martes, 13 de septiembre de 2011

Ese hombre

El guardia civil pregunta el nombre, consulta su lista, abre la puerta del parque. El tenue sol madrileño quita de las rodillas la lluvia de París, funde la nieve de Praga.
En la casa me recibe el secretario discreto, urgido por irradiación cotidiana. Yo sé que debería estar observando los detalles pero no veo más que la alfombra, el artesonado, la penumbra de la sala donde enseguida aparece el Viejo, su voz tranquila. Me estaba esperando.

Sigue alto y erguido, indestructible. Se agacha un poco para darme la mano.

-Lo estaba esperando -dice.

-Tenía muchos deseos de conocerlo -aseguro.

Todo es claro y ordenado en su despacho: libros en los anaqueles, un Martín Fierro a caballo, el banderín argentino, Juan XXIII bajo el vidrio del escritorio.

Cuando se sienta, veo por primera vez la desollada cara del Viejo, la cascada de venitas rojas que no aparece en las fotos o que las fotos olvidan, lo mismo que uno.

-¿Café? -dice-. ¿Coñac?

Ofrece Winstons, se inclina hacia adelante para dar fuego con el encendedor de oro. Tal vez me he quedado dormido en alguna butaca de algún aeropuerto en alguna indescifrable escala nocturna y este sueño preocupado es una broma del cansancio. Pero el Viejo está allí, veo el traje pizarra, el pulóver rojo, las ideas que se ordenan en su cara, la embellecen, escucho la voz persuasiva que habla del mundo, sus grandes movimientos circulares, sus leyes inmutables.

-A los imperios no los derriba nadie -dice-. Se pudren por dentro, se caen solos.

Solos, pienso.

Parece que adivina.

-Cuando alguien los empuja -dice, recuerda-. En este continente yo los he enfrentado -dice, anulando de un golpe la distancia, regresando o no partiendo nunca, clavado a este continente que no es este, no es la muchacha que vuelve y sirve el coñac y sirve el café.

-Café sin cafeína -dice el Viejo-. Es más sano. Mire Vietnam -dice.

Miro Vietnam: sonrisas ambiguas, pisadas nocturnas en la selva húmeda, espaldas maternas cargando obuses, una bandera roja flameando sobre Hué bajo una lluvia incesante de napalm.

-Los militares yanquis -explica- son muy brutos, no leen la historia, creen que la guerra se gana con el ejército.

Otra vez el gesto circular abarca las edades, los pueblos, el orgullo pisoteado, Roma se derrumba en el espejo de la memoria y la voz del Viejo parece que gozara.

-Líneas de abastecimiento. Lo sabe un cadete.

Toma su café sin cafeína.

-Ya no les quedan amigos en el mundo -dice.

-Si estos se salvan -dice- será porque tienen dos océanos de por medio.

-Pero a usted lo derrocaron.

-A mí me derrocó la Sinarquía -aclara-. Después vinieron a buscarme. Los yanquis -dice, rememora-. Cuántas veces.

-Y usted.

Me pregunta si conozco el cuento del vasco. Escucho el cuento del vasco, rodeado de parientes, que no quería firmar el testamento. El índice del Viejo va y viene despacio sobre el índice izquierdo, preparando la pregunta, la pausa, el corte de manga, su porfiada respuesta. Y ahora no sé cuál es mi risa, cuál es la suya, la del Papa Juan divertido a su modo en el cromo.

El círculo pulsa, se achica, se concentra. El Viejo desliza sobre el vidrio una caja taraceada de tabacos. Tomo uno, lo hago girar entre los dedos, aspiro su lejano aroma.

-Me los manda Fidel -dice el Viejo-. Cómo están por allá.

-Siempre preguntan por usted.

Es cierto: siempre preguntan por él.

-Esperaban su visita -digo.

-Me hubiera gustado ir -suspira-. No ha llegado el momento. Usted sabe, había que pasar por Moscú.

