le daba alivio en feroces combates con hombres  tan sanguinarios como él,
hombres que habían muerto en diversas lides, en infinitas reyertas, pero sin el beso de 
una virgen para redimirlos.


de “TÚ, QUE TE ESCONDES”
Edición Sudamericana, 2004.

ENTRAÑABLE PRESENCIA

Artículo publicado en la Voz del Interior, 12 de junio, 2005.

Es imposible pensar en la sociedad colonial sin la presencia de los negros. Estuvieron
ligados a los hogares más que a los campos, y figuraban en los documentos como “los
familiares”. Viajeros de distintas épocas dejaron testimonio del buen trato que se les
daba en Córdoba y en Mendoza, “donde morían atendidos como si fueran miembros de
la familia”, dice uno de ellos, y otro aclara: “Los que son crueles con sus esclavos son
mal vistos en esta sociedad”.
Quizá venga a cuento lo de los esclavos de los Reynafé, quienes, cuando se remataron
sus bienes, se compraron a sí mismos para regresar con la familia.
Fueron presencia constante en los “conventillos”, recibiendo allí, en las malas épocas,
asilo, comida y el aprendizaje de un oficio.
Eran alegres, dicharacheros, buenos reposteros, mejores músicos, excelentes luthiers,
dedicados pintores y tallistas. Algunos fueron enterrados dentro de nuestros templos,
lugar reservado a los hidalgos. Dejaron su sangre en la guerra de la Independencia y
durante los enfrentamientos civiles, el General Paz se lamentó que no se les
concedieran, por prejuicio, grados superiores en el ejército.
Leyendo testamentos y otros documentos, donde participan de legados y pensiones
vitalicias, a través de las palabras de sus amos y de las de ellos mismos, formé el mundo
de los esclavos o pardos de mis novelas

viernes, 4 de noviembre de 2011

Sobre la condesa sangrienta

El criminal no hace la belleza; él mismo es la auténtica belleza. Sartre.


La condesa sangrienta de Alejandra Pizarnik está basada en Erzébet Bathory: La comtesse Sanglante, de Valentine Penrose (París, 1963), que relata la tortura y asesinato de más de 600 muchachas por la Condesa Bathory.

La condesa Bathory nació en 1650 en Transilvania, en una de las familias muy rica e influyente. Recibió una cuidada educación, especialmente para una mujer y para esa época: Erzébet dominaba el Húngaro, Latín y Alemán, mientras que la mayoría de los nobles húngaros de entonces apenas si sabían escribir. A los 16 años fue casada con Ferenc Nadasdy, miembro de una familia también prestigiosa, pero menos adinerada e influyente que la Bathory. Erzébet eligió conservar su nombre aún despues de casada. En su lugar, Ferenc sumó Bathory al suyo.

La joven condesa administró su castillo con una disciplina de hierro, y sus castigos eran brutales, por decir poco. Golpear a las sirvientas con un pesado mazo era de los más leves; otras veces les picaba con agujas debajo de las uñas o las arrastraba a la nieve, donde les echaba agua y abandonaba a que se congelen. A medida que las torturas se fueron sofisticando y agravando, estableció una cámara de torturas en su castillo, y, cuando no era ella quien torturaba, sentada en su trono, observaba como lo hacían su sirvientas más cercanas.

La condesa prosiguió sus abusos y asesinatos durante años, especialmente luego de la muerte de su esposo, y de su amiga Darvulia. Esta última, aparentemente amante de Erzébet, participaba activamente en las torturas, e incluso enseñó a la condesa nuevas técnicas. Pero también cuidaba que las víctimas fueran siempre sirvientas y campesinas, a quienes en esa época un noble podía tratar como a un objeto, que se puede destruir a voluntad. Tras su muerte, Erzébet perdió toda precaución, y comenzó también a raptar y torturar a jóvenes nobles.
Sus actividades no podían seguir ignoradas, y, sumadas a razones políticas, llevaron a que fuera arrestada y llevada a juicio en 1611. Erzébet y sus sirvientas fueron encontradas culpables; dos de ellas fueron torturadas y quemadas, otra decapitada. La condesa escapó la pena de muerte gracias a su rango, pero fué emparedada en su propia cámara de tortura, donde murió tres años más tarde.

Es imposible saber cuánto exactamente de verdad hay en las historias que circulan acerca de la "condesa sangrienta". Su historia se convirtió en leyenda aún en su propia época. A pesar de que no hay testigos, se cuenta que la condesa tomaba baños de sangre de muchachas para mantenerse joven, o que mordía y arrancaba la carne a las jóvenes mientras sus sirvientas las sujetaban. Aún si se trata de exageraciones, la ferocidad inusitada de sus atrocidades han despertado la curiosidad de muchos escritores y artistas.

Aparentemente, las leyendas de vampiros se originan con su historia, y Bram Stoker habría trasladado al Príncipe Vlad Teper de Rumania a Transilvania (cambiándole el rango a conde), influido por ella. La condesa sigue intrigando a artistas aún hoy: desde poetas como Andrei Codrescu, a bandas de heavy metal.
Uno de los últimos descendientes de la condesa, Dennis Bathory-Kitsz, es un compositor de ópera, y está escribiendo una sobre su famoso antepasado.
Incluso hay una película en marcha, con la participación de Lorelei Lanford (la "Blonde Belgian Beauty") en el rol de la condesa. Los interesados pueden colaborar a financiarla y hasta, quién sabe, conseguir algún papel a cambio.

