martes, 4 de octubre de 2011

Cartas para Annie (4ª y última parte)

28 de Diciembre de 1987

Annie:

Hay algo que no puedo evitar al recibir sus cartas, en especial si éstas son como la última. Aprecio la curva de su caligrafía y sigo, como un mastín, el ritmo de sus trazos. Después, el cabo de madera que sostiene la pluma. De inmediato su mano, su mano sosteniendo ese cabo de madera. Subo, entonces, por su mano, Annie, persiguiendo la tersura enloquecedora de su brazo, esa carne firme aún, la piel blanca y levemente trémula. Imagino entonces, Annie, que deposito mis labios sobre esa piel y la recorro, brazo arriba, hasta el hombro y, allí, no me detiene el bretel angosto de su vestido sastre, no.
Mi boca se entreabre, ávida, húmeda, y va dejando una estela acuosa sobre su hombro desnudo, trepa luego por su cuello tibio, mi rostro se sumerje bajo su cabellera y muerde su nuca estremecida. Usted ya no puede escribir más, Annie. Su cuerpo palpita bajo mis manos curiosas. Mi boca oferente resbala por la curvatura de su clavícula y mis dedos audaces oprimen los senos formidables. Su letra se ha hecho ilegible y despareja, Annie, del mismo modo que su respiración se torna angustiosa y entrecortada. Se le hace difícil escribirle a un hombre que está, ahora, Annie, encaramado sobre el respaldar de su silla, sujetándola por los pechos, hurgando con los dedos bajo su sostén, mordiéndole frenéticamente una oreja, Annie.
Discúlpeme si mi imaginación se hace algo procaz y arrebatadora, Annie, pero es una condición, la imaginería, particular de los pueblos tercermundistas. Ahora, le he pasado mis dos fornidas piernas por detrás, apresándola por la cintura, y he quedado casi colgado, aferrado como un molusco a sus senos incomparables. No puedo seguir escribiendo, Annie. Me he desatado completamente y siento como si fuera algo inútil e hipócrita continuar sojuzgando mi exaltación, mi pasión por usted, mi legítimo reclamo de argentina virilidad.
Lamberto.

Brisbane, 6 de febrero de 1988

Señor Lamberto Margulis:

Por una jugarreta del destino, llegó a mis manos una carta que mi prometida Annie Finnegan le enviaba a usted. Sin duda, la costumbre, la vieja costumbre alimentada durante doce años, de escribirme, ha llevado a Annie a colocar en el sobre que me destinaba, la carta que le correspondía a usted, señor Margulis. No me extrañaría que recibiese usted, en cambio, un sobre a su nombre, pero con un contenido destinado a mi persona.
De todos modos, me he visto conmovido por varios factores, principalmente por el total descontrol, el lamentable vocabulario que Annie emplea en esa carta maldita que a usted le escribe, plagada de sucias invocaciones, puercas reflexiones sobre sus atributos masculinos y promesas de todo tipo de bajezas que ella podría intentar de tener en sus manos ciertos apéndices sobresalientes de su físico sudamericano. Jamás, en los doce años de relación, imaginé que la señorita Finnegan, si es que puedo llamarla aún "señorita", pudiese diseminar tamaña cantidad de inmundicias en un texto. Pero, aparte del enojo que me provoca el párrafo que a mí me toca ("australiano bruto e impotente sólo apto para la polución nocturna") que ofende mi condición de profesor de letras de la facultad de Melbourne, no puedo comprender la predilección de una inglesa por alguien que, como usted, es nacido en tierras dejadas de la mano de Dios y de su Majestad, la Reina. Sólo puedo comprenderlo bajo el cariz de una curiosidad animal, o de una perversión rayana en la entomología o la zoofilia. De cualquier forma, lo que más ha herido mi sensibilidad y honorabilidad es la noticia, suministrada por la misma Annie, de que se halla embarazada. Ultrajado en lo más profundo de mi dignidad, no me cabe otro camino que citarlo a usted en el campo de honor, donde las armas lavarán esta incalificable afrenta.
Dentro de tres años, cuando finalize mi tesis en la Universidad de Melbourne, tengo dispuesto viajar a Puerto Príncipe, aceptando una invitación que gentilmente me hiciera, años atrás, Papá Duvalier, para dar una charla a sus Tonton Macoutes. Si bien, hasta el día de ayer, estaba dudando aceptar dicha oferta, hoy he dispuesto aceptarla, ya que, estando en Haití, península tan cercana a su tierra, señor Margulis, fácil será encontrarnos y dirimir lo nuestro mediante el viril, noble y tradicional reto duelístico.
Edwin Littlehales.

Rosario, 3 de marzo de 1988

Señor Littlehales:

No soy de los que tiran la piedra y esconden la mano. Si fui más allá de lo tolerable con la señorita Finnegan, lo hice mobilizado por el impulso macho que nos caracteriza a todos los argentinos. Seremos tercermundistas y poco desarrollados, pero hay partes de nuestros cuerpos donde el desarrollo se nos da con generosidad asombrosa. Y no le escapamos el bulto al compromiso frente a una mujer, mi querido profesor. Tampoco voy a dar demasiadas explicaciones a un hombre que, si bien se ufana de su condición de profesor de lenguas, no vacila en leer una correspondencia que no le pertenece y fisgonea en ella como un miserable y despreciable ladrón de ideas y sentimientos.
¡Arrojé mi semilla y hallé tierra fértil, eso es todo! La señorita Annie es ya una persona grande, dueña de sus actos y sabe dónde le aprieta el zapato. No dudo que nuestro hijo llevará, el día de mañana, un nombre con resonancia española, mal que le pese, mi estimado profesor de lenguas.
Puede ser que no llegue a verlo porque, quizás, me toque en suerte caer en el campo de honor, ya que estoy decidido a aceptar su reto. ¡No será un pirata ensoberbecido quien arredre a un caballero criollo! Es más, le dejo la prioridad de elegir armas ya que, de ser por mí, optaría, sin duda alguna, por la vulgar alpargata, con la que ya corrimos en un par de oportunidades, tiempo atrás, a muchos que, como usted, pretendieron invadirnos bajo la inepcia de otro impotente, el australiano Beresford. Y, para demostrarle que no soy lerdo en estos trances, ya he designado mis padrinos. Uno es el ecuatoriano Elpidio Fuentes Sepúlveda, de calle 8 entre 14 y 87, Guayaquil, con quien sostengo un contacto epistolar desde hace tres años y quien no sólo le exigirá condiciones vía postal, si no que le propondrá, también, intercambio de sellos postales. El otro es Bayhan el Qalb, de Adén, quien todavía no me ha contestado, pero que aceptará, sin duda alguna, mi designación, con ese desprendimiento que exalta al pueblo yemenita.
No es mucho más lo que puedo agregar a estas líneas, mi estimado señor. Esperaré a pie firme sus respuestas y no será Haití mal lugar para el encuentro. En tanto, sólo me resta despedirme, parafraseando a un criollo cuyo apellido, Yupanqui, es de difícil traducción a una lengua tan carenciada y precaria como la inglesa:

Yo me voy con mi destino
pal lau donde el sol se pierde,
tal vez alguno se acuerde
que aquí cantó un argentino.
L.M.

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