El periódico sigue inmóvil sobre el escritorio, con sus terremotos, naufragios, sobresaltos del oro, el nuevo récord de Iberia: seis horas, treinta y dos minutos, vuelo directo. No veo las manos del Viejo, tal vez el índice derecho sigue moviéndose despacito sobre el izquierdo, debajo de la mesa, una broma conjunta que podemos apreciar.

El círculo ha vuelto a crecer, las costas se dilatan, la selva. América. Ahora hablamos de los muertos. El Viejo guarda la caja de tabacos, saca un libro abierto en la dedicatoria de -un adversario que evolucionó-, la firma brevísima del gran muerto reciente cuyas cenizas llueven sobre mil ciudades, que anda por ahí asomado a las cocinas, a los dormitorios, probando el caldo de las ollas, creciendo en los huesos de los chicos.

-Tenía el fuego sagrado -dice el Viejo-. Lástima que no trabajara para nosotros -y la cara se le nubla, de pena, desconcierto, quién sabe.

-Él pensaba que había que apurarse.

-Sí, pero ya ve.

-Porque ellos creen que Vietnam se acaba, y que después caerán sobre ellos, sobre nosotros -digo-. Por eso estaban apurados.

-La guerra es larga -responde sin apuro.

Vuelvo a mirarlo como si yo fuera el Viejo y él tuviera un largo futuro por delante.

Si él quisiera, pienso.

La puerta se abre sola. Un fogonazo de alegría alumbra la cara surcada de venitas del Viejo, que se para, avanza hacia el perro lanudo que entra en dos patas. Yo miro el despliegue de mimos y festejos que corta las preguntas, acaso la entrevista.

Pero el Viejo vuelve, se sienta.

-Otro café -dice.

De la manga del saco sale otra anécdota, como otro conejo. Cada vez que el general Roca recibía al embajador boliviano, ponía dos sillas. Una para el embajador, otra para la mala fe.

-Yo le mandé decir que tuviera cuidado, que desconfiara de esa gente. No era tiempo.

-Cuándo entonces -digo.

-Yo he esperado mucho.

Tal vez lo estoy fastidiando, acaso va a mirar su reloj, usar un pretexto que no necesita, la mujer que atravesó el Atlántico para conseguir su dedicatoria en una foto, el dirigente que aguarda en la sala su epifanía de palabras lejos, vestales con pinta de herederos, tahúres de doble entraña, empresarios dispuestos a compartir las pérdidas, terratenientes a socializar los caminos, clérigos a repartir el reino de los cielos, gorilas convertidos.

El arresto del último general que casi se subleva flota sobre los pocillos de café sin cafeína.

-Es un buen muchacho -sugiere-. Le voy a contar un chiste -sugiere.

Las once de la mañana entran por el ventanal, aclarando la sonrisa.

Un empresario americano fue a Brasil, donde querían comprar petróleo; fue a Kuwait: querían vender petróleo; a Grecia: les propone transportar petróleo. Armó el negocio, se quedó con la mitad. Los otros le peguntaron: ¿Pero usted qué pone?

-¿Cómo qué pongo?-, dijo el empresario -dice el Viejo-. -Yo pongo el Atlántico.- Con este muchacho pasa lo mismo. El ejército pone las armas. Nosotros ponemos la gente. ¿Y él qué pone? ¿La patria?

Risas. Imposible no reír cuando el Viejo cuenta un chiste, porque lo cuenta muy bien. Pero consigue que el cotejo con la realidad parezca un segundo chiste, mejor que el primero.

Ahora sí, ha mirado su reloj. De golpe entiendo que he pasado horas sumergido en la envolvente conversación del Viejo, como quien escuchara a cualquier padre, y que al salir estaré caminando por una calle de Puerta de Hierro, de Southampton, de Martín García, con todas las preguntas sin hacer.

-Esa mujer -digo.

Su cara es gris. Una muralla.

-Creo que la quemaron -dice.