Maestras Argentinas: Clara Dezcurra

Clara Dezcurra toma la pluma y escribe la fecha: "16 de Julio de 1840". Luego, con la misma letra minúscula y erguida, agrega el encabezamiento: "Querida Juana". Finalmente, tras alisar el papel que tiene la textura y la consistencia del hojaldre, embebe la pluma en la tinta negra, y redacta: "Ayer decidí cambiar el método que siempre utilizamos. Quise darle a mis chicos una alternativa diferente que los arrancara de la enseñanza rutinaria. Esta vez, en la clase de Habla Hispana, dejé de lado nuestra clásica composición 'Voyage autour de mon bureau' y quise sorprenderlos con algo propio, conocido, cercano. Fue entonces cuando les propuse escribir sobre 'La Vaca'."
Clara Dezcurra no lo sabe, pero ha introducido un hábito de escritura que será, luego, por décadas, indicador y modelo en las escuelas criollas.
En realidad, poco y nada decía para sus alumnos la temática de la anterior composición-tipo, "Voyage autour de mon bureau" ("Viaje en derredor de mi pupitre") impuesta por el maestro modernista francés Alphonse Chateauvieux a fines de 1815. La escuela de Clara Dezcurra, apenas un simple salón de tierra apisonada, no tiene pupitres, ni bancos, ni siquiera sillas. Los alumnos se apretujan sentándose en rejas de arado, tocones de ceiba o simples calaveras de vaca que relucen como si fuesen de mármol. La calavera de vaca es el asiento más fácil de conseguir, el más frecuente, porque la escuela nocturna de la señora Dezcurra es, durante el día, un matadero clandestino.
Clara humedece con la saliva de su lengua el reborde pringoso de la tapa del sobre donde ha metido la carta. Lo cierra y luego, aprovechando el calor del candil que la alumbra malamente, derrite casi un centímetro de lacre sobre el vértice de la juntura. Le llega, desde afuera, el olor pesado aue viene desde el saladero de cueros, el tufo casi irrespirable a pescado podrido de la costa, y el mugido profundo de algún animal que ha olfateado, quizás, el aroma premonitorio de la sangre.
La escuela ni siquiera está en el centro de Buenos Aires. Ahí, frente al portalón de la Iglesia de los Cordeleros, como se lo había prometido don Juan Lezica, cuando era alguacil segundo del Municipio, para luego decirle que, aquello, era imposible. El episcopado, o, mejor dicho, el obispo Alcides Melgarejo, le había recordado a Rosas que no debían permitirse escuelas ni queserías en las proximidades de los templos. Y entonces le habían dado a Clara ese quincho --porque de otra forma no se lo podía denominar-- cerca de los corrales de Mataderos, a metros de la puerta de Santa Brígida, detrás del saladero de don Felipe Echenaugucía. Y la escuela era nocturna. Y los "chicos", como ella los denominaba, eran ya gente grande: puesteros de los corrales, matarifes, carreros cachapeceros, pero muy especialemente, federales. Hombres de la Santa Federación que llegaban a clase luciendo la divisa punzó, mazorqueros que, en el primer día de clase, habían degollado a un negro por robarse una goma de borrar.
Clara, todas las tardes, mientras escucha dar las siete en el carrillón de la Merced, baldea el piso para quitar los oscuros cuajarones de sangre que quedan de la actividad del frigorífico clandestino, y echa hacia los potreros las reses que no han sido aún sacrificadas. Espera, en tanto, desde el Alto Perú, la respuesta de Juana, su compañera de promoción. Intuye que su puesto al frente de la precaria escuela peligra. Sin ella saberlo, ha permitido la inscripción de más de un unitario. Algunos le han confesado su condición, como Juan José Losada. Otros le han dicho que la vincha celeste que llevan recogiéndoles el pelo, es en honor de la bandera. "Pero nadie viene a controlar lo aue pasa en estos parajes, Juana --le ha escrito a su amiga--. Estamos dejados de la mano de Dios. Mis chicos escriben con trozos de ladrillos o pedazos de tripa gorda y yo utilizo las paredes como pizzara. Don Martin de Agüero me ha prometido tizas, pero me dicen que el barco que las trae encalló en las proximidades de Recife."
Un zambo iza la bandera. Le dicen "Falucho", pero es en broma. Tomó parte del sitio de El Callao, pero no logra aprender la tabla del cuatro. No ha llegado aún al país el sistema inglés de los palotes, y los alumnos trazan una línea acá, otra allá, sin ton ni son, sin orden ni medida. Clara es la primera en entonar "Oda a la Bandera", de Balmes y Vespuci. Hija y nieta de educadoras, recuerda las anécdotas de su abuela, Irma Dezcurra, de cuando aún la joven nación no tenía divisa, antes de aue don Manuel Belgrano la crease. Los niños --contaba la anciana-- se reunían en los patios escolares antes de entrar a clase y no sabían que hacer. Daban vueltas sobre sí mismos, se chocaban entre ellos o giraban tontamente como tiovivos sin acertar con una conducta. Alguno, quizás, gritaba consignas emotivas, o repartía chanzas contra los españoles. Alguna maestra, tal vez más devota, entonaba salmos religiosos. Hubo quien --recordaba abuela Irma-- aguardando la entrada a clase, se empecinó en vocear los números de la lotería de cartones, el juego que tanto entusiasmaba a Manuelita, y así nació la "cifra", el canto que, junto a vidalas y pericones, habría de animar numerosas y encendidas veladas patrias.
Clara come un pastelito dulce y lo acompaña con té de cardosanto. La respuesta de Juana Azurduy tarda en llegar. Hoy Clara ha tenido que sosegar a un federal muy alcoholizado. No la desvela tanto la indisciplina, pero se le duermen en la clase. Y a veces se pelean. Los mazorqueros sospechan que uno de los muchachos es unitario. Es un mozo joven, bien parecido, que viene siempre de bombachas de fino fieltro y botas altas. Tiene la patilla larga que baja y dobla luego hacia arriba, para unirse con el bigote, dibujando una "U" provocativa. Pero los mazorqueros aún no han llegado hasta ese punto del abecedario. Solo Isidro Gaitán, un sargento, puede memorizar las letras hasta la hache que, al ser muda, lo desconcierta. Los demás apenas si se han familiarizado con las letras hasta la "D". Clara duda si continuar con la enseñanza. Apenas sus chicos descubran que la "U" tiene un dibujo similar al que se lee en las mejillas del joven unitario, pude arder Troya. Clara no quiere tener más problemas con el gobierno. Pero habrá de tenerlos.
Antes de que llegue, por fin, la carta de Juana, ya don Artemio Soto conoce la noticia de su innovación pedagógica. Algún mazorquero la ha comentado en algún boliche. Tal vez un tropero alcanzó a contar las desventuras de su composición-tipo cerca del oído de algún correveidile del poder. Tras seis meses de espera, la carta de Juana llega, como una premonición, días antes que la de Domingo Faustino Sarmiento.
A la luz vacilante del quinqué, Clara lee la esquela de su amiga. "Tené cuidado, Clara" es todo el texto, entre sucinto y fraternal. Sin duda Juana, preocupada, consciente del tiempo que llevará a su carta llegar de nuevo hasta la capital, optó por escribirla lo más rápido posible, casi con características telegráficas.
Clara bebe una copita de oporto, al que enturbia con hojas de regaliz. Duda si abrir o no la carta de Sarmiento. Sin embargo, la redacción de esta, lo comprobará luego, es de advertencia mas no llega a sonar admonitoria. "No veo de buen grado --le escribe el sanjuanino-- el cambio por usted introducido en la enseñanza de nuestra lengua criolla. Somos un país incipiente aue requiere de ejemplos y el modelo del maestro Chateauvieux aún está en vigencia. Somos todavía como el joven retoño que precisa de la rectitud y firmeza del tutor para crecer derecho."