-No la quemaron -fantaseo-. Está en un jardín, en una embajada, de pie, una estatua bajo tierra, donde llueve -digo. Llueve siempre, pienso, y ella se pudre.

-Puede ser -su cara es más remota que nunca-. Algún día se sabrá.

-Y los otros muertos -quiero saber-. Los fusilados, los torturados.

Un ramaje de la vieja cólera circula por su cara, relámpago entre nubes.

-El pueblo pedirá cuentas.

¿Cuándo?

-Algún día. Saldrá a la calle, como el 56, el 57.

¿Por qué no ha vuelto a salir?

-Porque yo no he querido -dice.

¿Cuándo, general, cuándo?

Portugueses

1)
El primer portugués era alto y flaco.
El segundo portugués era bajo y gordo.
El tercer portugués era mediano.
El cuarto portugués estaba muerto.
2)
-¿Quién fue? -preguntó el comisario Jiménez.
a. Yo no -dijo el primer portugués.
b. Yo tampoco -dijo el segundo portugués.
c. Ni yo -dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba muerto.
3)
Daniel Hernández puso los cuatro sombreros sobre el escritorio.
El sombrero del primer portugués estaba mojado adelante.
El sombrero del segundo portugués estaba seco en el medio.
El sombrero del tercer portugués estaba mojado adelante.
El sombrero del cuarto portugués estaba todo mojado.
4)
-¿Qué hacían en esa esquina? -preguntó el comisario Jiménez.
a. Esperábamos un taxi -dijo el primer portugués.
b. Llovía muchísimo -dijo el segundo portugués.
c. ¡Cómo llovía! -dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués dormía la muerte dentro de su grueso sobretodo.
5)
-¿Quién vio lo que pasó? -preguntó Daniel Hernández.
a. Yo miraba hacia el norte -dijo el primer portugués.
b. Yo miraba hacia el este -dijo el segundo portugués.
c. Yo miraba hacia el sur -dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba muerto. Murió mirando al oeste.
6)
-¿Quién tenía el paraguas? -preguntó el comisario Jiménez.
a. Yo tampoco -dijo el primer portugués.
b. Yo soy bajo y gordo -dijo el segundo portugués.
c. El paraguas era chico -dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués no dijo nada. Tenía una bala en la nuca.
7)
-¿Quién oyó el tiro? -preguntó Daniel Hernández.
a. Yo soy corto de vista -dijo el primer portugués.
b. La noche era oscura -dijo el segundo portugués.
c. Tronaba y tronaba -dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba borracho de muerte.
8)
-¿Cuándo vieron al muerto? -preguntó el comisario Jiménez.
a. Cuando acabó de llover -dijo el primer portugués.
b. Cuando acabó de tronar -dijo el segundo portugués.
c. Cuando acabó de morir -dijo el tercer portugués.
Cuando acabó de morir.
9)
-¿Qué hicieron entonces? -preguntó Daniel Hernández.
a. Yo me saqué el sombrero -dijo el primer portugués.
b. Yo me descubrí -dijo el segundo portugués.
c. Mi homenaje al muerto -dijo el portugués.
Los cuatro sombreros sobre la mesa.
10)
a.. Entonces ¿qué hicieron? -preguntó el comisario Jiménez.
b. Uno maldijo la suerte -dijo el primer portugués.
c. Uno cerró el paraguas -dijo el segundo portugués.
d. Uno nos trajo corriendo -dijo el tercer portugués.
El muerto estaba muerto.
11)
a. Usted lo mató -dijo Daniel Hernández.
b. ¿Yo señor? -preguntó el primer portugués.
c. No, señor -dijo Daniel Hernández.
d. ¿Yo señor? -preguntó el segundo portugués.
e. Sí, señor -dijo Daniel Hernández.
12)
-Uno mató, uno murió, los otros dos no vieron nada -dijo Daniel Hernández.
Uno miraba al norte, otro al este, otro al sur, el muerto al oeste. Habían convenido en vigilar cada uno una bocacalle distinta para tener más posibilidades de descubrir un taxímetro en una noche tormentosa.
"El paraguas era chico y ustedes eran cuatro. Mientras esperaban, la lluvia les mojó la parte delantera del sombrero."
"El que miraba al norte y el que miraba al sur no tenían que darse vuelta para matar al que miraba al oeste. Les bastaba mover el brazo izquierdo o derecho a un costado. El que miraba al este, en cambio, tenía que darse vuelta del todo, porque estaba de espaldas a la víctima. Pero al darse vuelta, se le mojó la parte de atrás del sombrero. Su sombrero está seco en el medio, es decir, mojado adelante y atrás. Los otros dos sombreros se mojaron solamente adelante, porque cuando sus dueños se dieron vuelta para mirar el cadáver, había dejado de llover. Y el sombrero del muerto se mojó por completo al rodar por el pavimento húmedo."
"El asesino usó un arma de muy reducido calibre, un matagatos de esos con que juegan los chicos o que llevan algunas mujeres en sus carteras. La detonación se confundió con los truenos (esa noche hubo una tormenta eléctrica particularmente intensa). Pero el segundo portugués tuvo que localizar en la oscuridad el único punto realmente vulnerable a un arma tan pequeña: la nuca de su víctima, entre el grueso sobretodo y el engañoso sombrero. En esos pocos segundos, el fuerte chaparrón le empapó la parte posterior del sombrero. El suyo es el único que presenta esa particularidad. Por lo tanto es el culpable."
El primer portugués se fue a su casa.
Al segundo no lo dejaron.
El tercero se llevó el paraguas.
El cuarto portugués estaba muerto.
Muerto.