Clara garrapatea una carta de respuesta plena de formalismos y ambigüedades, lejos de su habitual estilo franco, y decide continuar con sus planes. La hace persistir en su esfuerzo el entusiasmo que observa en sus alumnos. Por primera vez, muchos de ellos escriben más de dos páginas de composición, cuando con el tema "Viaje en torno a mi pupitre" algunos no alcanzaban ni a los tres renglones. Un matarife de Achiras Altas, Juan Sala, redacta, incluso, casi diez páginas de un relato estremecedor, fruto de su conocimiento de la tropa vacuna. Tiempo después, será la base de un libro paradigmático: Amalia.
Josefa Paz de Hurlingam invita a Clara a tomar chocolate en su casa de la bajada del Marquesado. Recibe en una sala solariega desde donde se ve el patio interno de la casa, impregnado con un perfume fresco a magnolias, glicinas y santarritas. Hay un jardín, también, con lilas del lugar y patos criollos. Una morena carabalí sirve el chocolate en bandeja cubierta con una mantilla bordada por la misma señora Josefa. Josefa le cuenta a Clara, animosa, que en el colegio adonde va su hija, en clase de Habla Castellana le pidieron una composición sobre el tema "La Vaca". Josefa cuenta esto con risa amable y, cada tanto, se toca el ñandutí de su pechera impecable.
Clara no tiene tiempo ni de alegrarse. A la noche siguiente, una frágil figura desciende de una calesa frente a su escuela, siendo de inmediato rodeada por perros coléricos y becerros supervivientes. El nocturno visitante es don Benito Agudo Ersilbengoa, mano derecha del nuncio apostólico y amanuense del alguacil Ordóñez. "Hemos recibido las quejas de Monseñor Brizuela --comunica a Clara Dezcura-- con respecto al tipo de temas que uted está haciendo escribir a sus alumnos."
Clara conoce bien a monseñor Bizuela. Se corren muchos rumores en torno a su persona. Se decía de él que a su arribo a nuestras costas, cuatro años atrás, era un hombre afable y comprensivo. Pero que había sufrido un doloroso accidente durante las invasiones británicas, cuando transportaba trabajosamente un pilón con aciete hirviendo. Aquella desgracia, se comenta ahora, ha dado origen a la sabrosa fritura de pastelería puesta en boga por todos los panaderos: la "bola de fraile".
"Es indigno --continúa don Benito Agudo Arsilbengoa-- que nuestros guardias federales, nuestros soldados, sean obligados a escribir sobre un tema tan poco épico y glorioso como el que usted les impone."
Clara comprende que ha llegado el momento de defender sus convicciones. Escribe a Sarmiento explicando su postura y la ventaja de educar a sus alumnos a partir de vivencias que a ellos le sean familiares. Seis meses después, puntualmente, recibe la contestación. Y de allí en más, día a día, irá recibiendo cartas del maestro sanjuanino. Sarmiento no falta un solo día al Correo. Algunas de sus cartas, no todas, muestran sobre el pergamino largos trazos de un pegote blancuzco, como si alguien hubiese moqueado sobre ellos. Clara deduce que Sarmiento las ha escrito bajo su histórica higuera, buscando aislarse, tal vez, de los rayos solares.
"No me opongo a que usted trabaje sobre 'La Vaca' --le dice el autor de Facundo-- en lugar de hacerlo sobre el modelo francés. Habrá un día, solo Dios puede saberlo, en que nuestro país se quitará de encima la influencia europea, y quizás entonces usted será considerada una precursora. Pero déjeme sugerirle otra variante; ya que el debate se ha instalado en torno a si es conveniente o no gastar papel, tinta e ingenio sobre un animal tan rasposo y de índole infeliz como la vaca le propongo que sus composiciones sean sobre otro animal todavía más cercano y afín a nuestra tradición libertaria como el caballo. Más de uno de nuestros centauros, que regaron con su sangre generosa el suelo americano, sabrá agradecérselo."
Clara lo piensa. Supone, con su intuición de maestra, que el del caballo puede ser un paso posterior. Incluso no deja de lado la gallina, con su doméstica convivencia. Pero la cercanía de los corrales, la vital actividad del matadero y, fundamentalmente, la creciente importancia del ganado vacuno en la suerte de nuestra economía, la deciden a continuar con el plano trazado.
Es febrero de 1845 y el formidable estío de Buenos Aires embalsama la brisa con aromas fuertes. Clara ha recibido el paso del aguatero llenando dos odres grandes para sus muchachos. La composición-tipo "La Vaca" se emplea ya en casi todos los establecimientos educacionales de la ciudad. Hasta las familias patricias que contratan institutrices británicas han encontrado pertinente el uso de la redacción impuesta por Clara Dezcurra. Sentada sobre una rueda de carro, Clara observa el patio a través de la puerta del salón. El calor del día ha exacerbado el olor a bosta y escucha las risotadas de sus chicos disfrutando el momento plácido del recreo. Se oye el punteo de alguna guitarra, alguna relación intencionada, el repique constante de un tamboril. De pronto alguien grita, hay un revuelo. Clara presta atención, inquieta. Sus muchachos son buenos, pero si se los vigila son mejores. Escucha un violín y se estremece. Son los sones de la "refalosa", la danza con que los mazorqueros acompañan los saltos despatarrados de sus víctimas cuando resbalan sobre su propia sangre. Clara se levanta y sale a ver qué pasa. Pero, en este caso, la víctima ya ha caído sobre el patio de la escuela. Es Juan José Lozada, el joven unitario de las patillas en "U". Lo han degollado. Ante la pregunta enérgica de Clara, nadie dice saber nada, nadie dice conocer a los asesinos. Pero hay risas torvas, sofocadas. El grupo de mazorqueros se aleja un tanto, empujándose unos a otros, como sorprendidos o avergonzados por la reprimenda.
Clara escribe a Juana, el 24 de febrero de ese año. "Los eché a todos. No me importa, Juana, que sean mazorqueros, hombres del Restaurador de las Leyes o lo que sea. Hoy degüellan a un compañero y mañana pueden llegar a hacer cosas peores. A estas situaciones hay que cortarlas de raíz, antes que pasen a mayores." Entre los expulsados de la escuela está el sargento federal Anacleto Medina, héroe de Cepeda.
Clara estudia al jinete que ha llegado hasta su escuela. Ella estaba calentando agua en la pava de latón peruano para prepararse un caldo, cuando escuchó el galope. El hombre es un soldado de Rosas y le estira en la mano, un rollo de papel sujeto con una cinta: por supuesto, punzó. Clara desenrolla el mensaje y lee el texto. La trasladan. Ha estado dando clase durante siete años en un tinglado con piso de tierra que, durante el día, hacía las veces de frigorífico clandestino. A pocas varas del matadero de reses y del solar donde se envenenan los cueros. Alumbrándose con velas de grasa. Educando a una clase compuesta por matarifes, soldados federales, negros, zambos, convictos, renegados y mal entretenidos. Ahora la letra pareja y grande del Restaurador le indica que será trasladada a un lugar de menor jerarquía. No lo dice con esas palabras. "La patria --le escribe Rosas-- demanda de usted un nuevo sacrificio. Y hemos decidido destinarla a una escuela marginal, con alumnos que detentan problemas de conducta. Sé que usted, con su firmeza de espíritu, sabrá encarrilarlos y superar los problemas de presupuesto que, de aquí en más, habrá de sufrir."
Clara Dezcurra sabe que ya no tiene sentido aguardar el cargamento de tiza. Intuye que su alejamiento obedece, más que nada, a su particular obcecación en persistir con el tema de "La Vaca".
"Creo que todo ha sido inútil --escribe a su amiga Juana--. Comprendo que, hoy por hoy, se hace muy difícil cambiar algo de lo ya dispuesto. Supongo que, con el paso del tiempo, todo el mundo se olvidará de mi tema de composición y volveremos a 'Voyage autour de mon bureau', o a cualquier otra imposición venida de afuera bajo el engañoso rubro de aporte cultural." Deja gotear el lacre, morosamente, sobre la juntura del cierre, antes de moldearlo bajo la presión de su anillo de sello. No puede dejar de pensar en la fugacidad de su iniciativa educacional. No sabe cuán equivocada está. Una gota de lacre, lustrosa, ha modelado un diminuto montículo sobre la mesa.

Refutación del regreso

de "Crónicas del Angel Gris"

"... Quien dice que no hay querencia
que le pregunte a la ausencia..."
(Por el camino, José González Castillo).

No hay sueño más grande en la vida que el Sueño del Regreso. El mejor camino es el camino de vuelta, que es también el camino imposible. Los Hombres Sensibles de Flores, en sus nocturnas recorridas por las calles del barrio, planeaban volver.
Volver a cualquier parte.
A la adolescencia, para reencontrarse con los amores viejos.
A la infancia, para recobrar las bolitas perdidas.
A la primera novia, para jurarle que no ha sido olvidada.
A la escuela, para sentir ese olor a sudor y tiza que no se encuentra en ninguna otra parte.
Volver fue para ellos la aventura prohibida. Cada noche soñaban con patios queridos y cariños ausentes. Y cada mañana despertaban llorando desengañados y revolvían la cama para ver si algún pedazo de sueño se había quedado enganchado entre las cobijas.
A pesar de todo, los muchachos de Flores habían aprendido a disfrutar de los regresos modestos y cada tanto visitaban antiguas pizzerías, veían peliculas de Paul Muni, cantaban el vals Penas que Matan o examinaban fotos amarillentas en la pieza de Manuel Mandeb.
Desde luego, los Refutadores de Leyendas se burlaban de todo esto.
- ¡Saluden a los nuevos tiempos! -gritaban-. El mundo marcha hacia adelante.
La comparsa racionalista acusaba a los Hombres Sensibles de retrógrados y conservadores. Tal vez tenían algo de razon: Mandeb y sus amigos andaban siempre por los mismos lugares, contaban miles de veces las mismas anécdotas y se divertían robando nísperos siempre en la misma casa.
- Marchan ustedes a contramano de la historia -rugían los Refutadores. Y era cierto. Pero siempre es recomendable recorrer la vida a contramano, sobre todo si uno sospecha quien ha puesto las flechas del tránsito.
En los años dorados del barrio del Angel Gris, funcionaba en la calle Gavilán la agencia Todo para el Regreso. Esta empresa organizaba unos viajes y peregrinaciones cuyo atractivo principal estaba en la vuelta. Por cierto, solían elegir lugares horrorosos, con alojamientos míseros y comidas inmundas, precisamente para acrecentar el deseo de volver cuanto antes.
Pero el mayor éxito se obtuvo con el Servicio de Recuperación de Vecinos. La agencia se ocupaba de localizar y entrevistar a pobladores antiguos, alejados del barrio por las perversas mudanzas. Por un precio razonable se les ofrecía una fiesta callejera en su viejo vecindario, con la presencia de todos los personajes de la zona. El servicio incluía la entrega de un pergamino, palabras alusivas a cargo de empleados de la empresa y llegado el caso, indumentaria apropiada para que el vecino emigrante pudiera fingir opulencia si lo deseaba.
Existía -además- un plan superior que contemplaba la reinstalación lisa y llana del vecino perdido en su antigua residencia. Desde luego, los costos eran grandes y no resultaba sencillo vencer las dificultades que se presentaban: desalojo del nuevo ocupante de la finca, abolición de las eventuales reformas, rescate de los muebles originales y restauración del exacto grado de higiene en que acostumbraban vivir el cliente y su familia. Para cumplir con esta ultima pretención, a veces había que limpiar y otras veces era necesario juntar mugre.
En realidad, hay que confesar que durante todo el tiempo que funcionó el Servicio de Recuperación de Vecinos, solamente una vez se concretó el plan superior. Fue el famoso regreso de la familia del ingeniero Vaccari a su casa de la calle Bolivia Este servicio fue solventado por los amigos del poeta Jorge Allen, despues de más de un año de colectas, rifas, préstamos a interés y timbas a beneficio.
No es que a nadie le importara gran cosa del ingeniero Vaccari. Pero Jorge Allen estaba enamorado de Leonor, la mayor de sus hijas y no estaba seguro de poder seducirla en Bancalari.
La historia no tuvo un final feliz. Leonor rechazó tercamente a Jorge Allen y se entreveró con un carnicero que venía a rondarla precisamente desde Bancalari. Allí mismo se fueron a vivir cuando se casaron, un año después. El resto de la familia Vaccari acabó mudándose más tarde a San Miguel, barrio del que no fueron rescatados jamás.
El ruso Salzman, legendario jugador de dados, también supo hacer un negocio parecido. Sin la intervención de la agencia, se decidió a comprar la casa de su infancia, ocupada desde hacia años por perfectos desconocidos.
En semejante patriada, el ruso gastó la memorable ganancia de una noche gloriosa en el casino de Mar del Plata.
Una vez instalado, comprendió que la inversión habia sido inútil.
- He recuperado mi casa -dijo-. Pero la infancia, no.
Catorce años después de haber egresado como bachiller, Manuel Mandeb volvió a inscribirse en el Colegio Nacional Nicolás Avellaneda.
El polígrafo de Flores estaba entusiasmado con la ida y propuso a sus antiguos compañeros que hicieran lo mismo, para repetir la época más feliz de sus vidas. No tuvo mucha suerte: Avila, Capel, Carrasco, Cichoworsky, Donath, Frascarelli, Frezza... Por orden alfabético todos se fueron negando y presentando sólidos pretextos. El trabajo, la familia, la distancia, el dinero. De algún modo misterioso aquellos atorrantes habían contraído la responsabilidad.
Manuel Mandeb no se achicó y comenzó las clases.
Y el primer día trató de reproducir episodios divertidos que habían ocurrido antes, pero las cosas no eran iguales. Sus nuevos compañeros eran bastante chitrulos y se resistían a secundarlo en sus travesuras, no le llamaban El Turco sino El Abuelo. Para peor, algunos profesores creían recordarlo vagamente y no sabían si confundirlo con su hijo o con su padre.
Logró -eso sí- algunas buenas notas y hasta quince amonestaciones. Un día, el jefe de celadores descubrió la verdad.
- No crea que no lo he reconocido, señor Mandeb. Este es otro de sus inventos. Yo pensé que el titulo de bachiller iba a servirle de escarmiento, pero veo que no es así. Usted es de los que siguen jorobando hasta después de muertos.
Mandeb contestó llorando:
- Usted es el único que me ha comprendido. Gracias.
- Cállese la boca, señor -gritó el jefe de celadores-. Vuelva a clase.
El pensador de Flores fue expulsado poco después. Pero a pesar de su fracaso, la segunda inscripción es una maniobra que merece ser estudiada por los melancólicos cabales. Sostengo que con el apoyo de sus viejos condiscípulos, la experiencia de Mandeb hubiera sido emocionante.
La agencia Todo para el Regreso se fundió por falta de clientes. En un último esfuerzo, sus dueños ofrecieron servicios économicos. Eran retornos fingidos, vueltas sin ida, reencuentros sin ausencia. El interesado podía simular su viaje al Africa. La empresa se encargaba del recibimiento, los abrazos y las lágrimas. El éxito fue nulo. Por esos días, Manuel Mandeb escribió su oscuro ensayo Nunca se Vuelve. Leamos algunos párrafos:
"No es posible regresar a ninguna parte. Los puntos de partida no se quedan quietos y a la vuelta ya no están. Para poder volver se necesita, por empezar, un punto de partida eterno e inmutable. Pero todo se mueve y no hay forma de detener el Universo. Créanme si les digo que nadie ha efectuado nunca jámas un verdadero regreso. El hombre que lo consiga cumplirá la hazaña más grande de la historia."
La idea de no bañarse dos veces en el mismo río no constituye ninguna novedad filosófica. Pero adviértase que Mandeb deseaba en verdad volver a bañarse. Esta fue su mayor obsesión y siempre lamento amargamente no poder remontar los tiempos.
Los Refutadores de Leyendas se alegran de la dinámica universal y esperan el futuro con impaciencia. Desean liberarse del pasado, romper las cadenas. Pero si esto encierra la idea de libertad, hay que reconocer que Manuel Mandeb fue mucho más lejos:
"¿Por qué no puede uno estar en varios lugares al mismo tiempo? ¿Qué es esto de no poder volver al pasado ni visitar el futuro? ¿Por qué no es posible extraer de las premisas de la razón las consecuencias que a uno se le antojen?
"Ah, la libertad...la libertad sin tiempo, ni espacio, ni lógica. La libertad de vivir todas las vidas, de estar en todas partes, de recorrer las edades. ¿Qué dicen a esto los libertarios sin frontera?"
Pero las cosas son como son. Esa es la pena de los Hombres Sensibles. La misma de los viajeros que no pueden volver atrás. Ellos no han nacido para viajar. Y sin embargo, ahí andan con la vida llena de extraños, ansiando la inmortalidad, solamente para poder regresar.
Algunos tratan de no partir: amor...quédemonos aquí... Pero el que no parte también se queda solo.
En Flores se suele contar la leyenda de Anton Raffo, quien según parece poseía el Secreto del Regreso. Mandeb y Jorge Allen llegaron a conocerlo. Es cierto que el hombre usaba en su conversación algunos giros inquietantes.
- Ya voy a arreglar eso cuando sea un poco más joven.
- He besado muchas veces a Mónica. Pero será mucho mejor cuando le dé el primer beso.
- Ya estoy harto de nacer, caballeros.
Los muchachos de Flores no pudieron indagar demasiado. Raffo desapareció y si es que posee el Secreto, tal vez ande en otros tiempos más prometedores.
Aquí cabe una modesta reflexión. Aún cuando fuera posible volver al pasado, nada sería igual. Todos los actos de nuestra vida repetidos minuciosamente, serían distintos al estar ocurriendo por segunda vez. Esta diferencia es sustancial. Llevaríamos con nosotros la carga de la experiencia anterior. Nos estaría negada la ansiedad y la esperanza. ¿Con qué entusiasmo apostaríamos a las cartas que ya sabemos perdedoras? Alguien dirá: sería preciso borrar la memoria y volver al pasado sin recordar que ya lo vivimos. Respuesta: ¿de qué sirve volver si uno no sabe que vuelve? Para el caso es posible pensar que ahora mismo estamos viviendo por segunda o quinta vez la misma vida.
Quien les escribe ha soñado muchas veces este episodio:
Camino por la calle Urquiza, en Caseros. Soy como ahora, un grandulón melancólico. Pero descubro que no estoy en el presente sino en los primeros años de la decada del 50. Llego ante la casa que lleva el número 68 y toco el timbre. Al rato sale a recibirme un nene mugriento y deconfiado. Soy yo mismo. Abrazo emocionado al chico. Desde adentro oigo la voz del abuelo que pregunta:
- ¿Quién es, Negro?
Nunca he podido imaginar que algo mejor pudiera ocurrirme. Los funcionarios del paraíso no tendrán que ponerse en grandes gastos conmigo.
El libro de aventuras del regreso sigue en blanco.
Ni los Hombres Sensibles, ni los Pensadores del Eterno Retorno, ni muchos de nosotros -que a veces creemos volver- hemos podido dar un solo paso. Esto no nos impide ser dichosos algunas veces, a pesar de todo. Las personas decentes nos piden madurez y resignacion. Quieren que olvidemos nuestras trágicas ensoñaciones. Pero nosotros no queremos olvidar. Y el que olvide, jamás, jamás podrá ser nuestro amigo.
Ni siquiera cuando volvamos a encontrarnos otra vez y para siempre.