domingo, 4 de septiembre de 2011

Una novela china - Fragmento

Un día estaba de visita en la casa su amigo Hua, una tarde poco antes de la puesta del sol, y sobre una taza de té, en confidencia, le contó un nuevo giro que habían tomado las murmuraciones: ahora se decía que la niña era hija suya, y de Ma Whu, con quien habría mantenido una prolongada relación que ahora se normalizaba ante los ojos del público mediante esta mascarada. ¡Una explicación post facto muy limpia! chillaba Hua entre risas. Y agregaba: ¿Hasta dónde se puede llegar, con la imaginación?
Después tomaron té, y en eso estaban cuando alguien tocó el timbre. Se apresuró a atender Lu, para evitar el oprobio de que lo hiciera la recentísima casera, y resultó ser un desconocido, con una valija en la mano. Cuando habló, sorprendía por lo amanerado. Creyó entender que venía a ofrecerle objetos de arte. No pudo evitar el reflejo algo indiscreto de examinar al visitante de pies a cabeza mientras hablaba. Parecía un hombre del sur, con los rasgos separados y la tez oscura, y algo de hindú en la mirada. Si había algún acento peculiar en su habla, lo disimulaba el afeminamiento. Lo hizo pasar. Creía entender de qué se trataba, porque no era la primera vez que sucedía algo así; desde el episodio de los armarios de porcelanas, y la donación que había ingresado con su nombre en el museo, le habia quedado una cierta fama de coleccionista -cosa que no era, en ningún sentido. De ahí que lo visitaran, de tanto en tanto, gente que ofrecía ventas clandestinas de antiguedades. Casi nunca compraba nada, y no tanto por prudencia como por genuino desinterés.
Una vez adentro, el hombre pareció menos tímido. Abrió la valija con naturalidad y desplegó sobre la mesa sus cosas, algunas bastante apreciables. Tenía todo el aire de un profesional. Lu Hsin se preguntó si realmente habría un mercado secreto para estas bellezas de antaño.
Había unos dijes de bronce, con los que podría hacerle un sonajero a la niña. Lu no era tan ingenuo como para ignorar que había un mundo muy amplio fuera de éste en el que vivían. Esos dijes tenían varios miles de años de antigüedad, y lucían un maravilloso trabajo de orfebrería (representaban, en miniaturizados formatos primitivos, los perros sagrados); cualquier museo europeo se avendría a pagar cuantiosas sumas por ellos. Quizá, después de todo, si debía pensar en el futuro. Quizá le convenía hacer un sonajero, y guardarlo.
Entre los objetos había una primorosa cajita antigua, de la época Han. La abrió, y estaba llena de minúsculas semillas. El vendedor se apresuraba con una explicación, que después de todo resultaba obvia para alguien de mediana cultura: eran semillas de violetas bu, que se utilizaban para que las abejas produjeran un determinado "tono" de miel; efectivamente, la ilustración laqueada en la tapa representaba una violeta. Hua soltó una exclamación admirativa y tendió la mano para examinarla; eso puso de mal humor a Lu. Dijo no ver el motivo de la admiración: debería ofrecerles el juego completo, con todas las cajitas de las demás flores: sólo así la oferta podría tener algún interés para un coleccionista. Por otro lado (esta objeción se le ocurrió sobre la marcha), un anticuario dedicado a la cultura apícola de los Han tendría un inmenso campo de acción: además de las cajitas y las semillas estarían los potes para miel, los soportes de los panales, las caretas, y mil cosas más; y la miel; para no hablar de las abejas, y de su trabajo.