Niños, libros y lecturas

de "Crónicas del Angel Gris"

Las novelas decimonónicas sobre el Imperio Romano se esfuerzan en reconstruir la época de los Césares y apenas consiguen revelar las preferencias y gustos del siglo XIX. Sucede que los cónsules, los senadores y los emperadores no pueden disimular el acento de las tertulias parisinas, por mucho que se esfuerce el escritor. Esto no debe apuntarse como un reproche sino más bien como una fatalidad que conviene saber antes de la lectura.
Algo parecido sucede con los libros para chicos. Escritos desde un mundo diferente, suelen referir historias que suenan falsas, protagonizadas por seres lejanos e incomprensibles. Ante su propia creación, los autores suelen afectar una especiie de perpleja benevolencia, la misma que se usa en la descripción de las costumbres de los salvajes.
Alguien podrá decir que lo más conveniente es que los romanos escriban sobre el imperio, y los niños sobre la infancia. Objeción: los romanos no escriben ya y los niños no lo hacen todavía. De unos y otros nos separa el tiempo.
Puede aducirse que mientras ningún escritor actual ha sido ciudadano del Imperio, casi todos han sido niños. Sin embargo, un complicado abismo de olvidos y falsos recuerdos parece alejarnos de nuestras emociones infantiles. Los literatos que se fingen chicos no consiguen engañar a nadie.
A decir verdad, no es posible ni siquiera saber con certeza si los niños disfrutan de los libros que se les preparan.
Con mucha cautela, me atrevería a apostar que no. Evocaciones que acaso invento ahora me remiten a las historias de terror, las investigaciones de Mister Reeder, el Padre Brown y el poema A Margarita Debayle , creaciones todas que poco tienen de infantiles.
Me parece también recordar que a mis cuatro o cinco años escuchaba con mas placer La Copa del Olvido o Mi Noche Triste , que las cargosas pamplinas sobre faroleras tropezadas.
Así, menos en forma de teoría que de sospecha, postulo que un libro que entretiene a un chico debe ser capaz de hacerlo con un adulto. Desde luego, la admiración no sirve en el orden inverso: toda obra necesita una información previa por parte del lector para ser comprendida. El cuento El inmortal , de Jorge Luis Borges, resultaría incomprensible -o insulso- para quien desconociera la existencia de Homero.
La medición de un hexámetro exige saber latín. Presiento, sin embargo, que miles de cuentos y novelas pueden ser leídos sin penuria por los chicos y sin aburrimiento por los mayores. Los ejemplos son tan contundentes que me averguenzan: La Isla del Tesoro , los cuentos de Oscar Wilde, Las Mil y una Noches, las maravillas y horrores de la mitología clásica.
Frente a estas obras, los coloridos volúmenes de las colecciones infantiles resultan bastante insípidos.
A veces me palpito que muchos de estos textos son estropeados por la intención edificante. Alguien me dijo una vez que en verdad ocurre lo contrario: la torpeza literaria desacredita la moraleja.
Manuel Mandeb, el polígrafo de Flores, sentía horror por las novelas protagonizadas por niños. Sostenía que sus comportamientos eran poco racionales, o lo que es peor, poco artísticos. Recomendaba insuflar a los pequeños personajes la mayor gravedad, pues entendía que los chicos son generalmente serios y aborrecían la socarronería.
Mandeb creía que el amor a los niños era una virtud literaria capaz de redimir cualquier defecto.
- El cariñoso esfuerzo conmueve a los pibes aunque no lo confiesen -decía.
Me parece que el hombre de Flores adivinó una gran verdad.
Cuando era chico yo sentía una emoción deliciosamente triste ante las calesitas, los circos y los caleidoscopios. No me gustaban, no me divertían. Pero me hacían sentir una inmensa piedad por aquellas gentes, más inocentes que yo, que trataban de agradarme con ingenio modesto. De entre mis juguetes infantiles recuerdo una cimitarra de madera que me trajo mi padre. Mis juegos no incluían las gestas sarracenas, de modo que no pude sacarle mayor provecho. Pero allí estaba el amor del hombre aquel que tal vez no me comprendía.
Por eso creo en el criterio de Mandeb. El amor de un poeta puede ser más eficaz que un buen argumento.
Más tarde he reconocido aquellos sentimientos de la niñez al recibir algún regalo demasiado humilde.
En los años dorados, un grupo de maestros melancólicos del barrio del Angel Gris preparó un libro de lectura escolar diferente de todos.
Su título fue Tempranos Desengaños.
Contaba con textos de Manuel Mandeb y Jorge Allen, la docente Etelia C. de Doth y otros oscuros literatos del barrio. También se procuró hacer creer que escribían algunos niños, cosa que nadie llegó a admitir jamás.
Muchos educadores han dicho que Tempranos Desengaños carecía de propósitos aleccionadores. Nada más falso. En muchas de sus páginas se promueve la admiración de ciertas conductas. Sucede -eso sí- que tales conductas son precisamente aquellas que repudian los libros infantiles convencionales. Se enaltece la inasistencia a clase, se desprecia la aplicación, se duda de la higiene y se festejan los desórdenes.
Hay cuentos, poesías, notas y canciones, entre las que sorprende encontrar la milonga Cobráte y dame el Vuelto.
Vamos a transcribir algunos textos.


LOS DEBERES DE PEDRO

Pedro se sienta en los ultimos bancos del aula, como corresponde a un chico que desdeña la educación y la vecindad de los poderosos. Las conspiraciones y los batifondos nunca lo hallan ajeno. Busca el riesgo de las transgresiones y la compañía de los más beligerantes. A veces lo tientan el estudio y la inteligencia.
Entonces, como quien acepta un desafío, como una compadrada, resuelve arduos problemas de regla de tres y cumple los dictados sin tropiezos.
Un día, la maestra le acaricia el pelo tiernamente. El piensa:
- Ay señorita... Si supiera como me gustaría regalarle una flor y darle un beso.
Pero Pedro sabe quién es y conoce su deber y su destino. Con una gambeta se aleja del afecto inoportuno y va a buscar la gloria allá en el fondo, donde los malandras se empeñan revoleando los tinteros para que se cumpla mejor el divino propósito del Universo.


EJEMPLO (Poesía)

Los sabios nos han dicho
que sigamos la sombra de tu paso.
Y ha sido tu destreza
la vergüenza de nuestras lentitudes.

Los signos que guardaba
la efímera pizarra en su negrura
a tí no te negaron
revelaciones y sabidurías.

Los Seres que Vigilan
han sabido por tí nuestras infamias
y hallaste recompensa
en la noticia del castigo ajeno.