El vendedor afeminado miraba a la ventana, sin la menor intención de responder. Hua en cambio se encendía como una señora: a él la cajita le parecía exquisita...
Lu Hsin lo interrumpió: ¿quién le aseguraba que esas semillas conservarían su poder germinativo, al cabo de unos veinte siglos? Y en caso de que lo conservaran, ¿qué atractivo tendría para un anticuario todo el dispositivo? ¿No era más lógico ofrecérselo a un apicultor?
Hua P'i p'ei resopló, impaciente:
–No he conocido hombre más intratable en el fondo. ¿Qué es lo que quiere, por todos los dragones del cielo y la tierra? –exclamó aparatosamente.
–No quiero nada –dijo Lu sin faltar a la verdad profunda.
De todos modos, compró la cajita junto con los dijes, aunque más no fuera para que no la comprara Hua, cuya vulgaridad lo deprimía. Había notado que miraba con interés al desconocido sodomita. El descubrimiento de esa clase de interés siempre está latente. Con el pretexto de que el humo de los cigarrillos podía hacerle mal a Hin mandó salir a la señora Whu, que la tenía en brazos y que había entrado de la cocina, interesada en el mercado de pulgas improvisado sobre la mesa. Le dijo que le preparara el baño, aunque era temprano; acostumbraban bañarla exactamente cuando se ponía el sol. Creyó captar una mirada de la pequeña, y sintió que irradiaba una pureza totalmente heterogénea a toda idea de perversión. No importaba que ella misma fuera una prueba tangible de perversión, más bien por el contrario: el hecho de que fuera real y tangible, y no un artefacto de miradas ambiguas e intenciones a medio camino de lo imaginario, la ponía decididamente en otro plano. La supuesta, imaginaria pederastia de Hua, nunca tendría un cetro en la vida. La mirada absolutamente límpida de la niña entretenía a Lu a veces: cuando había empezado a buscarle los ojos (y eso había sucedido muy temprano, al mes de vida, poco después de que la trajera a la casa), todo saber se había simplificado hasta tomar una consistencia sólida y opaca. Sus amistades habían empezado a volverse seres vagos, desdibujados. Como si la mirada de la niña creara por contraste con su claridad excesiva una bruma alrededor. Y la vida de Lu empezaba a tomar caracteres precisos no aquí, entre ellos, sino en otro lado, en otra dirección.
La aparición de Hin había provocado su impresión también en los otros, pero de muy distinta índole, como lo demostró el visitante al hacer un comentario: dijo que había viajado ampliamente por el país este último año, y había notado una tendencia muy marcada a recoger niñas para criar. Obviamente, creía que aquí Hin era la hija del dueño de casa, y Ma Whu su esposa, o no habría abierto la boca. Hua, sin pensarlo demasiado tampoco, le preguntó a qué podía obedecer un movimiento social tan descabellado.
–Al marxismo –dijo simplemente el extraño, agitando imperceptiblemente los dedos, muy cortos y delgados: se teme que dentro de unos años la juventud se apoderará de todas las mujeres.
Lu los invitó a salir a fumar un último cigarrillo al jardín; era un modo de despedirlos. El desconocido cerró la valija y los siguió. Fumaron mirando el crepúsculo, y oyeron adentro los chapoteos alegres de la niñita en el fuentón. Efectivamente, era demasiado temprano, pero no estaba mal hacerlo de todos modos. Unas abejitas vespertinas zumbaron sobre los setos, sin acercarse a las figuras que ya se oscurecían.