Ah, blanco paradigma,
luminoso, implacable compañero:
hoy nuevamente ha sido
postulada tu suerte como ejemplo.

El numeroso patio
tu sangre dibujada vió en el suelo
y el rumbo de mis golpes
siguió la blanca popa de tu miedo.

Así supieron todos
después de tu derrumbe en el recreo
las biabas que promete
mi zurda a los traidores del colegio.


LOS NIÑOS PRECOCES (por Manuel Mandeb)

Algunos chicos dan frutos tempranos, no lo niego.
Sus padres se enorgullecen y los exhiben entre sus familiares y conocidos, cuando no en el cine o la televisión.
Me atrevo a pensar -sin embargo- que no toda precocidad es auspiciosa. Empecemos por decir que existen adultos bondadosos, agudos, valerosos o geniales. Y que también los hay mediocres, hipócritas, pomposos y canallas. El niño precoz recibe la visita anticipada de ciertos rasgos de la adultez. Algunos tocan el piano como expertos profesionales, otros aprenden lenguas, dibujan o poseen la ciencia.
Pero hay chicos cuya precocidad consiste en adquirir antes de tiempo el tono vacío y protocolar de las conversaciones de sala de espera, y aprenden a los seis años la filosofía de los tontos satisfechos.
"Así anda el mundo, Doña Juana..." "Qué se gana discutiendo, Don José..." "Hablando se entiende la gente, Carlitos..."
También repiten el lenguaje de las revistas y hacen suyas las respuestas de los reportajes más vulgares.
Por cierto, mucha gente cree que ésa es la sabiduría, y yo digo que más sabios son los pibes indoctos que observan con repugnancia los diálogos de los parientes bien educados.
Ojalá surjan muchos niños prodigio que se apropien del genio con impaciencia.
Pero para ser un papanatas, me parece que no hay apuro.


EL NIÑO QUE FUE A MENOS

La señorita Claudia le pregunta a Ferro:
- ¿Quién fundó la ciudad de Asunción?
Ferro lo ignora y lo confiesa. La maestra intenta por otros rumbos.
- Tissot.
- No sé, señorita.
- Rossi.
Silencio. El ambiente se pone pesado porque quizá la señorita Claudia enseñó aquello el día anterior.
- Maldonado.
Nada. Claudia frunce el ceño y ensaya unos reproches generales.
Frezza, el tano Frezza, lo sabe de algun modo misterioso. Es extraño el camino que siguen las nociones: suelen alojarse donde menos se lo piensa.
- Nuñez. López. Dall'Asta.
Tampoco. Frezza espera, sobrador, sin levantar la mano. Cosa de manyaorejas, piensa.
La señorita Claudia se dirige a las niñas y pronuncia el nombre amado. Frezza está muy lejos para soplar y la morocha que lo enloquece no puede contestar.
De pronto, la maestra lo mira.
- Frezza. Y el niño taura, que tal vez necesita anotarse un poroto, se levanta, mira hacia el banco de la morocha y dice casi triunfal:
- No lo sé.
Si es que nadie lo sabe estará bien no saberlo. Frezza se sienta y se oye entonces, como en una horrible blasfemia, la voz de Campos, injuriosa:
- ¡Juan de Salazar!
Pasaron los años. La morocha no conoció el amor de Frezza ni tampoco su gesto elegante y generoso.
Si alguien califica estas lecciones en alguna Libreta Celeste, Frezza tendrá un nueve. Y si ni siquiera existe esa Libreta, entonces tendrá un diez.


UNA PELEA

Me empujaron a la salida. Hubo un tumulto blanco y después de una rápida investigación quedé frente a frente con Carlos.
- ¿Qué empujás?
Se formó una rueda. Alguien gritó:
- Fajálo...
Niñas aterrorizadas se sumaron al grupo.
Carlos se puso muy colorado. Manos crueles lo empujaron hacia mí.
Tito, falso caudillo y sujeto temido, me dijo:
- Dale... ¿O le tenés miedo?
Entonces le acomodé una piña y ahora ya sé que soy cobarde.


Tempranos Desengaños no fue aprobado por las autoridades escolares.
Puede afirmarse que pocos chicos lo leyeron.
Sin embargo, como si alguien les impartiera preceptos secretos, aún hoy, en el tiempo de Los Refutadores de Leyendas, hay niños que se siguen sentando en los últimos bancos y también hay hombres que lejos ya de la escuela se apartan de las ventajas y de las oportunidades fáciles.
A esos, a los del Fondo, a los que pudiendo sentarse en el primer banco lo rechazan, a los que no figuran como ejemplos en los libros de lectura, a los espíritus lunares, a los alumnos de coraje y honor que -según presiento- no leen obras como esta, a todos ellos -tardíamente- los abrazo ahora, cuando ya no me lo impiden las mezquindades que cargué en mi niñez.

Gomez Re, el transformador del tango

de "Crónicas del Angel Gris"

El arte nuevo --decía Ortega-- es impopular por esencia. Y no es que las muchedumbres no gusten de él. Sucede en verdad que no lo entienden.
Al parecer, los géneros de vanguardia van dirigidos a una minoría especialmente educada. Por eso despiertan irritación en la masa.
Cuando a uno no le gusta una obra, pero la ha comprendido, se siente superior a ella y no hay motivo de encono. Pero cuando el disgusto que la obra provoca nace de no haberla entendido, queda uno como humillado, con una sensación de inferioridad que necesita compensarse con muestras de indignación.
Hasta aquí Ortega y Gasset. Ya sin su ardua ayuda, podemos sospechar que muchos artistas aspirantes, habiendo comprendido los argumentos sobredichos, buscan la incomprensión como si se tratara de un valor estético. En ciertas circunstancias no es mala idea: muchas veces la desorientación de los pajarones es señal de que se está recorriendo el camino correcto.
Sin embargo, buscando alejarse del entendimiento general, hay quienes se extravían en los distritos del mamarracho.
No es muy audaz colocar el tango en el molde de estos criterios. Los tangos nuevos también son impopulares. El público y la crítica han dividido su opinión entre una minoría que los acepta y una mayoría que lo odia. Así se ha generado una de las polémicas más aburridas de la historia del pensamiento humano.
En los años dorados del barrio de Flores, las almas sencillas disfrutaban los tangos sin análisis, sin doctrina y sin militancia. Un joven escuchaba Sueño Querido y se quedaba tan fresco, sin otras cavilaciones que las que podía sugerirle la modesta letra.
Después, los Refutadores de Leyendas hallaron que los viejos tangos perjudicaban la pavimentación general y el funcionamiento de los motores eléctricos.
-- La velocidad de los modernos medios de transporte exige la creación de tangos adecuados --señalaban.
Ya se sabe que algunos sectores de la población --los farmacéuticos, por ejemplo-- son muy sensibles a las alegorías con aviones y carretas; por eso aceptan con entusiasmo transformar su alma cada vez que se extiende la red de subterráneos.
En los bailes y teatros, los Refutadores interrumpían a los cantores para preguntar qué sentido tenía llorar el amor perdido en un mundo en el que existe la licuadora.
Lo extraño del caso es que estas argumentaciones fueron aceptadas por los artistas tangueros con resignación y vergüenza. Muchos de ellos procuraron entonces situar sus obras --y hasta sus personas-- a la altura del progreso con un entusiasmo menos adecuado para el arte que para las Sociedades de Fomento.
Sin embargo --como siempre ocurre-- el verdadero artista aparece por la puerta menos prometedora.
Vale la pena que recordemos hoy a Néstor Gómez Re, el transformador del tango.
En realidad, era un músico corriente que vivía en la calle Fray Cayetano. Tocaba el bandoneón con cierto decoro y dirigía un modesto sexteto. Tal vez el demasiado trato con estudiantes de derecho, psicólogos, operadores de radio y anestesistas acabó por avergonzarlo de su profesión. Cuando los primeros músicos proclamaron la nueva fe transformadora, él se entregó apasionadamente a ella. Es posible que al principio no comprendiera demasiado: cuentan que se limitaba a ocultar y disimular el tango que tocaba, con hábiles circunloquios musicales. El público inocente recibía aquellas creaciones como adivinanzas.
- ¡Es "El esquinazo"...!
- No hombre...¡"El Torito"...!
- Para mí, es "Corralera"...
Pero con el tiempo, Gómez Re encontró su propia forma de romper con las formas establecidas.
Viendo que casi todos los creadores novedosos competían en el bizantinismo de los arreglos musicales, él pensó en la posibilidad de hacer arreglos en las letras.
No suponga el lector sencillas correcciones de los versos menos felices. La innovación iba mucho mas lejos.
Por empezar, al cantor convencional se le agregaba un coro que comentaba o glosaba la acción central del relato tanguero, siguiendo líneas musicales de contrapunto, o aprovechando pasajes, contestaciones, partes de violín o meros firuletes caprichosos.