Y como suele suceder, la noche apareció súbitamente, como si no la hubieran estado esperando. Una ola de gris creció en un instante de la tierra, sustrayendo todos los colores. Y sin embargo, permanecía la luz del día, o algo así como su espectro, colgando de las montañas. El visitante habló vagamente de ir a la casa donde se alojaba en la Hosa... Hua se mostró interesado: quizás pudieran hacer juntos el camino, le agradaba caminar a esa hora, cuanto más tarde mejor. "Hay horas más tardías", dijo Lu, pero no lo oyeron. No, el extranjero se alojaba exactamente en la dirección opuesta a la de la casa de Hua, por lo que éste no insistió. De cualquier modo, le hizo prolongar unos momentos más la reunión, con uno de sus característicos arranques anoticiadores:
–¡Deberíamos temerle al oso!
–¿Qué oso? –preguntaron los otros dos.
Aparentó un escándalo, ¡cómo podía ser que no estuvieran enterados, bien enterados, mejor que él, que en realidad no sabía nada! Había un oso haciendo estragos en las aldeas más cercanas a la montaña (y ésta era la más cercana de todas), un oso grande, ferocísimo y grotesco. Había habido una alarma, dos semanas atrás, y hasta el momento seguían en la misma posición de incertidumbre.
–Es irrisorio –dijo Lu Hsin–. ¿Cómo no encontrar a una bestia de semejante tamaño? ¡En dos semanas!
El extranjero apoyaba a Hua:
–Pueden disimularse perfectamente en un montón de hojas.
–Señor–dijo Lu con cierta severidad–: no estamos hablando de un montón de hojas.
Recordó en ese momento que él había preparado un comentario, años atrás, para una obra antigua, escrita por un anónimo provincial en los albores de las Cinco Dinastías. Era un librito que se llamaba Los 52 modos de atrapar at oso. Lu había redactado un prólogo, algunas notas, y un apéndice ligeramente más científico que el texto, que era una fantasía no desprovista de buenas ideas. El mismo lo había hecho imprimir, un pequeño folleto, del que tenía todavía algunos ejemplares en la casa (y el librero Pia tenía todo el resto de la edición, si es que no la había botado). Ahora podrían desempolvarlos aprovechando la oportunidad... Pero qué lamentable, bien pensado, era que hubiese que esperar la aparición de un oso, de un oso de verdad, para vender una obra literaria.
Ya se oían ruidos en la cocina, y ahora sí los visitantes se marcharon.
Cenó solo, servido por la señora Whu y pensando vagamente en unas cosas y otras. Por momentos se olvidaba de la existencia de la niña, de su presencia en la casa, y la aparición de la señora Whu (porque era de esas personas que siempre aparecían) se la recordaba, nunca sin un toque de sorpresa.
Pues bien, la cena solitaria fue velocísima. Ultimamente habia empezado a maravillarse de la velocidad de sus cenas: pasaban en un abrir y cerrar de ojos, y no recordaba nada en absoluto de lo que comía o no comía en ellas. No podía explicarse tampoco muy bien a qué podia deberse ese fenómeno. De hecho, las cenas dejaban de ocupar un lapso en el tiempo: podía esperarlas, antes, o comprobar, después, que ya habían sucedido, pero nunca lograba "atraparlas" en el momento mismo en que tenían lugar. No eran más que "la hora de la cena", y ya no la cena en sí misma, que parecía desvanecerse como una entelequia pulsante. (Y, tal como funcionaba su mente, no pudo dejar de preguntarse si no sucedía lo mismo con todo en su vida.)