MI NOCHE TRISTE:

Cantor solista : Percanta que me amuraste
Coro: Sin ninguna razón
Conator solista: En lo mejor de mi vida
Coro: En plena juventud
Cantor solista: Dejándome el alma herida
y espinas en el corazón...
Coro: Mi pobre corazón y lo que es más...
Cantor solista: Sabiendo que te quería,
que vos eras mi alegría
y mi sueño abrasador
Coro: Brasa y abrazo soñador
Cantor solista: Para mi ya no hay consuelo
Coro: No.
Cantor solista: Y por eso me encurdelo
Coro : Sí.
Cantor solista: Pa'olvidarme de tu amor.
Coro: Sigamos por favor....

A veces, el propio cantor interpretaba letra y músicas transformadas, agregando notas o simplemente cantando las variaciones como en:

AMURADO:

Una noche más tristona
que la pena que me embarga en esta triste situación
ví que tomó su bagayito y amurado me dejó;
se las tomó sin saludar con la mayor resolución.
No le dije una palabra
ni el más mínimo reproche, ni la sombra de una queja;
la miré que se alejaba
y pensé: qué mala suerte, para mí todo acabó.

Muy pronto Gómez Re comprendió la necesidad de aceptar la colaboración de un poeta. A falta de otros postulantes, se resignó a trabajar con Carlos M. Caron, un escritor de Liniers experto en novelas policiales. De este modo, nacieron los Tangos de Detectives, expresión breve y musicalizada de la Colección Rastros.
Naturalmente, los misterios propuestos no eran demasiado complejos. Sin embargo, algunos temas aparentaban cierta dignidad. ¿Quien mató al Pardo Ramírez?, Sangre junto al buzón, El testigo insobornable, y la milonga Chantaje en Villa Lugano, fueron los más logrados.
Reproduciremos, seguidamente, algunas líneas de inexplicable eficacia:

Ceba raro el morocho, observó el cana,
cacha siempre la pava con la izquierda...
El asesino zurdo

No crea que me llevo de chimentos:
lo batieron sus huellas digitales
La gringa impía

La vida y la cana se burlan de mí, me acusan de un crimen que no cometí...
Falsas pruebas

Los Tangos Infantiles no pasaron del primer intento. Eran tanguitos de hadas y de ogros reos, con princesas encerradas en galponcitos de La Paternal.
La codicia los llevó más tarde a componer una serie de Tangos Pornográficos como Entre los Yuyos, El Barbudo, y Que Nunca te Falte.
Los autores tradicionales del barrio, como Anselmo Graciani, se oponían enconadamente al trabajo de Gómez Re.
Manuel Mandeb tuvo la mala idea de organizar una mesa redonda con la presencia de tradicionalistas y renovadores, en las instalaciones del club J.M.Bosch de Villa Excelsior. El título del debate fue: ¿Qué es el tango?
De entrada, nomás, Ives Castagnino postuló la definicíon ostensible.
-- El tango es esto --dijo.
Tocó El Apache Argentino con su guitarra y se fué dando un portazo.
Muy pronto se perfilaron dos criterios opuestos. Uno restringido, que acotaba el género con rígidas exigencias. Otro amplio, que extendía el tango hasta el confín del universo. De este último sector proviene el "pantanguismo", escuela que sostiene que todo es tango, lo que significa al mismo tiempo que nada lo es.
La discusión terminó con la oportuna intervención de la policía, repartición que tiene ideas propias acerca de la música popular.
Desde aquella noche Gómez Re empezó a interesarse por las discusiones y a descuidar su vida artística. La preparación de mortíferos silogismos le restó tiempo para tocar el bandoneón. Sus últimas actuaciones consistían redondamente en conferencias.
A decir verdad, son muchos los que hoy padecen un vicio semejante. Más fácil es encontrar ensayistas o historiadores tangueros que cantores o guitarristas.
Ante la defección de Gómez Re, otros artistas tomaron la antorcha.
Un grupo de la calle Caracas cambió primero los instrumentos, luego el ritmo, mas tarde las letras y, finalmente el nombre mismo del tango, al que llaman rock.
Los profesores universitarios, los sociólogos, y los pisaverdes se declararon partidarios de Gómez Re y sus sucesores, y lo nombraban a cada párrafo en sus charlas y peroraciones.
En toda clase de actos públicos se anunciaba la muerte de los tangos viejos y su reemplazo por el Neotango Internacional, que arranca lágrimas a los belgas arruespes.
Confinados en reducidos cenáculos, los Retrógrados del Ayer solicitaban la prohibición de los tangos posteriores a 1940.
Gómez Re se retiró para siempre y no volvió a actuar en público. El ruso Salzman juraba haberlo visto en una cervecería de Los Toldos, tocando sin adornos el tango Milonguita .
Los enfrentamientos polémicos siguen hasta hoy.
Nadie parece haber reparado en algo terrible: el tango nuevo ya es viejo. Si se trata de juzgar que el arte no es eterno y mas aún, que ni siquiera dura mucho, es necesario confesar que las invenciones renovadoras son ya lugares comunes.
¿Por qué no aparecen nuevos demoledores para hacer probar a los Gómez Re su propia medicina?
Las reflexiones iniciales de Ortega son de 1919. ¿Es que tan luego el arte nuevo, que auspiciaba el desalojo de las formas clásicas, pretenderá quedarse para siempre?
Temo que a espaldas de los bandos tangueros, las multitudes se han ido a casa.
La única esperanza está en la aparición del artista. Ese que se presenta por la puerta menos prometedora y sin doctrina ni explicaciones, llega al rincon más secreto del alma.
Las buenas gentes de estos tiempos deshilachados no pierden la esperanza.

El Corso Triste de la calle Caracas

de "Crónicas del Angel Gris"

Según una difundida leyenda, el Carnaval fue alguna vez una fiesta popular, con personas disfrazadas, musica, baile, bromas y murgas. En verdad, cuesta creer semejante cosa. Como quiera que sea, la legendaria gesta ha muerto ya. Sin embargo, como silenciosas habitaciones vacías, han quedado ciertas fechas del almanaque a las que la terquedad general insiste en adjudicar la condición de carnavalesca. Esos días son utilizados no ya para festejar sino más bien para reflexionar y añorar la ausencia de la fiesta. Se trata, según se ve, de un curioso destino: pasar del entusiasmo a la nostalgia, de la pasión a la meditación, de la alegría a la tristeza. Muchos espíritus taciturnos se solazan con este estado de cosas y afirman que la farra y el desenfreno de otras épocas fueron apenas un paso previo e inevitable, cuyo noble fin se cumple ahora, en el ejercicio del recuerdo.
Los Hombres Sensibles de Flores simpatizaban en cierto modo con este criterio. Para ellos el Carnaval no solamente servía para seducir señoritas en las milongas sino también para pensar en el paso del tiempo.
Puede afirmarse sin caer en el infundio que esta ilustre manga de atorrantes jamás consiguio entender el sentido de los Carnavales.
Manuel Mandeb pensaba que las gentes se ponían contentas en virtud de algún suceso que todos conocían menos él. Sus amigos padecían un desconcierto de la misma clase.
Esto puede explicar la extraña conducta de los Hombres Sensibles en los corsos y en los bailes.
Durante un rato hacían fuerza para sentirse alegres: bailaban, comían chorizos, se ponían caretas, hablaban con voz finita y mojaban a las damas con pomos de colores. Después comprendían que todo aquello era inútil y entonces se iban a otros bailes, discutían con los mozos, miraban las orquestas, evocaban antiguos Carnavales y cantaban el tango Siga el Corso. Ya en la madrugada maldecían el Carnaval, se estacionaban en las esquinas desoladas y se burlaban de los caminantes que volvían a sus casas.
Pero una tarde de verano Manuel Mandeb tuvo una inspiración genial. Se le ocurrió organizar todos los años el Corso Triste de la Calle Caracas.
Se trataba de una idea interesante: Mandeb pensaba que en los Carnavales vulgares todos disimulaban la tristeza disfrazándose de personas alegres. Su proyecto consistía en adoptar disfraces y actitudes melancólicas para ver si detrás de ellos se instalaba la alegría.
"Si bajo la sonora risa del payaso se adivina siempre una lágrima, es posible que encontremos una sonrisa si sacamos nuestras caretas de víctimas"
Si el propósito de Mandeb fue lograr un clima de pesadumbre, hay que decir que lo consiguió. El Corso Triste de la Calle Caracas era francamente tenebroso. Todas las luces estaban apagadas. Los asistentes deambulaban como sombras fingiendo toda clase de sufrimientos.
Las murgas entonaban canciones trágicas y tangos de Agustín Magaldi.
Los disfraces eran lastimosos: de condenado a muerte, de novia abandonada, de jugador expulsado, de deudor hipotecario, de vendedor de libros y de intoxicado.
Con el tiempo el Corso Triste se fue haciendo más ambicioso y complejo.
Jorge Allen, el poeta, empezó a escribir versos murgueros con pretensión literaria.

"Si parliamo' del destino
bororom bobom bobom...
¿Quién conoce su camino?
Bororom borom borom....
Nadie puede contra la suerte
la última carta es la de la muerte
borobobom bombom
borobobom bombom."

Los muchachos tristes de otros barrios se acercaron poco a poco y pronto circularon carrozas de hojas secas y automóviles con las ventanillas cerradas.
En el tercer año, se constituyó un jurado y se realizaron concursos y torneos.
Las comparsas se sacaban chispas para ver cuál era la más deprimente. Los Lonyipietros del Desengaño, los Decrépitos del Mañana y Chispazos de Soledad fueron las agrupaciones más renombradas.
Las reinas del corso eran bellísismas, pero inaccesibles y perversas. El premio anual de máscara suelta lo ganó siempre el mismo individuo Hablamos -desde luego- del célebre actor Eladio del Prado, quien no tenía rival en la técnica de la caracterización.
Sus primeros disfraces fueron sencillos. Una noche apareció disfrazado de esclavo persa y todos se condolían al ver su espalda surcada de latigazos y su cuerpo encorvado bajo el peso de enormes cadenas.
Después, sus creaciones fueron más complejas. Un domingo fue cíclope y a la mañana siguiente revolucionó todo el barrio buscando el ojo que se había sacado. Fue también mendigo escocés y la gente lloraba al verlo soportar la nieve de Glasgow en la Calle Caracas.
Cuentan que Del Prado, entusiasmado por sus éxitos, resolvió seguir con sus disfraces durante todo el año. Dicen que su destreza crecía junto con su crueldad.
Una noche de invierno, los Hombres Sensibles saltaron de alegría al ver reaparecer al Tonio Berardi, el pibe que murió en Paris. Organizaron una gran fiesta, y en el momento en que alzaban las copas para celebrar la resurección, Del Prado se sacó el guardapolvo, se lavó las rodillas, volvió a poner cara de persona mayor y apareció tal cual era. El ruso Salzman estuvo dos semanas en cama y Jorge Allen casi se queda tartamudo.
EL último Carnaval del Corso Triste, Eladio Del Prado se disfrazó para siempre de recuerdo y nadie volvió a verlo por el barrio del Angel Gris.
La comisión organizadora del Corso pronto advirtió que la creación de Mandeb tenía interesantes posibilidades económicas. Esto resulta un poco sorprendente si se recuerda la nula capacidad de los Hombres Sensibles para los negocios. De cualquier manera, es un hecho que durante largos años los muchachos del Angel Gris vendieron papel picado. Emplearon la conocida técnica que ha enriquecido a tantos mercaderes: en la primera jornada las bolsitas estaban llenas de papelitos brillantes e inmaculados. Cuando terminaba la fiesta, barrían el piso y volvían a embolsar el papel. Noche tras noche, el producto se ensuciaba y envilecía, hasta que en la muerte del Carnaval las bolsitas estaban llenas de tierra, tapitas de cerveza, caramelos empezados y otras porquerías. Algunos memoriosos creen reconocer todavía hoy en los bailes de Villa del Parque, restos del papel picado primogenio que se vendía en el Corso Triste.
Para contribuir a la pesadumbre de la concurrencia, Mandeb vendía pomos llenos de lágrimas que -si ha de creerse a sus detractores- falsificaba con agua y sal.
Los Refutadores de Leyendas, en su carácter de comparsa racionalista, solían acercarse a la fiesta de la calle Caracas para buscar camorra. Todos recuerdan sus afinados pregones:

"Los Refutadores
señoras, señores,
llegan con sus ritmos
y sus silogismos.
Los desafinados
a exponer sus ilusiones
y a confrontarlas
con nuestras refutaciones..."

Las olímpicas razones de la murga encontraban muchas veces contundente respuesta y dentro de un clima polémico y agudo, solían armarse formidables peleas que -por cierto- daban lustre y renombre al Corso Triste.
Año tras año, los Carnavales de la calle Caracas fueron poniéndose más divertidos. Naturalmente, esto provocó su decadencia.
Los Hombres Sensibles de Flores, al observar el jolgorio, comprendían que el proyecto inicial iba camino del fracaso.
La sobria melancolía de los primeros tiempos iba dando paso a sonrisas complacientes cuando no a risotadas sin freno.
¡Ah! -se lamentaban- ¡Carnavales eran los de antes!
Y entonces contaban anécdotas de los corsos de antaño, austeros y silenciosos, comparándolos con la insoportable algarabía que tenían ante sus ojos.
Pero en realidad la verdadera esencia del fracaso hay que buscarla por otros rumbos.
Como ya se ha dicho, lo que buscaban Mandeb y sus amigos era un dejo de alegría que debía aparecer al quitarse la máscara trágica.
Y lo cierto es que nunca encontraron tal cosa.
Cada vez que -con toda ilusión- abandonaban sus disfraces de atormentados, encontraban debajo nuevos tormentos que, para peor, eran reales.
Por eso, comprendiendo que la dicha no estaba en el Carnaval y quizás en ninguna parte, los Hombres Sensibles disolvieron para siempre el Corso Triste de la Calle Caracas.
Hoy, cuando la fama de los muchachos del Angel Gris ya encontró su tumba en los vientos de la estación Flores, hay -aunque pocos lo adivinen- centenares de corsos tristes. Y son mucho más tristes que el de la calle Caracas, pues su tristeza es involuntaria y su propósito es la alegría.
Tal vez ha llegado el momento de comprender que los criollos no hemos nacido para ciertas fantochadas. Que se rían los brasileños. Tengamos, eso sí, fiestas y reuniones populares. Pero no dejemos de ser quienes somos. Si nuestra extraña condición nos ha hecho comprender el sentido adverso del mundo, agrupémonos para ayudarnos amistosamente a soportar la adversidad.
A lo mejor, los Carnavales de antaño, tan añorados por los animadores de la radio, no eran mas que eso: una reunión de gente triste que buscaba consuelo.
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