A la madrugada lo despertó un grito; ya dentro del sueño sabía que se trataba de la señora Whu, pese a que, por supuesto, nunca antes la había oído gritar. Sumamente desconcertado, se sentó en la cama un momento. Aunque todavía no había señales del alba, entraba al dormitorio un suave resplandor, de la niebla encendida. La cualidad ambigua, entre interior y exterior, de la casa, se manifestaba como nunca antes, y Lu Hsin tuvo una oleada de placer estético que se confundió con todo lo demás que en esa hora y circunstancia hacía a su confusión general; su persona tardaba en rearmarse, y parecía poseída, por el contrario, de un movimiento centrífugo. Se puso de pie y corrió la mampara que lo separaba de la minúscula galería externa. No se oía nada más, y la noche estaba sobrenaturalmente callada. Salió, dio unos pasos descalzo en la tierra, y acertó a mirar por la ventana trasera de la salita; más allá del ambiente, por la otra ventana enfrentada, vio en el jardín lateral a la señora Whu en camisón, en la postura clásica del espanto. La niebla parecia complacerse en iluminarla a ella. Lu Hsin se preguntó si no sería sonámbula. Qué engorro, se dijo en un susurro, y se dispuso a dar la vuelta a la casa. Mientras lo hacía se le ocurrió que quizás habia algo que espantaba a la buena señora, algo real, en cuyo caso no debería ir tan desprevenido. Se detuvo a pensar un instante. Pero era como si hubiera transcurrido el tiempo, y ahora la niebla estaba realmente imbuida de la claridad del día próximo. Estaba contra la ventana de la despensa, que ahora se continuaba en la cocina, y ésta, por una mampara, daba a la salita. Todo estaba abierto, de modo que tenía una perspectiva en diagonal de toda la casa, apenas menos clara que el aire libre. Pero desde aquí no veía a la mujer (aunque no dudaba que seguía petrificada como la había dejado). Decidió volver sobre sus pasos: en la otra diagonal, tendría una visión del dormitorio que Ma Whu compartía con la niña. Cuando pasaba ante la ventana de la sala echó una mirada, y aquella estatua blanqueada de pavor había desaparecido. Su perplejidad se renovó de pronto. ¿No habría sido todo un sueño de él? Siguió hasta donde podía ver el dormitorio. Había calculado mal: aunque las mamparas estaban abiertas, desde aquí sólo veía los árboles de su vecino Tienh-Han, barrido de neblinas. Siguió rodeando la casa, y al dar la vuelta al frente vio en la calle a la señora Whu, tan espantada como antes. Ella lo vio y le hizo gestos urgentes, al tiempo que exclamaba algo; curiosamente, ahora lo hacía en voz demasiado baja, como si temiera alertar a alguien. No era un sueño, porque los dos estaban de pie. Claro que ella había huido. En un relámpago de alarma, Lu pensó en la niña. (El mismo había tenido fantasías difícilmente explicables, como las tiene todo el mundo, respecto de la supervivencia de la criatura.) Debía ir ya mismo a verla. Se metió por la oficina rumbo a su cuarto; con esta casa, daba lo mismo ir por adentro o por afuera. Y al trasponer la sala, tuvo una visión tan extraña que no la olvidaría nunca: las nieblas parecían de algún modo haber entrado en la casa, y entre ellas, recortado oscuramente, un oso, un gran oso, se inclinaba con ingenua curiosidad sobre la cesta donde Hin seguía durmiendo plácidamente.
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